miércoles, 17 de marzo de 2021

La muerte de la dialéctica

 


El abismo infranqueable entre las aspiraciones humanas y sus realizaciones pone en el tapete hoy más que nunca la vigencia o no de la razón dialéctica. Aquella formula pletórica que habían hallado los idealistas alemanes para solucionar las desproporciones  del espíritu en referencia a la materia y que se jactaba de haber aniquilado los pilares del kantismo, resucita con su ineficacia el reproche de los existencialistas al considerar este mundo sinónimo de la inmutabilidad. Y en gran parte les llenaría de dicha saber, que hoy en día ante la pérdida de la conciencia histórica, aquella forma de vivir en el conflicto, en la continua lucha por conseguir los bienes del alma y, que conduce a la desilusión más profunda, es el sentimiento de la atmósfera social de la época. Celebrarían el triunfo de su filosofía sobre una ideología de orates, inconscientes y renegados, ya que la esencia del hombre es vivir entre las inercias.

 

Pero a pesar que el desenvolvimiento del hombre en sociedad, prueba en la experiencia la facticidad de este argumento, las razones de todo pensamiento que busca restarle méritos a la razón dialéctica no son lo suficientemente capaces de convencernos que somos víctimas de un engaño. Desde un punto de vista, sometido a refutación, la sociedad en la cual sobrevivimos es una cueva llena de mentiras. Cuanto mas es la producción de expectativas incolmables en el seno de sociedades que experimentan el cáncer de la escasez, tanto más será la impresión de no hallar más que decepción, en un panorama en que la buena voluntad de los individuos es exclusivamente usada como combustible para fortalecer  la maquinaria objetiva. Ahí el ardid del convencionalismo societario estimula toda voluntad ansiosa de  expresión; almacena su energía desbocada, para después nunca recompensar a un espíritu verdaderamente hambriento de emoción. Le entrega en vez de satisfacciones cosas ficticias.

 

Le será al sistema rentable explotar el comportamiento dialéctico en tanto la voluntad sea funcional a las ambiciones de una objetividad social, que no es más que el programa de intereses aristocráticos democratizados. A la administración moderna no le interesa realizar los proyectos personales, todos ellos fundados en procesos dialécticos, solamente le gusta endulzarla, ilusionarla; si por alguna razón algunas de las socializaciones buscan más de lo que se les da, el sistema las aplaca, pues se corre el grave peligro de manifestarse la conciencia histórica, y con ello el preludio de todo comunitarismo revolucionario. En el fondo de estas cavilaciones ulceradas de revancha corre un solo fin: redescubrir la esencia de la dialéctica en tanto proyecto de realización humana, queriendo persuadir a todos aquellos ascetas de la teoría, de que la responsabilidad de la política social ya no sería resolver los graves problemas que enfrenta la sociedad, sino solamente mitigar la enfermedad. Hay que recordarles que mientras las sociedades se acostumbren a lo inconcluso, todo proceso dialéctico esta condenado irremediablemente a la postergación.

 

Pero vayamos a la explicación de lo dialéctico. A un tema al cual se le han dado muchas indagaciones, sólo queda darle un breve desarrollo. Con la emergencia de la sociedad moderna, el individuo como producto histórico concreto, se libero de los lazos tradicionales que asfixiaban su realización. A la par que conquistaba libertad, debido a que su mundo comenzaba a ser resultado de su propio trabajo, se observa desprovisto de la certidumbre que le confería la costumbre. Esto trajo consigo a que animado a ser su propia vida- aunque en el fondo necesitara siempre sentirse seguro de sí mismo- se separara de lo público en lo cual se empotraba su existencia para hacerle caso a lo privado, a su propia interioridad. Desarraigado de las estructuras que lo protegían, el hombre se ve impulsado una y otra vez, a buscarle sentido a su existencia labrando su propio camino; ello le otorga identificación permanente, siempre y cuando los objetivos que lo animan estén a la altura de la eficacia de sus fuerzas.

 

