sábado, 20 de abril de 2013


 

De activistas y operadores.

 

Resumen:

Lo que narro en estas páginas es la historia cultural del movimiento estudiantil y de sus dilemas estructurales y psico-históricos. En sus límites, es con el divorcio político de la universidad y de las juventudes del sistema democrático donde se hallan concitados el mayor de nuestros males y donde se origina nuestra habitual descomposición y desencanto civilizatorio. El hecho de que las luchas generacionales hayan sucumbido ante falsas luchas y ideologías, demuestra la tesis de que se esta matando el origen de una nueva  época, donde la sociedad del conocimiento y de celeridad de la vida nos arrastran como los vencidos o no de la historia. Se describe también la relación cultura de los operadores y sistema universitario

Palabras claves: Movimiento estudiantil, postmodernidad, conflicto generacional, cultura de operadores, reforma universitaria,  modernización, violencia política.

 

Hipótesis general:

En los límites de este artículo se narra la historia de una ola generacional, de su consecuente agotamiento y de la incapacidad ahistórica y reaccionaria de una época para permitir el nacimiento de nuevos actores comprometidos con la reconstrucción social y programática de una nueva nación. A lo largo de estas explicaciones posibles se intenta describir el compromiso de la juventud y del movimiento estudiantil con la realización de determinados proyectos históricos, y como la liquidación de estos planes heterodoxos e integrales ha hecho caer en el desencanto y en el cansancio de la cultura postmoderna a crecientes nuevas generaciones de jóvenes divorciados de la escena pública y de metas de largo plazo. El movimiento estudiantil que estuvo a la vanguardia de estos cambios ha sufrido el deterioro cualitativo de su entorno de acción y de organización política como es la universidad pública. Devaluación estructural que le ha hecho perder contacto con la sociedad y con la discusión del modelo de desarrollo que esta requiere, produciéndose el repliegue conservador hacia la universidad, y hacia la defensa declaratoria de la reforma universitaria, que en la práctica no se ingenia ni nadie es capaz de implementar.

En ciernes, el debilitamiento severo de las luchas estudiantiles y de su activismo político, que curiosamente desmerece todo camino político de largo aliento, obedece a una historia y a un cierto origen cultural donde se hallan las causas estructurales para la agravante separación entre política y juventud, siendo esta última capturada hoy en día por la sociedad de consumo y las estrategias de reafirmación individual.  De acuerdo a esto, la hipótesis que persigue este ensayo es que el desmoronamiento político del Estado postoligárquico y de su intrincada red institucional, ha erosionado la legitimidad social, intelectual y ontológica del movimiento estudiantil, acechado actualmente por la seducción mediática y una realidad desorganizada que lo fragmenta y lo despolitiza. Esto como parte de un proceso histórico quiere decir, como corolario impensado, que el desmantelamiento de la sociedad moderna que la generación de los 70s ayudó a perfilar hace que la eticidad rebelde que vive en las juventudes ingrese en un escenario en donde se carece de bases estructurales que modificar, y donde las coordenadas hegemónicas del nuevo poder se hallan brutalmente desmaterializadas y esfumadas de todo control socio-democrático. Ahí donde se vive en un mundo sin base, la juventud abandona la referencia política no sólo por el descrédito cultural de ésta, sino porque las grandes decepciones estructurales de las generaciones juveniles anteriores empujan al joven a optar por  la cultura del éxito y de emprendedores individuales, como una manera de rechazar vitalmente una historia repleta de miseria y desencuentros.

La reforma de Córdoba y el movimiento estudiantil.

En primera instancia, es lícito rastrear los orígenes históricos de las luchas estudiantiles en los inicios del s XX, específicamente la Reforma de Córdoba de 1918, para detectar en ella continuidades y rupturas en relación al contexto actual. Como sabemos, dichos embates iniciales al viejo orden oligárquico heredado del s XIX, hallaron eco rápido en las experiencias universitarias de Perú, Cuba y Chile, donde los reclamos por la renovación  académica y organizativa de la universidad expresaron la severa crítica a un orden político estatal por parte de los nuevos sectores emergentes, como las clases medias y el movimiento obrero. Sin obviar lo sucedido en Argentina, se puede decir que el secuestro de la esclerótica y anacrónica universidad de Córdoba por fuerzas clericales y conservadoras, era incompatible con la aparición de nuevas sensibilidades modernistas e intelectuales, que no cuajaban con un poder reaccionario y pasadista instalado en el seno de la organización universitaria.

La visión de esta revolución espiritual y de recambio generacional nació combatiendo el hispanismo de las elites conservadoras, rescatando de las entrañas del mecanicismo positivista, en boga hasta inicios del s XX, una concepción orgánica e idealista de nuestra historicidad latinoamericana como expresó el Ariel, del ensayista José Enrique Rodó. Muy a pesar que se seguía definiendo la universidad pública como la formadora y dadora de las capas profesionales que urgía la expansión del Estado del s XX, lo cierto es que esta generación inicial de luchas estudiantiles, proporcionó el contexto social para el surgimiento de una primera ola generacional que discutiera los perfiles socioculturales de nuestra formación social, y que sería capaz de delinear el ethos cultural, a partir del cual se orientarían las posteriores luchas sociales en pos del cambio social. Según mi hipótesis de trabajo,  esta nueva mentalidad libertaria nacería en el seno de las casas de estudios en toda América Latina, teniendo como sujeto histórico originario a las generaciones estudiantiles. A diferencia de Europa donde el sujeto de cambio se depositaba en el movimiento obrero y en su radicalismo socialista, en las regiones periféricas las tímidas mutaciones estructurales provocarían el surgimiento de sensibilidades progresistas, que conectarían en un solo esfuerzo de cambio el discurso intelectual, la organización política y un programa ideológico y operativo de cambio. Si prestamos eco a esta ruptura espiritual con los enclaves clericales del pasado podremos entender a la Reforma de Córdoba como el nacimiento de la generación modernizadora de América Latina, emancipadora y anticolonialista, capaz de irrumpir con los bríos de un pensamiento y práctica revolucionaria que se prolongaría por dos generaciones más hasta el desarrollismo cepalista.

En las proclamaciones de libertad de cátedra, cogobierno universitario y reforma administrativa se afincaba las urgencias de hallar un espacio para la crítica y el crecimiento de las subjetividades democráticas. Pero en esta generación de los Mariátegui, Haya de La Torre, Basadre, Luis Alberto Sánchez, Víctor Andrés Belaunde, agitaba resplandeciente el intento de conocer a cabalidad las complejidades de este mítico país; y aún cuando sus lecturas no despegarían del ensayismo erudito y historicista, su intuicionismo arielista sirvió para dotar a las generaciones siguientes en las artes y en la clase política de las legítimas ideas fuerza que acompañaban la paulatina construcción de un Estado nacional. Es con la adopción de estos criterios espiritualistas a la usanza de las tradiciones y saberes populares que esta legión de anarquistas, indigenistas y socialistas concebirían las coordenadas ideológicas donde reposaría la posterior sistematización  cientificista de las ciencias sociales, y donde se depositaría los cimientos doctrinarios, aunque en son de consigna, para la lenta conformación de las grandes organizaciones políticas, centrales sindicales y partidos de masa. Además de la influencia filosófica social de esta generación, su talante esteticista conectaría con el desarrollo mágico realista de la literatura y de las artes plásticas, reproduciendo un humanismo bohemio y una vanguardia a la altura de los grandes despertares culturales de la región. El esfuerzo de José Carlos Mariátegui de expresar esta síntesis de diversas tendencias políticas, culturales y artísticas en la Revista Amauta, manifiesta la percepción de esta generación por examinar de forma integral un país profundamente desarticulado, y de dar forma a una propedéutica lógica para actuar en él.

A pesar que el impulso renovador de la reforma universitaria sería ahogado por el feudalismo recalcitrante de los pésimos administradores de las universidades peruanas de ese entonces, este despertar ideológico en el seno del movimiento estudiantil permitiría la conformación de un programa social acorde con las vicisitudes iconoclastas de la formación social. El entusiasmo político de la juventud por avanzar  desde un rechazo moralista, hacia una visión holística de este enigmático país, quedaría amedrentada por la política represiva de los gobiernos de ese entonces, y por las pésimas incongruencias políticas de una juventud politizada que no entendía que las luchas de clase en contra de un poder anacrónico y feudal, en el fondo eran contiendas por la subsistencia de un  nuevo espíritu moderno y secular, acorde con los nuevos tiempos faústicos. Esta generación del 900 en sus tímidos esfuerzos cumplió el rol histórico de preparar los cimientos ideológicos para lecturas integrales del país, como fueron el ensayismo conjunto del socialismo indoamericano de Mariátegui, el Aprismo de Haya de la Torre y la democracia cristiana de Víctor Andrés Belaunde, pero no pudo avanzar hacia una revolución histórica de lo que su pluma altisonante denunciaba y cuestionaba, debido a las limitaciones epocales y políticas de un movimiento reformador que aún no era un buen rival para el conservadurismo oligárquico. Correspondería a nuevos actores sociales, embebidos de sus premisas sociológicas, y respaldados por las erosiones estructurales de un poder oligárquico que ahora si se tambaleaba, implementar las visiones holísticas de nación moderna que estos reformadores soñaron, en un período de configuraciones socialistas más resolutas, y de nacimientos estructurales de una economía nacional y moderna.

