domingo, 21 de abril de 2013

Cultura de la oligarquía.





  

Historicidad de las elites.


Se diría que la máxima aristocrática que Nietzsche ejemplifica de que lo bueno se condice con lo aristocrático y guerrero se derrite al entrar  la moral cristiana y democrática en el escenario de la historia del eurocentrismo. En buena medida la historia del resentimiento es el cuento sin fin de una vida que no escucha su corazón y no es honesta consigo misma, cuando las crisis morales de la subjetividad acechan su existencia y prefiere culpar a otros, a los que si se esfuerzan y acumulan, de su desdicha y desesperanza cultural. Si gran parte de lo notable e inmarcesible escasea en la realidad de la mediocridad es  porque los desastres de la masificación, la irrupción de la tiranía de las mayorías han generado la materialización de una cultura donde los impulsos sobrexcitados  han huido de las sublimaciones racionalizadas, y han destruido toda posibilidad de reingeniería de la vida social.


Cuando la domesticación de los proyectos ilustrados se frustra debido a la resistencia de los registros pulsionales, siendo el hombre masa preso de ideologías del goce trasgresor irracional, se produce la corrupción subjetiva de todos los valores y sentimientos ennoblecidos del  mundo educativo que son anulados tan pronto los caminos perturbadores de la autoconservación imponen otras reglas nihilistas que deforman la honradez de la auténtica personalidad.  Es decir, el tener que soportar una realidad donde la permanencia de los significados sublimes representa  un contrasentido a los valores de la libertad plena significa que los residuos de la cultura de notables se elitizan en enclaves culturales de exclusividad absoluta, como una manera de escapar a la impureza de una realidad donde abunda la vulgaridad y el embrutecimiento objetivo. En suma: la retirada de la ilustración de su interés por fabricar la identidad de los sometidos a los cuales necesita, garantiza la exposición de la cultura a un mundo sin raíces y principios, donde la iniciativa por hacerse con segmentos reales de la felicidad y prosperidad significa naturalizar una competencia salvaje por bienes culturales y psicológicos escasos.


Desde siempre la cultura ha sido un lujo de aristócratas y ciudadanos notables, a los cuales se rendía pleitesía sagrada porque representaban la encarnación terrenal de los dioses a los que veneraba la multitud, y los que aseguraban el dominio. El yugo que permitía la  apropiación de los excedentes y la monopolización de los saberes cortesanos, reproducía un orden arcaico que era cuidado como un organismo natural, fiel reproducción de las jerarquías divinas extraídas de los ritos y de las cosmologías antiguas. Conforme la evolución de la estructura social tradicional hería el comportamiento naturalizado del cuerpo social, debido a la arremetida de nuevas entidades sociales que se apoderaba del control de las fuerzas productivas, este orden divino conocía la reprobación de las culturas subalternas que trataban de hacer estallar las jerarquías celestes y tener acceso al mecanismo real del estatus y de los monopolios culturales. En cuanto el oscurantismo de los prejuicios y supersticiones escolásticas eran barridos por la iniciativa de nuevos actores insurgentes que reclamaban su adhesión a las garantías cortesanas, era que surgía el espacio público y la política democrática, como un diseño envolvente que criticaba como artificial el statu quo del orden celestial y que reclamaba su acceso a la tecnología de las decisiones políticas. El plebeyo no sólo reclamaba su ingreso a la esfera del poder como un modo de deshacerse de las privaciones materiales que soportaba inmerso en la miseria social, sino que además lo hacía porque este orden metafísico lo expulsaba del reconocimiento cultural de sus saberes y vivencias populares. Cuando las multitudes ingresan en la producción del socius lo hacen para revolucionar programas sociales que los mantenían excluidos del poder, por lo cual apelan a la retórica deliberativa para rasgar los prejuicios aristocráticos que sumían  a las relaciones sociales en la modorra y pobreza intersubjetiva.


Las desigualdades asfixiantes al perder sus ropajes naturales permiten la redefinición de los monopolios culturales de la elite, difundiéndose los valores cortesanos hacia las capas populares en donde son corrompidos por el imaginario subalterno. El trabajo de purificación de la oligarquía es dejado de lado tan pronto las hibridaciones y las mezclas rampantes que distorsionan la elevación de las culturas aristocráticas son desconectadas  por el escabullimiento de las culturas populares. Las constantes mutaciones culturales que ensayan las colectividades tradicionales para desafiar la rigidez sublime del orden aristocrático inauguran la arremetida de la democratización como un modo de desactivar el orgullo del boato y la frivolidad oligárquica que aplastó con el racismo y la discriminación el carácter sensorial de las sociedades populares. En tanto la desigualdad sustente asimetrías insoportables no validadas en una legitimación religiosa que sostenga la esclavitud y el yugo cultural, la democracia como mecanismo de reivindicación de las multitudes desconocerá la limpieza y frívolo glamour de las oligarquías que mantienen el control monopólico del arte y de los sentimientos notables.


Pero dejemos las divagaciones antropológicas. En las sociedades tradicionales de una solidaridad mecánica la elite garantizaba su hegemonía y mantenía el beneficio de las desigualdades debido a que el control religioso que promovía consiguió el consentimiento naturalizado y cosmológico de las multitudes, que los veían como encarnaciones purificadas de las divinidades celestiales. Esta forma de razonar la ubicación cortesana permitía la protección de una región de la cultura espiritual y de saberes místicos, donde el ocio liberado de las obligaciones laborales era el fundamento necesario para una conciencia ilustrada y humanista. La clarividencia alegórica de los mitos y del arte antiguo sólo era posible de ser desarrollada en un espacio a salvo de la mediocridad y pobreza fáctica del mundo real; un conocimiento purificado que facilitaba el control biocultural de las subjetividades y permitía el progreso de moralidades oníricas que predijeron el porvenir de los pueblos y de su destinos culturales.


