La muerte de la dialéctica
El abismo infranqueable entre las aspiraciones humanas y sus realizaciones pone en el tapete hoy más que nunca la vigencia o no de la razón dialéctica. Aquella formula pletórica que habían hallado los idealistas alemanes para solucionar las desproporciones del espíritu en referencia a la materia y que se jactaba de haber aniquilado los pilares del kantismo, resucita con su ineficacia el reproche de los existencialistas al considerar este mundo sinónimo de la inmutabilidad. Y en gran parte les llenaría de dicha saber, que hoy en día ante la pérdida de la conciencia histórica, aquella forma de vivir en el conflicto, en la continua lucha por conseguir los bienes del alma y, que conduce a la desilusión más profunda, es el sentimiento de la atmósfera social de la época. Celebrarían el triunfo de su filosofía sobre una ideología de orates, inconscientes y renegados, ya que la esencia del hombre es vivir entre las inercias.
Pero a
pesar que el desenvolvimiento del hombre en sociedad, prueba en la experiencia
la facticidad de este argumento, las razones de todo pensamiento que busca
restarle méritos a la razón dialéctica no son lo suficientemente capaces de
convencernos que somos víctimas de un engaño. Desde un punto de vista, sometido
a refutación, la sociedad en la cual sobrevivimos es una cueva llena de
mentiras. Cuanto mas es la producción de expectativas incolmables en el seno de
sociedades que experimentan el cáncer de la escasez, tanto más será la impresión
de no hallar más que decepción, en un panorama en que la buena voluntad de los
individuos es exclusivamente usada como combustible para fortalecer la maquinaria objetiva. Ahí el ardid del
convencionalismo societario estimula toda voluntad ansiosa de expresión; almacena su energía desbocada,
para después nunca recompensar a un espíritu verdaderamente hambriento de
emoción. Le entrega en vez de satisfacciones cosas ficticias.
Le será al
sistema rentable explotar el comportamiento dialéctico en tanto la voluntad sea
funcional a las ambiciones de una objetividad social, que no es más que el
programa de intereses aristocráticos democratizados. A la administración
moderna no le interesa realizar los proyectos personales, todos ellos fundados
en procesos dialécticos, solamente le gusta endulzarla, ilusionarla; si por
alguna razón algunas de las socializaciones buscan más de lo que se les da, el
sistema las aplaca, pues se corre el grave peligro de manifestarse la
conciencia histórica, y con ello el preludio de todo comunitarismo
revolucionario. En el fondo de estas cavilaciones ulceradas de revancha corre
un solo fin: redescubrir la esencia de la dialéctica en tanto proyecto de
realización humana, queriendo persuadir a todos aquellos ascetas de la teoría,
de que la responsabilidad de la política social ya no sería resolver los graves
problemas que enfrenta la sociedad, sino solamente mitigar la enfermedad. Hay
que recordarles que mientras las sociedades se acostumbren a lo inconcluso,
todo proceso dialéctico esta condenado irremediablemente a la postergación.
Pero
vayamos a la explicación de lo dialéctico. A un tema al cual se le han dado
muchas indagaciones, sólo queda darle un breve desarrollo. Con la emergencia de
la sociedad moderna, el individuo como producto histórico concreto, se libero
de los lazos tradicionales que asfixiaban su realización. A la par que
conquistaba libertad, debido a que su mundo comenzaba a ser resultado de su
propio trabajo, se observa desprovisto de la certidumbre que le confería la
costumbre. Esto trajo consigo a que animado a ser su propia vida- aunque en el
fondo necesitara siempre sentirse seguro de sí mismo- se separara de lo público
en lo cual se empotraba su existencia para hacerle caso a lo privado, a su
propia interioridad. Desarraigado de las estructuras que lo protegían, el
hombre se ve impulsado una y otra vez, a buscarle sentido a su existencia
labrando su propio camino; ello le otorga identificación permanente, siempre y
cuando los objetivos que lo animan estén a la altura de la eficacia de sus
fuerzas.
Este
comportamiento de continuo autoconocerse para reproducirse no sólo
fisiológicamente sino además espiritualmente, obligó a los procesos históricos
en curso, cimentar las bases de una nueva organización social acorde a las
nuevas necesidades de los de los individuos emergentes. La configuración de
este esquema separó los campos de socialización humana del seno de la comunidad, otorgándole vigor a los
procesos objetivos en la medida que obligó a los hombres a traducirse a través
de ciertas convenciones establecidas de antemano. Las trayectorias particulares
ya no se soldifican en al comunidad; de ella solamente parte el hombre, para
luego tener que transportarse a través de puras objetivaciones sociales que le
exigen autorrealizarse en directa correspondencia con los intereses generales.
