La sociología y el problema del intelectual.
Aunque un progresivo aumento de la
racionalidad sociológica comunica al sujeto intelectual de modo comprometido
con la sociedad a la cual estudia, las proyecciones del caso evidencian que la
producción del conocimiento obedece a
parámetros que el mercado predetermina. Ahora bien, la vocación por
desprender de los resultados de la investigación estrategias lógicas de
intervención práctica se ve compelida por la temprana inserción del sociólogo
en una enmarañada red de organismos burocráticos que atisban de antemano la
utilidad de su conocimiento. Esto hace que el joven estudiante arroje su ímpetu social y su
olfato reflexivo a una sólida tecnocracia del saber que impone las principales
líneas apriorísticas de sus investigaciones y de sus conclusiones, lo
suficientemente maleables a los pedidos de las entidades financieras que se
hace casi imposible la evolución de percepciones marginales a la
convencionalidad
.
Sin embargo, el trastocamiento de la
base psicológica que estimulaba visiones radicalmente opositoras a este
positivismo mercantil que domina el escenario de hoy, no resulta un eficaz
desplazamiento del dogmatismo sociológico. El diálogo con plataformas
filosóficas posmodernas y la heterogeneidad cotidiana en un mundo de
inverosímiles trastornos, influencia una ruptura por todos los flancos del
saber con este hermetismo social. La fabricación de complejos ideológicos que
idolatran el stuto-quo, hiendo desde los diagnósticos funcionalistas hasta las
cirugías ciudadanas que embellecen el formalismo descarado de nuestra
democracia, no logran reciclar a la imaginación libertaria a los lenguajes
formalistas.
La confusión a la cual es expuesta
la clase intelectual, empujada a trabajar en un ambiente que predetermina su
creatividad, en medio de la rutina y de la administración asfixiante, forman
conciencias ejecutivas y aptas a un salario, de manera que, la sociología es
vista como una eficiente labor por la cual se percibe una remuneración
periódica. No obstante, la misma trama en que es envuelto propicia un
desacuerdo constante con este rigorismo organizativo, desarrollándose
consecuencia del stress metodológico, espontáneos esquemas vitalistas que
desafían la robotización de la razón. Las salidas anarquistas y los aventureros
canturreos existencialistas parecen navegar en esta dirección de reproche a la
razón instrumental, resaltándose, en este sentido, un elevado egotismo que
permea los actuales análisis sobre la sociedad. El individualismo se escurre en
la objetivación del saber, produciéndose discursos que abogan por el yo; en la
medida que los hostigamientos se concentran en la individualidad, el
conocimiento se convierte en monología
de estos yoes atrapados en la maquinaria del saber rentable. Es decir, la
fragmentación del conocimiento en átomos existenciales condena al ejercicio
sociológico a metarrelatos de las emociones individuales. En la medida que las
representaciones intelectuales lleven esta marca no sólo será complicado disponer
de cuerpos teóricos objetivos a cerca de nuestras realidades concretas, sino
que además será difícil liberarnos de esta plaga filosófica que anarquiza y
enceguece el alma de nuestra ciencia. El intelectual – desde mi punto de vista-
debe desprenderse de estas ideologías desenfrenadas, de estos desórdenes
reflexivos, que ven en el pensar tan sólo un afrodisiaco a la existencia. De no
hacerlo perdería en mucho el sentido de nuestro trabajo.
Por otra parte, si bien se justifica
hasta cierto punto el avance de esta mistificación individualista, por el daño
que produce al espíritu el imperialismo de la tecnocracia, la solución no está
en ser abogados de uno mismo. La
relación vertical individuo-sistema que propagan los centros de poder,
organizando la vida social en proporción directa con la explotación de sus
recursos, conduce al atomismo social, y por consiguiente, a estas
representaciones individuales que se transmiten a las esferas del conocimiento
como legítimas producciones de una conciencia civilizatoria. Es decir, la
interiorización del individualismo como estrategia de autoconservación, se
traslada como filosofía exclusiva a la clase intelectual, en la medida que se
naturaliza la decadencia de nuestras instituciones y se asimila la idea de que
toda labor que el hombre realiza sirve para situarse con audacia en un mundo
sentenciado a la barbarie. En suma, el énfasis en la conservación individual,
al difundirse como proselitismo sociológico infecta las principales áreas de nuestro quehacer, desplazándose
temas de verdadera importancia por otros en que se otorga preeminencia a
menudas emotividades y superficialidades sin sentido. Arrojado solitario al mar
de los supervivientes el intelectual teoriza su irracionalidad, debido a la
succión de su energía que sufre a manos del sistema.