En tanto subjetividades disconformes no aceptaron el carácter contingente y accidentado de la vida era posible conservar y acumular intelectualmente los saberes teológicos y de las humanidades como una forma de hacer proliferar una conciencia original que desarrollara un estilo de vida hedonista y cortesana, y que despreciara el hedor desinformado e intuitivo de las  masas bárbaras. Cuanto más en las masas emocionales abundara un estilo pragmático y vulgar de existencia incapaz de superar el carácter caótico del mundo exterior, tantos más espíritus libres y ontológicos escaparán del tiempo homicida para resguardar los tesoros de la cultura, ajenos a una realidad deshumanizada y estandarizada donde todo lleva la marca administrada del hastió y de la pobreza. La igualdad, un concepto caro a los socialistas democráticos no puede sonar más que a decadencia y desviación para los guerreros cortesanos, que observarían a la actual cultura nihilista como una provocación socialista de los instintos naturales, aplastados por la tecnificación y por el empequeñecimiento burocrático. En un mundo donde la alta cultura resguarda los frutos ennoblecidos y singulares del arte y la estética religiosa, la precipitación masificada de los ofendidos y humillados de la historia no puede significar más que una disonancia espantosa que desbarata todo proyecto educativo en un organismo reticular indómito capaz de arrojar al hombre y sus raíces a un escenario de estímulos incontrolables y de profecías catastróficas. Ahí donde falla la vigilancia disciplinada, de la que habla Foucault y la fabricación de engendros educados y complacientes, desemboca en un ser autoritario el compromiso con la alta cultura se rebela como una empresa de ermitaños soñadores, atormentados por el acelerado libertinaje e ignorancia de las multitudes, porque no logran acercarse a una experiencia de vida llena de intensidad y de goce maquinal.


Por otra parte, debilitada la religión y confinada a una  cuestión de mera elección privada, se ingresa a un espacio moderno donde el diseño político del Estado civil facilitará el poder y la dirección de la explotación a un escuela de arribistas y emprendedores del Tercer Estado, que movilizarán el principio democrático de la multitudes en tanto les convengan políticamente. Se aliaron a las fuerzas milenarias del pueblo para movilizar en contra del estatus adscrito y de los valores cortesanos, una razón revolucionaria que impusiera una lógica de la iniciativa individual y del esfuerzo de pequeños productores que liberará a las fuerzas de la economía de los resquicios y entramados de la tradición y la escolástica. Si bien impusieron por medio del fragor de la ilustración y del antropocentrismo racional una lógica productiva manufacturera que aseguraba el dominio empresarial de las nuevas elites burguesas, tan pronto la capitulación de las fuerzas del antiguo régimen demostraron la victoria de la revolución modernista, iniciaron una contrarrevolución positivista que puso entre paréntesis perpetuo las aspiraciones democratizantes del proletariado. Desde que el filtro meritocrático es la forma de inclusión individualizante que propaga la maquinaria burguesa, toda forma alternativa de progreso y bienestar es cancelada como desviaciones de la correcta moralidad afirmativa, distorsiones que impactan corrosivamente sobre la lucidez empresarial y tecnocrática de la elite burguesa, y que no consiguen adaptarse a la actitud mercantilista y automatizada de la sociedad de mercado. Al barrerse con los entramados  escolásticos y la iconografía religiosa de las urdimbres tradicionales, se instaló una mentalidad disciplinada que entrega el mundo industrial y fáustico a un individuo ávido de someter a la naturaleza  a sus necesidades artificiales, una subjetividad rapaz y voraz capaz de levantar en los desiertos humanos campos industriales y fábricas con que justificar su poderío aristocrático en las cumbres de la calidad total.


Ante la persecución del vacío irracional ocasionado por las nuevas mareas revolucionaras y por el poder disolvente del capitalismo industrial, el individuo se entrega fervientemente a una cultura del trabajo puritana con la que repeler el carácter violento de la modernización del progreso incontenible. Aunque esta coacción de los espíritus libres signifique el atrofiamiento de las varias dimensiones de la existencia sensorial, esta represión de  lo instintivo es la piedra angular sobre la que se asienta el homo faber y sobre la que reposa ligeramente toda una arquitectura compleja de los valores aburguesados del éxito individual. Aunque el modernismo estilístico, es decir, la vanguardia artística, halla logrado sublimar alegóricamente los valores reprimidos de la modernidad creando poco a poco una esfera bohemia y heroica donde el industrialismo estoico es negado como vulgar mecanización, toda esta rica fenomenología de la alta cultura se sigue reproduciendo a expensas del pragmatismo e intuicionismo subalterno de las categorías populares, conservando un terreno aristocrático a salvo de las inclemencias de la cultura de masas, y por lo tanto, una estilo de vida oligárquico inalcanzable para las capas subordinadas.


Vínculos inmateriales y elite.


