viernes, 14 de diciembre de 2018

Ni frívolos ni aburridos. Un diagnóstico filosófico de la facultad de ciencias sociales.






Contrariamente a lo que idealmente debería estar sucediendo en la facultad de ciencias sociales; es decir, un encuentro de visiones del saber social en disputa, cuya dinámica conseguiría despertar conciencias políticas y académicas a cerca de los principales problemas sociales del país, lo que vemos es el despliegue de una lucha irracional y pragmática de facciones y de grupos de interés político. En vez que el botín de este conflicto irresoluble sea generar las condiciones institucionales más laudables para el resurgimiento de una producción teórica y aplicada, lo que se ve es un conato desesperado de broncas y líos coyunturales por el control burocrático de las drenadas arcas de la institución educativa, y lo que el renombre ideológico arroja a nivel de la promoción social y la gestión administrativa del conocimiento social.

La verdad es que cada vez que se abre un período de elecciones, y el sabotaje campea, se evidencia una conflagración ridícula  por las migajas de un centro de estudios que ha perdido el brillo ideológico y cognoscitivo que obtuvo antaño. Y este comentario a pesar de no alcanzar a la sensibilidad creativa de varias generaciones que han visto y ven resignados sus esperanzas de reconocimiento intelectual y político a lo largo de las últimas cuatro décadas, no deja de ser acertado para personajes politiqueros que creen estúpidamente que la consagración reflexiva de las ideas elevadas tiene algo que ver con esparcir argucias y artimañas para imponer de forma autoritaria  ideologías trasnochadas e intereses de poder que arruinan y salan toda empresa académica.

No sólo estas disputas nauseabundas por el corazón de una facultad que ya no respira ni vanguardia ni fecundidad política dejan evidencia lo podrido que se haya la psicología biográfica de operadores políticos y sacerdotes canibalescos, sino que además confirman la hipótesis que ahí donde la utopía envejece o simplemente ha fracasado en su intento de transformar el mundo esta arrastra a las conciencias intelectuales al lado de la corrupción y la delincuencia. Y no estoy hablando de un delito literal- ¡Dios los coja confesados!- pero si hablo de todo el perjuicio académico y político que han ocasionado la reproducción dictatorial de cuadros que a la larga han destruido las condiciones intelectuales donde debería asentarse una cultura de humanistas y de investigadores sociales.

Su terquedad política para aferrarse a cargos administrativos y a la noble tarea  pedagógica de formar conciencias, a las cuales envenenan y les transmiten toda su bestialidad social, sería comprensible si es que estos gendarmes de las ciencias sociales hubieran generado una verdadera revolución científica, pero lo que vemos es la reproducción de consignas e ideas escleróticas, prejuicios y complejos dogmáticos que no tienen ningún asidero en la realidad, y que a lo único que  han conducido es a una crisis inexorable de las ciencias sociales; crisis teórico-metodológica que se expresa en su obstinación por no redefinir el marxismo de “manual” y así salvarlo de la pseudocrítica, o no refrescarse con idearios teóricos nuevos, a los cuales tildan de inmorales o simplemente postmodernos, sin siquiera leerlos o explorarlos. Al no haber cimientos epistemológicos serios y arraigados en el cambio social y cultural que se percibe en las últimas tres décadas, todos sus diagnósticos y tesis anacrónicas no son capaces de ofrecer una comprensión y explicación de las grandes transformaciones ontológicas de la estructura social, por lo cual se acelera la fragmentación de los idearios y de toda gestión operativa que vive en la improvisación de la ceguera técnica.

Si bien la realidad por escuelas es radicalmente diferente, todas en común padecen de tres problemas importantes:

  1. Al no deshacerse de edificios conceptuales zoombies que intentan subordinar la realidad cambiante a constructos teóricos harto obsoletos y petrificados, lo que se establece es una regresión cognoscitiva, un aprisionamiento intolerante que tiene el propósito de perennizar un activismo político violentista y manipulatorio que no desea el real cambio social, pues su idea escolástica de revolución esta por encima de la producción de enfoques creativos.
  2. Al carecer de filosofía, pues el prejuicio cientificista la considera un trabalenguas especulativo con el cual hay que romper para alcanzar la tan anhelada objetividad sistémica, se cae en una ceguera metódica que convierte la verdad en un resultado lógico-aristotélico, cuando lo que se requiere es una desarrollada intuición categorial o instinto reflexivo, una empatia sensorial con lo que se analiza, y no ese distanciamiento cartesiano que anula la racionalidad y pervierte el pensamiento.
  3. Al no haber teoría acorde con la realidad nos acercamos a una pastoral tecnocrática unilateral e improvisada, que fuerza el tejido sociocultural a una prueba arbitraria de indicadores preestablecidos, cuyas conclusiones son del todo ajenas a una complejidad organizada de identidades y estructuras en red. El descripcionismo afecta severamente la realidad, e impone un autoritarismo conceptual que disecciona torpemente la realidad de los entramados culturales.

