Historicidad de las elites.
Se diría que la máxima
aristocrática que Nietzsche ejemplifica de que lo bueno se condice con lo
aristocrático y guerrero se derrite al entrar
la moral cristiana y democrática en el escenario de la historia del
eurocentrismo. En buena medida la historia del resentimiento es el cuento sin
fin de una vida que no escucha su corazón y no es honesta consigo misma, cuando
las crisis morales de la subjetividad acechan su existencia y prefiere culpar a
otros, a los que si se esfuerzan y acumulan, de su desdicha y desesperanza
cultural. Si gran parte de lo notable e inmarcesible escasea en la realidad de
la mediocridad es porque los desastres
de la masificación, la irrupción de la tiranía de las mayorías han generado la
materialización de una cultura donde los impulsos sobrexcitados han huido de las sublimaciones
racionalizadas, y han destruido toda posibilidad de reingeniería de la vida social.
Cuando la domesticación de
los proyectos ilustrados se frustra debido a la resistencia de los registros
pulsionales, siendo el hombre masa preso de ideologías del goce trasgresor
irracional, se produce la corrupción subjetiva de todos los valores y
sentimientos ennoblecidos del mundo educativo
que son anulados tan pronto los caminos perturbadores de la autoconservación
imponen otras reglas nihilistas que deforman la honradez de la auténtica
personalidad. Es decir, el tener que
soportar una realidad donde la permanencia de los significados sublimes
representa un contrasentido a los
valores de la libertad plena significa que los residuos de la cultura de
notables se elitizan en enclaves culturales de exclusividad absoluta, como una
manera de escapar a la impureza de una realidad donde abunda la vulgaridad y el
embrutecimiento objetivo. En suma: la retirada de la ilustración de su interés
por fabricar la identidad de los sometidos a los cuales necesita, garantiza la
exposición de la cultura a un mundo sin raíces y principios, donde la iniciativa
por hacerse con segmentos reales de la felicidad y prosperidad significa
naturalizar una competencia salvaje por bienes culturales y psicológicos
escasos.
Desde siempre la cultura ha
sido un lujo de aristócratas y ciudadanos notables, a los cuales se rendía
pleitesía sagrada porque representaban la encarnación terrenal de los dioses a
los que veneraba la multitud, y los que aseguraban el dominio. El yugo que
permitía la apropiación de los
excedentes y la monopolización de los saberes cortesanos, reproducía un orden
arcaico que era cuidado como un organismo natural, fiel reproducción de las
jerarquías divinas extraídas de los ritos y de las cosmologías antiguas.
Conforme la evolución de la estructura social tradicional hería el
comportamiento naturalizado del cuerpo social, debido a la arremetida de nuevas
entidades sociales que se apoderaba del control de las fuerzas productivas,
este orden divino conocía la reprobación de las culturas subalternas que
trataban de hacer estallar las jerarquías celestes y tener acceso al mecanismo
real del estatus y de los monopolios culturales. En cuanto el oscurantismo de
los prejuicios y supersticiones escolásticas eran barridos por la iniciativa de
nuevos actores insurgentes que reclamaban su adhesión a las garantías
cortesanas, era que surgía el espacio público y la política democrática, como
un diseño envolvente que criticaba como artificial el statu quo del orden
celestial y que reclamaba su acceso a la tecnología de las decisiones
políticas. El plebeyo no sólo reclamaba su ingreso a la esfera del poder como
un modo de deshacerse de las privaciones materiales que soportaba inmerso en la
miseria social, sino que además lo hacía porque este orden metafísico lo
expulsaba del reconocimiento cultural de sus saberes y vivencias populares.
Cuando las multitudes ingresan en la producción del socius lo hacen para
revolucionar programas sociales que los mantenían excluidos del poder, por lo
cual apelan a la retórica deliberativa para rasgar los prejuicios
aristocráticos que sumían a las
relaciones sociales en la modorra y pobreza intersubjetiva.
Las desigualdades
asfixiantes al perder sus ropajes naturales permiten la redefinición de los
monopolios culturales de la elite, difundiéndose los valores cortesanos hacia
las capas populares en donde son corrompidos por el imaginario subalterno. El
trabajo de purificación de la oligarquía es dejado de lado tan pronto las
hibridaciones y las mezclas rampantes que distorsionan la elevación de las
culturas aristocráticas son desconectadas
por el escabullimiento de las culturas populares. Las constantes
mutaciones culturales que ensayan las colectividades tradicionales para
desafiar la rigidez sublime del orden aristocrático inauguran la arremetida de
la democratización como un modo de desactivar el orgullo del boato y la
frivolidad oligárquica que aplastó con el racismo y la discriminación el
carácter sensorial de las sociedades populares. En tanto la desigualdad
sustente asimetrías insoportables no validadas en una legitimación religiosa
que sostenga la esclavitud y el yugo cultural, la democracia como mecanismo de
reivindicación de las multitudes desconocerá la limpieza y frívolo glamour de
las oligarquías que mantienen el control monopólico del arte y de los
sentimientos notables.
Pero dejemos las
divagaciones antropológicas. En las sociedades tradicionales de una solidaridad
mecánica la elite garantizaba su hegemonía y mantenía el beneficio de las
desigualdades debido a que el control religioso que promovía consiguió el
consentimiento naturalizado y cosmológico de las multitudes, que los veían como
encarnaciones purificadas de las divinidades celestiales. Esta forma de razonar
la ubicación cortesana permitía la protección de una región de la cultura
espiritual y de saberes místicos, donde el ocio liberado de las obligaciones
laborales era el fundamento necesario para una conciencia ilustrada y
humanista. La clarividencia alegórica de los mitos y del arte antiguo sólo era
posible de ser desarrollada en un espacio a salvo de la mediocridad y pobreza
fáctica del mundo real; un conocimiento purificado que facilitaba el control
biocultural de las subjetividades y permitía el progreso de moralidades
oníricas que predijeron el porvenir de los pueblos y de su destinos culturales.