Es la inmediata realización de los valores estéticos de la vanguardia en el terreno empobrecido y conservador de las inmóviles clases populares,  lo que entregará a la elite un dominio instrumental sobre regiones del ser psicológico que antes habían sido despreciadas por el iluminismo ascético del capitalismo industrial. Al  carcomer las industrias culturales los cimientos sólidos de la personalidad racional, se ingresa en un período ahistórico donde los sentidos sobredimensionados por la seducción consumista se libran de sus captores morales, asistiéndose a un imperialismo desbocado del goce narcisista donde el ennoblecimiento de los sentimientos humanos es convertido en plusvalor comunicativo del trabajo inmaterial. Aun cuando tal subyugamiento renuncia a la completa domesticación de los submundos del inconsciente, si que otorga una pastoral técnica de cómo adecuar los sentidos desequilibrados a un mundo caótico donde hay que habituarse a las convulsiones y devastaciones simbólicas. En una realidad postindustrial licuada hasta la raíz, donde nada está fijo y permanece estable, es recomendable aceptar la desrealización de la psicología ascética y concebir como un tránsito irreversible la conformación de una conciencia incompleta que es producto de los múltiples encuentros reticulares y rizomáticos de la experiencia social. Ahí donde el miedo a lo desordenado articula una conducta regresiva y autoritaria que obstaculiza la validez psicológica de lo inconmensurable y vacío, la razón se trastorna en una herramienta gestora de autoconservación y diplomacia, que facilita el consenso y la comunicación dialógica, como única receta ideológica para esquivar la violencia oscurantista del mundo complejo, que bloquea la constitución de una subjetividad que aprenda a vivir en la infinidad de los espacios culturales. Curiosamente esta habilidad para formalizar la razón y trastocarla en un recurso simbólico que permite el diálogo se está, en los tiempo postmodernos, elitizándose brutalmente en una aristocracia de  las emociones notables, la cual no le adjudica contenido concreto al sentimiento sino que lo instrumentaliza para manipular la producción de los afectos y la comunicación, provocando la construcción de una subjetividad profundamente inclinada a negociar por intereses y mercantilismo.


En los estratos populares paradójicamente la ausencia de una oralidad comunicativa, más si de lenguajes sensoriales, es lo que dificulta la resolución de una identidad cultural potenciada que pueda reconstruir afirmativamente los códigos del poder y ganar terreno sofisticadamente en la variedad simbólica de la realidad peruana. A pesar que no se niega la extraordinaria habilidad que muestran las categorías populares para reformular y resistir el  aplanamiento funcional de la cultura oficial, no se puede negar que la oralidad agresiva que se destaca en los entramados populares justifica la hipótesis de que el mercado despiadado torna autoritarios los registros biográficos de las sociedades populares acrecentando los conflictos étnicos-culturales y entregando la identidad a una degradación de la personalidad sólo llena de impulsos y de comportamientos desviados.


Ahí donde la capacitación social de los programas de desarrollo busca eliminar los intrincados abismos de la pobreza y de la descomunicación, surge la justificación perfecta  para que las habilidades de una oralidad comunicativa se monopolicen en sectores minoritarios y que todo intento de salvar algo del ideal sensorial y práctico de las culturas populares quede reducido a una imaginación pulsional y belicosa que arruina toda unidad semántica de las multitudes democráticas. Al concentrarse el consenso comunicativo y sus productos estratégicos en una elite cerrada que los viabiliza no para cuidar o salvaguardar los frutos del espíritu, sino para conseguir más poder simbólico y atractivo social, se otorga legitimidad social a una distribución desigual de los conocimientos y de los saberes prácticos, que confina la irracionalidad pauperizada a las inteligencias populares que ven como todos los sueños objetivos de una comunidad pública y próspera son aplastados en la resignación y soledad individual; todo por el impulso natural de tener que sobrevivir y proteger los enjutos nichos privados de la existencia mística.


En estos tiempos de cruel desdibujamiento de la sociedad planificada asistimos a la cancelamiento de la historia obsesiva de la represión. Lo que se abre paso de forma irreversible, no es la arquitectura sólida de estructuras reificadas, que fijaban resocializadamente los comportamientos, sino un más fino dispositivo sensorial de la dominación, donde la aventura de salvar la personalidad se convierte en una empresa esquizofrénica de orates abandonados. El sentimiento inmaterial al quedar desguarnecido, de una razón que se evapora en la vulgaridad de un mundo hostil, su autoliquida en la frívola estimulación narcisista donde la psicología espiritual se desvanece. Desde que la  ingenuidad de los sentimientos eran cuidados noblemente por una razón ilustrada, se podía hablar del resguardo clínico de una interioridad, en cuyas profundidades cobraban vida los misterios del yo. Al ser arrojado el sentimiento del mundo desencantado se convierte en materia cosificada del industrialismo, se ingresa en un escenario donde toda intento de exteriorizar heroicamente los frutos del yo, transmutando los valores nihilísticos del ser, conoce la resistencia represiva de una modernización violenta, donde toda reflexión vitalista y onírica es licuada en saber administrativo y tecnocrático. Sólo elites organizadas en los intersticios de la civilización, a salvo de la socialización represiva de los sistemas de control, han logrado acaparar y conservar los frutos artísticos de los sentimientos, pero no con intenciones de empoderar estéticamente las individualidades y devolverle reflexividad sustantiva a la vida, sino con el propósito de desarrollar maquinalmente una existencia dionisiaca de la seducción, donde toda conversación y cita nocturna sabe del cálculo dialógico más extremo y miserable. La nulidad de los sentimientos que se deshacen en astuta imaginación erótica, o en habilidad comunicativa, sólo conoce en los ambientes masificados un florecimiento solitario y romántico, habitando la conciencia de individualidades disconformes con la indigencia del espíritu, que ven en las humanidades o en los personajes religiosos un hábitat a salvo del sensualismo cosificante.


