miércoles, 1 de agosto de 2018

Trabajo y vocación. Una psicología de las profesiones en el Perú.





Introducción.

El contenido de este trabajo tiene el propósito de evidenciar la cultura o psicología social de las profesiones en relación al ambiente y motivaciones individuales que originaron sus actitudes y competencias. La conjetura que desarrollo es que no son los problemas en la calidad educativa de las instituciones sociales de la educación superior solamente los que explican la producción de pésimos profesionales, sino una motivación más personal y cínica la que origina la poca destreza operativa y especializada en el seno de los problemas y dilemas organizativos que genera la estructura de las profesiones en el Perú contemporáneo.

Algunas ideas históricas.

Pero antes es necesario hacer una pequeña psicohistoria de este devenir y proponer algunas ideas al respecto. Una primera idea es que las motivaciones hacia la consecución de una carrera, en el fondo, siguen las mismas pautas de desarrollo y expectativa desde la colonia. Como dice “El Amauta” hemos vivido rodeados de médicos, abogados, clérigos, y militares, es decir, de una cultura de las profesiones en donde el mérito es antes que la formación honrada, donde el rentismo del estatus es antes que el trabajo industrioso y la labor especializada. De cierto modo, esta cultura no permitió que como civilización se diera la formación de una economía y una cultura de instituciones tendiente a la creación científica y a la construcción de una personalidad secular y pública, sino que sirvió de espíritu social para la construcción de helenistas y de una personalidad inclinada a la frivolidad, sensualidad y a la religiosidad hipócrita y conservadora.

Es este primer contexto psico-histórico en el que se gesta nuestra particular ética del trabajo, es sin lugar a dudas dos factores culturales los que demarcan la construcción de una determinada concepción del trabajo: una es la penetración religiosa medieval que desautoriza el trabajo como actividad para esclavos y clases subordinadas, es decir, primaba el ánimo contemplativo más que el hacedor; y dos, como el mundo era gobernado por una cultura negadora de la sensualidad pre-moderna en el rito y el ayuno, mucha de este deseo reprimido hallaba expresión en la magia de la máscara criolla y festiva.

De cierto modo, las mutaciones  en la formación económica que surgieron no provinieron de alteraciones en esta cultura del trabajo que se mantuvo intacta. Es hacia fines del s. XVIII cuando el surgimiento de clases económicas más prosperas y las mutaciones en el mercado interno debido a la fuerte comercialización, y al nacimiento imprevisto de una pequeña burguesía comercial, pudieron alterar de cierta manera la naturaleza del trabajo. Pero la historia cuenta, que la eliminación de las rebeliones indígenas de Túpac Amaru, la expulsión de los jesuitas y la naturaleza conservadora de la independencia criolla, fueron las que reforzaron la naturaleza pre-técnica y pre-moderna de nuestra cultura del trabajo, ahogando esta tímida ventisca de reforma burguesa.

La concepción negativa del trabajo durante todo el s XIX,  a excepción de las fases pendulares de la fase del guano y del salitre, y la recuperación de la república aristocrática, luego de la guerra con Chile tampoco alteraron esta ética del trabajo, pues muchas de estas épocas de bonanza en relación a cierto recurso imprescindible para el mercado mundial, no se tradujeron en sofisticaciones de la estructura de acumulación, ni en salto tecnológicos y profesionales de nuestra sociedad.

En tiempos modernos

Una segunda idea, es que la cultura intelectual de los tiempos posteriores a la guerra, a pesar de las severas críticas a este modelo de acumulación anticuado y de subsistencia, era posible porque el medio profesional relajado y poco industrioso permitía la contemplación y el pensar bohemio; es decir, había entre el pensar humanista y culturalista, y su aplicación práctica un severo abismo estructural que determinó la construcción de nuestra inteligencia social y científica en el largo plazo histórico.

Es con la ruptura epocal que significó el desarrollismo en los años 50 en adelante que las resquebrajaduras estructurales con relación a las potencias profesionales se harían notar. A pesar de que en cierta época pensar e intervenir técnico-político era algo frecuentemente cercano,  la forma de nuestro Estado y nuestra industria, es decir nuestro sistema de organizaciones internas, no fue significativamente alterada, pues se carecía del recurso humano y de las sedimentaciones organizativas y económicas necesarias para provocar un cambio social auspicioso.

La solidez de una economía desarticulada, sin burguesía, sin presencia del Estado,  y con una estructura profesional descalificada y humanistoide, no permitieron que las olas revolucionarias de este entonces, como el movimiento campesino y sindical, y los voluntaristas esfuerzos desde el Estado velazquista modificaran este ética del trabajo y sus expresiones concretas en la formación social de nuestra nación, llena de enclaves de todo tipo.

