sábado, 22 de diciembre de 2018

Navidades y caminos




Mis Navidades en Barrios Altos eran sensacionales. No solo recibía los mejores juguetes de mi padre y de mi tía Charo, que trabajaba en Bassa, sino que tenia propinas suficientes para compararme dulces y cohetes indiscriminadamente. Siempre desde muy pequeños parábamos colgados del ventanal que daba a la calle para conversar con otros mocosos y nos pellizcaban las piernas o conversábamos con otros niños. Yo era lo suficientemente delgado para escurrirme entre los barrotes y precipitante en los callejones a jugar timba con mis dinerillos. O salíamos a los 6 años a jugar pelota con los manganzones de mi cuadra, de quienes recibíamos su envidia y maltratos por recibir juguetes a todo dar.

Recuerdo que mis padres trabajaban hasta tarde el 24 en la venta de calzados. Y mi padre el vendedor histórico de Huallaga vendía en los ochenta y noventa el calzado como si se tratara de pan y por lo tanto llegaban tarde. Mi hermano y yo pequeños los esperábamos llegar con el panteón, el champán, los cohetes y los regalos. Mi tía Cuca se encargaba de la cena y adornaba el nacimiento y el árbol de navidad con mucho esmero y gratitud. Se ponía a llorar pues recordaba a su padre Juan, quien murió de cáncer cuando ella era una bebe. Mi tía preparaba la mesa y comíamos panteón con chocolate, y el mejor pollo a la brasa de Lima, de la pollearía Súper gordo. Como teníamos gato, este soportaba la sarta de cohetones solo por comerse alguna entrepierna del pollo y su vaso de leche que le daba mi tía cuca. Luego suertudo desaparecía en el techo cuando el sonido de los cohetones y tronadores inundaban las calles, ya cerca de la medianoche, y mi hermano y yo jugábamos a ser dinamiteros locos con nuestras ratas blancas, calaveras, silbadores y una sarta de cohetecillos, que despertaba la aglomeración de los chibolos porque estábamos en Vietnam. Mi madre se molestaba pues a veces le quemaba el forro de los muebles cuando jugaba chocolate con rascapies juguetones. Luego cuando escuchaba Maracaibo o a Joe arroyo y su salsa pegajosa se ponía a bailar y su estridencia en el salero era tal que me sacaba a bailar. Era muy alegre pero muy pegada a mi padre un genio de las ventas, pero mujeriego. Mi padre era un mate de risa, era como si bailara Cantinflas.

Daban las doce y los vecinos salíamos a saludarnos entre si, y a celebrar con champán. Hasta los faites nos saludaban, y todo entre la tormenta del desierto era escuchar los villancicos a Hollywood en la tele, o escuchar la mejor época de la salsa y solo darle en las pistas con bache. Me acuerdo que una navidad mi padre nos compro skates ggantesco con motivos alusivos a la cultura rasta, con ilustraciones de calaveras y zoombies, y eramos el centro de mi cuadra. Yo tenia, como siete años y aun no era el malogrado pelotero de la adolescencia por lo que no podia defenderme. Solo nos metíamos a la casa y cuidábamos de salir cuando estaban lejos los palomillas.

Ya eso cambio cuando avanzados los años nuestra pericia con la pelota y la apuesta nos granjearon el respeto de todo el barrio. Pero las navidades eran así jubilo y alegría barrial, donde todos los vecinos, ya fueran avezados o no compartíamos una fiesta familiar, aunque no faltara algún avispado que sacara su fierro de verdad y reventara el cielo con un balazo. Mi ultima navidad ya en en el barrio, fue algo con congoja, pues me tocaba mudarme en verano del año siguiente a Surco, y ya nos reíamos tan bien vistos en la cuadra ni en el mar rojo porque pertenecíamos a un colegio de paga. Incluso mi habilidad con el balon descendió debido a la discordia que nos ganamos por ser inteligentes y gente de mediana caña.

La noche que sali de esa casa angosto con cuatro piezas largas, viéndola llena de polvo y cachibaches una sonora nostalgia se apodero de mi. De cierto modo la rata que mato mi gato, mis huidas por el techo para ver a Helena desnuda, o los grandes momentos de alegría que pase con mi hermano y mi tia finada, con su cafecito viendo novelas venezolanas, me hicieron soltar una lagrima de rabia. Ya en en camión de mudanza, trataba de seguir oliendo el hoyin de mi casa impregnada en mis muebles, y me dirigía a un barrio donde logre educación y economía, pero donde perdí la quimba y los efectos de Cueto. Ya las historias en Surco serían otras, hasta ahora sigo siendo un justiciero y con los venezolanos ya entremezclados una persona solidaria y compasiva. Ya no me meto cuando asaltan a una anciana, pero sigo teniendo mis broncas internas, pues el exilio sigue en mi ser. Feliz Navidad Barrios Altos, y amigos de esos lares, ahí se gesto un estilo y ese nunca morirá.

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