El costo de no poder interpretar culturalmente las señales de una realidad cargada de ideologías sensoriales -donde toda imaginación cognoscitiva y recreativa se elitiza en enclaves oligarcas, y la felicidad es un bien cultural inalcanzable por los ofendidos y humillados de la historia- es depauperante y angustiante para un ejército de excluidos y desempleados culturales que por honradez y bondad no se atreven a sobrevivir en una realidad donde uno debe aprender a cosificar y politizar su propia biografía personal si quiere supervivir y conservar algo de distinción estética. Para nada es seguro saber si a pesar de que las fuerzas populares se esfuerzan y trabajan con sacrificio y veneración, en algo se abrirán democráticamente las puertas exclusivistas de los saberes elitezcos. No sólo existe un racismo de la inteligencia y del gusto precodificado que rechaza la hibridación cultural, sino que subsisten exclusiones étnico-raciales de naturaleza presuntamente biologicista, que dificultan una democratización de las diferencias culturales, y que han ocasionado que en su afán de ser admitidos en estos castillos feudales de la exclusividad reinventen,  en la jungla de los mestizajes y de la aculturación criolla, todo un mosaico variopinto y popular de la moda y del glamour subalterno, que reproduce creativamente las inclinaciones aristocráticas de segregación cultural que ensayan las elites criollo-liberales. En su anhelo de acariciar las rutas placenteras de los códigos elitezcos, la modernización cholificada ha abrazado objetivamente el ideario vulgar del consumismo criollo, que garantiza el agotamiento de los bienes productivos al precio de generar una infravaloración y empequeñecimiento de los vínculos sociales, que observa secretamente como toda intento de reconciliación económico-cultural con la modernización acaba en la mediocridad y embrutecimiento social. Hoy en día la cholificación no es más un proyecto de arrojar racionalidad productiva en los espacios heterogéneos de la migración, sino un mecanismo oscuro de vincular pulsionalmente a las categorías migrantes o un principio del goce desbocado, como el único remedio ontológico para escapar a la monotonía de la explotación y del desempleo estructural, y otorgar algo de significado anecdótico a una realidad empobrecida y privatizada.


La reapropiación cholificada de los repertorios culturales de la modernización mediática ha permitido, singularmente la proliferación de una sociedad democratizada y popular, pero el  precio que se ha obtenido que pagar por ello, es que se han reforzado racialmente los códigos aristocráticos de  la explotación, empezándose a digerir la figura hipócrita y degradada de un sujeto popular que ante la seducción mercantil reacciona ejerciendo violencia y cinismo delincuencial; una subjetividad que ante la elitización de la felicidad global se ha entregado a una vida sin valores, anomia y clandestinidad simbólica que es el rostro oscuro y perturbado del crecimiento económico de los últimos años. Si bien no se carece de toda oralidad y comunicación que reproduce la sociedad en condiciones deprimidas, soy de la creencia que la riqueza diferencial en la vida de las elites moldea una personalidad más adaptada a desenvolverse en  la sociedad del conocimiento, una personalidad flexible y tolerante que en nada se parece al lenguaje hostil y autoritario de la registros populares que tienen que soportar como el éxito y la liberación se concentran en tribus ejecutivas, que han aprendido a instrumentalizar los sentidos.


Este abismo cultural entre los tolerantes frívolos y los excluidos de una oralidad empoderada, que son expulsados hacia la pobreza estructural, representa objetivamente los desencuentros estructurales entre nuestras identidades donde la introyección del esquema neoliberal ha articulado productivamente a las diversas clases sociales de la nación plural, pero ha reforzado o quizás multiplicado los graves dilemas del país, que se han mudado de la recesión económica hacia los conflictos civilizatorios y culturales. A pesar de la pujanza hibridante y de la potenciación étnico-cultural de la migración existe una cultura tutelar, como sostiene Nuggent, que impide la sanación secularizada de nuestras matrices culturales, donde arraiga el malévolo plan de estructuras tradicionales, o la descomposición autoritaria de la vida cotidiana, y donde se  legitima el elitismo acriollado y hace que todos tengamos la expectativa de ingresar en las jerarquías elitizadas del poder simbólico a pesar que sabemos conscientemente que tal arquitectura colonial es injusta y antropológicamente deficitaria.


Ejecutivismo y cultura administrativa.


Si uno compara creíblemente el desempeño profesional de una dependencia del Estado en relación a una sucursal privada de alguna trasnacional, identificará sin problemas las diferencias en los rendimientos organizativos, y clarificará en que instancia social uno crece más como profesional y en la cual otra no. Por supuesto, salta  ala vista que no obstante tanta criollada patrimonial en la empresa privada existen rígidos reglamentos disciplinarios que premian la eficacia y la creatividad laboral; que hay mayor aprovechamiento cognoscitivo del elemento profesional en una estructura interactiva donde cada oficina o componente ejerce una suerte de correa de transmisión donde subsiste plenamente una retroalimentación constante entre sus partes. Como una suerte de degradación gamonalista se escurre hábilmente en las instituciones públicas una suerte de cultura clientelar y tradicional, que no sólo depreda el erario estatal, con la jugosa corrupción de funcionarios, sino que evidencia el carácter parroquial de nuestra profesionalidad, que ve el aparato del Estado como el reflejo de su chacra privada, sin ningún tipo de compromiso institucional por regular la actividad de la sociedad y podrida de un medio organizativo que no ofrece oportunidad de desarrollo moral y tecnocrático.