Resta concluir, que el movimiento estudiantil de la Reforma de Córdoba generó el ethos ideológico para la conformación de miradas integrales del país, y preparó las condiciones sociales para la acumulación de fuerzas políticas que renovarían los fundamentos anacrónicos de un poder antiguo que se resistió a desaparecer. Es en América latina donde se puede señalar que las vanguardias ideológicas y políticas, propiamente fueron dirigidas por generaciones juveniles, en donde el entusiasmo rebelde y la política de grandes intenciones se congregaban en un solo poder transformador. El discurso de lucha, más allá de los matices socialistas y anarquistas era de la liberación de un nuevo ethos generacional, antagonista de un espíritu aristocrático y autoritario, que no permitía el conocimiento y la construcción articulada de un ser nacional, es decir, el proselitismo era de cuño estudiantil y generacional, aunque con las formalidades de oponerse a un poder sólido que impedía el surgimiento de una  nueva época. Ahí donde el movimiento obrero era incipiente, y las movilizaciones campesinas estaban atrapadas en los márgenes reticulares de los extensos latifundios, el pensamiento social de las luchas estudiantiles conseguirían preparar el terreno ideológico para el cancelamiento histórico del gamonalismo rural y del orden oligárquico absurdo de la siguiente generación política.

La reforma universitaria, cuyas conquistas se atrofiarían con el tiempo, debido al predominio de un pensamiento y moralidad vetusta en el seno de la universidad, en cuanto a formas pedagógicas y administrativas, no dejaría de ser una premisa inicial para posteriores dimensiones de la lucha política, y el necesario cimiento transcultural a partir del cual se ensayaría una relectura de nuestra tradición cultural. Para los estudiantes de la Reforma universitaria, no significó un pretexto localista para ambiciones políticas de mayor calado, sino una gesta por acceder a la gestión del conocimiento, que  orientaría las posteriores luchas por el control del Estado. Liberar a la universidad del control obsoleto de la inteligencia conservadora, era un fin en sí mismo, conquista ideológica y concreta que aseguraba no sólo el reclutamiento de cuadros políticos, que dirigían las diferentes orientaciones del movimiento popular, sino además el control por sobre la génesis de las tesis ideológicas que alimentarían el espíritu de las fuerzas políticas. Ser el foco de las ideas y de la crítica permitía al movimiento estudiantil discutir e intervenir de modo racional, sin embargo, la insipiencia de este, debido a las políticas represivas de los gobiernos oligárquicos y dictatoriales, que desarticularían esta organicidad, y  a la pequeña influencia de la protesta estudiantil, facilitarían el posterior eclipsamiento del discurso generacional, por obra y gracia del discurso gremial y retrógrado, que vería a la universidad como espacio de adoctrinamiento político, dejando de la lado la importancia de la reforma de la universidad.

 

 

Los 70s y el dogma de la lucha armada.

Corresponde a la segunda ola generacional de los 70s la implementación práctica y científica de las promesas intelectuales que los arielistas elaborarían con erudición e intuicionismo. Más allá que las gigantescas transformaciones cualitativas como la industrialización, la acelerada urbanización y las mutaciones en el orden de la cultura, aceleraban la compatibilidad con las premisas de la sociología del desarrollo, y por lo tanto se verificaba, de modo aparente, las increíbles especulaciones ideológicas de la filosofía social anterior, lo  cierto es que este cientificismo no consiguió sino una lectura sobreideologizada de las profundas alteraciones estructurales de ese entonces, concibiéndose como un consenso ortodoxo, que persiguió representar la emergencia de un nuevo sujeto histórico, pero en función, que duda cabe, de una versión distorsionada de la historia, arraigando esta mentalidad de la agresión apocalíptica en el conjunto de organizaciones gremiales y populares del país. Subordinando por consiguiente, las ricas interpretaciones reflexivas, provenientes del pensamiento social al culto a una versión ontológica que aspiraba al poder supremo.

En otras palabras, los sedimentos modernizadores que estaban floreciendo hacia fines del 60s de modo oriundo y espontáneo, aunque imperceptiblemente, fueron modificados cruentamente por un proyecto político que no sólo leyó mal la realidad que devenía, sino que la alteró y la distorsionó para acomodarla violentamente a las pesadillas ideológicas que sus mejores cuadros inculcaron en el seno de la vida social. Ahí donde el salto cualitativo hubiese sido que el desarrollismo cepalista y el marxismo ortodoxo aseguraran y regularan estas lentas mutaciones del mundo cultural, lo que hicieron fue esclavizar las expectativas de modernización y de despertar nacional a un constructo político que confundió  a las clases populares, y les hizo reemplazar los antiguos dioses del régimen antiguo por una autoritaria secularidad revolucionaria que fracturó dolorosamente sus vidas en la regresión y en la estupidez política de las grandes utopías.

No deseo sino contar la historia reciente de nuestros desencuentros y algarabías ideológicas. Con ello persigo el objetivo de demostrar que al haberse desplazado una manera democrática y culturalista de pensar el país y de construirlo en el orden a sus organizaciones y tejido sociopopular, se ingresó en la vorágine siniestra de descarriadas mentiras y de proezas soberbias, que no sólo desbarataron lógicamente la solidez feudal, pero a la vez alegórica del mundo anterior,  sino que hicieron ingresar a la vida expoliada a la veneración de una religión de la violencia y del valle de lágrimas, con el disparatado objetivo de convertirlo en una sociedad moderna a semejanza de los paradigmas eurocéntricos y racionalistas. No deseo abrazar una suerte de arcaísmo sobredimensionado, o una crítica destructiva de nuestra supuesta decisión colectiva de modernizarnos, pero al haberse dejado que ese discurso gremialista y conflictivo se apoderara de la dirección política de nuestras organizaciones sindicales y populares, se fomentó tanto en el terreno de la inteligencia y en las culturas populares una suerte de ideología exagerada que se deshizo de aquella concepción culturalista  y peruanizada de comprender al Perú, y que nutrió  a las mentalidades colectivas de un discurso reivindicacionista y de la miseria que los despotenció y los mediocrizó.

La ficción de haber hallado la fórmula salvadora para nuestros desvaríos civilizatorios en un marxismo leído a la altura del dogma insecular y de la acumulación de ira, produjo un sujeto político que disfrazó sus habituales desestabilizaciones emocionales con actitudes políticas megalomaniacas, sin haberse podido percatar, debido a su idílica politización que tal errónea aventura de secularizar eurocéntricamente el país, a pesar de su enorme complejidad territorial, a lo único que condujo fue a dotar al posterior ajuste neoliberal de la lógica cultural que lo legitimaría y lo reproduciría. Sin habérselo propuesto, o tal vez por las ocultas ambiciones de poder supremo que acallaban sus enormes desafecciones de una estructura psíquica mezquina y reprimida, es lo que originó estas oleadas de clasismo y revolución, fue darle la espalda a las sincréticas aspiraciones de reconocimiento y de modernidad que había expresado el movimiento de pobladores y el movimiento campesino; orientando estos períodos de anomia  y esperanza a la creencia en una cultura de la negación y de la reacción racionalista, que no sólo construyó psicológicamente a los sujetos populares, sino que les dotó de un árido programa de lucha y de revancha, en cuya hostilidad recreció con nuevos bríos ese anarquismo y patriarcalismo indómito que se alardeaba la modernidad anularía.

Las oleadas de migrantes en la búsqueda de una autonomía moderna, el descabezamiento político producto de los movimientos campesinos y de la reforma agraria, y la  confusión liquidadora del mundo andino Inkarri, que predijo Arguedas, en los laboratorios urbanos, acarrearían que los tempranos asociativismos sindicales y clasistas dieran inicialmente una base cultural a las grandes transformaciones industriales que operaban los actores políticos del Velasquismo. Pero es el desaceleramiento ontológico de estos cambios, es decir, el sorpresivo no respaldo sociocultural a las grandes reformas, cuya culminación conseguiría dar un orden social popular, debido a los aromas de negación totalitaria de las singularidades y de la diferencia étnico-cultural en pos de clasismo homogeneizante, lo que produciría un estallido organizativo y cultural de este sistema de progreso indefinido; provocando asimismo, en el Perú informal de las sorprendentes subjetividades subalternas, un espíritu de anomia y decepción, un  individuo desarraigado y extraño a todo acuerdo, que reventaría en la miseria, la descomposición social y en la violencia política.