La modernidad que se apoderó de nuestra cultura, promovió en las culturas populares que se movilizaron socialmente la promesa de la realización individual antes que la construcción de un  porvenir colectivo. A medida que la terquedad de modernizar nuestra cultura en base a la idea de sistema cerrado y mono-cultural se hacía añicos, se fue también perdiendo en la anomia toda posibilidad de dar forma a una personalidad auto-determinada y coherente consigo misma. Las formas más aberrantes de la cultura criolla anómica, como la delincuencia, el abuso, la corrupción pública, la pérdida de valores generales, la violencia política sirvieron de contexto para el tránsito hacia una psicología disipada e irresponsable, que entre otras cosas, ve al trabajo como un medio de movilidad social y no como vocación social por sí mismo.

Hedonismo social

A medida que en esta época postmoderna del goce generalizado el papel ennoblecedor y reforzador de la personalidad a través del trabajo se relajan, este es visto de modo envolvente como una actividad para conseguir recursos materiales, y el acceso con exclusividad a toda forma de empoderamiento y reconocimiento social. El retorno de esta ética del trabajo improductiva y que desmerece la actividad reformadora del trabajo se debe a que los intentos de capacitar y calificar a la mano de obra a través de la liberalización del mercado de trabajo, así como la pérdida de una gran mano de obra especializada producto de la guerra interna y la crisis económica se han dado de bruces con una cultura de la frivolidad y del entretenimiento individual. Este hecho desvía las energías profesionales hacia el aburguesamiento individual, y no permiten que el trabajo sea visto como algo más allá de la sola molesta obligación de obtener dinero.

En esta época el imperativo de divertirse y pasarla bien le imprimen a la formación profesional en la vida universitaria una psicología de la vida completamente alejada del respeto por lo valores sociales y por referentes histórico-sociales de largo plazo. La educación superior, es cierto, te entrena para servir de modo competitivo, te adiestra para resolver problemas y administrar cosas diversas, pero como la intención de estudiar no es precisamente tener una vocación de servicio más allá del incentivo de las recompensas laborales, lo primero que se impregna en la psicología que accede por solvencia o por esfuerzo a los niveles de la educación superior es un ego de la soberbia, etiqueta y de la discriminación social. Esto paraliza el amor hacia la profesión y no forma ciertamente el alma individual y social del estudiante.

La labor profesional más allá de las torpes especializaciones que se consigan y los cálidos aplausos que se transmitan, de forma casi general, esconde personas sin valores y sin identidad cultural de país, lo que en corto plazo construyen personalidades que se tornan intransigentes en sus trabajos, por no tener criterios sociales de respeto y de vocación de servicio, y conciencias que no saben diseñar, ni aplicar, reformas institucionales de las organizaciones en las que trabajan. La sola preocupación por resolver problemas coyunturales y coordinar situaciones, es decir, administrar lo existente de  tal manera que se tapen los problemas de largo plazo, arrebata a los profesionales la visión de sus organizaciones y no les permite en carreras ligadas a la tecnología y a la producción, por ejemplo, imprimir revoluciones científicas que transformen cualitativamente las organizaciones en medio del caos global.

Si bien desde el Fujimorismo el mercado laboral se ha flexibilizado, dejando a los profesionales ante “el sálvese quien pueda” lo que ha permitido una tecnocracia de relativa magnitud, lo cierto es que estamos llenos de administradores y gestores, y lo que hace falta a este país es construir una estructura de recursos humanos científicos y tecnológicos de elevado rendimiento. La salida de Fujimori al destruir los sindicatos ha alejado al profesional del pueblo, y entregado nuestro trabajo a la reproducción de una estructura profesional y de servicios que denigra y explota al trabajador, y que lo ha vuelto un mercenario vestido de amabilidad y de tecnicismos estúpidos. La decepción de ver que el trabajo contemporáneo no realiza todo lo que promete erosiona toda moral y de ahí el camino hacia el delito es sencillo.

La reforma de las profesiones pasa por que las diversas reformas estructurales que se hagan desde el poder alteren y desactiven esa cultura criolla antisocial y anómica que empapa de idiotez la realidad del trabajo en el Perú. Si bien nuestro recurso humano es poco calificado, esta actividad del trabajo duro y comunal que viene desde lo antiguo, ha permanecido en las clases subordinadas y populares. Ha dado de comer y trabajar en las peores crisis a miles y miles de trabajadores hoy en día, como son los microempresarios y los campesinos. Lo que falta es una mayor tecnificación, una nueva formación social de tipo social e industrial a la que le falta un proyecto político. Pero eso es cosa de la historia futura…


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