Lo grotesco y el glamour… Apuntes para una sociología de los valores estéticos.
Siempre
me he preguntado porque veo con cierta irrealidad o hiperrealidad el mundo de
la moda y de los cuerpos lozanos que dictan los cánones sobre la belleza. Uno puede pecar de desconfiado o ser un
aguafiestas al ver como la TV y la economía de servicios brindan todo tipo de
modelos de estética, de diversión y de dispendio y pensar que no es nada
natural o auténtico. Pero alguien de inmediato respondería que son las
preferencias de la gente, y que estamos hartos de creer en cosas que no nos
permiten vivir de modo real, y que sospechar de aquello que nos divierte y
solaza es de por sí una incapacidad o descontento existencial. ¿Porque de
improviso lanzar una interrogante socrática, y tratar de erosionar nuestros
valores fundamentales? ¿Ya no hay acaso demasiado vacío y pobreza, para
desvanecer nuestras ilusiones?
En
este artículo breve ensayaré una socio-génesis de nuestros valores estéticos,
como una especie de esbozo para un estudio más ambicioso de nuestra cultura. En
sintonía con las apreciaciones de al escuela de Franfurkt diré que después de una razón instrumental que se
rebeló como razón de guerra y de destrucción civilizatoria, “la existencia sólo
se justifica como fenómeno estético”[1].
Frente a un mundo sin estructuras y sin reales conexiones vitales con las
expectativas de la gente el poder ha perseguido a la vida hasta la misma savia
de su romance con la vida y con las cosas.
Ahí
donde los países pierden el control sobre sus procesos materiales, y otros ni
siquiera han alcanzado el valor para completar el ciclo de formación de sus
economías nacionales, la misma cultura y la construcción de la felicidad se
refugia en el consumo y en el goce estético, como un modo de huir de una
modernidad asfixiante y tecnificadora. Una economía liberada de todo control
social, que sigue saqueando y arruinando a las sociedades y a la naturaleza, ha
convertido a la experiencia cultural en una sensación caótica y espectral,
donde la amenaza de quedar atrapado en el aburrimiento y en el stress
masificado ha arrojado a las personas a recabar en la ironía, en la aventura y
el goce orgiástico, como un modo de inventar desde el mito y la voluntad de
vivir una dimensión donde la alegría y la risa sobrevivan a pesar de todo.
Esta nueva belleza e ironía descansan en
un mundo de simulaciones y mentiras, donde el mismo centro del arte narra los
precipicios de una singularidad desconectada y absurda. El dolor y la
injusticia han sido desafiados con poetas y museos que se atreven a salir de sí
mismos. Una vida privada que se ha liberado de restricciones internas recrea el
corazón del mundo y baila entre las ruinas de la civilización y la violencia
administrada. Cuanto más el capital se atreve a modificar a su antojo los
procesos materiales en que vivimos, nuestros cuerpos y mundo de objetos, tanto
más la necesidad de diferencia y de autodefensa de la cultura se refugia en la
excentricidad y en la música de un arte que cuenta la vida de un mundo que aún
no es.
Y
cuento este proceso del arte y al final y al cabo de nuestros valores
estéticos, para narrarles que el arte y lo más intenso de vivir llegan no como
la culminación exitosa de una arrogante Ilustración liberada de todo poder,
sino como el síntoma de un mundo empobrecido y desbocado, donde la modernidad
al hacerse trizas expone a las sociedades y a la vida a un océano de
organizaciones y de determinismos económicos. El capital al perseguir la vida
descontenta, a la creatividad y a la danza del mito hasta los confines de
nuestros sentidos, neutraliza y reconvierte todo este magma de espontaneidad en
un negocio que estimula necesidades provocativas y que nos amputa todo
compromiso y afán de realización como singularidad y cultura, negocio que
conocemos como la industria cultural y la economía de servicios.