Ahí donde la modernización prometió otorgarle a un Perú fracturado y feudalizado un sistema plural y la vez integrado, lo que ocasionó fue licuar realmente los viejos órdenes de solidaridad andinos y populares. Debido a que desde el principio su proyecto dialéctico desconoció por su colonialismo militante y por las ambiciones de poder político las extremas complejidades, y los diversos espacios-tiempos  productivos del Perú, el programa de transformar cualitativamente en una patria socialista al país, se convirtió en una realidad anarquizada donde la vida se despegaría de los referentes materiales e intersubjetivos, y se culturalizaría brutalmente en los laboratorios del mestizaje urbano y en el deseo siempre falso y  al vez real de ser un individuo autorrealizado. Cuanto más las configuraciones materiales del Perú informal huirían hacia los márgenes del sistema político, donde cunde la corrupción y la impotencia política, tanto más las clases dominantes conseguirían la legitimidad ideológica suficiente para trastocar y paralizar a un antojo la economía nacional.

Ahí donde la cultura de un mundo sin base y sin  soberanía política se atrinchera en las dimensiones ontológicas de los saberes populares, tanto más el afán de reconocimiento sociocultural se construye superponiéndose e ignorando cínicamente este poder objetivo, intentando vivir sus experiencias barriales y sus latidos de crecimiento profesional y empresarial a pesar de todo, aunque se sabe íntimamente que este desorden estructural nos hace infelices y nos aleja de toda posibilidad de construir una comunidad política y comunicativa.

En orden a este discurso se puede argumentar que fueron cuatro las razones generales que impidieron un feliz connubio entre el pensamiento social hegemónico y la naturaleza de las cosas vivientes:

1.      Hubo lo que se dice una lectura errada, soberbia y a la vez regresiva de lo que era el país. No sólo el marxismo ortodoxo, sino el funcionalismo de aquella época, y tal vez el cepalismo desarrollista, no consiguieron sino alcanzar una visión mixtificada  e incompatible de ese mundo heterogéneo en el que se había conservado un poderoso pensamiento arcaico y ancestral. Al haber planteado el cambio social como la violenta transición de la tradición a la modernidad se menosprecio el enorme pasado que somos en la ambigua y retrógrada categoría de feudalismo, y se sobresaltó la tesis de que la cultura material e intersubjetiva transitaba a una irreversible modernización sistémica. El reduccionismo sociologista con el que se leyó esta etapa de grandes cambios sociales no permitió la potencialidad y naturaleza real de estas alteraciones, por lo cual se expuso el desarrollo de la teoría desarrollista a estereotipos y prejuicios doctrinarios y proselitistas, que a lo único que condujeron es a la fundación de una ciencia social sinceramente ideologizada que permitió la influencia y la manipulación de los intereses políticos en juego. En ciernes, este sincero apasionamiento conceptual y positivista no se explica sino porque se consumió un marxismo empobrecido y rudimentario, los famosos “manuales” como influencia de la Rusia Soviética y la Revolución China, cuyo decurso neurótico se apoderó del razonamiento político de las organizaciones gremiales y populares, y ascendió al orden  de la creatividad intelectual, deteriorándola en función de los vaivenes y las aventuras políticas. El no haber roto con la metafísica religiosa y patrimonialista del régimen antiguo al que enfrentaban, reconvirtió la objetividad de su ciencia en una religión acendrada de radicalismo y voluntad salvífica, ahí donde la inseguridad y la incertidumbre de las grandes cambios hacia creer en verdades absolutas.

2.      Al haber colisionado con el arielismo literario y supuestamente acientífico de los grandes pensadores sociales,  esta oleada generacional de ethos marxista minaron equivocadamente el curso natural de nuestras ideas sociales, predisponiendo a que el campo intelectual embullera una forma de razonar espartaqueana y de conflicto ideológico, útil para diseminar ideas fuerza a los grupos y partidos organizados, pero reducida a una consigna categorial incapaz de ver las variaciones de la realidad. La politización de las doctrinas que aparentemente leían el cambio social sirvió para la eternización política y mitológica de los principales cuadros, provocando un consenso cultural que poco a poco no permitiría el adecuado recambio generacional y académico. Debo sostener que la subordinación de los resultados académicos de las ciencias sociales, a la politización encarnizada empobreció la noble teoría de pensar, y poco a poco degradaría la moral y el estado de ánimo alrededor del derecho de pensar y escribir.

3.      Una tercera razón, no subestimable corresponde al terreno de la ejecución de la modernización. A pesar que inicialmente las intrincadas alteraciones que produjeron en las bases de las culturas populares, hallaron en los conceptos banderas de la izquierda las representaciones políticas exactas para apostar por la construcción de una patria socialista, pronto los profundos cambios secularizadores y de naturaleza clasista urbana, provocó un divorció de las culturas populares de origen sacrificial y ritualista, con respecto al ethos modernista-racionalista-obrero. Debido a que no había forma de conciliar los experimentos materiales de la industrialización con las embrionarias disposiciones técnico productivas de nuestra desarticulada formación social de ese entonces, y que esta intención faústica de industrializar se apoyaba en un voluntarismo político sin conexiones orgánicas y descentralizadas con el territorio y las economías regionales, se produjo una explosión de realidades económicas heterogéneas. Ahí donde se desplegaban los centros industriales en forma de enclaves, en un universo con poca calificación de estructuras agrarias y oficios diversos, se fue incubando una red profusa de economías de la subsistencia, talleres y pequeña producción mercantil, debido a la falta de empleo y a una razón de naturaleza intercultural desconocida por la economía del desarrollo.

4.      Una cuarta razón no descansa en los complots políticos de la oligarquía o de sus secuaces ideológicos. De algún modo la cancelación del gamonalismo y el golpe militar debilitó la influencia política de las clases dominantes. Mas bien la razón que argumento es de naturaleza psicohistórica para explicar las causas de la infección pseudomarxista. Que la juventud universitaria haya iniciado estos cambios en el seno de las universidades públicas y haya montado un abundante mecanismo organizativo de células partidarias en todos los niveles de la estructura social, corresponde a la empresa de pensar y sentirse parte de la emancipación del espíritu racional, de una razón moderna en ruptura con la oscuridad feudal. El ser parte de una generación que cancelaba el mundo antiguo y que era capaz de comunicar la modernidad hasta las bases populares respondió a la estrategia psicoanalítica de acabar con el gran padre metafísico, cancelar la filosofía antigua, y fundar nuevos valores a partir de la construcción de una economía dirigida. El problema de que esta ideología económica no haya cuajado en el seno de las bases populares como relaciones de producción, se debe a que secretamente el radicalismo de izquierda escondía una piscología amedrentada y prebendataria, que manipulaba los discursos de izquierda, y a las poblaciones movilizadas en función de sus intereses y cálculos personales. Y esta doble moral que reproducía la psicología del criollo que alardeaba atacarla se daba así porque los basamentos antropológicos de nuestra avanzada cultural han correspondido a líderes de clase media urbana, perfiles caracterológicos que siempre se han mostrado reacios al poder, dirigiendo a las masas subalternas, pero que se han servido de estas energías e intenciones en función de sus intereses personales. Con el tiempo esta piscología de la rebelión y del cálculo a la vez se ha expandido a todos los sectores de la sociedad, dando origen a una cultura de operadores y de las clientelas, que han asegurado, a la vez, la construcción de un sistema político de organizaciones que neutralizan el cambio renovador y toda democratización interna. Aunque las bases que han creído en la dirección de esta  clase media – hacia la cual eran justificadas las desconfianzas de Mariátegui y Arguedas- se han comportado de modo distinto, las resistentes jerarquía de clan que subsisten en la izquierda evitan cualquier desdogmatización y recambio generacional, manteniendo generalmente una base ideologizada y sin grandes calificaciones.

Es esta vanguardia cultural que se instalo en las entrañas de la producción de subjetividad popular, lo que preparó las condiciones ideológicas para el inicio de la lucha armada (ILA) que concretamente aplico Sendero Luminoso. El endurecimiento de las verdades absolutas que prodigaba el marxismo, causado por el desbaratamiento objetivo del mundo feudal, y de su continuación religiosa: el populismo clasista es lo que hizo caer a la juventud politizada en un arreciamiento de sus creencias violentistas, dando los argumentos palpables para tomar las arma en cualquier momento. Como dijo Zenón de Paz, no hay que ser indulgentes al tener que aceptar que cualquier agrupación de izquierda a fines de los 70s habría abrazado la salida militar, pues al estar cerca el agotamiento del modelo hetorodoxo populista, y al ingresar las culturas populares en una severa descomposición social lo más lógico parecía hacer estallar el bloque de fuerzas dominantes, que resguardaba y garantizaba la liquidación del populismo izquierdista. Aunque nadie lo ha explorado de este modo, soy de la idea que la parálisis política de un sistema de instituciones sociales que garantizaba el desarrollo social bajo el control soberano de los peruanos, originó un gran descontento en los sueños colectivos de toda una generación de dirigentes jóvenes idealistas. Y que tal  realismo político ante el cual se congregarían para atenuar su radicalismo y apoyar la democracia de los 80s, fue considerada y sentida como una traición a todo lo que creían, originando a nivel de las bases una profunda decepción y escepticismo colectivo hacia todo lo que sobrevendría luego.