Este comportamiento de continuo autoconocerse para reproducirse no sólo fisiológicamente sino además espiritualmente, obligó a los procesos históricos en curso, cimentar las bases de una nueva organización social acorde a las nuevas necesidades de los de los individuos emergentes. La configuración de este esquema separó los campos de socialización humana del seno de  la comunidad, otorgándole vigor a los procesos objetivos en la medida que obligó a los hombres a traducirse a través de ciertas convenciones establecidas de antemano. Las trayectorias particulares ya no se soldifican en al comunidad; de ella solamente parte el hombre, para luego tener que transportarse a través de puras objetivaciones sociales que le exigen autorrealizarse en directa correspondencia con los intereses generales. El hombre, entonces, adquiere un gran margen de libertad en referencia al respeto a determinadas convenciones sociales, conformando quehaceres particulares funcionales a los requerimientos de la sociedad en al cual se desenvuelve. La regla es que se asuma legítimo a lo social como único camino que halla el hombre para conseguir la satisfacción de sus aspiraciones personales: Nos hace cómplices de lo incomprensible que resulta tener que realizarnos en medios sociales obsoletos, que no hacen sino engordar el alma de aire y de patrañas. La moral societaria es un  procedimiento de promisiones que jamás se cumplen; actualmente la tendencia es acostumbrarse a las migajas, al afán de producirse enclaustrado en la imaginación. Lo social es una maqueta de artificios que sólo vive preocupado por mantener un orden que no se sostiene en la legitimidad, que sea producto de la eficiencia. En el peor de los casos, la aceptación es el engendro de toda indiferencia, de toda ignorancia y pusilanimidad; en esos términos es la más grande alcahuete de toda corrupción.

 

Ahora bien, el argumento es conferir aceptación a un ambiente societario que se torna cada vez más incapaz de alimentar el enorme cúmulo de impaciencias. Este orden que sólo favorece a una minoría insaciable, que contagia su morbidez de lo cosmético y genuino a la mayoría, amedrenta la realización dialéctica y la arrastra hacia la incertidumbre y la intolerancia. Es decir, que a medida que se fomentan las ofertas al espíritu, y no sea la objetivación social capaz de otorgarlas, el abismo entre lo que y deber ser, frustra la efectividad de la dialéctica, trocándolo en mero voluntarismo vengativo. La potencia dialéctica que existe en el interior de la voluntad y que se racionaliza para hacer de  la energía humana alimento de la historia, se desperdicia si es que se desvincula de los motivos racionales que la orientan. Cuanto mas los anhelos de la historia se alejen de las realizaciones no se cumplirán las materializaciones de la dialéctica. Ya que la razón dialéctica perece cuando el sentimiento que lleva dentro se incendien totalmente, y los fetiches de la sociabilidad se esfumen. El fin de toda dialéctica es la manifestación del esencialismo; mientras vivamos en falacias no seremos más que pordioseros de puras representaciones, convíctos de nuestra propia artificialidad.

 

No obstante, la zozobra de los procesos sociales globales, actualmente cree ciegamente que el porvenir de la humanidad reside en la parálisis de la esencia dialéctica. El engarrotamiento del ser histórico, deviene en el dogma inexorable de que el capitalismo es la última fase del futuro. El discurso sigue siendo la apariencia del progreso tecnológico, cuando la realidad es la miseria globalizada; algunos pocos tienen derecho ser felices a costa del cultivo del empobrecimiento, por consiguiente, lo razonable sería soportar las crueldades del destino, pues la naturaleza humana es el sufrimiento. El juicio final nos acecha, la civilización se derrumbará si es que no retomamos los objetivos del proyecto de la modernidad;  en las conclusiones de su propuesta sobrevive agazapado la negación del capitalismo: el comunitarismo.

 

Eso es lo que pide agritos el alma, dejarle hacer la historia: El estiramiento brutal del alma humana en pos del neoidelismo de la fantasía, le da fibra al teorema democrático de la más amarga resignación, del conformismo y del autismo social. Mientras no se libere a la dialéctica de los espejismos que confunden, el destino social no será otro que el tribalismo, aquel que nos destruirá. Si la dialéctica es peligrosa y causa dolor – hay que reconocerlo-  quizás su promoción lleve más rápido al nihilismo, sin embargo, mientras que no se reconozca que la lucha y el conflicto fracasan por los caprichos del ahistoricismo trasnacional, el hombre no será capaz de conocerse a sí mismo. La dialéctica niega los órdenes existentes, es una expedición masiva que critica y hace parir a los moribundos de esta sociedad, los auténticos valores de la interioridad y la pasión; aunque a veces el vacío la persigue. El dolor que genera arrancarse la costumbre de la piel, sorprende a los guerreros y les introduce el miedo, la sospecha de que se esta levitando en el puro limbo. Las heridas de la lucha se acrecientan cuanto más los recónditos parajes de la libertad se hacen invisibles, el cansancio les invade, y realmente quieren volverse hacia atrás, pero siempre el vitalismo, el deseo de salvarse los empuja. La naturaleza del suicida es acercar el mundo de los artificios y subsumirlos en la comunidad, licuar las abstracciones que le dan una falaz identidad a los cobardes, para hacerlas realidad

 

Aforismo: la dialéctica se invisibiliza y suspende sus promisiones cuando las tretas del ahistoricismo del capital, la convierten en puro combustible. La dialéctica jamás muere en sociedades transitorias y alienadas, su Apocalipsis deviene cuando se es dueño de su propio destino. El sistema es el gran congelador de la dialéctica.

 

 

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