La dificultad de todo este breve diagnóstico es que a pesar de las transformaciones tecnocráticas que se han desarrollado en la estructura profesional de las organizaciones, es complicado todavía desactivar la influencia cognoscitiva que ejerce la mediocridad del medio social en la conformación de las psicologías administrativas del funcionariado.  Pues es una conjetura sociológica, creo yo, que así como el medio social influye negativamente sobre otras actividades sociales así también esta gramática cultural tiende a desincentivar la conformación de una psicología  gerencial y competitiva; mentalidad burocrática que no llega a romper con las reglas anómicas y patrimoniales del orden organizativo, sino, que es lo peor, acomoda su capacidad y eficacia a las intrincadas redes enfermas e informales de la actividad organizacional. Si es necesario empotrar en la realidad del país un diseño institucional secular que permita la reproducción de la vida individual y social, también es importante no renunciar al proyecto pedagógico de moldear la cultura cotidiana del país, pues soy de la tesis que sino se logra dar forma a los comportamientos varios de la sociedad siempre existirá una amenaza retrógrada en contra del orden sistémico, aun cuando el capitalismo periférico vive de este desorden psicológico. En otras palabras, soy de la idea de que el progreso tecnocrático y ingenieril que experimenta nuestra formación socioeconómica en las dos últimas décadas es un resultado de la lenta remoción de estructuras anticuadas de organización y de gestión, tanto en las esferas del aparato estatal como en los ámbitos corporativos de la empresa privada, toda esto como un producto agresivo del ajuste estructural de la economía de mercado. Se ha vulnerado parcialmente una forma ideologizada y humanista del funcionario público, que todavía subsiste en las estructuras burocráticas del Estado, para dar paso a una capa de profesionales y tecnócratas del servicio público, más dinámicos y de mayor rendimiento logístico, que facilitan desde el Estado, como de la empresa privada, una desenvolvimiento más eficaz de la economía nacional, aún cuando la evolución de ésta, esté atorada en una formación embrionaria y elemental, debido al carácter novel y despreparado que muestra el recurso humano profesional de nuestro país.


Tal vez al desactivarse relativamente al tradicional administrador populista como fiel reflejo de una mentalidad tradicional y estatizante, con la irrupción de ingenieros sociales más acordes a la modernización económica que experimenta el país, es que se visualiza que este cambio en las concepciones doctrinarias de la administración del edificio social trae consigo una elitización irreversible de este conocimiento gerencial y una renuncia moral a que el diseño institucional formatee la cultura institucional del país. Yo creo que la segunda razón lleva a la otra. Cuanto más la red sistemática y biopolítica de un mundo de organizaciones alienantes se apodera del conocimiento social tanto más se genera ineluctablemente en las capas profesionales una  corrupción espantosa del orden moral interno de la subjetividad, y por consiguiente, se elitiza el saber administrativo en aquellas regiones de la sociedad que aprenden a navegar cínicamente en la oscuridad pagana de la maquinaria organizativa. La complejizacion accidentada de las organizaciones plurales en el escenario desocializador de la vida cotidiana, renuncia a la fabricación de una conciencia trascendental del hombre racional y legitima, con esto, la formidable precipitación de una mentalidad explotada que muestra, como rostro antagónico de un ejecutivismo corporativo, un submundo de complejos y adicciones sensoriales, donde se anula toda la intencionalidad de construir un hombre sensato y racional.


Al contrario de lo que suponía Marx, el fuerte trabajo funcional y sometido a fuertes exigencias operativas produce una subjetividad represiva y  pervertida, debido a que la represión estandarizada del medio organizativo, sumado a ello, la incontenible presencia de una cultura libidinal y desbordada de impulsos, ocasionan la deformación irracional de la identidad y el empobrecimiento psicológica de la conciencia. Ahí donde uno esta habituado a la caótica instrumentalización laboral se esconde un ser nihilista y degradado, donde todo su goce oculto e hipócrita es liberado de forma trasgresora y presuntamente desviada, porque el imperio de la ley policíaca y represiva ocasionan la multiplicación de las pulsiones, como la única manera de hallar distinción y significado agresivo en una realidad privatizada y desigual. En vez que el trabajo sublime la enorme carga de una vida sobrestimulada es una sucia obligación enajenante, que atrofia la inteligencia y embota los sentidos, sin ninguna creatividad y acrecentamiento personal. En las sociedades postindustriales las principales actividades de dirección del poder encierran el fundamento social de una clase aristocrática que acapara la habilidad gubernamental para legitimar su dominio libidinal y sensorial sobre  las identidades domeñadas, y de ese modo expandir el crédito objetivo para restregar su control y maltratar a los que se consideran sus subordinados. El ejecutivismo tecnocrático delata la hegemonía de un bárbaro cultural, sin ninguna conexión cultural con la tradición social; elevado y presuntuoso sólo porque su función operativa la da la brillantez para organizar y resolver problemas programáticos, careciendo al mismo tiempo de valores y distanciado de toda consideración ética hacia las personas. Las cumbres de la ingeniería pragmatista en el seno de las organizaciones son el refugio del más sórdido filisteo, aquel que saca lustre a su poder administrando las emociones y sentimientos de la complejidad organizada.


Por otra parte, al elitizarse la habilidad comunicativa y la inteligencia emocional en nichos privados, es de suponer que el control monopólico de estos aprendizajes sociales, en el contexto de la sociedad del conocimiento asegura la reproducción de corporaciones empresariales que diseñan y controlan las estrategias  necesarias para acumular capital, a partir de este trabajo inmaterial de los afectos. No sólo hay una gran ventaja en la formación racionalizada del ejecutivo, cuando impone su opinión biopolítica, tanto en las negociaciones empresariales como en su vida cotidiana, sino que además tal habilidad para administrar lo sentimientos de sus subordinados en la dirección de configurar patrones empresariales y tendencias económicas, habla a las claras, de un liderazgo autoritario y gerencial como expresión funcionalista de la voluntad de poder nietzscheana. Hasta la magia para salir de este mundo rutinario y cosificador, la aventura esquizofrénica de echar algo de romanticismo en esta realidad desencantada, se reduce a la capacidad de afirmación individual de supervivir como un yuppie mercantilista. Aunque sea difícil reconocerlo, pero el poder simbólico para tener éxito en la vida se concentra en la presunción aristocrática de saber manipular económicamente el núcleo de las matrices culturales que se abren paso; de saber reinterpretar las señales reticulares del caos cultural e imponer una trayectoria empoderada capaz de autopreservarse en el mundo complejo.