En tanto subjetividades
disconformes no aceptaron el carácter contingente y accidentado de la vida era
posible conservar y acumular intelectualmente los saberes teológicos y de las
humanidades como una forma de hacer proliferar una conciencia original que
desarrollara un estilo de vida hedonista y cortesana, y que despreciara el
hedor desinformado e intuitivo de las
masas bárbaras. Cuanto más en las masas emocionales abundara un estilo
pragmático y vulgar de existencia incapaz de superar el carácter caótico del
mundo exterior, tantos más espíritus libres y ontológicos escaparán del tiempo
homicida para resguardar los tesoros de la cultura, ajenos a una realidad
deshumanizada y estandarizada donde todo lleva la marca administrada del hastió
y de la pobreza. La igualdad, un concepto caro a los socialistas democráticos
no puede sonar más que a decadencia y desviación para los guerreros cortesanos,
que observarían a la actual cultura nihilista como una provocación socialista
de los instintos naturales, aplastados por la tecnificación y por el
empequeñecimiento burocrático. En un mundo donde la alta cultura resguarda los
frutos ennoblecidos y singulares del arte y la estética religiosa, la
precipitación masificada de los ofendidos y humillados de la historia no puede
significar más que una disonancia espantosa que desbarata todo proyecto
educativo en un organismo reticular indómito capaz de arrojar al hombre y sus
raíces a un escenario de estímulos incontrolables y de profecías catastróficas.
Ahí donde falla la vigilancia disciplinada, de la que habla Foucault y la
fabricación de engendros educados y complacientes, desemboca en un ser
autoritario el compromiso con la alta cultura se rebela como una empresa de
ermitaños soñadores, atormentados por el acelerado libertinaje e ignorancia de
las multitudes, porque no logran acercarse a una experiencia de vida llena de
intensidad y de goce maquinal.
Por otra parte, debilitada
la religión y confinada a una cuestión
de mera elección privada, se ingresa a un espacio moderno donde el diseño
político del Estado civil facilitará el poder y la dirección de la explotación
a un escuela de arribistas y emprendedores del Tercer Estado, que movilizarán
el principio democrático de la multitudes en tanto les convengan políticamente.
Se aliaron a las fuerzas milenarias del pueblo para movilizar en contra del
estatus adscrito y de los valores cortesanos, una razón revolucionaria que
impusiera una lógica de la iniciativa individual y del esfuerzo de pequeños
productores que liberará a las fuerzas de la economía de los resquicios y
entramados de la tradición y la escolástica. Si bien impusieron por medio del
fragor de la ilustración y del antropocentrismo racional una lógica productiva
manufacturera que aseguraba el dominio empresarial de las nuevas elites
burguesas, tan pronto la capitulación de las fuerzas del antiguo régimen
demostraron la victoria de la revolución modernista, iniciaron una
contrarrevolución positivista que puso entre paréntesis perpetuo las
aspiraciones democratizantes del proletariado. Desde que el filtro
meritocrático es la forma de inclusión individualizante que propaga la
maquinaria burguesa, toda forma alternativa de progreso y bienestar es
cancelada como desviaciones de la correcta moralidad afirmativa, distorsiones
que impactan corrosivamente sobre la lucidez empresarial y tecnocrática de la
elite burguesa, y que no consiguen adaptarse a la actitud mercantilista y
automatizada de la sociedad de mercado. Al barrerse con los entramados escolásticos y la iconografía religiosa de las
urdimbres tradicionales, se instaló una mentalidad disciplinada que entrega el
mundo industrial y fáustico a un individuo ávido de someter a la
naturaleza a sus necesidades
artificiales, una subjetividad rapaz y voraz capaz de levantar en los desiertos
humanos campos industriales y fábricas con que justificar su poderío
aristocrático en las cumbres de la calidad total.
Ante la persecución del
vacío irracional ocasionado por las nuevas mareas revolucionaras y por el poder
disolvente del capitalismo industrial, el individuo se entrega fervientemente a
una cultura del trabajo puritana con la que repeler el carácter violento de la
modernización del progreso incontenible. Aunque esta coacción de los espíritus
libres signifique el atrofiamiento de las varias dimensiones de la existencia
sensorial, esta represión de lo
instintivo es la piedra angular sobre la que se asienta el homo faber y sobre
la que reposa ligeramente toda una arquitectura compleja de los valores
aburguesados del éxito individual. Aunque el modernismo estilístico, es decir,
la vanguardia artística, halla logrado sublimar alegóricamente los valores
reprimidos de la modernidad creando poco a poco una esfera bohemia y heroica
donde el industrialismo estoico es negado como vulgar mecanización, toda esta
rica fenomenología de la alta cultura se sigue reproduciendo a expensas del
pragmatismo e intuicionismo subalterno de las categorías populares, conservando
un terreno aristocrático a salvo de las inclemencias de la cultura de masas, y
por lo tanto, una estilo de vida oligárquico inalcanzable para las capas
subordinadas.
Vínculos inmateriales y elite.