A pesar que no apoyo de ninguna manera una racionalización de la violencia como salida a nuestros desencuentros, soy de la idea que la liquidación política del populismo, debió ser la liquidación de una forma de vivir un ideal de haber creído que construían algo cercano a una nación popular; liquidación y destrucción de una ontología utopista con la cual sobrevendría un cruel relativismo y desocialización estructural. Todo esto en parte originaría la crisis de valores de la década perdida, que arrojó a la violencia a muchos jóvenes, como una forma de restituir el paraíso perdido, o tal vez hacer estallar la nueva vida que ellos no aceptaban. Tal vez la democracia liberal funcionó como una ruptura ontológica desequilibrada con el orden social anterior, alteración política que nos sólo desmanteló  abruptamente el desarrollismo, sino que se tiro abajo los referentes socioculturales en que muchas poblaciones depositaron su amor y confianza, ingresando, por lo tanto, nuestro espíritu nacional en una escandalosa descomposición y anomia doliente.

Los colectivos y el cambio cultural.

¿Frente a qué procesos históricos se disuelve el movimiento estudiantil? ¿En qué momento se disocian clase y juventud, y surgen propiamente las necesidades juveniles? ¿En qué momento las juventudes empezaron a menospreciar la política y se lanzan al arte y a las movidas culturales? Responderá a estas interpelaciones con el ánimo de un joven.

La juventud organizada es propiamente un fenómeno universitario. En ella se origina en base a la génesis de generaciones notables todo lo que conocemos como grandes narraciones e ideas fuerza. De ahí mi argumento que nuestra historia ha sufrido cambios de realidad en base a luchas generacionales, y que también lo más espantoso de nuestra historia surgió en el seno de una universidad como fue la San Cristóbal de Huamanga (UNSCH). No deseo ahondar en este sencillo argumento, que respaldo en la filosofía de Ortega y Gassett, sino proponer un nuevo examen histórico de nuestras escisiones culturales ahí donde la juventud potenció al movimiento de clases, y como posteriormente se divorció de él a medida que la política se corrompió y se alejó de los intereses generales.

La conjetura que desarrollo en este sentido, es que el reduccionismo y determinismo político con el que fue asumido el cambio cultural en la sociedad populista, colisionó contra el surgimiento paulatino de las expectativas de realización individual de la juventud, que los medios de comunicación de primera generación (TV, Radio, Cine) ayudaron a definir. En la medida que el degradación de la política se enquistaba en el seno de las organizaciones populares, debido al colapso de la propuesta socialista y a las desavenencias partidarias al interior de las izquierdas, que fueron acompañados en  todo el sistema político de argucias y corrupción política, las generaciones juveniles le arrebataron todo su respaldo cultural al sistema de partidos, generando una severa crisis de legitimidad y nuevos valores propiamente irrepresentables para el viejo orden populista. El rechazo hacia la política y la desafección cívica posterior obedece a que la esfera pública se convirtió en un terreno de enfrentamientos y de cruentas traiciones que erosionaron toda pasión por discutir y comunicarse públicamente. Se puede decir, que la escisión política-juventud no sólo provocó la destrucción perpetua del sistema político sino que además originó en el contexto de la exclusión y la descomposición sociocultural la huida de la juventud hacia la anomia y la frivolidad estética.

En este sentido, como diría Nietzsche, nuestra esquizoide decadencia civilizatoria, nuestra miseria y la violencia como causalidad inevitable germinaron una huida hacia el hecho estético, hacia el arte como ideología y praxis cultural. Aunque a la larga esta sabiduría musical (la movida subte) los teatros populares y la extensa animación sociocultural, de las que habla Sandro Venturo, tienen su origen en las majestuosas revueltas de Mayo de 1968 que acontecieron en diversas universidades del mundo, y que tuvieron el legado de cambiar el espíritu frio de la modernidad liberal, como argumentaba Wallerstein, lo cierto es que en nuestra formación social el escape hacia el arte y la seducción consumista responden al descrédito de la política y a una surrealista actitud de desmaterialzar la experiencia cotidiana, la vida, en el fondo de una estructura económica que se hacia añicos y que se desorganizaba. Se puede argumentar que la juventud al nacer en una realidad separada del hecho político, reproduce y pesa sobre ella la enorme exclusión intergeneracional que su intervención y apoyo político concitaron en un período anterior. El descrédito hacia la política,  cuyo mayor ejemplo fue el conflicto interno  y  la corrupción pública de los 80s, es también el empiezo del descrédito y la sospecha hacia la juventud. Ese estigma hacia una juventud sediciosa alcanzaría a todas las actividades vitales de las organizaciones juveniles siendo marginados y construidos a la usanza de una cultura paternal que los vigila y los violenta.

No deseo provocar una enfrentamiento hacia la cultura de los padres a gran escala, ni criticar por concomitancia a la generaciones de adultos que dieron su vida y esfuerzo por el país, pero hay que reconocerlo, se ha fraguado sobre los jóvenes una indescriptible moratoria social que los arroja del espacio público, de la historia y de todo aquello que resulta verdaderamente realizador. Es esta exclusión intergeneracional a la juventud,   lo que la empuja muchas veces a la delincuencia juvenil, las drogas y la deserción escolar, por la incomprensión hacia sus necesidades sentido de la vida, en el seno de instituciones que los agreden y los modelan autoritariamente (familias disfuncionales, cultura escolar, cultura barrial) lo que los descabeza del suficiente liderazgo y racionalidad para transformar la cultura que los domina. Yo sostendría que es tan represiva la hegemonía adulta, que recae sólidamente sobre una juventud desorientada, que se hace casi imposible que la subjetividad democrática, eticista y los nuevos valores de los jóvenes que han surgido en todo este tiempo de envejecimiento de salidas populistas y de la democracia delegativa-neoliberal, logren concretar un real recambio generacional y así una renovación de nuestras instituciones políticas.

 Al haberse convertido el eticismo de los jóvenes en una energía que se diluye en las fauces de la cultura del consumo y del gigantesco mundo digital, existe tanto miedo a lo que pueda hacer históricamente la juventud que se ha montado una dinámica de la dominación transcultural que ha logrado ahogar toda expectativa de organicidad y de pensamiento, provocando que se reproduzca y se refuerce la habitual trasgresión de nuestra cultura urbana y se entregue a los sectores sociales con el tiempo del campo y la ciudad a la sistemática implosión atomizadora de nuestra sociedad. Al detener el cambio cultural que yace encapsulado en las capas sociales del espectáculo y la frivolidad de los alucinógenos se produce el resquebrajamiento violento de nuestros vínculos y lazos sociales, lo que significa que el sentido de la vida huye lentamente hacia las prótesis sensoriales del internet y del mundo de la publicidad, entregando el espacio social a una gran inseguridad y violencia irracional.

 La hiperrealidad de la que habla Baudrillard, en nuestro país es tanto más virulenta debido a que la desilusión que ha recogido el discurso social marxista, y su antaño incomprensible violencia política como fue Sendero Luminoso y el MRTA, arrojaron la creatividad de los peruanos a las caóticas selvas del lenguaje e imágenes virtuales como una manera de olvidar y mitigar la guerra cultural que el Estado y hoy el mercado ejecutan con total barbarie. Tal vez el problema con esto es que se ha levantado una gran jungla postmoderna que separa fácticamente a los individuos de la historicidad de la base material, y que se ha convertido también en un muro ontológico y gramatical que asfixia la realización de los sujetos que culminan extraviados e inmaduros en una realidad contextual donde todo es simulacro y ficción espantosa. La celeridad con que nos devora el mundo digital mantiene en la atrofia material a nuestra formación social dirigiendo las vidas desperdiciadas, de la que habla Bauman, hacia una moral de la irresponsabilidad y la disidencia libidinal que halla su comprobación en la ridiculez de la farándula televisiva y en el culto a una juventud transgresora y sin  límites morales.

Se puede decir, que al igual que en los centros avanzados la separación entre la vanguardia estética y el real marxismo autoritario de la Rusia Soviética, cuya mayor prueba recae en las desavenencias entre el movimiento estudiantil del Mayo francés (1968) y el movimiento obrero, produjo la fuga de los nuevos valores radicales el “prohibido prohibir” al centro de la sociedad de la moda  y del espectáculo desenfrenado, neutralizando su novedad e iniciando el desencanto de la modernidad, donde el arte no sólo se elitiza y se hace incomprensible, sino que además se consigue hacer musical y democrática la cruenta explotación social y las infamias del capitalismo. De forma similar las presiones religiosas en cuanto a la negación de siglos de sufrimiento y explotación contenidas en la escatología marxista se escondieron del arte popular, provocando una fuga del significado y de las expectativas realizadoras hacia las regiones de la ideología estética, sobre todo en el Rock y en el ecléctico y frívolo vanguardismo y postmodernidad de nuestro arte actual. Donde arte y política convivían existía una realización modernista de las esperanzas de redención y reconciliación del placer y la revolución, pero  estos mundos se divorciaron cuando el terror de la violencia política hizo cambiar de paradigma cultural y praxis política a las clases medias politizadas, huyendo hacia un subjetivismo hermenéutico que se ha revelado como el otro rostro de la amargura y la rigidez conservadora: un deseo ardiente y mesocrático, de ser bohemio y auténticamente cultural. Por eso no extraña que aunque este concierto de movidas rockeras y de teatros populares de los 80s haya insurgido en la cultura popular de los jóvenes, como respuesta a la exclusión y  a la miseria social que se padecía, guardaba un cierto matiz mesocrático que la elitización del arte posterior incorporarían, neutralizando sus rasgos contraculturales.