No obstante, visualizarse un reencantamiento religioso cercano a la aldea global de Mcluhan[1] - todo por obra de la tecnificación mediática – la verdad es que toda conservación y felicidad distintiva reposa en la capacidad para convertir las difíciles condiciones en que se ubica la biografía cultural, en soluciones deconstructivas a un espacio cargado de complejos y cojeras mentales. Mientras  la solidez emocional y comunicativa se elitizan descaradamente en enclaves de exclusividad y lucidez reconstructiva se asiste a una estructura social segregada y en permanente descomposición donde la experiencia de ser individuo queda tendida entre la escasa habilidad para ser positivo y una solidez asfixiante. Todo lo que queda dentro de la ontología organizativa, todo lo que acepta el cáncer de la explotación y de la deshumanización cultural y se rinde ante el cinismo estructural, existe en realidad, lo demás es estupidez humanista o simplemente ilusión.


Seducción Light y cuerpo.


El poder produce las almas que la complejidad organizada necesita para su reproducción. Está en todas partes, hasta en las situaciones más íntimas y espirituales confeccionando los comportamientos limitados que consiente la maquinaria, no dejando palmo de libertad interior donde  resistir el impacto del sometimiento fáctico. Aún cuando exista resistencia y capacidad contrafáctica desde el actor social, toda esta acción cultural esta plagada de reformismo y subyugación, pues el agente social prefiere la insignificancia de la alienación al tener que soportar el vacío y la soledad más asfixiante. Si hay un mundo severamente jerarquizado y privatizado es porque la carne social diviniza y aspira a ser incorporada al interior de esa sociedad de privilegios, aún cuando sabe que tal acceso reproduce la injusticia y los condena a la adicción cosificadora. Hoy no se dice abiertamente que la justificación del orden oligárquico reposa en una suerte de clase modélica sin la cual no se podrá gobernar la sociedad, la que nos salvará de la catástrofe económica, sino que se le rinde pleitesía porque es el orden purificado y exclusivo a donde uno quisiera llegar y ser admitido, porque es la alta sociedad en donde uno aprende a amar con esta habilidad el garbo y la intensidad.


En una sociedad donde el conocimiento es vaciado hacia elites tecnocráticas que monopolizan la producción de saberes técnicos, tal dominación que se ejercita sobre la producción de las habilidades técnicas de la comunicación, termina por configurar identidades sólidas y exitosas en todo plano de la vida, que empiezan probablemente a monopolizar los recursos simbólicos para caer agradables o simplemente ser seductores en la intimidad. Si bien en este terreno del cortejo o la seducción apasionada existe una mayor extensión democrática de las habilidades idílicas, al punto que se sostiene que el romance es un resultado complicado de coincidencias simbólicas y anecdóticas de una vida aventurera y sin prejuicios, tal capacidad amatoria, sin embargo, viene revestida de un espíritu ágil y espontáneo, educado y seguro de sí mismo que empieza a escasear en las capas excluidas que convierten la festividad en un orgía carnavalezca donde el ritual democratizante rebaja la espiritualidad romántica que el cortejo solitario busca imprimir en los corazones. Esta habilidad sensual para conmocionar un espíritu hundido en la interioridad existencial, e invitarlo a hechizar de melodías palaciegas los  desiertos postmodernos de la inseguridad, se registra con mayor expresividad en las clases altas, a donde la química violenta del enamoramiento se convierte en una destreza que sólo quiere conocer la vibración de la pasión, aún cuando tal ecuación indescifrable despierte el amor más desesperado y angustiante. Al contrario de las  clases populares que conciben el amor como una solución antropológica a un mundo de separaciones y de explotación, (el elixir mágico que atosiga el, cáncer de la  instrumentalización cínica), para las clases medias y las oligarquías cerradas el amor es sólo un aprendizaje provisional que muchas veces media y cohíbe el control intenso del goce amoroso. En otras palabras, ahí donde el biopoder oligárquico controla la producción de la comunicación y de los afectos, el amor se convierte en un sentimiento prohibido y cursi que se interpone entre la politización de los cuerpos y el goce extremo y alucinógeno que tanto se busca y es escaso. Por eso no es raro conjeturar que el amor en la medida que se trastoca en enmascaramiento consumista para conquistar el goce estremecedor es la posición ontológica que todos aspiran conseguir pero cuya química vulnerable todos en realidad postergan y traicionan, pues es más fuerte el salvajismo de la pasión erótica que un amor debilitante.


No quisiera ser un aguafiestas escéptico o nostálgico, pero la sensación de naufragio que se percibe en cada singularidad biográfica no es sólo un producto del sofisticado mecanismo de la explotación cognoscitiva, sino que además esta sensación de soledad fáctica es la consecuencia de una vida que halla sosiego y estabilidad embrutecedora en la cibercultura, donde duermen melifluamente los millones de testimonios más sinceros y dolientes de una vida que se ha decidido a gozar maquinalmente. Tanto el amor como los demás sentimientos notables son obstáculos a las máquinas deseantes, porque el yo tecnológico ha dispuesto liberarse de todo rezago de fracaso y resistencia humanista, porque así puede enceguecerse lo suficiente como para evadir la responsabilidad de actor social que lo conmina a pensar y a tener que preocuparse por otros. Como el vínculo social retrasa el éxito de la supervivencia el actor social sólo instrumentaliza en su provecho cada lazo o cohesión significativa de lo social, equipándose frívola y corporalmente como un cuerpo sin órganos para asegurarse la manipulación y el goce más despiadado. A pesar que esta seducción maquinal comporta una subjetivización de la razón a las órdenes del individuo narcisista, que se desarrolla con mayor afinidad en las clases altas, existe no obstante, un defecto material de la sexualidad desbocada que no es reconocido por una realidad de presunciones eróticas. Tan inflado y decepcionante resultan las burbujas ideológicas del amor romántico a través de las locuras del cortejo, cuando se registra el exhibicionismo del coito, que las personas estimuladas buscan la diferenciación primitiva del amor subalterno, porque es tan fingido el glamour diplomático del flirteo, que se prefiere atender a los goces trasgresores, a los gustos grotescos, como una manera de satisfacer las fantasías delictivas y los tabúes que se dan en el inconsciente.