Es la inmediata realización
de los valores estéticos de la vanguardia en el terreno empobrecido y
conservador de las inmóviles clases populares,
lo que entregará a la elite un dominio instrumental sobre regiones del
ser psicológico que antes habían sido despreciadas por el iluminismo ascético
del capitalismo industrial. Al carcomer
las industrias culturales los cimientos sólidos de la personalidad racional, se
ingresa en un período ahistórico donde los sentidos sobredimensionados por la
seducción consumista se libran de sus captores morales, asistiéndose a un
imperialismo desbocado del goce narcisista donde el ennoblecimiento de los
sentimientos humanos es convertido en plusvalor comunicativo del trabajo
inmaterial. Aun cuando tal subyugamiento renuncia a la completa domesticación
de los submundos del inconsciente, si que otorga una pastoral técnica de cómo
adecuar los sentidos desequilibrados a un mundo caótico donde hay que
habituarse a las convulsiones y devastaciones simbólicas. En una realidad
postindustrial licuada hasta la raíz, donde nada está fijo y permanece estable,
es recomendable aceptar la desrealización de la psicología ascética y concebir
como un tránsito irreversible la conformación de una conciencia incompleta que
es producto de los múltiples encuentros reticulares y rizomáticos de la
experiencia social. Ahí donde el miedo a lo desordenado articula una conducta
regresiva y autoritaria que obstaculiza la validez psicológica de lo
inconmensurable y vacío, la razón se trastorna en una herramienta gestora de
autoconservación y diplomacia, que facilita el consenso y la comunicación
dialógica, como única receta ideológica para esquivar la violencia oscurantista
del mundo complejo, que bloquea la constitución de una subjetividad que aprenda
a vivir en la infinidad de los espacios culturales. Curiosamente esta habilidad
para formalizar la razón y trastocarla en un recurso simbólico que permite el
diálogo se está, en los tiempo postmodernos, elitizándose brutalmente en una
aristocracia de las emociones notables,
la cual no le adjudica contenido concreto al sentimiento sino que lo
instrumentaliza para manipular la producción de los afectos y la comunicación,
provocando la construcción de una subjetividad profundamente inclinada a
negociar por intereses y mercantilismo.
En los estratos populares
paradójicamente la ausencia de una oralidad comunicativa, más si de lenguajes
sensoriales, es lo que dificulta la resolución de una identidad cultural potenciada
que pueda reconstruir afirmativamente los códigos del poder y ganar terreno
sofisticadamente en la variedad simbólica de la realidad peruana. A pesar que
no se niega la extraordinaria habilidad que muestran las categorías populares
para reformular y resistir el
aplanamiento funcional de la cultura oficial, no se puede negar que la
oralidad agresiva que se destaca en los entramados populares justifica la
hipótesis de que el mercado despiadado torna autoritarios los registros
biográficos de las sociedades populares acrecentando los conflictos
étnicos-culturales y entregando la identidad a una degradación de la
personalidad sólo llena de impulsos y de comportamientos desviados.
Ahí donde la capacitación
social de los programas de desarrollo busca eliminar los intrincados abismos de
la pobreza y de la descomunicación, surge la justificación perfecta para que las habilidades de una oralidad
comunicativa se monopolicen en sectores minoritarios y que todo intento de
salvar algo del ideal sensorial y práctico de las culturas populares quede
reducido a una imaginación pulsional y belicosa que arruina toda unidad
semántica de las multitudes democráticas. Al concentrarse el consenso
comunicativo y sus productos estratégicos en una elite cerrada que los
viabiliza no para cuidar o salvaguardar los frutos del espíritu, sino para
conseguir más poder simbólico y atractivo social, se otorga legitimidad social
a una distribución desigual de los conocimientos y de los saberes prácticos,
que confina la irracionalidad pauperizada a las inteligencias populares que ven
como todos los sueños objetivos de una comunidad pública y próspera son
aplastados en la resignación y soledad individual; todo por el impulso natural
de tener que sobrevivir y proteger los enjutos nichos privados de la existencia
mística.
En estos tiempos de cruel
desdibujamiento de la sociedad planificada asistimos a la cancelamiento de la
historia obsesiva de la represión. Lo que se abre paso de forma irreversible,
no es la arquitectura sólida de estructuras reificadas, que fijaban
resocializadamente los comportamientos, sino un más fino dispositivo sensorial
de la dominación, donde la aventura de salvar la personalidad se convierte en
una empresa esquizofrénica de orates abandonados. El sentimiento inmaterial al
quedar desguarnecido, de una razón que se evapora en la vulgaridad de un mundo
hostil, su autoliquida en la frívola estimulación narcisista donde la
psicología espiritual se desvanece. Desde que la ingenuidad de los sentimientos eran cuidados
noblemente por una razón ilustrada, se podía hablar del resguardo clínico de
una interioridad, en cuyas profundidades cobraban vida los misterios del yo. Al
ser arrojado el sentimiento del mundo desencantado se convierte en materia
cosificada del industrialismo, se ingresa en un escenario donde toda intento de
exteriorizar heroicamente los frutos del yo, transmutando los valores
nihilísticos del ser, conoce la resistencia represiva de una modernización
violenta, donde toda reflexión vitalista y onírica es licuada en saber
administrativo y tecnocrático. Sólo elites organizadas en los intersticios de
la civilización, a salvo de la socialización represiva de los sistemas de
control, han logrado acaparar y conservar los frutos artísticos de los
sentimientos, pero no con intenciones de empoderar estéticamente las
individualidades y devolverle reflexividad sustantiva a la vida, sino con el
propósito de desarrollar maquinalmente una existencia dionisiaca de la seducción,
donde toda conversación y cita nocturna sabe del cálculo dialógico más extremo
y miserable. La nulidad de los sentimientos que se deshacen en astuta
imaginación erótica, o en habilidad comunicativa, sólo conoce en los ambientes
masificados un florecimiento solitario y romántico, habitando la conciencia de
individualidades disconformes con la indigencia del espíritu, que ven en las
humanidades o en los personajes religiosos un hábitat a salvo del sensualismo
cosificante.
