lunes, 23 de julio de 2018

Lo grotesco y el glamour… Apuntes para una sociología de los valores estéticos.





Siempre me he preguntado porque veo con cierta irrealidad o hiperrealidad el mundo de la moda y de los cuerpos lozanos que dictan los cánones sobre la belleza.  Uno puede pecar de desconfiado o ser un aguafiestas al ver como la TV y la economía de servicios brindan todo tipo de modelos de estética, de diversión y de dispendio y pensar que no es nada natural o auténtico. Pero alguien de inmediato respondería que son las preferencias de la gente, y que estamos hartos de creer en cosas que no nos permiten vivir de modo real, y que sospechar de aquello que nos divierte y solaza es de por sí una incapacidad o descontento existencial. ¿Porque de improviso lanzar una interrogante socrática, y tratar de erosionar nuestros valores fundamentales? ¿Ya no hay acaso demasiado vacío y pobreza, para desvanecer nuestras ilusiones?

En este artículo breve ensayaré una socio-génesis de nuestros valores estéticos, como una especie de esbozo para un estudio más ambicioso de nuestra cultura. En sintonía con las apreciaciones de al escuela de Franfurkt diré que  después de una razón instrumental que se rebeló como razón de guerra y de destrucción civilizatoria, “la existencia sólo se justifica como fenómeno estético”[1]. Frente a un mundo sin estructuras y sin reales conexiones vitales con las expectativas de la gente el poder ha perseguido a la vida hasta la misma savia de su romance con la vida y con las cosas.

Ahí donde los países pierden el control sobre sus procesos materiales, y otros ni siquiera han alcanzado el valor para completar el ciclo de formación de sus economías nacionales, la misma cultura y la construcción de la felicidad se refugia en el consumo y en el goce estético, como un modo de huir de una modernidad asfixiante y tecnificadora. Una economía liberada de todo control social, que sigue saqueando y arruinando a las sociedades y a la naturaleza, ha convertido a la experiencia cultural en una sensación caótica y espectral, donde la amenaza de quedar atrapado en el aburrimiento y en el stress masificado ha arrojado a las personas a recabar en la ironía, en la aventura y el goce orgiástico, como un modo de inventar desde el mito y la voluntad de vivir una dimensión donde la alegría y la risa sobrevivan a pesar de todo. Esta  nueva belleza e ironía descansan en un mundo de simulaciones y mentiras, donde el mismo centro del arte narra los precipicios de una singularidad desconectada y absurda. El dolor y la injusticia han sido desafiados con poetas y museos que se atreven a salir de sí mismos. Una vida privada que se ha liberado de restricciones internas recrea el corazón del mundo y baila entre las ruinas de la civilización y la violencia administrada. Cuanto más el capital se atreve a modificar a su antojo los procesos materiales en que vivimos, nuestros cuerpos y mundo de objetos, tanto más la necesidad de diferencia y de autodefensa de la cultura se refugia en la excentricidad y en la música de un arte que cuenta la vida de un mundo que aún no es.

Y cuento este proceso del arte y al final y al cabo de nuestros valores estéticos, para narrarles que el arte y lo más intenso de vivir llegan no como la culminación exitosa de una arrogante Ilustración liberada de todo poder, sino como el síntoma de un mundo empobrecido y desbocado, donde la modernidad al hacerse trizas expone a las sociedades y a la vida a un océano de organizaciones y de determinismos económicos. El capital al perseguir la vida descontenta, a la creatividad y a la danza del mito hasta los confines de nuestros sentidos, neutraliza y reconvierte todo este magma de espontaneidad en un negocio que estimula necesidades provocativas y que nos amputa todo compromiso y afán de realización como singularidad y cultura, negocio que conocemos como la industria cultural y la economía de servicios.

