Trabajo y vocación. Una psicología de las profesiones en el Perú.
Introducción.
El
contenido de este trabajo tiene el propósito de evidenciar la cultura o
psicología social de las profesiones en relación al ambiente y motivaciones
individuales que originaron sus actitudes y competencias. La conjetura que
desarrollo es que no son los problemas en la calidad educativa de las
instituciones sociales de la educación superior solamente los que explican la
producción de pésimos profesionales, sino una motivación más personal y cínica
la que origina la poca destreza operativa y especializada en el seno de los
problemas y dilemas organizativos que genera la estructura de las profesiones
en el Perú contemporáneo.
Algunas ideas históricas.
Pero
antes es necesario hacer una pequeña psicohistoria de este devenir y proponer
algunas ideas al respecto. Una primera idea es que las motivaciones hacia la
consecución de una carrera, en el fondo, siguen las mismas pautas de desarrollo
y expectativa desde la colonia. Como dice “El Amauta” hemos vivido rodeados de
médicos, abogados, clérigos, y militares, es decir, de una cultura de las
profesiones en donde el mérito es antes que la formación honrada, donde el
rentismo del estatus es antes que el trabajo industrioso y la labor especializada.
De cierto modo, esta cultura no permitió que como civilización se diera la
formación de una economía y una cultura de instituciones tendiente a la
creación científica y a la construcción de una personalidad secular y pública,
sino que sirvió de espíritu social para la construcción de helenistas y de una
personalidad inclinada a la frivolidad, sensualidad y a la religiosidad
hipócrita y conservadora.
Es
este primer contexto psico-histórico en el que se gesta nuestra particular
ética del trabajo, es sin lugar a dudas dos factores culturales los que
demarcan la construcción de una determinada concepción del trabajo: una es la
penetración religiosa medieval que desautoriza el trabajo como actividad para
esclavos y clases subordinadas, es decir, primaba el ánimo contemplativo más
que el hacedor; y dos, como el mundo era gobernado por una cultura negadora de
la sensualidad pre-moderna en el rito y el ayuno, mucha de este deseo reprimido
hallaba expresión en la magia de la máscara criolla y festiva.
De
cierto modo, las mutaciones en la
formación económica que surgieron no provinieron de alteraciones en esta
cultura del trabajo que se mantuvo intacta. Es hacia fines del s. XVIII cuando el
surgimiento de clases económicas más prosperas y las mutaciones en el mercado
interno debido a la fuerte comercialización, y al nacimiento imprevisto de una
pequeña burguesía comercial, pudieron alterar de cierta manera la naturaleza
del trabajo. Pero la historia cuenta, que la eliminación de las rebeliones
indígenas de Túpac Amaru, la expulsión de los jesuitas y la naturaleza
conservadora de la independencia criolla, fueron las que reforzaron la
naturaleza pre-técnica y pre-moderna de nuestra cultura del trabajo, ahogando
esta tímida ventisca de reforma burguesa.
La
concepción negativa del trabajo durante todo el s XIX, a excepción de las fases pendulares de la
fase del guano y del salitre, y la recuperación de la república aristocrática,
luego de la guerra con Chile tampoco alteraron esta ética del trabajo, pues
muchas de estas épocas de bonanza en relación a cierto recurso imprescindible
para el mercado mundial, no se tradujeron en sofisticaciones de la estructura
de acumulación, ni en salto tecnológicos y profesionales de nuestra sociedad.
En tiempos modernos
Una
segunda idea, es que la cultura intelectual de los tiempos posteriores a la
guerra, a pesar de las severas críticas a este modelo de acumulación anticuado
y de subsistencia, era posible porque el medio profesional relajado y poco
industrioso permitía la contemplación y el pensar bohemio; es decir, había
entre el pensar humanista y culturalista, y su aplicación práctica un severo
abismo estructural que determinó la construcción de nuestra inteligencia social
y científica en el largo plazo histórico.
Es
con la ruptura epocal que significó el desarrollismo en los años 50 en adelante
que las resquebrajaduras estructurales con relación a las potencias
profesionales se harían notar. A pesar de que en cierta época pensar e
intervenir técnico-político era algo frecuentemente cercano, la forma de nuestro Estado y nuestra
industria, es decir nuestro sistema de organizaciones internas, no fue
significativamente alterada, pues se carecía del recurso humano y de las
sedimentaciones organizativas y económicas necesarias para provocar un cambio
social auspicioso.
La
solidez de una economía desarticulada, sin burguesía, sin presencia del
Estado, y con una estructura profesional
descalificada y humanistoide, no permitieron que las olas revolucionarias de
este entonces, como el movimiento campesino y sindical, y los voluntaristas
esfuerzos desde el Estado velazquista modificaran este ética del trabajo y sus
expresiones concretas en la formación social de nuestra nación, llena de
enclaves de todo tipo.