A veces el abarrotamiento carnavalezco es más sublime y liberador, que las clases altas deciden corromper su estatus elitizado de modo silencioso y clandestino, como una manera de expandir su dominio corporal y racista, hacia las capas populares que no pasan de ser consideradas poblaciones que desconocen las técnicas del cortejo y de la seducción, aún cuando soy de la idea de que es todo lo contrario. En la medida que los paraísos de la intimidad son una capacidad que se elitiza y desfigura por las maquinas deseantes, las clases subalternas se ven obligadas a reelaborar los códigos de la sexualidad, variando la idea de la seducción hacia facetas más de impresión  y de hilaridad que lo permitido y esperado en las clases medias y altas. Aquí el cortejo es un ritual más detallado y difícil de concretar, que se basa en un juego de seducción donde se muestra inteligencia y distracción Light; al contrario de las clases populares donde los niveles de autoestima y la inestabilidad emocional empujan a las parejas a aceptar una relación furtiva, como receta espiritual para aplacar los dolores de la explotación y la pobreza social. Aunque por obra de la trasgresión sexual asistimos a una mayor hibridación de identidades sexuales, lo que genera enclaves del goce y aristocracias del placer exquisito, lo cierto es que la homogeneización de los medios de comunicación procura un ambiente idílico donde la vivencia romántico-sexual es un aprendizaje que tiende a romper los prejuicios de clase y las  barreras aristocráticas, comulgando este escenario con el despliegue de una cultura de los afectos más democrática e igualitaria.


No obstante,  a pesar de este inicio socialista el amor se elitiza por obra del egocentrismo simbólico de los agentes que en base a su poder económico o tal vez por obra de las distorsiones mediáticas que sufre el espíritu hambriento se sienten con atributos suficientes para aspirar buenos `partidos amorosos. Diríase que a pesar que se es más agradable conocer a alguien sin que medien prejuicios clasistas, pronto las exigencias de un mundo administrado y jerárquico, plagado de agigantamientos individuales corrompen la figura de un amor democrático cediéndose a la idea de que el amor es una decisión racional y complicada que amerita trayectoria, cálculo y experiencia. Mientras el amor sea una praxis comunicativa que enriquece las emociones y hace más estable el alma, se garantizará la idea de que el ser romántico es un capacidad que muchas veces tiende a la corrupción y al abuso frívolo, sobre todo cuando la cultura erótica y los signos del idilio se convierten en conexiones inestables y difíciles que evidencian el miedo a salir herido o hacer el ridículo ante la soledad más absoluta.


Como el amor es una cuestión de sorpresa y seguridad madura creo, como afirma Bauman, describiendo la imaginación romántica de las sociedades avanzadas,, que el amor en las sociedades periféricas es todavía una situación que implica mucho sentimiento y esperanza, por lo que al ser todavía un acto de conocimiento supraemocional no se está lo suficientemente acostumbrado a soportar las maniobras Light y relativistas del amor sin ataduras y compromisos, aunque esta táctica ideológica implica mayor intimidad y poco dolor, menor riesgo y mas intensidad. No coincido del todo con la recomendación eurocéntrica de nómadas amantes, pero creo que ante esta realidad empobrecida y acomplejada el amor Light y narcisista es una salida provisional y destacada para domar parcialmente esta guerra de signos silenciosos e informales en que se ha convertido el entramado social. Ahí donde todo se privatiza es mejor ser gozadores sin corazón que ser idiotas sensoriales y ser, por lo tanto, el hazme reír en la sociedad del deseo.


Asia y el no lugar.


En mis visitas etnográficas a las playas del sur halle un fenómeno de  purificación cultural terriblemente antidemocrático y exclusivo, que retrata silenciosamente la grave segregación racial y cultural que padece nuestra estructura social.  Parafraseando la observación de Marx que el trabajo sigue al capital, aquí el comentario exacto es que la cholificación persigue el garbo criollo y exclusivista, y que aún cuando el criollo oligarca ha sido muy duro y separacionista con el migrante éste pronto instalado en la desterritorialización acriollante de la cultura, adopta los mismos patrones estéticos de consumo y de presentación que las cerradas elites limeñas, blanqueadas y occidentalizadas. Esta figura colonial y racista se repite con la venia de la sociedad en toda la historia del país, y aunque nuestra sociedad experimenta un insospechado proceso de subalternización política a raíz del crecimiento económico, es para todos visible como las clases adineradas se retiran del espacio público recibiendo a regañadientes la legitimidad cultural de las clases populares, que aspiran  a recibir un poco del gusto cosmético de los monopolios culturales. Aunque esta figura es relativa, pues la purificación aristocrática no puede ni detiene el trabajo de hibridación y diferenciación que se impone masivamente en la estratificación social, si que se las ingenian para mantener a salvo de la vulgaridad y de la cholificación desbordante todo un conjunto de prácticas estilísticas y modales sacros que sólo los despliegan cuando las reuniones de etiqueta y los rituales exclusivos así lo requieren en el  mundo de los grandes negocios.