Sin embargo, como esta enfermedad de
la autoconservación es sólo una falsa conciencia que valida la imposición de un
orden de cosas injusto e infrahumano, superpuesto desde las centrales del poder
– que tratan a toda costa de organizar el rumbo de nuestras vidas- no podemos
seguir pensando que el análisis social deba preocuparse en discursos
desorientados y subjetivistas. El ejercicio intelectual, en especial el trabajo
sociológico, debe retratar la actual dinámica y conformación de los grupos
sociales, deshaciéndose de estos prejuicios que inundan la razón de nuestros
inexpertos pensadores, representando el escenario de la formas de producción y
reproducción de la vida social. De este modo, no sólo se estipula un norte
conjunto en la investigación, cuando se hace necesario refundar un proyecto de
nación, sino que además se genera la posibilidad de inaugurar en esa dirección
una auténtica intervención racional de los procesos sociales que nos circundan.
El diálogo con la realidad objetiva, la necesidad de representar las asperezas
que en ella acaecen, obliga al sociólogo, como ejecutivo del conocimiento, a
definir una clara percepción de su inserción en ella; orquestando una
plataforma del conocimiento, proveniente de la diversidad regional del país,
preocupándose holísticamente en consolidar una planificación material e
intersubjetiva que construya una identidad sólida, en diálogo con la
universalidad, animándose a ser los estrategas de estos cambios, el sociólogo –
y todo aquel que invierta sus horas en el pensar- está obligado moralmente a
conformar la élite política peruana que transforme nuestras potencialidades
silenciadas en condiciones estructurales de bienestar social. Mientras eso no
suceda seguiremos siendo, y en especial el intelectual proscrito a la pura
erudición, marionetas del crudo avance de la insignificancia. Ahistóricos,
bebiendo de la dicha de la ignorancia, el intelectual peruano debe deshacerse
de esas superfluas extravagancias personales, de esos desfachatados
aburguesamientos que lo comunican con la irracionalidad del poder, de la
holgazanería y del conformismo. Aunque la introyección de la miseria ha
socializado el mito del sálvese quien pueda desde la pasada década, con la
imbecilidad como mercancía de masas, creemos que en el intelectual es menester
el surgimiento de una franca oposición a la esclavitud mental, y un sacrificio
desinteresado a la planificación histórica de nuestros pueblos. Si no se siente
realmente peruano, el sabio no será más que una enciclopedia andante del
conocimiento o el inescrupuloso que
vende su razón al asolamiento del capital.
Contradictoriamente, por pertenecer
a grupos sociales que luchan cotidianamente por recolocarse en las esferas del
mercado y por ser esta una ideología democráticamente afianzada en las
conciencias individuales, el intelectual a veces inconscientemente ve en la
sociología una catapulta a la fortuna individual, teniendo que sepultar en el
corto plazo las esperanzas de realización universal que lo martillan tan pronto
siente en la reflexión una solución a la decadencia. Obligado a ahogar sus
preocupaciones por el mundo – vista esta convicción como una inconsecuencia
desesperada que pone en grave riesgo la vida, aunque se luche por ella- el
intelectual abandona los proyectos de liberación comunitaria que lo apasionan,
por tener que adaptarse a la religión de la existencia. En condiciones en que
las circunstancias se sobreponen a los deseos de materialización individual,
madurar equivale a entregarse ciegamente a la maquinaria social. La enajenación
consciente del sabio a las redes de la
política social erradica velozmente cualquier peligrosidad que subyace al
pensamiento comprometido. Mientras siga la prudencia como locura, el sociólogo
es inevitablemente víctima de la absurdidad socializada.
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