El costo de no poder
interpretar culturalmente las señales de una realidad cargada de ideologías
sensoriales -donde toda imaginación cognoscitiva y recreativa se elitiza en
enclaves oligarcas, y la felicidad es un bien cultural inalcanzable por los
ofendidos y humillados de la historia- es depauperante y angustiante para un
ejército de excluidos y desempleados culturales que por honradez y bondad no se
atreven a sobrevivir en una realidad donde uno debe aprender a cosificar y
politizar su propia biografía personal si quiere supervivir y conservar algo de
distinción estética. Para nada es seguro saber si a pesar de que las fuerzas
populares se esfuerzan y trabajan con sacrificio y veneración, en algo se
abrirán democráticamente las puertas exclusivistas de los saberes elitezcos. No
sólo existe un racismo de la inteligencia y del gusto precodificado que rechaza
la hibridación cultural, sino que subsisten exclusiones étnico-raciales de
naturaleza presuntamente biologicista, que dificultan una democratización de
las diferencias culturales, y que han ocasionado que en su afán de ser
admitidos en estos castillos feudales de la exclusividad reinventen, en la jungla de los mestizajes y de la
aculturación criolla, todo un mosaico variopinto y popular de la moda y del
glamour subalterno, que reproduce creativamente las inclinaciones
aristocráticas de segregación cultural que ensayan las elites
criollo-liberales. En su anhelo de acariciar las rutas placenteras de los
códigos elitezcos, la modernización cholificada ha abrazado objetivamente el
ideario vulgar del consumismo criollo, que garantiza el agotamiento de los
bienes productivos al precio de generar una infravaloración y empequeñecimiento
de los vínculos sociales, que observa secretamente como toda intento de
reconciliación económico-cultural con la modernización acaba en la mediocridad
y embrutecimiento social. Hoy en día la cholificación no es más un proyecto de
arrojar racionalidad productiva en los espacios heterogéneos de la migración,
sino un mecanismo oscuro de vincular pulsionalmente a las categorías migrantes
o un principio del goce desbocado, como el único remedio ontológico para
escapar a la monotonía de la explotación y del desempleo estructural, y otorgar
algo de significado anecdótico a una realidad empobrecida y privatizada.
La reapropiación
cholificada de los repertorios culturales de la modernización mediática ha
permitido, singularmente la proliferación de una sociedad democratizada y
popular, pero el precio que se ha
obtenido que pagar por ello, es que se han reforzado racialmente los códigos
aristocráticos de la explotación,
empezándose a digerir la figura hipócrita y degradada de un sujeto popular que
ante la seducción mercantil reacciona ejerciendo violencia y cinismo
delincuencial; una subjetividad que ante la elitización de la felicidad global
se ha entregado a una vida sin valores, anomia y clandestinidad simbólica que
es el rostro oscuro y perturbado del crecimiento económico de los últimos años.
Si bien no se carece de toda oralidad y comunicación que reproduce la sociedad
en condiciones deprimidas, soy de la creencia que la riqueza diferencial en la
vida de las elites moldea una personalidad más adaptada a desenvolverse en la sociedad del conocimiento, una
personalidad flexible y tolerante que en nada se parece al lenguaje hostil y
autoritario de la registros populares que tienen que soportar como el éxito y
la liberación se concentran en tribus ejecutivas, que han aprendido a
instrumentalizar los sentidos.
Este abismo cultural entre
los tolerantes frívolos y los excluidos de una oralidad empoderada, que son
expulsados hacia la pobreza estructural, representa objetivamente los
desencuentros estructurales entre nuestras identidades donde la introyección del
esquema neoliberal ha articulado productivamente a las diversas clases sociales
de la nación plural, pero ha reforzado o quizás multiplicado los graves dilemas
del país, que se han mudado de la recesión económica hacia los conflictos
civilizatorios y culturales. A pesar de la pujanza hibridante y de la
potenciación étnico-cultural de la migración existe una cultura tutelar, como
sostiene Nuggent, que impide la sanación secularizada de nuestras matrices
culturales, donde arraiga el malévolo plan de estructuras tradicionales, o la
descomposición autoritaria de la vida cotidiana, y donde se legitima el elitismo acriollado y hace que
todos tengamos la expectativa de ingresar en las jerarquías elitizadas del
poder simbólico a pesar que sabemos conscientemente que tal arquitectura
colonial es injusta y antropológicamente deficitaria.
Ejecutivismo y cultura administrativa.
Si uno compara creíblemente
el desempeño profesional de una dependencia del Estado en relación a una
sucursal privada de alguna trasnacional, identificará sin problemas las
diferencias en los rendimientos organizativos, y clarificará en que instancia
social uno crece más como profesional y en la cual otra no. Por supuesto, salta ala vista que no obstante tanta criollada
patrimonial en la empresa privada existen rígidos reglamentos disciplinarios
que premian la eficacia y la creatividad laboral; que hay mayor aprovechamiento
cognoscitivo del elemento profesional en una estructura interactiva donde cada
oficina o componente ejerce una suerte de correa de transmisión donde subsiste
plenamente una retroalimentación constante entre sus partes. Como una suerte de
degradación gamonalista se escurre hábilmente en las instituciones públicas una
suerte de cultura clientelar y tradicional, que no sólo depreda el erario
estatal, con la jugosa corrupción de funcionarios, sino que evidencia el
carácter parroquial de nuestra profesionalidad, que ve el aparato del Estado
como el reflejo de su chacra privada, sin ningún tipo de compromiso
institucional por regular la actividad de la sociedad y podrida de un medio
organizativo que no ofrece oportunidad de desarrollo moral y tecnocrático.