El resultado es que ya no es un proceso de
domesticación civilizada o de educación productiva, sino la encarnación de un
proceso político que intenta desmantelar y desracionalizar a la vida que
somete, proyectando en los valores más intensos y de mayor sensibilidad que
promete, como el afán de diversión, erotismo y de afecto, relaciones complejas
de dominación y de exclusión social que la soberanía del arte de estos tiempos
pregonaba evadir. Con el consentimiento de nuestras emociones y de nuestro afán
de deleite, la elitización del arte, y de los valores sociales de la belleza
reproducen con mayor violencia simbólica las rivalidades y la falta de
reconocimiento que las formas de explotación y de colonización de las culturas
planetarias padecían. En este marco, con los específicos impactos y
reinterpretaciones en cada sociedad del planeta, podemos sostener que las
simulaciones de un mundo presuntamente cargado de arte y de ironía están
peligrosamente deteniendo el ciclo de desarrollo integral de la especie, con la
consiguiente evaporación de una economía y de un poder cada vez más oculto e
implacable. La existencia se justifica al fin como fenómeno estético en el
momento de mayor crueldad y miseria, y tal vez también del arte y lo íntimo.
He
dado este rodeo macro para encasillar que los valores estéticos en el interior
de un análisis político y estructural no están liberados de los procesos
históricos en que nos movemos y vivimos como seres prácticos. Y menos en
sociedades como las nuestras donde su llegada casi incontenible y seductora
responde a los retrocesos y las descomposiciones que hemos vivenciado producto
de la crisis económica y de la histórica desarticulación nacional, reforzando
las enormes exclusiones y desprecio que nos han caracterizado como cultura.
Hacer
una historia de los valores estéticos no es parte de estas reflexiones. Para
hacerme comprender ejercitaré una pequeña revisión de la historia reciente,
desde los 80s en adelante a modo de aproximación, para sostener que la llegada
de la industria cultural con sus encarnaciones a varios niveles en el país han
servido para despotenciarnos como economía articulada, permitiendo de este modo
el desarrollo de una cultura individualista que ha contribuido a la crisis de
valores del país actual. Y de modo preciso para sostener que su proyecto de
Eros o del american way life[2]
esta acumulando mucho rencor y rivalidad, a medida que el despliegue de su
estética absoluta va parejo con la penetración de un mercado cada vez más
abusivo y delincuencial.
Hay
que decir que en sus orígenes la industria de la cultura se mantenía bajo en
concurso de una cultura popular más rica y repleta de organizaciones sociales.
Hasta los 80s, época en que el proyecto populista empieza a descomponerse con
mayor celeridad se podía conjeturar que la cultura de masas era casi
indistinguible de las clases populares, reproduciendo en la TV, en su
embrionaria cultura del consumo, o en su comicidad más de carnaval las
motivaciones de una cultura nacional y democrática que no perdía su calidad. En
las manifestaciones nacionales del folklore, de la festividad barrial, las
asociaciones vecinales, en la música variada de los barrios, en el arte
popular, o en una cultura del cine más realista, se observa a pesar de la
violencia que vivía el país la aún no declinación de una diversidad de culturas
populares que convergían en un proceso de integración nacional. Era una cultura
previa y aún no tan impactada por la sociedad mediática y por lo tanto con
mayores resistencias para elitizarse o ser corrompida por los protagonismos
individuales. La precaria democracia que vivimos en ese entonces, garantizaba
una cultura donde el ethos andino, expresado en las migraciones del campo hacia
la ciudad permitía dotar a la modernización de un proyecto con arraigo
colectivo.
Es
con la dictadura que esta cultura popular muy rica y asociativa se cancela
producto de la guerra interna que padeció el país. Las urgencias de sobrevivir,
y la sistemática aniquilación del tejido asociativo producto de la violencia de
Estado y de las políticas neoliberales hacen que los intereses prevalezcan y la
corrupción que empalmo el régimen fujimorista por medio de resignificación
privada de los medios de comunicación diera los elementos para el desarrollo de
una cultura estética más banal, plástica, y degradada. La trasgresión y la
delincuencia cultural de todo tipo que soportamos entre hermanos es proyectada
con mayor violencia, en respuesta a una experiencia individual donde la
libertad y los sueños de otras épocas son desbaratados, y lo único que queda es
gozar con viveza y alardeo. Si recordamos el teatro de las vírgenes que lloran,
la exultación desvergonzada de los periódicos “chicha”, el elitismo de una
cultura televisiva muy aristocrática, trivial y a la vez basura,
impactaron de modo perjudicial sobre las
mentalidades, perdiendo desde mi punto de vista calidad nuestro ethos estético
y una mayor desconexión con los productos culturales de un país tan diverso
como el Perú.
