viernes, 14 de diciembre de 2018

La sociología y el problema del intelectual.







Aunque un progresivo aumento de la racionalidad sociológica comunica al sujeto intelectual de modo comprometido con la sociedad a la cual estudia, las proyecciones del caso evidencian que la producción del conocimiento obedece a  parámetros que el mercado predetermina. Ahora bien, la vocación por desprender de los resultados de la investigación estrategias lógicas de intervención práctica se ve compelida por la temprana inserción del sociólogo en una enmarañada red de organismos burocráticos que atisban de antemano la utilidad de su conocimiento. Esto hace que el joven  estudiante arroje su ímpetu social y su olfato reflexivo a una sólida tecnocracia del saber que impone las principales líneas apriorísticas de sus investigaciones y de sus conclusiones, lo suficientemente maleables a los pedidos de las entidades financieras que se hace casi imposible la evolución de percepciones marginales a la convencionalidad
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Sin embargo, el trastocamiento de la base psicológica que estimulaba visiones radicalmente opositoras a este positivismo mercantil que domina el escenario de hoy, no resulta un eficaz desplazamiento del dogmatismo sociológico. El diálogo con plataformas filosóficas posmodernas y la heterogeneidad cotidiana en un mundo de inverosímiles trastornos, influencia una ruptura por todos los flancos del saber con este hermetismo social. La fabricación de complejos ideológicos que idolatran el stuto-quo, hiendo desde los diagnósticos funcionalistas hasta las cirugías ciudadanas que embellecen el formalismo descarado de nuestra democracia, no logran reciclar a la imaginación libertaria a los lenguajes formalistas.

La confusión a la cual es expuesta la clase intelectual, empujada a trabajar en un ambiente que predetermina su creatividad, en medio de la rutina y de la administración asfixiante, forman conciencias ejecutivas y aptas a un salario, de manera que, la sociología es vista como una eficiente labor por la cual se percibe una remuneración periódica. No obstante, la misma trama en que es envuelto propicia un desacuerdo constante con este rigorismo organizativo, desarrollándose consecuencia del stress metodológico, espontáneos esquemas vitalistas que desafían la robotización de la razón. Las salidas anarquistas y los aventureros canturreos existencialistas parecen navegar en esta dirección de reproche a la razón instrumental, resaltándose, en este sentido, un elevado egotismo que permea los actuales análisis sobre la sociedad. El individualismo se escurre en la objetivación del saber, produciéndose discursos que abogan por el yo; en la medida que los hostigamientos se concentran en la individualidad, el conocimiento se convierte en  monología de estos yoes atrapados en la maquinaria del saber rentable. Es decir, la fragmentación del conocimiento en átomos existenciales condena al ejercicio sociológico a metarrelatos de las emociones individuales. En la medida que las representaciones intelectuales lleven esta marca no sólo será complicado disponer de cuerpos teóricos objetivos a cerca de nuestras realidades concretas, sino que además será difícil liberarnos de esta plaga filosófica que anarquiza y enceguece el alma de nuestra ciencia. El intelectual – desde mi punto de vista- debe desprenderse de estas ideologías desenfrenadas, de estos desórdenes reflexivos, que ven en el pensar tan sólo un afrodisiaco a la existencia. De no hacerlo perdería en mucho el sentido de nuestro trabajo.

Por otra parte, si bien se justifica hasta cierto punto el avance de esta mistificación individualista, por el daño que produce al espíritu el imperialismo de la tecnocracia, la solución no está en ser  abogados de uno mismo. La relación vertical individuo-sistema que propagan los centros de poder, organizando la vida social en proporción directa con la explotación de sus recursos, conduce al atomismo social, y por consiguiente, a estas representaciones individuales que se transmiten a las esferas del conocimiento como legítimas producciones de una conciencia civilizatoria. Es decir, la interiorización del individualismo como estrategia de autoconservación, se traslada como filosofía exclusiva a la clase intelectual, en la medida que se naturaliza la decadencia de nuestras instituciones y se asimila la idea de que toda labor que el hombre realiza sirve para situarse con audacia en un mundo sentenciado a la barbarie. En suma, el énfasis en la conservación individual, al difundirse como proselitismo sociológico infecta las principales  áreas de nuestro quehacer, desplazándose temas de verdadera importancia por otros en que se otorga preeminencia a menudas emotividades y superficialidades sin sentido. Arrojado solitario al mar de los supervivientes el intelectual teoriza su irracionalidad, debido a la succión de su energía que sufre a manos del sistema.