La dificultad de todo este
breve diagnóstico es que a pesar de las transformaciones tecnocráticas que se
han desarrollado en la estructura profesional de las organizaciones, es
complicado todavía desactivar la influencia cognoscitiva que ejerce la
mediocridad del medio social en la conformación de las psicologías
administrativas del funcionariado. Pues
es una conjetura sociológica, creo yo, que así como el medio social influye
negativamente sobre otras actividades sociales así también esta gramática
cultural tiende a desincentivar la conformación de una psicología gerencial y competitiva; mentalidad
burocrática que no llega a romper con las reglas anómicas y patrimoniales del
orden organizativo, sino, que es lo peor, acomoda su capacidad y eficacia a las
intrincadas redes enfermas e informales de la actividad organizacional. Si es
necesario empotrar en la realidad del país un diseño institucional secular que
permita la reproducción de la vida individual y social, también es importante
no renunciar al proyecto pedagógico de moldear la cultura cotidiana del país,
pues soy de la tesis que sino se logra dar forma a los comportamientos varios
de la sociedad siempre existirá una amenaza retrógrada en contra del orden
sistémico, aun cuando el capitalismo periférico vive de este desorden
psicológico. En otras palabras, soy de la idea de que el progreso tecnocrático
y ingenieril que experimenta nuestra formación socioeconómica en las dos
últimas décadas es un resultado de la lenta remoción de estructuras anticuadas
de organización y de gestión, tanto en las esferas del aparato estatal como en
los ámbitos corporativos de la empresa privada, toda esto como un producto
agresivo del ajuste estructural de la economía de mercado. Se ha vulnerado
parcialmente una forma ideologizada y humanista del funcionario público, que
todavía subsiste en las estructuras burocráticas del Estado, para dar paso a
una capa de profesionales y tecnócratas del servicio público, más dinámicos y
de mayor rendimiento logístico, que facilitan desde el Estado, como de la
empresa privada, una desenvolvimiento más eficaz de la economía nacional, aún
cuando la evolución de ésta, esté atorada en una formación embrionaria y
elemental, debido al carácter novel y despreparado que muestra el recurso
humano profesional de nuestro país.
Tal vez al desactivarse
relativamente al tradicional administrador populista como fiel reflejo de una
mentalidad tradicional y estatizante, con la irrupción de ingenieros sociales
más acordes a la modernización económica que experimenta el país, es que se
visualiza que este cambio en las concepciones doctrinarias de la administración
del edificio social trae consigo una elitización irreversible de este
conocimiento gerencial y una renuncia moral a que el diseño institucional
formatee la cultura institucional del país. Yo creo que la segunda razón lleva
a la otra. Cuanto más la red sistemática y biopolítica de un mundo de
organizaciones alienantes se apodera del conocimiento social tanto más se
genera ineluctablemente en las capas profesionales una corrupción espantosa del orden moral interno
de la subjetividad, y por consiguiente, se elitiza el saber administrativo en
aquellas regiones de la sociedad que aprenden a navegar cínicamente en la
oscuridad pagana de la maquinaria organizativa. La complejizacion accidentada
de las organizaciones plurales en el escenario desocializador de la vida
cotidiana, renuncia a la fabricación de una conciencia trascendental del hombre
racional y legitima, con esto, la formidable precipitación de una mentalidad
explotada que muestra, como rostro antagónico de un ejecutivismo corporativo,
un submundo de complejos y adicciones sensoriales, donde se anula toda la
intencionalidad de construir un hombre sensato y racional.
Al contrario de lo que
suponía Marx, el fuerte trabajo funcional y sometido a fuertes exigencias
operativas produce una subjetividad represiva y
pervertida, debido a que la represión estandarizada del medio organizativo,
sumado a ello, la incontenible presencia de una cultura libidinal y desbordada
de impulsos, ocasionan la deformación irracional de la identidad y el
empobrecimiento psicológica de la conciencia. Ahí donde uno esta habituado a la
caótica instrumentalización laboral se esconde un ser nihilista y degradado,
donde todo su goce oculto e hipócrita es liberado de forma trasgresora y
presuntamente desviada, porque el imperio de la ley policíaca y represiva
ocasionan la multiplicación de las pulsiones, como la única manera de hallar
distinción y significado agresivo en una realidad privatizada y desigual. En
vez que el trabajo sublime la enorme carga de una vida sobrestimulada es una
sucia obligación enajenante, que atrofia la inteligencia y embota los sentidos,
sin ninguna creatividad y acrecentamiento personal. En las sociedades
postindustriales las principales actividades de dirección del poder encierran
el fundamento social de una clase aristocrática que acapara la habilidad
gubernamental para legitimar su dominio libidinal y sensorial sobre las identidades domeñadas, y de ese modo
expandir el crédito objetivo para restregar su control y maltratar a los que se
consideran sus subordinados. El ejecutivismo tecnocrático delata la hegemonía
de un bárbaro cultural, sin ninguna conexión cultural con la tradición social;
elevado y presuntuoso sólo porque su función operativa la da la brillantez para
organizar y resolver problemas programáticos, careciendo al mismo tiempo de
valores y distanciado de toda consideración ética hacia las personas. Las
cumbres de la ingeniería pragmatista en el seno de las organizaciones son el
refugio del más sórdido filisteo, aquel que saca lustre a su poder
administrando las emociones y sentimientos de la complejidad organizada.
Por otra parte, al elitizarse
la habilidad comunicativa y la inteligencia emocional en nichos privados, es de
suponer que el control monopólico de estos aprendizajes sociales, en el
contexto de la sociedad del conocimiento asegura la reproducción de
corporaciones empresariales que diseñan y controlan las estrategias necesarias para acumular capital, a partir de
este trabajo inmaterial de los afectos. No sólo hay una gran ventaja en la
formación racionalizada del ejecutivo, cuando impone su opinión biopolítica,
tanto en las negociaciones empresariales como en su vida cotidiana, sino que
además tal habilidad para administrar lo sentimientos de sus subordinados en la
dirección de configurar patrones empresariales y tendencias económicas, habla a
las claras, de un liderazgo autoritario y gerencial como expresión
funcionalista de la voluntad de poder nietzscheana. Hasta la magia para salir
de este mundo rutinario y cosificador, la aventura esquizofrénica de echar algo
de romanticismo en esta realidad desencantada, se reduce a la capacidad de
afirmación individual de supervivir como un yuppie mercantilista. Aunque sea
difícil reconocerlo, pero el poder simbólico para tener éxito en la vida se
concentra en la presunción aristocrática de saber manipular económicamente el
núcleo de las matrices culturales que se abren paso; de saber reinterpretar las
señales reticulares del caos cultural e imponer una trayectoria empoderada
capaz de autopreservarse en el mundo complejo.
No obstante, visualizarse
un reencantamiento religioso cercano a la aldea global de Mcluhan[1]
- todo por obra de la tecnificación mediática – la verdad es que toda
conservación y felicidad distintiva reposa en la capacidad para convertir las
difíciles condiciones en que se ubica la biografía cultural, en soluciones
deconstructivas a un espacio cargado de complejos y cojeras mentales.