En
una tercera época con la llegada de la democracia, para abreviar el debate, se
puede conjeturar que con el restablecimiento del Estado de derecho esta cultura
estética ya fabricada por el imperio de los medios penetraría con mayor audacia
en todos los sectores sociales, no sólo en la principales ciudades, sino de
modo cada vez más presencial en diversas zonas rurales, con la llegada de la
TV, las radios locales y el internet. Se derrumbó la dictadura, como orden
político represivo, pero se mantuvo y se promovió con mayor ferocidad una
cultura del arte y del consumo que es arrojada en contra de todo atisbo de
autoritarismo, pero que fue originada en los cimientos de este régimen mafioso.
Ayudada por la recuperación económica del país y la fuerte reducción de la
pobreza en las ciudades y menos en las zonas rurales, la búsqueda de mayores
niveles de calidad de vida dieron los fundamentos mesocráticos para el
renacimiento de las culturas musicales y del arte plástico, así como mayor
festividad y una fuerte cultura de la noche, con contenidos de rebeldía
aparente en contra del poder autoritario, pero con fuertes inclinaciones
elitistas y despreciadora de los valores de las clases populares.
Los
deseos de glamour y de acriollamiento de nuestras culturas populares
reproducirían un ethos estético de los cuerpos y de las emociones que
recrearían el racismo, la discriminación y la competencia desleal en los
terrenos del afecto y de los sentimientos. La cultura estética hegemónica y de poco arraigo democrático ha
alimentado los niveles de consumo y de demanda interna del peruano medio, no
deteniendo a los empresarios populares en su afán de crecimiento y superación,
pero ha dado el contexto para el desarrollo de una subjetividad donde la
existencia que se justifica como fenómeno estético se da en los dominios de una
realidad atenazada por la violencia y la crueldad explosiva. En este mercado que
es absolutizado por nuestros medios de comunicación como
salida a la pobreza, se practica un tipo de postmodernismo irresponsable y
calculista, donde la máscara y la vulgaridad es la norma de satisfacción común,
con la consecuencia que esta estética elitista pero a la vez masificada, niega y hace imposible todo aquello que
promete. La destrucción orgiástica, de la que hablan los Nietzscheanos, no
reparte un arte como salida al poder y a la explotación sino que hace más
sofisticado y adictivo el dominio, ahí donde las personas de modo consciente
han decidido ser completamente arrodillados por su impacto jerarquizador. En la
noche la belleza es sórdida, porque esta tarada de formalidad y de un supuesto
glamour ejecutivo.
Frente
a esto yo creo que se requiere una reapropiación y reinterpretación de esta
cultura estética que la vuelva democrática y de carnaval, ósea hacerla pública
y sin máscaras. Hay que dejar de lado el sincretismo y el abandono privado del
placer para poder redireccionar esta estética que sigue siendo represiva e
ideológica. La estética sigue siendo la promesa de una realidad reconciliada
consigo misma, la solución a un poder que nos debilita y nos vuelve mentirosos,
pero esto sólo se hará si somos directos y polémicos en una democracia que
necesita una pluralidad más rica y expresiva. Solo una sensibilidad popular,
donde todos se rían de todos y donde las jerarquías se suprimen, que llamo
ethos grotesco es la garantía para que los proyectos emancipadores logren la
victoria. Si la liberación solo se queda en un conflicto de intereses o en la
búsqueda de solución de la pobreza, no dejara de ser aquello que niega: un proyecto político que no crece desde sus
raíces más lúdicas y sensibles, y por lo tanto seguirá aventando contra el
poder ese arte y esa rebeldía sensorial que es la misma de sus opresores.
Dejemos de sentir como derecha, eso nos vuelve hipócritas y enemigos de sí
mismo.
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