En líneas generales, lo que se intenta demostrar es que el control político de la facultad, por eternizar la hegemonía de grupos políticos que intentan a su modo de reproducir sus ideologías de activistas y pragmáticos de izquierda,  lo que ha provocado es el devaluamiento ontológico de las producciones científicas y sociales, ahí donde el momento histórico urge de  visiones constructivas y holísticas, que se han abandonado por sembrar el odio y el arribismo político. Al creer con torpeza que un buen intelectual es el resultado de haber sido un buen mercenario político o un asaltante o buen estafador de las ideas, lo que se causa es la desvinculación  dramática de todos los buenos talentos y nobles pensadores que se ven empujados a sobrevivir en la redes del asistencialismo tecnocrático y de las mafias populistas del tercer sector.

Es esta triple separación entre una teoría de cadáveres, una metodología y tecnocracia que ha hecho de la pobreza y la desigualdad un negocio de supermercado, y una política llena de inmorales y arribistas, lo que infecta el porvenir de las ciencias sociales. En la medida que esta enfermedad del conocimiento de izquierda (llámese resentimiento o abandono existencial de la promesa  revolucionaria) y me atrevería a decir de sus alternativas hedonistas, se apodera institucionalmente de nuestras cátedras y organizaciones sociales de base se llega a comprender  la enorme pobreza cultural que atraviesan la canteras del pensamiento negativo; situación de miseria fáctica que no ha permitido la renovación de cuadros políticos e intelectuales, y que facilita la reproducción de una idea totalitaria que es sólo repertorio proselitista de sobones, rajones y de toda una fauna criolla de enclasamientos incapaces de una auto examen crítico.

Pero esta escoria ideológica que examino no es sólo consecuencia de una sarta de pendejos aprovechadores que han sido expectorados de la vida, y que por lo tanto, en su afán de revancha se sienten estúpidamente una propuesta de cambio alternativo, nada más insensato e irresponsable. Es también el producto condescendiente de una arquitectura neoliberal a la cual le conviene ver como se desangra la universidad pública, pues así halla, astutamente, los enemigos emocionales apropiados para justificar la represión y su admitida construcción aristocrática y estilística. No quiero ver este atolladero  netamente político de la facultad y de las  ciencias sociales como responsabilidad inherente a la necedad política de unos cuantos mandarines y bohemios de la teoría – ¿¡si la hay!?- ; en gran parte todos los que hemos vivido tangencialmente  este problema y no lo hemos enfrentado por simple conveniencia económica y profesional, somos también parte del mismo cáncer social, por nuestro apoliticismo privatista. Sin embargo, soy de la idea que un  verdadero esfuerzo arqueológico de los orígenes culturales de esta brutal violencia simbólico-dogmática arrojaría algo de luz a un dilema enraizado en la manera como la izquierda ha enfrentado su acercamiento a las sociedades populares, de cómo fue consentida inicialmente como los sacerdotes del cambio social, y hoy en día como rezagos de épocas oscuras y desquiciadas donde la pérdida de centralidad política fue castigada con  genocidio y asesinato ideológico y físico.

No quiero entrar en detalle acerca de los traumas del carácter social, pero en gran parte el rencor y la desidia ideológica que arrastra a nuestras vanguardias es un producto de la forma asimétrica e injusta como ha sido construida nuestra formación social. No sólo la agresión y la intransigencia son rasgos de una mentalidad relegada y subalternizada, incapaz de deshacerse de la falsa seguridad  y certidumbre de los dogmas ahistóricos, sino que además esta forma de protesta y reivindicación es el canal empleado usualmente por los excluidos doctrinarios para imponer sus visiones sin negociación, aduciendo principios fundamentalistas o fórmulas erráticas impracticables en la realidad polifacética. A la larga, si bien me he ido por las ramas, lo que quería es describir el carácter cultural de nuestras energías políticas, inhabilitadas históricamente para llevar a la concreción vital toda la promesa de la emancipación social, pues se piensa torpemente que el abandono de posiciones principistas traicionaría utopías idealistas oleadas y sacramentadas. No se trata de ser un aguafiestas, pero en tanto no se alteren estos pragmatismos políticos en todos los niveles de la educación superior, y más en todo el tejido organizativo de los sindicatos, movimientos y instituciones barriales, se seguirá permitiendo el daño a las bases morales de la investigación social y de la creatividad política, condicionando el despliegue de la corrupción y del delito social como si fuera algo natural y normativo, sostenido en manuales venerables donde se aprende el abecedario de la toma de poder.