Mientras la solidez emocional y
comunicativa se elitizan descaradamente en enclaves de exclusividad y lucidez
reconstructiva se asiste a una estructura social segregada y en permanente
descomposición donde la experiencia de ser individuo queda tendida entre la
escasa habilidad para ser positivo y una solidez asfixiante. Todo lo que queda
dentro de la ontología organizativa, todo lo que acepta el cáncer de la
explotación y de la deshumanización cultural y se rinde ante el cinismo
estructural, existe en realidad, lo demás es estupidez humanista o simplemente
ilusión.
Seducción Light y cuerpo.
El poder produce las almas
que la complejidad organizada necesita para su reproducción. Está en todas partes,
hasta en las situaciones más íntimas y espirituales confeccionando los
comportamientos limitados que consiente la maquinaria, no dejando palmo de
libertad interior donde resistir el
impacto del sometimiento fáctico. Aún cuando exista resistencia y capacidad
contrafáctica desde el actor social, toda esta acción cultural esta plagada de
reformismo y subyugación, pues el agente social prefiere la insignificancia de
la alienación al tener que soportar el vacío y la soledad más asfixiante. Si
hay un mundo severamente jerarquizado y privatizado es porque la carne social
diviniza y aspira a ser incorporada al interior de esa sociedad de privilegios,
aún cuando sabe que tal acceso reproduce la injusticia y los condena a la
adicción cosificadora. Hoy no se dice abiertamente que la justificación del
orden oligárquico reposa en una suerte de clase modélica sin la cual no se
podrá gobernar la sociedad, la que nos salvará de la catástrofe económica, sino
que se le rinde pleitesía porque es el orden purificado y exclusivo a donde uno
quisiera llegar y ser admitido, porque es la alta sociedad en donde uno aprende
a amar con esta habilidad el garbo y la intensidad.
En una sociedad donde el
conocimiento es vaciado hacia elites tecnocráticas que monopolizan la producción
de saberes técnicos, tal dominación que se ejercita sobre la producción de las
habilidades técnicas de la comunicación, termina por configurar identidades
sólidas y exitosas en todo plano de la vida, que empiezan probablemente a
monopolizar los recursos simbólicos para caer agradables o simplemente ser
seductores en la intimidad. Si bien en este terreno del cortejo o la seducción
apasionada existe una mayor extensión democrática de las habilidades idílicas,
al punto que se sostiene que el romance es un resultado complicado de
coincidencias simbólicas y anecdóticas de una vida aventurera y sin prejuicios,
tal capacidad amatoria, sin embargo, viene revestida de un espíritu ágil y
espontáneo, educado y seguro de sí mismo que empieza a escasear en las capas excluidas
que convierten la festividad en un orgía carnavalezca donde el ritual
democratizante rebaja la espiritualidad romántica que el cortejo solitario
busca imprimir en los corazones. Esta habilidad sensual para conmocionar un
espíritu hundido en la interioridad existencial, e invitarlo a hechizar de
melodías palaciegas los desiertos
postmodernos de la inseguridad, se registra con mayor expresividad en las
clases altas, a donde la química violenta del enamoramiento se convierte en una
destreza que sólo quiere conocer la vibración de la pasión, aún cuando tal
ecuación indescifrable despierte el amor más desesperado y angustiante. Al
contrario de las clases populares que
conciben el amor como una solución antropológica a un mundo de separaciones y
de explotación, (el elixir mágico que atosiga el, cáncer de la instrumentalización cínica), para las clases
medias y las oligarquías cerradas el amor es sólo un aprendizaje provisional
que muchas veces media y cohíbe el control intenso del goce amoroso. En otras
palabras, ahí donde el biopoder oligárquico controla la producción de la
comunicación y de los afectos, el amor se convierte en un sentimiento prohibido
y cursi que se interpone entre la politización de los cuerpos y el goce extremo
y alucinógeno que tanto se busca y es escaso. Por eso no es raro conjeturar que
el amor en la medida que se trastoca en enmascaramiento consumista para
conquistar el goce estremecedor es la posición ontológica que todos aspiran
conseguir pero cuya química vulnerable todos en realidad postergan y
traicionan, pues es más fuerte el salvajismo de la pasión erótica que un amor
debilitante.
No quisiera ser un
aguafiestas escéptico o nostálgico, pero la sensación de naufragio que se
percibe en cada singularidad biográfica no es sólo un producto del sofisticado
mecanismo de la explotación cognoscitiva, sino que además esta sensación de
soledad fáctica es la consecuencia de una vida que halla sosiego y estabilidad
embrutecedora en la cibercultura, donde duermen melifluamente los millones de
testimonios más sinceros y dolientes de una vida que se ha decidido a gozar
maquinalmente. Tanto el amor como los demás sentimientos notables son
obstáculos a las máquinas deseantes, porque el yo tecnológico ha dispuesto
liberarse de todo rezago de fracaso y resistencia humanista, porque así puede
enceguecerse lo suficiente como para evadir la responsabilidad de actor social
que lo conmina a pensar y a tener que preocuparse por otros. Como el vínculo
social retrasa el éxito de la supervivencia el actor social sólo
instrumentaliza en su provecho cada lazo o cohesión significativa de lo social,
equipándose frívola y corporalmente como un cuerpo sin órganos para asegurarse
la manipulación y el goce más despiadado. A pesar que esta seducción maquinal
comporta una subjetivización de la razón a las órdenes del individuo
narcisista, que se desarrolla con mayor afinidad en las clases altas, existe no
obstante, un defecto material de la sexualidad desbocada que no es reconocido
por una realidad de presunciones eróticas. Tan inflado y decepcionante resultan
las burbujas ideológicas del amor romántico a través de las locuras del
cortejo, cuando se registra el exhibicionismo del coito, que las personas
estimuladas buscan la diferenciación primitiva del amor subalterno, porque es
tan fingido el glamour diplomático del flirteo, que se prefiere atender a los
goces trasgresores, a los gustos grotescos, como una manera de satisfacer las
fantasías delictivas y los tabúes que se dan en el inconsciente.