En este sentido se podría lanzar como hipótesis, que los orígenes de nuestra postmodernidad cultural hallan sus raíces en este desconcierto y descomposición social que padeció la década de los 80s. Trasladando esos valores de la trasgresión moral y frivolidad balbuciente al terreno de la psicología postmoderna de este tiempo, han conseguido disfrazar frenéticamente de belleza y de consumo comercial la enorme barbarie cultural que sigue latente en nuestros lazos sociales, siendo la ideología estética desde siempre un terreno ontológico que las luchas revolucionarias no quisieron tocar debido a su concepción economicista de la cultura. En ciernes, aunque el ethos estético de la actualidad haya podido neutralizar  los afanes disidentes de la juventud, desviándola a las regiones abstractas e hiperreales de la cultura, no ha podido refutar ciertamente los anhelos emancipatorios de los colectivos juveniles, que manifiestan la hegemonía de un pluralismo ideológico y estético, y que hallan en la ética de la postmodernidad los motivos perfectos para rechazar el conservadurismo pietista y la vez hipócrita de nuestras clases criollas. Cuando se habla de la liberación y socialismo en los colectivos de estos tiempos no sólo se recoge un rechazo visceral y eticista al capitalismo, sino que se  busca renovar el espíritu instrumental y mercantilista de nuestras culturas oficiales, aunque pienso, que esta particularidad es la que ha impedido la seriedad de hallar programas de renovación políticas coherentes y viables.

Más allá del furor solidario de estas juventudes organizadas de la protesta determinada no se constata en la vida de las universidades una renovación tajante de una cultura autoritaria y patrimonialista, que las envuelve, y eso debido a que se ha conseguido encontrar en las cáscaras de la rebeldía y el desasosiego festivo los espacios perfectos para vivir su inmanencia y vida cotidiana, pero al precio de alejarse de toda racionalidad política en cuya maniobrabilidad esta depositada la realización y renovación concreta de sus singularidades individuales. Aunque muchos jóvenes ya no hallen adecuadamente en la organización política un ethos en el que realizarse y autodefenderse del menosprecio y negatividad de las culturas oficiales, lo cierto es que los caminos individuales que se han ensayado como el de emprendedores y mano de obra precaria son un síntoma de la expansión de la ideología mercantil en el seno de las clases populares; síntoma que ciertamente con una ética del trabajo refulgente puede llegar a sustituir el supuesto rol ideal público de nuestras juventudes, pero que mutila de los valores cívicos y de la solidaridad histórica a nuestras identidades juveniles, reproduciendo a la larga esa falta reconocimiento cultural y violencia simbólica que subsiste en nuestra cultura moderna. Ahí donde la crueldad civilizatoria ha replegado a la cultura comunitaria al lugar de las experiencias barriales y al carácter todavía  arcaico de nuestros pueblos indígenas, se desarrolla una terrible indiferencia estructural y egoísmo maximalista hacia el destino y porvenir de la sociedad, en la que la juventud despolitizada demuestra un deseo ardiente de superar las barreras sociales, pero a través de un descorazonada actitud indulgente que pisotea indirectamente derechos sociales y deja sin fuerzas al intento de salvar las relaciones sociales de toda fragmentación y atomización indiscriminada.

“No se puede ser libre si los demás no lo son”, reza el dicho. Y aunque la vieja receta del liberalismo económico propagandee que no existe realmente la sociedad, y que toda la realidad es un agregado competitivo de esfuerzos individuales, es este precepto inclemente el que ha disuelto los lazos sociales en la experiencia urbana, entregando el cuerpo social mutilado a una violencia desenfrenada que arruina el porvenir de futuras generaciones y que se extiende como la panacea del desarrollo social a todo aquello que conserva un tufillo de solidaridad y tradición étnico-cultural. De algún modo para no desviarme del tema, es la reproducción de esta crueldad naturalizada de las juventudes, y sobre todo del ejército juvenil de emprendedores, crueldad que es inconsciente y que se defiende en el núcleo de una personalidad materialista e inmanente, es lo que no permite la conformación de un programa de renovación de la cultura dominante, ya que sólo se ataca los signos totémicos del gran capital, pero no se hace una crítica severa a los valores decadentes que compartimos todos y que nos dividen. El sólo defender la dignidad de generalidades abstractas como “la democracia”, “los derechos humanos”, o “la solidaridad social” no permite las raíces más profundas y detalladas del poder que nos engloba, y es esta la razón  que en cierta manera permite el arraigo de consignas y de un pensamiento de etiqueta que no son verdaderamente críticos a la pastoral moral y esteticista del huidizo poder.

No pienso desvirtuar el cambio cultural que se ha operado en esta sociedad globalizada y multicultural, pero el modo como las fuerzas sociales se han aferrado a este mundo del lenguaje y de la hiperrealidad sensible, es lo que no permite la solidez organizativa e institucional de nuestra sociedad.  Inundada de una anomia sociocultural el tejido social es reacio a una edificación civilizada del orden social. Ya que la lógica cultural que hace posible la acumulación del capital desde las empresas hasta lo límites más estables de la formación productiva es un ethos transgresor o anómico, puedo sostener que las relaciones sociales y las representaciones sociales más consistentes de esta sociedad unida por el mercado y el dinero, también están determinados por este mecanismo fragmentador y divisor que no permite la viabilidad de valores comunes. Al ser la juventud, el campo sociocultural donde reposa esta anomia sistémica, debido  a la decepción que recoge de una cultura oficial represora y degradada que empuja a los jóvenes a los márgenes de la cultura y al subjetivismo estético, esta expresa el aroma postmoderno de una época, pero confirma a la vez, el reforzamiento de la cultura criolla que su eticismo contestatario noblemente cuestiona. La desorientación y el desarraigo emocional que padecen las juventudes obedece a que su exclusión de la esfera política de las organizaciones juveniles; es decir, la inestabilidad que se cierne sobre las familias, la cultura escolar y las experiencias barriales, se propaga a los esfuerzos de organización política, impidiendo que los colectivos políticos y socioculturales salgan  de su sectarismo “alpinchista” y puedan unificar a la juventud bajo criterios constructivos y de viabilidad ideológica. En suma quisiera ofrecer algunas conclusiones de este acápite para pasar a analizar la cultura autoritaria parroquial de la universidad pública, un abanico de conclusiones que describe los problemas histórico-estructurales de los colectivos juveniles en el Perú contemporáneo:

1.      Un primer problema que detecto en el seno de los colectivos juveniles es su concepción antipartido. Aunque es innegable el desprecio a una esfera pública llena de transfuguismo y corrupción, lo cierto es que esta autoexclusión y separación infringida por las gerontocracias partidarias a la vez perjudica a la larga la consolidación y sobrevivencia de estas liminales agrupaciones. El descrédito hacia la política no permite que todo ese voluntarismo moralista se convierta en doctrina y acción organizada, no por falta de experiencia sino porque se carece de una mentalidad autoconstructiva de los saberes y expectativas juveniles que no se vean en los espejos de los padres y del patriarcado universitario. Al no saber traducir toda esa vehemencia y desobediencia cívica en praxis política indirectamente aseguran que se escurra en sus organizaciones esa cultura de operadores y ese espíritu de clises que cunden en el escenario político, asumiendo muchas veces estos caracteres y reproduciendo un discurso político antipolítico y autoritario que aleja a la juventud de la necesidad pública de ingresar en la política.

2.      Un segundo problema que obstruye una real crítica al sistema política desde los colectivos es que su presión contestataria carece de una concepción intelectual autónoma de sus propias condiciones sociales. Tal vez este problema no se ubica en la enorme complejidad que significa ser joven, sino que las generaciones juveniles recogen en forma de consignas banderas de lucha que no permiten sino una crítica ideologizada y generalista del poder capitalista. En otras palabras, al verse con los anteojos de doctrinas políticas que respondían a otras condiciones históricas, no sólo obstaculiza la renovación de esos idearios políticos sino que además son asimiladas como si fueran catecismos irrefutables que generan cohesión y simplificación política, porque son íntimamente sentidas como rezagos religiosos de imágenes santificadas o símbolos de fe que dan afirmación y sentido compartido Al igual que antaño, la niebla de la religiosidad, de verdades absolutas, que se ciernen sobre el pensamiento de etiqueta de los colectivos estos reproducen los mismos problemas de profundización reflexiva de sus situaciones sociales concretas, ya que persiste la secreta posición psicológica de imitar el mismo mundo de la vida que tenuemente no son capaces de observar. Esta falta de profundidad teorética o siquiera de juicio, y de como contrarrestarla en la forma de proyectos alternativos es lo que hace que los jóvenes inconscientemente coincidan con la ética postmoderna de socialización de la vida cotidiana, no magullando sino la forma como se explicita el poder, y no precisamente sus ramificaciones sensoriales a la que todos nos envuelven.