El hombre, entonces, adquiere un gran margen de libertad en referencia al
respeto a determinadas convenciones sociales, conformando quehaceres
particulares funcionales a los requerimientos de la sociedad en al cual se
desenvuelve. La regla es que se asuma legítimo a lo social como único camino
que halla el hombre para conseguir la satisfacción de sus aspiraciones
personales: Nos hace cómplices de lo incomprensible que resulta tener que realizarnos
en medios sociales obsoletos, que no hacen sino engordar el alma de aire y de
patrañas. La moral societaria es un
procedimiento de promisiones que jamás se cumplen; actualmente la tendencia es acostumbrarse a las migajas, al afán de producirse enclaustrado en
la imaginación. Lo social es una maqueta de artificios que sólo vive preocupado
por mantener un orden que no se sostiene en la legitimidad, que sea producto de
la eficiencia. En el peor de los casos, la aceptación es el engendro de toda
indiferencia, de toda ignorancia y pusilanimidad; en esos términos es la más
grande alcahuete de toda corrupción.
Ahora bien,
el argumento es conferir aceptación a un ambiente societario que se torna cada
vez más incapaz de alimentar el enorme cúmulo de impaciencias. Este orden que
sólo favorece a una minoría insaciable, que contagia su morbidez de lo
cosmético y genuino a la mayoría, amedrenta la realización dialéctica y la
arrastra hacia la incertidumbre y la intolerancia. Es decir, que a medida que
se fomentan las ofertas al espíritu, y no sea la objetivación social capaz de
otorgarlas, el abismo entre lo que y deber ser, frustra la efectividad de la
dialéctica, trocándolo en mero voluntarismo vengativo. La potencia dialéctica
que existe en el interior de la voluntad y que se racionaliza para hacer
de la energía humana alimento de la
historia, se desperdicia si es que se desvincula de los motivos racionales que
la orientan. Cuanto mas los anhelos de la historia se alejen de las
realizaciones no se cumplirán las materializaciones de la dialéctica. Ya que la
razón dialéctica perece cuando el sentimiento que lleva dentro se incendien
totalmente, y los fetiches de la sociabilidad se esfumen. El fin de toda
dialéctica es la manifestación del esencialismo; mientras vivamos en falacias
no seremos más que pordioseros de puras representaciones, convíctos de nuestra
propia artificialidad.
No
obstante, la zozobra de los procesos sociales globales, actualmente cree
ciegamente que el porvenir de la humanidad reside en la parálisis de la esencia
dialéctica. El engarrotamiento del ser histórico, deviene en el dogma
inexorable de que el capitalismo es la última fase del futuro. El discurso
sigue siendo la apariencia del progreso tecnológico, cuando la realidad es la
miseria globalizada; algunos pocos tienen derecho ser felices a costa del
cultivo del empobrecimiento, por consiguiente, lo razonable sería soportar las
crueldades del destino, pues la naturaleza humana es el sufrimiento. El juicio
final nos acecha, la civilización se derrumbará si es que no retomamos los
objetivos del proyecto de la modernidad;
en las conclusiones de su propuesta sobrevive agazapado la negación del
capitalismo: el comunitarismo.
Eso es lo
que pide agritos el alma, dejarle hacer la historia: El estiramiento brutal del
alma humana en pos del neoidelismo de la fantasía, le da fibra al teorema
democrático de la más amarga resignación, del conformismo y del autismo social.
Mientras no se libere a la dialéctica de los espejismos que confunden, el destino
social no será otro que el tribalismo, aquel que nos destruirá. Si la
dialéctica es peligrosa y causa dolor – hay que reconocerlo- quizás su promoción lleve más rápido al
nihilismo, sin embargo, mientras que no se reconozca que la lucha y el
conflicto fracasan por los caprichos del ahistoricismo trasnacional, el hombre
no será capaz de conocerse a sí mismo. La dialéctica niega los órdenes
existentes, es una expedición masiva que critica y hace parir a los moribundos
de esta sociedad, los auténticos valores de la interioridad y la pasión; aunque
a veces el vacío la persigue. El dolor que genera arrancarse la costumbre de la
piel, sorprende a los guerreros y les introduce el miedo, la sospecha de que se
esta levitando en el puro limbo. Las heridas de la lucha se acrecientan cuanto
más los recónditos parajes de la libertad se hacen invisibles, el cansancio les
invade, y realmente quieren volverse hacia atrás, pero siempre el vitalismo, el
deseo de salvarse los empuja. La naturaleza del suicida es acercar el mundo de
los artificios y subsumirlos en la comunidad, licuar las abstracciones que le
dan una falaz identidad a los cobardes, para hacerlas realidad
Aforismo:
la dialéctica se invisibiliza y suspende sus promisiones cuando las tretas del
ahistoricismo del capital, la convierten en puro combustible. La dialéctica
jamás muere en sociedades transitorias y alienadas, su Apocalipsis deviene
cuando se es dueño de su propio destino. El sistema es el gran congelador de la
dialéctica.
Comentarios
Publicar un comentario