A veces el abarrotamiento
carnavalezco es más sublime y liberador, que las clases altas deciden corromper
su estatus elitizado de modo silencioso y clandestino, como una manera de
expandir su dominio corporal y racista, hacia las capas populares que no pasan
de ser consideradas poblaciones que desconocen las técnicas del cortejo y de la
seducción, aún cuando soy de la idea de que es todo lo contrario. En la medida
que los paraísos de la intimidad son una capacidad que se elitiza y desfigura
por las maquinas deseantes, las clases subalternas se ven obligadas a
reelaborar los códigos de la sexualidad, variando la idea de la seducción hacia
facetas más de impresión y de hilaridad
que lo permitido y esperado en las clases medias y altas. Aquí el cortejo es un
ritual más detallado y difícil de concretar, que se basa en un juego de
seducción donde se muestra inteligencia y distracción Light; al contrario de
las clases populares donde los niveles de autoestima y la inestabilidad
emocional empujan a las parejas a aceptar una relación furtiva, como receta
espiritual para aplacar los dolores de la explotación y la pobreza social.
Aunque por obra de la trasgresión sexual asistimos a una mayor hibridación de
identidades sexuales, lo que genera enclaves del goce y aristocracias del
placer exquisito, lo cierto es que la homogeneización de los medios de
comunicación procura un ambiente idílico donde la vivencia romántico-sexual es
un aprendizaje que tiende a romper los prejuicios de clase y las barreras aristocráticas, comulgando este
escenario con el despliegue de una cultura de los afectos más democrática e
igualitaria.
No obstante, a pesar de este inicio socialista el amor se
elitiza por obra del egocentrismo simbólico de los agentes que en base a su
poder económico o tal vez por obra de las distorsiones mediáticas que sufre el
espíritu hambriento se sienten con atributos suficientes para aspirar buenos
`partidos amorosos. Diríase que a pesar que se es más agradable conocer a
alguien sin que medien prejuicios clasistas, pronto las exigencias de un mundo
administrado y jerárquico, plagado de agigantamientos individuales corrompen la
figura de un amor democrático cediéndose a la idea de que el amor es una
decisión racional y complicada que amerita trayectoria, cálculo y experiencia.
Mientras el amor sea una praxis comunicativa que enriquece las emociones y hace
más estable el alma, se garantizará la idea de que el ser romántico es un
capacidad que muchas veces tiende a la corrupción y al abuso frívolo, sobre
todo cuando la cultura erótica y los signos del idilio se convierten en
conexiones inestables y difíciles que evidencian el miedo a salir herido o
hacer el ridículo ante la soledad más absoluta.
Como el amor es una
cuestión de sorpresa y seguridad madura creo, como afirma Bauman, describiendo
la imaginación romántica de las sociedades avanzadas,, que el amor en las
sociedades periféricas es todavía una situación que implica mucho sentimiento y
esperanza, por lo que al ser todavía un acto de conocimiento supraemocional no
se está lo suficientemente acostumbrado a soportar las maniobras Light y
relativistas del amor sin ataduras y compromisos, aunque esta táctica
ideológica implica mayor intimidad y poco dolor, menor riesgo y mas intensidad.
No coincido del todo con la recomendación eurocéntrica de nómadas amantes, pero
creo que ante esta realidad empobrecida y acomplejada el amor Light y
narcisista es una salida provisional y destacada para domar parcialmente esta
guerra de signos silenciosos e informales en que se ha convertido el entramado
social. Ahí donde todo se privatiza es mejor ser gozadores sin corazón que ser
idiotas sensoriales y ser, por lo tanto, el hazme reír en la sociedad del
deseo.
Asia y el no lugar.
En mis visitas etnográficas
a las playas del sur halle un fenómeno de
purificación cultural terriblemente antidemocrático y exclusivo, que
retrata silenciosamente la grave segregación racial y cultural que padece
nuestra estructura social. Parafraseando
la observación de Marx que el trabajo sigue al capital, aquí el comentario exacto
es que la cholificación persigue el garbo criollo y exclusivista, y que aún
cuando el criollo oligarca ha sido muy duro y separacionista con el migrante
éste pronto instalado en la desterritorialización acriollante de la cultura,
adopta los mismos patrones estéticos de consumo y de presentación que las
cerradas elites limeñas, blanqueadas y occidentalizadas. Esta figura colonial y
racista se repite con la venia de la sociedad en toda la historia del país, y
aunque nuestra sociedad experimenta un insospechado proceso de subalternización
política a raíz del crecimiento económico, es para todos visible como las
clases adineradas se retiran del espacio público recibiendo a regañadientes la
legitimidad cultural de las clases populares, que aspiran a recibir un poco del gusto cosmético de los
monopolios culturales. Aunque esta figura es relativa, pues la purificación
aristocrática no puede ni detiene el trabajo de hibridación y diferenciación
que se impone masivamente en la estratificación social, si que se las ingenian
para mantener a salvo de la vulgaridad y de la cholificación desbordante todo
un conjunto de prácticas estilísticas y modales sacros que sólo los despliegan
cuando las reuniones de etiqueta y los rituales exclusivos así lo requieren en
el mundo de los grandes negocios.
