Sociogénesis de la estupidez.
Situar la problemática de la imparable regresión reflexiva que inunda el espíritu social, demanda conocer los efectos perversos que el desarrollo de las fuerzas productivas ocasiona sobre la sensibilidad social. La supeditación de la distribución social del conocimiento a la realidad de los intereses del capitalismo no sólo causa la validación de las gigantescas desigualdades sociales sino además genera que el capital se atreva a producir la propia vida social que subyuga, produciendo la completa naturalización de las relaciones sociales cosificadas. Al subordinarse las subjetividades sociales a la promoción de la organicidad empresarial, la vida por el apremio de preservarse biológicamente renuncia a las facultades humanas que en un primer momento la civilización había publicitado, lo cual ocasiona una desvalorización del contenido subjetivo de la vida social.
Cuanto más la maquinaria rompe los procesos objetivos de la maduración
societal en aras de sujetar la totalidad de la vida a la tecnificación del
mundo, tanto más se desprecian los referentes axiológicos que orientaban el
comportamiento social, produciéndose un estado de vacío existencial que es
llenado precariamente por la rebelión de los instintos. La reacción, lo
pulsional que caracteriza la sobrevivencia hace que el sujeto privilegie en su
desenvolvimiento aquellas rutas estratégicas que le permitan reproducir su
particularidad; el sujeto renuncia a aquellas alternativas que demandan un mayor
análisis por aquellas herramientas pragmáticas que solucionan sus problemas
cotidianos. El impacto de las circunstancias y de la complejidad de la
experiencia obliga al sujeto a reducir aquellas posibilidades que sean más
coherentes, privilegiando por naturaleza aquellas estrategias que enmascaran mayores facultades para
cosificar al otro.
El dolor de pensar, de cuestionar lo dado, pues no se necesita,
persuade al individuo a abandonar aquellos referentes ideológicos que le
permitan tener un mayor control de su propia trayectoria personal, eligiendo
una fluidez de intuiciones y corazonadas que le permitan mantener un
determinado apoyo emocional en la realidad. La biografía del individuo en estas
condiciones, se edifica en concordancia a aspiraciones coyunturales que le
permiten adecuarse a la caoticidad del medio social, perdiendo toda perspectiva
histórica. La gestión de lo heterogéneo define la existencia de un sujeto que
ha aceptado el drama de la indeterminación. La practicidad de los juicios del individuo
delatan la parálisis de toda dialéctica en su aventura de materializar la
libertad humana, ya que al aferrarse la identidad a las mascaras que elabora el
capitalismo, la sabiduría que caracteriza a la autoconservación demuestra la
total ignorancia de las fuerzas ocultas que gobierna el destino humano.
El sujeto huye de los sufrimientos que le reporta la experiencia empobrecida de lo abstracto, refugiándose en la ceguera de lo sensible, de lo inmediato, como un mecanismo de defensa para no presenciar objetivamente el sistematismo de un proceso que no llega a tener sentido para él. La cárcel de lo particular, de aquello que se resiste a ser reducido en el sistema productivo, genera una infinidad de contextos de significación en los cuales el sujeto se construye y desteje con ductilidad, pero al precio de ir perdiendo la coherencia de saberes y visiones de mundo que no se corresponden con su realidad objetiva y verdaderamente viable.
La saturación de
un mar de significados que confunde a la identidad repliega al individuo hacia
una invocación de la existencia que termina por desactivar el propio desarrollo
de la pluralidad en la cual se ahoga; preferencia que le permite ser una
máquina que gestiona y consume las ideologías más suculentas y que imposibilitan
al sujeto elegir e interpretar los conocimientos necesarios para realizarse
como sujeto en lo exterior. En la medida que la madurez de la economía
revoluciona los sistemas de conocimientos más propicios para la producción
tanto más se hace imposible la expresión integral del individuo, que ha
aprendido a mutarse y a camuflar sus inseguridades e incertidumbres con las estrategias del fragmento
El hombre con el propósito de mantenerse a salvo de la violencia epistémica
huye de la revolución con la fabricación de muros ideológicos que en última
instancia no constituyen antídotos a la enfermedad de la existencia. La
estupidez es la más sofisticada ideología que se apertrecha en las sensaciones
y que cumple el objetivo de mitigar la violencia ontológica de la realidad
capitalista. Vivir en la superficie, creyendo ser dueño de veracidades íntimas
se ha convertido en el mejor vehículo que difunde el triunfo del
neoliberalismo. La incoherencia y la
profusión del ridículo se ha convertido en una estrategia que evidencia la
inhabilidad que demuestra la persona para aceptar la fragmentación y licuación
de su yo, por lo cual se agiganta en la fabricación de disfraces ejecutivos que
distorsionan y enceguecen la necesaria reflexión crítica para superar los infinitos
complejos de una estupidez sensorial. Es decir la vida al no entregarse jamás a
la aventura de la transformación global, abandona los proyectos históricos que
en las etapas tempranas de la modernidad daban valor a la verdad, generándose
la constitución ensayística de registros autoculturales necesariamente
circunstanciales y provisionales que aceleran la institicionalización del caos.