La
modernidad que se apoderó de nuestra cultura, promovió en las culturas
populares que se movilizaron socialmente la promesa de la realización
individual antes que la construcción de un
porvenir colectivo. A medida que la terquedad de modernizar nuestra
cultura en base a la idea de sistema cerrado y mono-cultural se hacía añicos,
se fue también perdiendo en la anomia toda posibilidad de dar forma a una
personalidad auto-determinada y coherente consigo misma. Las formas más
aberrantes de la cultura criolla anómica, como la delincuencia, el abuso, la
corrupción pública, la pérdida de valores generales, la violencia política sirvieron
de contexto para el tránsito hacia una psicología disipada e irresponsable, que
entre otras cosas, ve al trabajo como un medio de movilidad social y no como
vocación social por sí mismo.
Hedonismo social
A
medida que en esta época postmoderna del goce generalizado el papel
ennoblecedor y reforzador de la personalidad a través del trabajo se relajan, este
es visto de modo envolvente como una actividad para conseguir recursos
materiales, y el acceso con exclusividad a toda forma de empoderamiento y
reconocimiento social. El retorno de esta ética del trabajo improductiva y que
desmerece la actividad reformadora del trabajo se debe a que los intentos de
capacitar y calificar a la mano de obra a través de la liberalización del mercado
de trabajo, así como la pérdida de una gran mano de obra especializada producto
de la guerra interna y la crisis económica se han dado de bruces con una
cultura de la frivolidad y del entretenimiento individual. Este hecho desvía
las energías profesionales hacia el aburguesamiento individual, y no permiten
que el trabajo sea visto como algo más allá de la sola molesta obligación de
obtener dinero.
En
esta época el imperativo de divertirse y pasarla bien le imprimen a la
formación profesional en la vida universitaria una psicología de la vida
completamente alejada del respeto por lo valores sociales y por referentes
histórico-sociales de largo plazo. La educación superior, es cierto, te entrena
para servir de modo competitivo, te adiestra para resolver problemas y
administrar cosas diversas, pero como la intención de estudiar no es
precisamente tener una vocación de servicio más allá del incentivo de las
recompensas laborales, lo primero que se impregna en la psicología que accede
por solvencia o por esfuerzo a los niveles de la educación superior es un ego
de la soberbia, etiqueta y de la discriminación social. Esto paraliza el amor hacia
la profesión y no forma ciertamente el alma individual y social del estudiante.
La
labor profesional más allá de las torpes especializaciones que se consigan y
los cálidos aplausos que se transmitan, de forma casi general, esconde personas
sin valores y sin identidad cultural de país, lo que en corto plazo construyen
personalidades que se tornan intransigentes en sus trabajos, por no tener
criterios sociales de respeto y de vocación de servicio, y conciencias que no
saben diseñar, ni aplicar, reformas institucionales de las organizaciones en
las que trabajan. La sola preocupación por resolver problemas coyunturales y
coordinar situaciones, es decir, administrar lo existente de tal manera que se tapen los problemas de
largo plazo, arrebata a los profesionales la visión de sus organizaciones y no
les permite en carreras ligadas a la tecnología y a la producción, por ejemplo,
imprimir revoluciones científicas que transformen cualitativamente las
organizaciones en medio del caos global.
Si
bien desde el Fujimorismo el mercado laboral se ha flexibilizado, dejando a los
profesionales ante “el sálvese quien pueda” lo que ha permitido una tecnocracia
de relativa magnitud, lo cierto es que estamos llenos de administradores y
gestores, y lo que hace falta a este país es construir una estructura de
recursos humanos científicos y tecnológicos de elevado rendimiento. La salida
de Fujimori al destruir los sindicatos ha alejado al profesional del pueblo, y
entregado nuestro trabajo a la reproducción de una estructura profesional y de
servicios que denigra y explota al trabajador, y que lo ha vuelto un mercenario
vestido de amabilidad y de tecnicismos estúpidos. La decepción de ver que el
trabajo contemporáneo no realiza todo lo que promete erosiona toda moral y de
ahí el camino hacia el delito es sencillo.
La
reforma de las profesiones pasa por que las diversas reformas estructurales que
se hagan desde el poder alteren y desactiven esa cultura criolla antisocial y
anómica que empapa de idiotez la realidad del trabajo en el Perú. Si bien
nuestro recurso humano es poco calificado, esta actividad del trabajo duro y
comunal que viene desde lo antiguo, ha permanecido en las clases subordinadas y
populares. Ha dado de comer y trabajar en las peores crisis a miles y miles de
trabajadores hoy en día, como son los microempresarios y los campesinos. Lo que
falta es una mayor tecnificación, una nueva formación social de tipo social e
industrial a la que le falta un proyecto político. Pero eso es cosa de la
historia futura…
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