3.       Un tercer problema que he observado en los colectivos juveniles es su creciente segmentación organizativa y esa separación cuasiclasista con las juventudes de los sectores populares. No sólo existen con el tiempo separaciones de matiz mesocrático con respecto a la supuesta barbarie e indiferencia cultural que inunda a las categorías populares, sino que se las piensa y convoca, se las califica y menosprecia, en función de estereotipos moralistas, sin tratar de ejercer un trabajo social democratizador en sus entrañas, o tener la decencia de verlas más allá de esa compasión o lástima clasemediera que tiene un origen claramente religioso y burgués. No quiero decir que este argumento sea infalible o que descanse en una personalización acelerada de mis experiencias, lo que trato de diagnosticar a profundidad es que su trabajo de recuperación que se ejerce cada vez menos en los sectores urbano-populares, y en los pueblos originarios, responde a una visión paternalista y representativa de las culturas domesticadas que no pueden hablar por sí mismas. Tal vez la pasividad política que se exhibe en los sectores populares obliga a construir precariamente estas representaciones, pero se hace sin llegar a movilizar las reales potencialidades de estos sectores sociales, y privilegiando un manejo clientelar de operadores que no constituye real poder popular, pero que si se permite la captación segura de simpatizantes y líderes sociales. Tal vez una propuesta que unifique ambos mundos (el universitario y de las juventudes populares) descansaría en una cercana interacción de vivencias, que permita la comunicación y el aprendizaje mutuo.

4.      Un cuarto problema que ubico en los colectivos es que permiten ser el origen de mercenarios y operadores políticos. En la medida que se percibe que el sistema de  organizaciones y representaciones de izquierda esta preñado de una moralidad no sólo reaccionaria sino además dudosamente proba, lo que vemos es una crítica ambigua con respecto a esta estructura deficiente, naturalizando y legitimando indirectamente esta cultura autoritaria que a larga corroe las buenas intenciones y propuestas positivas de los espíritus nuevos. No sólo se contiene con esta estructura psicológica reaccionaria el recambio ideológico y generacional sino que además se impone como madurez y realismo práctico, que la sabiduría escéptica, que la criollada es el locus natural a través del cual se consigue objetivos y se puede predominar como un elemento valorable, sin darse cuenta que es la conservación de esta cultura de amargados y de criollos políticos lo que canibaliza el reclutamiento de nuevos valores, destruyendo la conexión entre las agrupaciones políticas y la sociedad. Creo que la posibilidad de que exista una nueva izquierda pasa por una crítica y censura concreta de esta cultura de operadores y sus ramificaciones institucionales, ya que vuelvo a incidir en ello, su conservación no permite la conexión sentimental entre las clases populares y las ideas fuerza de la izquierda, ya que sostengo se percibe una abusiva manipulación de las unidades de base en función de intereses electoreros. No seria sólo una crítica moralista sino una tarea institucional

Universidad, cultura autoritaria y cambio generacional.

He reservado este acápite para examinar algunos rasgos de la cultura universitaria, porque creo que en la viabilidad o no de la universidad pública se esta jugando el control del conocimiento que hace posible una nación como organismo, y por lo tanto, la refundación de un nuevo sujeto histórico. Más allá de que se entienda o no es en el ámbito universitario donde se gesta de modo emancipatorio la idea de América Latina y con las décadas posteriores el programa revolucionario más ambicioso de descolonizar nuestras tierras como fue el estado populista o desarrollismo nacional. Por eso sostengo, que en realidad los conflictos de clase, de clase dominante en contra de clase dominada no es la lógica correcta del cambio social que predomina de modo esencial, sino que el real conflicto el que no permite el nacimiento institucional y global de las nuevas subjetividades descansan en el conflicto entre generaciones. Esta lucha de espíritus que poco a poco poseen asidero material y político, se define por el desigual conflicto entre la generación de la modernidad sólida y autoritaria, y la generación de la modernidad reflexiva y pluricultural. Saber propiamente que este enfrentamiento ha sido disfrazado y poco evidenciado es saber que las fuerzas reactivas que corresponden a esta modernización autoritaria (neoliberalismo, y marxismo ortodoxo) están con éxito neutralizando la institucionalización de este principio de realidad que late en la juventud, no sólo como he dicho, infravalorando culturalmente a estas culturas juveniles con los clises de postmodernos e irracionales, sino además constituyendo un sistema de poder anticuado y policiaco que contiene y ahoga la posible vinculación entre razón histórica y energía juvenil.

El  problema es que al resaltarse la lucha de clases se conserva estúpidamente  una forma de hacer política y de construir ideología que desalienta a la juventud a participar de modo vital en la organicidad política, pues se evidencia de modo descarado o inconsciente que tal antagonismo resulta una falsa lucha, que cumple la justificación de la represión, y que el neoliberalismo no se siente amenazado por una política contestataria que busca al igual que el la conquista del poder supremo, y no un real cambio social y de civilización. No se si las mentalidades más lúcidas de esta mentalidad contestataria se habrán dado cuenta que la prolongación ideológica de estos escombros antimodernos, como son el neoliberalismo oligárquico y el marxismo ortodoxo, están cohibiendo y desperdiciando toda la enorme profusión de  nueva subjetividad inmanente y democrática que existe en el país, pues me parece que este enmascaramiento con una falsa lucha y la atrofia represiva de esta nueva sensibilidad al final van a llevar a destruir las bases culturales donde reposa al fin y al cabo toda idea progresista y revolucionaria.

Tal vez el dilema que padecemos todas las mentalidades progresistas es que esta reacción antigeneracional a lo nuevo, clicheteándolo de ideológico o postmoderno esta expresando la terquedad de un espíritu escolástico y destructivo a tener que dar un paso al costado, sin saber que no basta con un recambio de caras acaso con los bien llamados “chacales” y operadores políticos, ya viejos por la racionalidad instrumental, sino un cambio cultural e ideológico en el seno de las organizaciones sociales de izquierda. Ahogando el cambio cultural al interior de la izquierda tiñen de vulnerabilidad sentenciando al desastre político una idea de solidaridad cuyos epígonos no han sabido darle una forma peruana y operativa.

Regresando al argumento de la universidad, soy de la idea que la defensa ideológica y programática de la Reforma Universitaria es clave para la revitalización del movimiento estudiantil, pues en este conjunto de propuestas hasta ahora populistas no sólo se juega el destino de la universidad como organización educativa, capaz de leer cognoscitiva y científicamente la feroz globalización, sino que además esta en juego el lugar ontológico donde se piensa categóricamente el tipo de país y contrato social que queremos. Además de un rostro humanista y democratizador la universidad es un espacio cultural donde se diseña a los productores culturales y tecnocráticos que ingenian los matices de nuestra formación social. Ver a la universidad y a sus sujetos históricos como el origen cultural y político es clave para dar fortalecimiento institucional y de valores a los demás entramados institucionales, ya que la obstrucción de esta relación universidad-Estado con la mercantilización de la educación superior y con la fuga de la gestión de conocimiento a agentes particulares, genera ciertamente profesionales descorazonados, que no sólo aceptan con audacia las taras culturales del edificio estatal y empresarial, sino que además reproducen una cultura institucional de mafias y clientelas privadas en el seno de la administración pública.

El debilitamiento de la apuesta por la Reforma universitaria hoy juguete proselitista para atraer la voluntad de los estudiantes, ver tradicionalmente el espacio universitario como canteras de reclutamiento bajo las banderas de la reforma estudiantil debilita al movimiento de los estudiantes y a la larga la naturaleza reflexiva para imaginar una nueva relación Estado-sociedad. Desactivadas las conexiones con una real educación de calidad, ya que la masificación indiscriminada permitida bajo la idea de una real democratización, y la instalación parasitaria de una mafia reaccionaria en la administración de las casas de estudio neutralizan el verdadero espíritu crítico, lo que presenciamos es la escandalosa tragedia de una universidad atrapada por la mediocridad humanistoide y la aguda indiferencia de la mayoría de la población universitaria, que en la afirmación individual vomitan el total aniquilamiento del movimiento estudiantil y el desarrollo de una piscología “alpinchista” y egocéntrica que no desarrollo ningún lazo de servicio y de amor por la formación que los modela.