Hay que acabar con la mentalidad criolla en el seno de nuestra comunidad universitaria. Esta cultura criolla no sólo es propia de visiones hegemónicas de la oligarquía urbana que expanden la sabiduría escéptica y la viveza mercantilista a todos los rincones de la sociedad; está también instalada vivamente en el núcleo ideológico de las fuerzas de izquierda al sentirse víctimas dolientes del excluyente patrón de acumulación, y por lo tanto, los únicos equipados con la reserva ética para cambiar la sociedad inundada de aberración e instrumentalización, de la cual no se sienten influenciados. Mientras no predomine la exigencia de hacer concretos y factibles las ideas  de una  economía democrática-participativa, y a la vez que no renuncie a la acumulación capitalista, mientras la confusión  de los epígonos  del marxismo siga bloqueando la expresión inmanente, descolonizada y plural de nuestras identidades sociales, no se podrá entender que la utopía marxista y revolucionaria, tal como se ha sembrado en el país equivocadamente durante décadas de doctrinarismo y politiquería, es sólo un idealismo incompatible con nuestras raíces histórico-culturales, un contrasentido objetivo que nos hundiría aún más en la metástasis social y la violencia. Se hace necesario imponer dialogadamente y desplegar una visión de país, por encima de esquemas románticos impracticables – que a veces han sido vendidos como la panacea del desarrollo-. Ser de izquierda, en este sentido, es relativizar las creencias e idolatrías del marxismo y rendirse ante la imaginación de construir una sociedad plural, real y nacional,  capaz de enfrentar la globalización con realismo y la vez con pasión solidaria.

Bajo una forma crítica, en un contexto social en que la izquierda ha llegado al poder, es necesario no sólo hacer una observación al radicalismo ciego de la izquierda, sino también, como es preciso, al narcisismo intelectual que se ha apoderado de las condiciones reflexivas de nuestro pensar, y que ha herido la dignidad de todos aquellos actores sociales que no pueden ser redimidos en los intersticios de la bohemia y del estilismo, a medida que avanza la elitización de los sentidos.  Más allá de  que esta sea una época donde el fenómeno estético se apodera de todas las interacciones sociales al precio de enmascarar y hacer más llevadera la hostilidad del mundo capitalista, no deja de ser verosímil que subsisten raíces coloniales en torno a las reclasificaciones estéticas y raciales del contexto actual; monopolios del poder sensorial que edifican espacios, cuerpos, sentidos y territorios culturales liberados de la presencia “grotesca” y dizque vulgarizada de las multitudes a las que perciben como el cuadro patético  del cual hay necesidad de rescatar una individualidad aristocrática y auténtica.

En  vez que esta dominación de las apariencias cosméticas sea denunciada por nuestra sensibilidad intelectual es equivocadamente celebrada  como un mosaico insospechado de prácticas y rituales, sabidurías populares y multivoces que son sólo descritas, sin que de estos recorridos superficiales se desprenda una crítica reconstructiva de los complejos y atolladeros micro-culturales de la cotidianidad criolla, la cual permanece intacta en este empirismo ahistórico e irresponsable. Si bien es comprensible y hasta saludable la evolución intelectual última de nuestros pensadores hermenéuticos y eclécticos en su afán de ofrecer una lectura cualitativa e interdisciplinaria de la realidad, de ahí al compromiso de intervenir en la realidad para reeducarla o reconstruirla existe un gran abismo político; abismo entre el pensamiento y la realidad cosificada que acrecienta la irresponsabilidad del dandy criollo, que sólo escribe para divertir y alcanzar reconocimiento, o para presentarse más cautivador ante una juventud, ahí donde la vida jovial ha sido desperdiciada en el activismo político de antaño. Más allá de que el intelectual deba demostrar una conducta intachable en relación a lo que postula o defiende con ardor pensante, creo yo que el ser reflexivo tiene derecho a vivir y tropezarse en la relaciones humanas, después de todo es un ser humano, pero de ahí a utilizar el saber social para politizar su biografía y obtener algunos favores en la guerra de los sentidos con suma astucia, rebela su poca disconformidad con los submundos sensoriales de la cultura criolla a la cual dice enfrentar.