 El resultado es que ya no es un proceso de domesticación civilizada o de educación productiva, sino la encarnación de un proceso político que intenta desmantelar y desracionalizar a la vida que somete, proyectando en los valores más intensos y de mayor sensibilidad que promete, como el afán de diversión, erotismo y de afecto, relaciones complejas de dominación y de exclusión social que la soberanía del arte de estos tiempos pregonaba evadir. Con el consentimiento de nuestras emociones y de nuestro afán de deleite, la elitización del arte, y de los valores sociales de la belleza reproducen con mayor violencia simbólica las rivalidades y la falta de reconocimiento que las formas de explotación y de colonización de las culturas planetarias padecían. En este marco, con los específicos impactos y reinterpretaciones en cada sociedad del planeta, podemos sostener que las simulaciones de un mundo presuntamente cargado de arte y de ironía están peligrosamente deteniendo el ciclo de desarrollo integral de la especie, con la consiguiente evaporación de una economía y de un poder cada vez más oculto e implacable. La existencia se justifica al fin como fenómeno estético en el momento de mayor crueldad y miseria, y tal vez también del arte y lo íntimo.

He dado este rodeo macro para encasillar que los valores estéticos en el interior de un análisis político y estructural no están liberados de los procesos históricos en que nos movemos y vivimos como seres prácticos. Y menos en sociedades como las nuestras donde su llegada casi incontenible y seductora responde a los retrocesos y las descomposiciones que hemos vivenciado producto de la crisis económica y de la histórica desarticulación nacional, reforzando las enormes exclusiones y desprecio que nos han caracterizado como cultura.

Hacer una historia de los valores estéticos no es parte de estas reflexiones. Para hacerme comprender ejercitaré una pequeña revisión de la historia reciente, desde los 80s en adelante a modo de aproximación, para sostener que la llegada de la industria cultural con sus encarnaciones a varios niveles en el país han servido para despotenciarnos como economía articulada, permitiendo de este modo el desarrollo de una cultura individualista que ha contribuido a la crisis de valores del país actual. Y de modo preciso para sostener que su proyecto de Eros o del american way life[2] esta acumulando mucho rencor y rivalidad, a medida que el despliegue de su estética absoluta va parejo con la penetración de un mercado cada vez más abusivo y delincuencial.

Hay que decir que en sus orígenes la industria de la cultura se mantenía bajo en concurso de una cultura popular más rica y repleta de organizaciones sociales. Hasta los 80s, época en que el proyecto populista empieza a descomponerse con mayor celeridad se podía conjeturar que la cultura de masas era casi indistinguible de las clases populares, reproduciendo en la TV, en su embrionaria cultura del consumo, o en su comicidad más de carnaval las motivaciones de una cultura nacional y democrática que no perdía su calidad. En las manifestaciones nacionales del folklore, de la festividad barrial, las asociaciones vecinales, en la música variada de los barrios, en el arte popular, o en una cultura del cine más realista, se observa a pesar de la violencia que vivía el país la aún no declinación de una diversidad de culturas populares que convergían en un proceso de integración nacional. Era una cultura previa y aún no tan impactada por la sociedad mediática y por lo tanto con mayores resistencias para elitizarse o ser corrompida por los protagonismos individuales. La precaria democracia que vivimos en ese entonces, garantizaba una cultura donde el ethos andino, expresado en las migraciones del campo hacia la ciudad permitía dotar a la modernización de un proyecto con arraigo colectivo.

Es con la dictadura que esta cultura popular muy rica y asociativa se cancela producto de la guerra interna que padeció el país. Las urgencias de sobrevivir, y la sistemática aniquilación del tejido asociativo producto de la violencia de Estado y de las políticas neoliberales hacen que los intereses prevalezcan y la corrupción que empalmo el régimen fujimorista por medio de resignificación privada de los medios de comunicación diera los elementos para el desarrollo de una cultura estética más banal, plástica, y degradada. La trasgresión y la delincuencia cultural de todo tipo que soportamos entre hermanos es proyectada con mayor violencia, en respuesta a una experiencia individual donde la libertad y los sueños de otras épocas son desbaratados, y lo único que queda es gozar con viveza y alardeo. Si recordamos el teatro de las vírgenes que lloran, la exultación desvergonzada de los periódicos “chicha”, el elitismo de una cultura televisiva muy aristocrática, trivial y a la vez basura, impactaron  de modo perjudicial sobre las mentalidades, perdiendo desde mi punto de vista calidad nuestro ethos estético y una mayor desconexión con los productos culturales de un país tan diverso como el Perú.