Como he dicho en otra parte, gobernada la universidad por una izquierda conservadora y por sus monigotes sirvientes que basa  el adoctrinamiento de los jóvenes en el rencor a la sociedad capitalista, sin pensarla realmente, para extender la manipulación corrupta de los recursos públicos de la casa de estudios como pragmática que toda agrupación política debe abrigar, lo que veo es el  arrojo al mercado de trabajo de técnicos irresponsables, sin verdadero afecto por las complejidades de su mundo profesional, y humanistas estúpidos incapaces de ver más allá de sus consignas y activismo retrógrado. Por ello, me parece que el verdadero enemigo histórico de la universidad y de la reforma universitaria no se ubica en los grupos radicales que lentamente la empiezan a ocupar, sino que se ubica en la cultura de operadores corruptos y holgazanes que se sirven de los espacios universitarios para reciclarse y vivir a expensas del desarrollo incipiente del conocimiento y de la técnica. Por ello el enemigo a vencer no esta por fuera de la universidad, en un Estado que de modo estratégico ha abandonado a la universidad, pues cumple su rol de garantizar la privatización de la educación pública, sino en los mismos entramados burocráticos de la política universitaria, donde esta cultura política ha destruido al movimiento estudiantil y con él toda posibilidad de una verdadera alternativa de país. Una reforma universitaria no es pues un ejercicio de transición de la herencia de espíritus escleróticos y anticuados, sino una verdadera liquidación cultural del pathos que ha sepultado todo recambio generacional, pero esto sólo se podrá hacer cuando la juventud piense por sí misma, con autonomía creativa y para cerrar las heridas que cincuenta años de decadencia han infringido en la mentalidad política de nuestro país.

De cierto modo he descrito de modo sociológico que esta cultura de operadores es la que inhibe el desarrollo de la universidad, pues esta tiene un origen histórico que detallaré en algunos puntos sueltos, pues creo que desentrañar sus ramificaciones ayudaría para deconstruirla y disolverla una real democratización de la universidad:

1.      Al parecer el primer origen de esta mala política de operadores y mercenarios se halló en el equivocado desplazamiento político del discurso gremial por sobre el arielismo universitario. Esta situación no significó una real socialización o subalternización del discurso contestatario en el seno de las juventudes sino un estúpido reduccionismo del discurso desarrollista y  marxista que entorpeció al pensamiento y lo conminó a ser la retórica a favor de las ambiciones de poder y de intereses pseudopopulares que vieron con mayor descaro la universidad como un espacio de reclutamiento de sus empresas de izquierda revolucionaria. La juventud fue rechazada por esta pasión nihilista que produjo una cultura violentista y digamos poco capacitada para pensar racionalmente el cambio social, y que poco a poco desplegó intereses partidarios y obstáculos egotistas para conseguir un cambio cualitativo de la herencia colonial. El ahogamiento de este discurso generacional de los 70s por un eufemismo de clase es lo que explica el desperdicio del momento epocal de un  cambio racional y operativo, pues produjo en las garras de un marxismo ortodoxo y simplificado una juventud que no pensaba realmente por sí misma sino en función de un proyecto político que su misma impaciencia historicista hundió.

2.      Un segundo momento de reforzamiento de esta mala política sucede con el desencanto que se produce en la juventud a raíz de la disolución de la izquierda unida (IU) hacia fines de los 80s y con el inicio del fujimorismo. Fuga que rompe las conexiones entre la juventud popular y el movimiento de izquierda, y la arrojó a los orígenes culturales de nuestra piscología postmoderna, con la contracultura, y que deshace producto de la gran decepción que recoge la izquierda con la crisis política y económica de los 80s en el electorado, el mecanismo detallado de trabajo comunitario que se había edificado entre los líderes clasemedieros de la izquierda y las categorías populares. Al contaminarse las canteras sociales de la partidocracia revolucionaria de un autoritarismo apolítico se destruye a la larga la legitimización social e ideológica de la izquierda, que no sólo se repliega ante la persecución fascista del fujimorismo en el discurso social de las ONGs sino que entrega las unidades barriales y gremios sindicales a una cancerosa cultura de operadores, sin bandera y sin escrúpulos para cumplir su voluntad. Producto de esto los colectivos que se recuperan lentamente en los 90s desarrollarían un rechazo eticista y una mentalidad antipartido, que se refugió en el arte y en la animación sociocultural. La universidad quedó desguarnecida ante la mafia de operadores, antaño fervientes revolucionarios.

3.      Un último momento en que se hace coyuntural el movimiento estudiantil, y por lo tanto, se hace una crítica severa a la cultura de operadores, es con la caída del régimen fujimorista, que fue de paso una ruptura con la dictadura cultural depravada de este gobierno, sino que concitó un shock  de renovación moral contra la criollada y corrupción de la dictadura. A pesar que el inicio de estas luchas en contra del fujimorismo estuvieron lideradas a cargo de estudiantes  indignados por las manipulaciones políticas de Fujimori y Vladimiro del Tribunal Constitucional, pronto la erosión del gobierno traslado el centro de las protestas a una vanguardia política de izquierda y de demócratas de todo origen que opacaron el papel que la juventud movilizada desempeñó en esta coyuntura; por lo cual al conseguir la vuelta de la democracia con Alejandro Toledo, el movimiento de estudiantes regresó a su inquietante pasividad. A pesar que las elecciones democráticas por el cogobierno universitario volvieron también retorno o se reforzó esa cultura política del cálculo conservador y del pragmatismo político, con viejos rostros y con nuevos “chacales” que reprodujeron estos malos hábitos. Haber dejado que las reivindicaciones estudiantiles pasen a un segundo plano y sean instrumentalizadas por fines políticos hizo que se perdiera todo intento de una real democratización, viendo la universidad como un botín que aseguraba la reproducción de parasitismos y clientelismos descarados.

En suma, para sintetizar este acápite soy de la conclusión que la neutralización política y cultural de la universidad pública, a pesar de las grandilocuentes propagandas de Reforma universitaria esconde el pretexto perfecto para descabezar al movimiento estudiantil y negarle toda posibilidad de una transformación cualitativa de nuestro espíritu decadente y pragmático que prevalece. En tanto no se impongan con alegría y revolución esta gran producción de subjetividad y que se está desperdiciando, con la exclusión policiaca de las generaciones que vienen, no se podrá fortalecer el carácter plural de las demás luchas sociales (clase, étnicas, género, etc.), y por lo tanto, se asesinará el nacimiento institucional de una nueva formación social y de valores del país.

Perspectivas: Universidad e innovación productiva.

Hasta aquí he destacado de modo sociológico, que la reforma de la universidad pública contiene como primer premisa que su interna democratización desactive la cultura autoritaria y patriarcalista que la inunda.  Es decir, la universidad  es el foco de las ideas humanistas y el fortín ético donde se vigila los contornos culturales del sistema democrático, enlazando propiamente esta utilidad para la vida social como el cimiento a partir del cual es posible la discusión el diseño de Estado.  del modelo de desarrollo más coherente para nuestro país. Aunque esta discusión se esta llevando en las casas de estudios  de modo estereotipado y repetitivo, creemos que sus conclusiones están lejos de la planificación operativa que estas ideas populistas y sólo reivindicativas deberían tener, alejando al estudiantado de la necesaria técnica y gerencia social, que sus propuestas voluntaristas deberían firmemente desarrollar.

Creo atinadamente que el primitivismo en que se encuentran las ideas sociales no sólo responde al historial de dogmatismo y manipulación política que ha sufrido la universidad, sino a que estos islotes de pensamiento crítico han sido divorciados del conocimiento productivo y tecnocrático en donde sirven de contexto y aún más. Ese histórico humanismo recalcitrante, del que habla Mariátegui, como rezago estructural del pensamiento profesional de la Colonia ha hecho un daño irreparable a nuestro conocimiento peruano, pues no sólo ha facilitado la colonialidad eurocéntrica a nuestros centros del saber social, sino que además se ha distribuido como un actitud negativa hacia la disciplina y el trabajo fuerte, recreando personalidades poco conectadas con la ciencia y la producción de tecnología en la psicología social de la universidad, y por lo tanto, descalificados para triunfar en el merado de trabajo, o si quiera reformularlo constructivamente.

No sólo no existen las estructuras profesionales y estatales para romper con este academicismo improductivo, pues históricamente el Estado ha hecho todo lo posible por aplazar tal institucionalidad del hecho científico-técnico, sino que sobre todo no ha acontecido que los espíritus barrocos y literarios de la universidad demuestren tal intencionalidad, por lo que la carencia en el desarrollo tecnológico y científico ha separado a la universidad  objetivamente de toda influencia económica. El que se discuta el modelo de desarrollo de modo eufemístico y generalizador, poniendo como alternativa un postulado ético como es el socialismo, que es completamente inoperante, evidencia que en los espacios académicos existe poca conexión para tecnificar descolonialmente este socialismo que se respira en sus contornos. Por ello el conocimiento productivo no se halla en la universidad, y ha sido privatizado por agencias internacionales y corporaciones mundiales que desligan toda posibilidad de ingeniar la construcción nacional y diversificada de una auténtica técnica socio-industrial. Porque se reproduce biopolíticamente una piscología y un abanico interminable de procedimientos y simplificaciones administrativas que involucionan y se divorcian de las sensibilidades y solidaridades productivas de nuestro medio, es que presenciamos una estructura del mundo del trabajo francamente rudimentaria y poco sensibilizada para reconstruir un espíritu industrial desde nuestra propia praxis sensorial y material.