Este dibujo de una cultura con aberrantes desencuentros y privatizaciones en producción se deja sentir en los enclaves culturales de la moda en el balneario de Asia, donde cobra cita una construcción artificial en medio del desierto y de la lejanía de  Lima como un espacio de no lugar incrustado en le vacío, para deshacerse del desorden arquitectónico y del deterioro mestizo que soporta la capital. Como una suerte de castillo feudal levantado en un paisaje remoto el boulevard es el espacio lujoso donde converge reducidamente lo mejor del mundo cosmético del consumo exclusivo, a salvo del ethos grotesco de los mundos populares; tal vez esto sea el único espacio democrático y vulnerable a las tentaciones distinguidas de las clases populares, pues los ranchos y chalets alrededor del boulevard son residencias privadas donde seguramente – hasta allí solo especulación mía-  se da rienda suelta a una interacción cotidiana y separada de la bulla hibridante, donde el libertinaje dionisiaco sólo tiene el rostro oligárquico de lo blanco y eurocéntrico, más allá de que la embriaguez corporal y los alucinógenos hallen una validez y libertad oficial.


En la cultura de la playa la fotografía es más sutil, pues a pesar de que es un espacio público donde uno distrae la mirada y se deja bañar por los recorridos esteticistas de los cuerpos sensuales y bien contorneados, existe la persecución subalterna de los oprimidos que ambicionan coger un poco de la magia aristocrática del mar de Asia, que los denigra como empleados de servicios; pero la verdad es que la presentación biopolítica de los cuerpos es más estética y glamorosa que el cuerpo popular, muchas veces más descuidado y subido de peso, que abunda en los balnearios más cercanos a la urbe capital. No obstante, pertenecer la cultura de la playa a una costumbre elitezca y eurocéntrica por historia, las categorías populares la han sabido redefinir y reapropiarse de esta sana distracción, convirtiéndola en todo un espectáculo de disipación y de atragantamiento consumista, que evidencia a no dudarlo el ethos grotesco y masificado de las sociedades populares.


En la noche las licencias al libertinaje y desenfreno cobran una normalidad descarada, pues la juventud aristocrática valiéndose de la supresión de las jerarquías y de las normas socializadoras, liberan una corporalidad biopolítica, impregnada de la belleza y de la trasgresión. A diferencia de las clases subalternas en  que la festividad posee el carácter de un paliativo embriagador a  la explotación y a la opresión, en las clases medias y altas la fiesta nocturna es un ritual productor de diferenciaciones y distinción placentera, en donde la conciencia no se evapora, sino que en toda momento destila un lenguaje seductor y melifluo, que comunica efímeramente al cuerpo con los orígenes. La fiesta en vez de acabar en el embotamiento y en la desazón barbárica, es en estos espacios elitizados un acto de violencia suprema y estética, donde la vivencia  erótica halla regocijo y satisfacción maquinal. En todo momento el animal nocturno devora en una jungla llena de cuerpos politizados, donde todo lo ilícito y narcisista construye una subjetividad agresiva, que sólo busca  gozar absolutamente, sin importarle que este saber sensorial esta mal distribuido. Ahí donde el poder estético escapa a la mixtificación masificada se explora desrealizadamente una experiencia biopolítica liberada de toda ideologización, una vida cuyas prerrogativas hedonistas le permiten constituir una personalidad soberbia y completa, que realmente vive plenamente, a expensas de las asimetrías sensoriales y deshumanizantes del mundo administrado, que engarrotan a la sensoriedad y legitiman las violaciones y hurtos subjetivos de todos los días. Arbitrariamente las aventuras de la diferencia entregan al hombre a una noche narcotizada, donde busca huir de la estandarización capitalista, sin embrago, es sólo un trance desarraigante que nos arroja con mayor violencia a las obligaciones racionalizadotas de  sobrevivir y tener que demostrar que se es útil.


En suma, en la cúspide de la dominación oligárquica se despliega una clase singularizada que no sólo ostenta el control del conocimiento comunicativo, el cual  sino lo tiene lo compra escandalosamente, sino que osa concentrar los saberes sensoriales del placer y la seducción, arrancándole a la sociedad el derecho al reconocimiento cultural y a la felicidad. La mimesis dionisiaca esta privatizada despiadadamente.




Conclusiones.


En las líneas que anteceden he desplegado argumentos suficientes para sostener el supuesto de que el derecho a la cultura reflexiva y a la felicidad sensual se elitizan brutalmente, y que tal saber sensorial en vez de ser utilizado de forma noble por nuestras elites padece el despliegue de una cruel instrumentalización cínica, donde sentimientos notables como el amor y la amistad, la bondad y la lealtad son rezagos humanoides que desaceleran el éxito y truncan la gobernabilidad emocional. Más allá que funciona una economía libidinal que facilita el apego relativista en las conexiones amorosas y facilita además el desarrollo de una cultura del delito estético, la verdad es que esta divinización social a los hábitos estilísticos de la oligarquía a lo único que conduce es a tener que soportar una clasificación social absurdamente injusta, incompatible con los ánimos democratizantes de las luchas sociales, donde late todo lo opuesto a la vida supuestamente lúcida y estable. Si la construcción biopolítica de la intimidad y de los deseos delata el enraizamiento de una formación sociocultural, profundamente deshonrosa y discriminatoria, es lícito querer reconstruir y desenmascarar críticamente estos esquemas étnicos-raciales del poder simbólico para introducir la saludable presencia de  una cultura democrática y horizontal que embadurna la intimidad y a la sexualidad de una praxis inmanente y encarnecida, sin engaños y embaucamientos instrumentales. Pero esto no es sencillo; todo depende  de que tanto sentido y esperanza depositen lo actores sociales en su mundo de la vida, sobre todo cuando para las grandes mayorías esta arquitectura asimétrica significa despojo y dolor simbólico, pobreza y una cruda violencia irracional. En la medida que los escapes a esta estructura fáctica e injusta sean sólo trasgresores y delincuenciales, es complicado reestructurar pedagógicamente la dureza de una cultura mediocre, que sólo frustra los esfuerzos y la iniciativa, y que convierte a la vida domesticada en cruel cómplice de este caos cultural y corrupción tecnosensorial.




























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