Este dibujo de una cultura
con aberrantes desencuentros y privatizaciones en producción se deja sentir en
los enclaves culturales de la moda en el balneario de Asia, donde cobra cita
una construcción artificial en medio del desierto y de la lejanía de Lima como un espacio de no lugar incrustado
en le vacío, para deshacerse del desorden arquitectónico y del deterioro
mestizo que soporta la capital. Como una suerte de castillo feudal levantado en
un paisaje remoto el boulevard es el espacio lujoso donde converge
reducidamente lo mejor del mundo cosmético del consumo exclusivo, a salvo del
ethos grotesco de los mundos populares; tal vez esto sea el único espacio
democrático y vulnerable a las tentaciones distinguidas de las clases populares,
pues los ranchos y chalets alrededor del boulevard son residencias privadas
donde seguramente – hasta allí solo especulación mía- se da rienda suelta a una interacción
cotidiana y separada de la bulla hibridante, donde el libertinaje dionisiaco sólo
tiene el rostro oligárquico de lo blanco y eurocéntrico, más allá de que la
embriaguez corporal y los alucinógenos hallen una validez y libertad oficial.
En la cultura de la playa
la fotografía es más sutil, pues a pesar de que es un espacio público donde uno
distrae la mirada y se deja bañar por los recorridos esteticistas de los
cuerpos sensuales y bien contorneados, existe la persecución subalterna de los
oprimidos que ambicionan coger un poco de la magia aristocrática del mar de
Asia, que los denigra como empleados de servicios; pero la verdad es que la
presentación biopolítica de los cuerpos es más estética y glamorosa que el
cuerpo popular, muchas veces más descuidado y subido de peso, que abunda en los
balnearios más cercanos a la urbe capital. No obstante, pertenecer la cultura
de la playa a una costumbre elitezca y eurocéntrica por historia, las
categorías populares la han sabido redefinir y reapropiarse de esta sana
distracción, convirtiéndola en todo un espectáculo de disipación y de atragantamiento
consumista, que evidencia a no dudarlo el ethos grotesco y masificado de las
sociedades populares.
En la noche las licencias
al libertinaje y desenfreno cobran una normalidad descarada, pues la juventud
aristocrática valiéndose de la supresión de las jerarquías y de las normas
socializadoras, liberan una corporalidad biopolítica, impregnada de la belleza
y de la trasgresión. A diferencia de las clases subalternas en que la festividad posee el carácter de un paliativo
embriagador a la explotación y a la
opresión, en las clases medias y altas la fiesta nocturna es un ritual
productor de diferenciaciones y distinción placentera, en donde la conciencia
no se evapora, sino que en toda momento destila un lenguaje seductor y
melifluo, que comunica efímeramente al cuerpo con los orígenes. La fiesta en
vez de acabar en el embotamiento y en la desazón barbárica, es en estos
espacios elitizados un acto de violencia suprema y estética, donde la
vivencia erótica halla regocijo y
satisfacción maquinal. En todo momento el animal nocturno devora en una jungla
llena de cuerpos politizados, donde todo lo ilícito y narcisista construye una
subjetividad agresiva, que sólo busca
gozar absolutamente, sin importarle que este saber sensorial esta mal
distribuido. Ahí donde el poder estético escapa a la mixtificación masificada
se explora desrealizadamente una experiencia biopolítica liberada de toda
ideologización, una vida cuyas prerrogativas hedonistas le permiten constituir
una personalidad soberbia y completa, que realmente vive plenamente, a expensas
de las asimetrías sensoriales y deshumanizantes del mundo administrado, que
engarrotan a la sensoriedad y legitiman las violaciones y hurtos subjetivos de
todos los días. Arbitrariamente las aventuras de la diferencia entregan al
hombre a una noche narcotizada, donde busca huir de la estandarización
capitalista, sin embrago, es sólo un trance desarraigante que nos arroja con
mayor violencia a las obligaciones racionalizadotas de sobrevivir y tener que demostrar que se es útil.
En suma, en la cúspide de
la dominación oligárquica se despliega una clase singularizada que no sólo
ostenta el control del conocimiento comunicativo, el cual sino lo tiene lo compra escandalosamente,
sino que osa concentrar los saberes sensoriales del placer y la seducción,
arrancándole a la sociedad el derecho al reconocimiento cultural y a la
felicidad. La mimesis dionisiaca esta privatizada despiadadamente.
Conclusiones.
En las líneas que anteceden
he desplegado argumentos suficientes para sostener el supuesto de que el
derecho a la cultura reflexiva y a la felicidad sensual se elitizan brutalmente,
y que tal saber sensorial en vez de ser utilizado de forma noble por nuestras
elites padece el despliegue de una cruel instrumentalización cínica, donde
sentimientos notables como el amor y la amistad, la bondad y la lealtad son
rezagos humanoides que desaceleran el éxito y truncan la gobernabilidad
emocional. Más allá que funciona una economía libidinal que facilita el apego
relativista en las conexiones amorosas y facilita además el desarrollo de una
cultura del delito estético, la verdad es que esta divinización social a los
hábitos estilísticos de la oligarquía a lo único que conduce es a tener que
soportar una clasificación social absurdamente injusta, incompatible con los
ánimos democratizantes de las luchas sociales, donde late todo lo opuesto a la
vida supuestamente lúcida y estable. Si la construcción biopolítica de la
intimidad y de los deseos delata el enraizamiento de una formación sociocultural,
profundamente deshonrosa y discriminatoria, es lícito querer reconstruir y
desenmascarar críticamente estos esquemas étnicos-raciales del poder simbólico
para introducir la saludable presencia de
una cultura democrática y horizontal que embadurna la intimidad y a la
sexualidad de una praxis inmanente y encarnecida, sin engaños y embaucamientos
instrumentales. Pero esto no es sencillo; todo depende de que tanto sentido y esperanza depositen lo
actores sociales en su mundo de la vida, sobre todo cuando para las grandes
mayorías esta arquitectura asimétrica significa despojo y dolor simbólico,
pobreza y una cruda violencia irracional. En la medida que los escapes a esta
estructura fáctica e injusta sean sólo trasgresores y delincuenciales, es
complicado reestructurar pedagógicamente la dureza de una cultura mediocre, que
sólo frustra los esfuerzos y la iniciativa, y que convierte a la vida
domesticada en cruel cómplice de este caos cultural y corrupción
tecnosensorial.
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