En esta sociedad informatizada y del conocimiento donde el desarrollo tecnológico y la automatización industrial descansan en una vida cultural totalmente alterada y desmaterializada de toda identidad cultural fija y territorial, la universidad cumple un papel innegable, no sólo porque debe reorganizarse para no desaparecer, sino sobre todo porque de su readaptación depende el rescate de un conocimiento técnico y social auténticamente nacional y que domestique las corrientes feroces de la globalización Hacer que nuestra rica y arcaica sensoriedad asuma revolucionariamente un matiz productivo y operativo sin producir enajenación y homogeneidad, es clave para recuperar  la producción de la realidad cultural,  hoy totalmente desconectada del capitalismo tecnocultural que ha hecho de los reniegos frívolos de la vida un sistema que se sirve ideológicamente de esta anarquía material y simbólica. En la universidad habría que ingeniar este nuevo lazo cultural y técnico, que doblegue al muro postmoderno del lenguaje que nos ha desviado y perturbado como cultura y sociedad económica.

La universidad es un laboratorio de subjetividad. Hacer que se reorganice asimilando las contrariedades y afirmaciones de nuestra formación sociocultural es la premisa para liberar al saber científico de las prenociones absurdas que lo aíslan y lo desconectan de un real encuentro comunicativo entre saberes diversos. Aún cuando esta comunicación se esta dando de modo tímido predomina el tradicional desencuentro objetivo entre culturas. Participar para que la disposición organizativa de la universidad exprese este diálogo intercultural entre disciplinas académicas y modos de acción políticos, permitiría liberar a la ciencia de la época de las asperezas sectarias y egocéntricas que la mantienen aprisionada, y que generen resentimiento en el seno de las universidades. Generar este encuentro dialógico entre saberes no sólo garantice la construcción de una comunidad ideal, sino que facilita dirigir este conocimiento intercultural que se produzca a revitalizar oportunamente las conexiones sistémicas entre la cultura y los diversos modos productivos de nuestra civilización. Y así puedan darse los pasos previos para otorgarle una sensibilidad intercultural y científica a la construcción de una técnica y de una planificación operativa que lea y actúe descolonialmente el cambio tecnológico de esta sociedad del conocimiento. Ahí donde en la universidad se esta jugando el futuro o porvenir de la gestión de conocimiento es necesario ensamblar experimentalmente en la discusión y en la vida universitaria las enormes potencialidades que ofrecen nuestros saberes sociales y competencias tecnocráticas, para de este modo la universidad pueda gerenciar e influir en el destino de la ciencia y la tecnología tal como se ha gestado y devenido en este país. Son tres las premisas estructurales que la reorganización de la universidad debería contener para incorporarla exitosamente a la globalización:

1.      Toda universidad pública debe conservar el desarrollo de carreras y sistemas de conocimiento civilizacionales, que permitan la restauración filológica y arqueológica de nuestro pasado y que permitan conservarlo para las siguientes generaciones. Cuidar la herencia de estos saberes civilizacionales permite difundir una valoración histórica y hermenéutica de lo que somos y seremos, y que este saber sea la matriz en donde se gesten los  valores de amor cívico de nuestras instituciones y culturas.

2.      De modo intermedio es necesario generar un espacio público interno para la creación y conservación de las subjetividades democráticas que se generan espontáneamente, llamando al debate constructivo y aplicativo de cada idea social o democrática que se genera. Mantener este carácter democrático es la clave para construir una identidad estudiantil, y un pensamiento social que desarrolle valores y un manejo intercultural de las relaciones humanas. Creo que en este punto es necesario interculturalizar los saberes que están cifrados en la universidad liberándolos de los tradicionales caminos sectarios y dogmas que han existido.

3.      Debe de introducirse me parece una relación de competencia y de conocimiento meritocrático que genere valor agregado a la economía. Es necesario que la universidad controle el mercado de trabajo, no precisamente reformulándolo sino cientifizarlo y construyendo tecnología desde las ciencias duras y empresariales. Conseguir esto permitiría rediseñar aunque sea primariamente el complejo sistema técnico-administrativo que nos encapsula, y que mantienen en la atrofia sensorial a nuestra conciencia científica ancestral.

Creo que estas premisas estructurales o actitudes hermenéuticas podrían servir como cimientos culturales para renovar parcialmente la identidad cultural de las universidades públicas. Aún falta señalar como líneas maestras,  a maneras de ideas sueltas cuales serían las reformas que debería poseer toda universidad para liberarla del modo centralista y monocultural como hasta ahora se ha conducido. Según Follari debería darse:

1.      Modificación de la cultura institucional. Abrir la universidad a la sociedad popular, desformalización de las clases, expandir el formato clase video, incluir en la cultura universitaria expresiones de la cultura popular, llenar la universidad de gente que discuta en foros, seminarios, conferencias la relación entre la sociedad y el sistema universitario. Esto sería un modo de limpiar la universidad de esa cultura vertical y mediocre que la ha inundado, convocando al diálogo y generando el laboratorio intercultural que se requiere.

2.      Reapuntalamiento de las carreras de humanística y ciencias sociales. Es decir, no permitir que las fuentes de financiamiento estén solamente concentradas en la generación de tecnología, para fines productivos, sino recuperar la importancia de los estudios culturales en el momento en que el cambio cultural esta recomponiendo o erosionando el suelo de nuestras antiguas creencias. Es legítimo que los estudios culturales cumplan la misión de evidenciar los impactos psíquicos y las nuevas constelaciones de subjetividad que están naciendo con el propósito de aprovechar institucionalmente las sensibilidades de nuestra época.

3.      En relación a lo anterior, caídos el socialismo real y el populismo, y ante una socialdemocracia improvisada y oportunista, que no sabe proteger lo social del libre mercado, es necesario convertir la universidad en el espacio en donde se piensa, discuta, e investigue los nuevos modelos de reorganización social de modo crítico pero sobre todo con consecuencias operativas y programáticas. Para esto, es necesario cuestionar los viejos sistemas de pensamiento y representación social que dominan como religión la universidad.

4.      Llevar la universidad a los espacios de la escuela pública. Es decir, no sólo cuestionar el habitual “pedagogismo” acrítico en que ha convertido a la escuela de educadores y el discurso gremial, sino romper esa vieja costumbre elitista y de no hacer trabajo comunitario a niveles considerados de menor prestigio. El objetivo sería recomponer socialmente el  escenario de guerra y de deserción escolar, con  bajos rendimientos en que se halla la escuela pública reconstruyendo e sentido de la enseñanza, con valores y conocimiento de apoyo tutorial y de compartición de experiencias.

5.      Que la universidad llegue a los medios masivos. Escapar al coto cerrado de academicismo y pequeños círculos en que se ha convertido el ejercicio intelectual. En esta época donde sino estás en TV no existes, es urgente que el intelectual aparezca en la videocracia, para discutir los fundamentos del cambio social y tecnológico en que nos hallamos, no con el objetivo de masificar estas ideas o puntos de vista – hoy neutralizados ´por la farándula y la espectacularidad del entretenimiento- sino generar algunas conciencias sensatas e ilustradas a la causa de la ciencia y del saber.

6.      Romper las habituales fronteras entre la ciencia y la cultura. Dejar de lado ese reaccionario positivismo que ve a la ciencia como una actividad no influenciada o contaminada de las asperezas de a vida cotidiana asumidas como ideológica. Es necesario que la ciencia se abra a la cultura y haga interactuar a las epistemologías existentes con el propósito de modificar los presupuestos gnoseológicos de nuestro saber social. Según mi punto de vista, este no diálogo entre la ciencia y la cultura, ha convertido a la primera en una etiqueta positivista vacío de todo programa o apuesta creativa.

7.      Apelación a las nuevas redes informáticas y comunicacionales. Esto con el objetivo de no sólo dominar el abecedario de este nuevo lenguaje generacional sino utilizar este gigantesco mundo que es internet como cimiento para la generación de conocimiento y difusión del mismo.

8.      Incorporar a la universidad pública criterios centralizados de administración y de evaluación social, con e objetivo de domesticar y evitar la tendencia a que la universidad pierda relevancia en la gestión del conocimiento cada vez más privatizada. Pero también inducir criterios de competitividad y construcción de sistemas de postgrados que posean influencia productiva en el modelo de desarrollo, con centros de investigación y formación de decisores.

9.      Fuerte relación entre varias universidades. Reforzar el sistema de cooperación entre las universidades públicas y privadas para proteger del poder, la importancia de la educación superior, ya que en ella debe determinarse el mercado de trabajo. Esta última apuesta es la más difícil de cumplir, pero es la que permite su real autonomía y no ser así rebasada por  la mercantilización de la educación pública.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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