Si el vacío existencial del intelectual es domesticado con la politización radical o con este esteticismo seductor, que sólo vomita elitismo y discriminación étnico-racial, entonces el conocimiento social estará colonizado por un imaginario anómico que el mismo pensamiento declara querer reconstruir. En verdad hay que asumir la tesis de que un real cambio ontológico de la sociedad se producirá ahí donde se modifique axiológicamente los valores de la trasgresión criolla, que es paradójicamente, el fundamento cultural que hace posible un sistema político clientelar y autoritario, y una formación socioeconómica improvisada y elemental. Mientras cada aporte de la ciencia social sólo sirva en el mejor de los casos para edificar una formalidad administrativa, en la cual se deposita las esperanzas del recambio generacional, no querrá ver que los graves desencuentros culturales que padece la sociedad peruana se deben a la manutención hipócrita de un imaginario degradado y violento, que todos decimos querer disolver, pero que contradictoriamente conservamos con placer.

No es la crisis del capitalismo eurocéntrico, ni una atmósfera de transición hacia un nuevo estadio histórico más complejo e indescifrable, ni siquiera los complots del neoliberalismo en su afán de erosionar la investigación en la universidad pública, los que han decidido la crisis de las ciencias sociales en el Perú; es sin lugar a dudas la incapacidad para pensar el Perú sin ataduras doctrinarias de ayer y de hoy, y sin atavismos irracionales y dizque vitalistas, lo que ha provocado el trastorno moral de las bases sociopsicológicas del pensamiento crítico, el cual se ha convertido innoblemente en  discurso de activistas manipuladores, o en “piñata”  de la frivolidad de algunos presocráticos esclarecidos que han hecho del razonamiento social una diversión egocéntrica.

Digámoslo con todas su letras. No hagamos de Pilatos a la hora de dar un diagnóstico de este enfermo doliente que es el pensar social en el susodicho foco de las ideas sanmarquino. Si bien hay expectativas  de que este politeísmo de los enfoques teóricos y visiones metodológicas de los últimos años retorne al pensar a una tradición netamente peruanista y madure en una lectura descolonizada y multidisciplinaria de la realidad peruana, es necesario superar esta visión fragmentaria, empirista y ahistórica de la producción social, (que es fiel reflejo de nuestros desencuentros culturales), y avanzar hacia una posición de síntesis histórico- cultural expresada en teorías, paradigmas científicos y divulgación de las ideas sociales.

De hacer todo lo contrario, y rendirse olímpicamente ante la oferta turística de referencias teóricas y sofisterías conceptuales no daremos señales morales de haber roto con la cultura autoritaria reticular y heterónoma que infecta nuestro tejido social. Frente a la heterodoxia de la realidad la unidad de la teoría. Sólo de este modo el hiperrealismo de los prejuicios y prenociones totalitarias que infectan ideológicamente la vida cotidiana, no hará mella en la objetividad lógica de lo que noblemente puede renovarlo y enriquecerlo. Y me refiero a un sistema de representaciones contingente y en construcción continua que atrape la rica heterogeneidad del cuerpo social, y no sea condicionado absurdamente por el juego de apariencias de una vida que grita existencialismo y miseria. Salvemos a la vida de sí misma, y esto se empieza con la imaginación racional.

Basta ya de que los intelectuales sean un saber sometido de ermitaños aislados o vedettes extravagantes. Es quizás hora de demostrar ante la sociedad que podemos ser una comunidad científica que produzca ideas originales con aplicación práctica, que se interese por los temas estructurales -tontamente olvidados- y las preocupaciones cotidianas y que socialice el saber abstracto y lo vuelva instintivo, que rompa con el distanciamiento serio y dogmático con el pueblo y los otros discursos sociales. Producir teoría y socializarla es reeducar estéticamente y racionalmente a los desamparados y a los cínicos, atrapados en una realidad rutinaria y empobrecida, y de esta manera enriquecer culturalmente, emancipar y comunicarnos entre nosotros mismos,  así de este modo hallar una ubicación para nuestra escribalidad militante y a veces esquizofrénica. Solo este nuevo pensamiento será el resultado de la lucha de las bases juveniles, rompiendo las cadenas de la marginación generacional y política, sepultando todas las ideas momificadas y recicladas que durante cincuenta años nos han enfrentado entre hermanos. ¡OTRA REFORMA DE CÓRDOVA!














No hay comentarios:

Publicar un comentario

La desunion de una familia

  Hace unos meses conversaba con una vecina que es adulto mayor. Le decía que a pesar de tener 75 años se le veía muy conservada y fortaleci...