En una tercera época con la llegada de la democracia, para abreviar el debate, se puede conjeturar que con el restablecimiento del Estado de derecho esta cultura estética ya fabricada por el imperio de los medios penetraría con mayor audacia en todos los sectores sociales, no sólo en la principales ciudades, sino de modo cada vez más presencial en diversas zonas rurales, con la llegada de la TV, las radios locales y el internet. Se derrumbó la dictadura, como orden político represivo, pero se mantuvo y se promovió con mayor ferocidad una cultura del arte y del consumo que es arrojada en contra de todo atisbo de autoritarismo, pero que fue originada en los cimientos de este régimen mafioso. Ayudada por la recuperación económica del país y la fuerte reducción de la pobreza en las ciudades y menos en las zonas rurales, la búsqueda de mayores niveles de calidad de vida dieron los fundamentos mesocráticos para el renacimiento de las culturas musicales y del arte plástico, así como mayor festividad y una fuerte cultura de la noche, con contenidos de rebeldía aparente en contra del poder autoritario, pero con fuertes inclinaciones elitistas y despreciadora de los valores de las clases populares.

Los deseos de glamour y de acriollamiento de nuestras culturas populares reproducirían un ethos estético de los cuerpos y de las emociones que recrearían el racismo, la discriminación y la competencia desleal en los terrenos del afecto y de los sentimientos. La cultura estética  hegemónica y de poco arraigo democrático ha alimentado los niveles de consumo y de demanda interna del peruano medio, no deteniendo a los empresarios populares en su afán de crecimiento y superación, pero ha dado el contexto para el desarrollo de una subjetividad donde la existencia que se justifica como fenómeno estético se da en los dominios de una realidad atenazada por la violencia y la crueldad explosiva. En este mercado que es absolutizado   por nuestros medios de comunicación como salida a la pobreza, se practica un tipo de postmodernismo irresponsable y calculista, donde la máscara y la vulgaridad es la norma de satisfacción común, con la consecuencia que esta estética elitista pero a la vez masificada,  niega y hace imposible todo aquello que promete. La destrucción orgiástica, de la que hablan los Nietzscheanos, no reparte un arte como salida al poder y a la explotación sino que hace más sofisticado y adictivo el dominio, ahí donde las personas de modo consciente han decidido ser completamente arrodillados por su impacto jerarquizador. En la noche la belleza es sórdida, porque esta tarada de formalidad y de un supuesto glamour ejecutivo.

Frente a esto yo creo que se requiere una reapropiación y reinterpretación de esta cultura estética que la vuelva democrática y de carnaval, ósea hacerla pública y sin máscaras. Hay que dejar de lado el sincretismo y el abandono privado del placer para poder redireccionar esta estética que sigue siendo represiva e ideológica. La estética sigue siendo la promesa de una realidad reconciliada consigo misma, la solución a un poder que nos debilita y nos vuelve mentirosos, pero esto sólo se hará si somos directos y polémicos en una democracia que necesita una pluralidad más rica y expresiva. Solo una sensibilidad popular, donde todos se rían de todos y donde las jerarquías se suprimen, que llamo ethos grotesco es la garantía para que los proyectos emancipadores logren la victoria. Si la liberación solo se queda en un conflicto de intereses o en la búsqueda de solución de la pobreza, no dejara de ser aquello que niega:  un proyecto político que no crece desde sus raíces más lúdicas y sensibles, y por lo tanto seguirá aventando contra el poder ese arte y esa rebeldía sensorial que es la misma de sus opresores. Dejemos de sentir como derecha, eso nos vuelve hipócritas y enemigos de sí mismo.



[1] Niezstche Frederich
[2] Estilo de vida americano

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