Sin embargo, como esta enfermedad de la autoconservación es sólo una falsa conciencia que valida la imposición de un orden de cosas injusto e infrahumano, superpuesto desde las centrales del poder – que tratan a toda costa de organizar el rumbo de nuestras vidas- no podemos seguir pensando que el análisis social deba preocuparse en discursos desorientados y subjetivistas. El ejercicio intelectual, en especial el trabajo sociológico, debe retratar la actual dinámica y conformación de los grupos sociales, deshaciéndose de estos prejuicios que inundan la razón de nuestros inexpertos pensadores, representando el escenario de la formas de producción y reproducción de la vida social. De este modo, no sólo se estipula un norte conjunto en la investigación, cuando se hace necesario refundar un proyecto de nación, sino que además se genera la posibilidad de inaugurar en esa dirección una auténtica intervención racional de los procesos sociales que nos circundan. El diálogo con la realidad objetiva, la necesidad de representar las asperezas que en ella acaecen, obliga al sociólogo, como ejecutivo del conocimiento, a definir una clara percepción de su inserción en ella; orquestando una plataforma del conocimiento, proveniente de la diversidad regional del país, preocupándose holísticamente en consolidar una planificación material e intersubjetiva que construya una identidad sólida, en diálogo con la universalidad, animándose a ser los estrategas de estos cambios, el sociólogo – y todo aquel que invierta sus horas en el pensar- está obligado moralmente a conformar la élite política peruana que transforme nuestras potencialidades silenciadas en condiciones estructurales de bienestar social. Mientras eso no suceda seguiremos siendo, y en especial el intelectual proscrito a la pura erudición, marionetas del crudo avance de la insignificancia. Ahistóricos, bebiendo de la dicha de la ignorancia, el intelectual peruano debe deshacerse de esas superfluas extravagancias personales, de esos desfachatados aburguesamientos que lo comunican con la irracionalidad del poder, de la holgazanería y del conformismo. Aunque la introyección de la miseria ha socializado el mito del sálvese quien pueda desde la pasada década, con la imbecilidad como mercancía de masas, creemos que en el intelectual es menester el surgimiento de una franca oposición a la esclavitud mental, y un sacrificio desinteresado a la planificación histórica de nuestros pueblos. Si no se siente realmente peruano, el sabio no será más que una enciclopedia andante del conocimiento o  el inescrupuloso que vende su razón al asolamiento del capital.

Contradictoriamente, por pertenecer a grupos sociales que luchan cotidianamente por recolocarse en las esferas del mercado y por ser esta una ideología democráticamente afianzada en las conciencias individuales, el intelectual a veces inconscientemente ve en la sociología una catapulta a la fortuna individual, teniendo que sepultar en el corto plazo las esperanzas de realización universal que lo martillan tan pronto siente en la reflexión una solución a la decadencia. Obligado a ahogar sus preocupaciones por el mundo – vista esta convicción como una inconsecuencia desesperada que pone en grave riesgo la vida, aunque se luche por ella- el intelectual abandona los proyectos de liberación comunitaria que lo apasionan, por tener que adaptarse a la religión de la existencia. En condiciones en que las circunstancias se sobreponen a los deseos de materialización individual, madurar equivale a entregarse ciegamente a la maquinaria social. La enajenación consciente del sabio a las redes de  la política social erradica velozmente cualquier peligrosidad que subyace al pensamiento comprometido. Mientras siga la prudencia como locura, el sociólogo es inevitablemente víctima de la absurdidad socializada.





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