Si con la génesis de la modernidad se estimuló el programa de la
liberación social creando un ambiente espiritual que desenmascaraba las
atrocidades del poder, en una etapa posterior de la modernización estas
ambiciones sociales son contenidas ocasionando que el conocimiento de sentido
común se separe de cualquier teleología materialista que tenga el propósito de
develar los misterios del capital. El sujeto percibe que es un miembro mutilado
de una falsa totalidad, en la cual el dominio de las capacidades técnicas y
administrativas se paga al precio de empobrecer la experiencia subjetiva, los
valores y las emociones que no hallan consuelo en las clandestinidades del ser
social. La nulidad cultural y su desviación cínica es la base de la
supervivencia material y técnica.
Al carecer la vida cotidiana del saber que le permitiría romper con la
alienación ontológica esta es obligada a elaborar la gran mentira de la
comunicación, una fabricación ideológica que le facilita soportar y legitimar
la voracidad del capital, una coraza inmunizadora con que justificar la
incapacidad para atreverse a sentir y a rebelarse intuitivamente La cultura no
sólo nos relata su feliz matrimonio con una realidad que se hace menos real,
sino que nos relata la cobardía de un espiritismo que busca un sentido a la
vida, pero que lo ve perdiendo a medida que este se convierte en un negocio
narcisista e ilimitado. La vitalidad de la sospecha es desamparada, provocando
que a medida que le progreso tecnológico coloniza el mundo de la vida, la
biografía se aferre a constructos ideológicos que la manipulan. Cuanto más
férreo es el control del sistema sobre la vida tanto más esta recurre a los
estupefacientes culturales que le permiten olvidar el padecimiento. La
estupidez al introyectarse en la interioridad del pensamiento no sólo banaliza
lo autónomo sino que además se atreve a
convertirse en la fortaleza ideológica que constituye la totalidad de la
existencia.
Siendo un mecanismo de dominación que facilita al individuo resistir
el poder de policía, también se convierte en un instrumento político que
garantiza que el supuesto ciudadano se mantenga alejado de los temas
esenciales. El peligro es que aunque el sujeto tenga acceso a mayores niveles
de saber esto no garantiza inmunizarse contra el avance de la ignorancia, ya
que si el sujeto no fusiona ese saber con una auténtica vocación personal la
aplicación de este solamente será mera reacción técnica. La estupidez se ha
hecho civilización. El sistemático olvido de la existencia concreta por una
preservación inmediata anula la magia de lo interior, que se paraliza en la idolatría de la ineptitud, de
una ideología que rechaza la universalización por una limosna de vanidad y
religiosidad hacia lo evidente, lo aceptable, lo estable. Aunque a veces en
este mundo que cohíbe la pasión, uno llega a creer ciertamente que la carga del
conocimiento no significaría un real remedio para vulnerar el engarrotamiento
sensorial, sino un disfraz estúpido con el que no se quiere reconocer el
nihilismo y complejidad del mundo cósmico. En la medida que el poder se ha
vuelto sensorial y huidizo, toda invención de alternativas rebeldes pasa
necesariamente por enfrentar el falso deseo con la magia que llevamos dormida
dentro y que el capitalismo nunca podrá dominar del todo. La interioridad debe
vencer la estupidez de un mundo exterior absurdo y entrópico.
El egoísmo y pasión por lo inmediato, por la mimesis de lo muerto,
arroja al individuo a una existencia en la cual se atraganta del vacío, y
aunque sea tremendamente consciente de su desubicación y falta de actividad, el
miedo a perder lo ya ganado o a ser un forastero de la abstracción lo deciden abandonarse a los
poderes aparentes de la individualidad y la atomización. Ahora que lo estúpido
se ha convertido en negocio, y en el hogar seguro de la opresión, la sensación
de ser víctima de una grave tragedia crece a medida que desconocemos la
interioridad de lo distinto, de lo simplemente contingente. La estupidez es deliciosa
e invita a la seducción, así como a la risa.
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