Las sietes plagas de la sociología peruana.
Observaciones
preliminares:
En los límites de este
ensayo se despliega una crítica constructiva de los serios límites teóricos, metodológicos
y operativos que evidencia el quehacer sociológico en el Perú contemporáneo. El
supuesto que acompaña estas reflexiones no busca la irrefutabilidad, sino
presentar un esquema tentativo de explicación semántica de los conceptos y
enfoques que han recorrido el análisis social, con el propósito de despejar el
camino de la trayectoria académico-política de todo aquel positivismo
iconoclasta que ha infectado la base psíquica de nuestros diagnósticos y conclusiones, y que ha garantizado el
sometimiento ontológico de la disciplina sociológica a una división profesional
del trabajo sinceramente instrumental y tecnocrática. En fin la hipótesis que
recorre estas notas de investigación es que el divorcio escandaloso entre el
saber sociológico, y en general de todas las ciencias sociales, con respecto a
la vida domesticada no ha sido ocasionado por la derrota ontológica de la
narrativa socialista, y su posterior evaporación en la gramática operativa del
tercer sector, sino por un más fino desencuentro político entre un discurso
negativo que se iría colonizando y pragmatizando con el tiempo, y una vida
desguarnecida y ritualizada que rechazaría de plano las cosificaciones
enajenantes de la modernización eurocéntrica. Si hay que buscar motivos
pertinentes en los extramuros de las ciencias sociales para explicar la crisis
de la sociología peruana, habría que detenernos a considerar que la separación
politizada entre un individualismo metodológico y existencial, y por otra
parte, un operativismo gerencial en el
seno profesional de la sociología no ha sido ocasionado por la supremacía
incontrolable del caos global y sus determinaciones complejas, sino por razones
estrictamente internas en el quehacer de la comunidad científica.
No me refiero al
desgaste de los enfoques dominantes (marxismo dependentista, hermenéutica,
liberalismo, etc.) en su búsqueda de atrapar y reorientar la realidad sino a
que este atrofiamiento que evidencia el análisis social ha sido producto de la
imposición política de verdades de consignas, todo por favorecer la
multiplicación doctrinaria de organizaciones sociales de izquierda en la
regiones ritualizadas de la cultura popular, a sabiendas que este acomodamiento
proselitista del discurso negativo iría empobreciendo y destruyendo la disposición
psíquica de la rebeldía social, a medida que la realidad cultural iba cambiando
y se perdía el protagonismo colectivo de las vanguardias socialistas. La razón
cultural y ciertamente filosófica que describe esta sociología de los
conceptos, en su explicitamientos y ocultamientos, reside en el examen acucioso
de la dinámica sociológica en la actual realidad académico-profesional. Para
ello he detectado siete enredamientos epistemológicos o políticos, cuyo devenir
histórico cultural ha imposibilitado la desactivación psicológico-hermenéutica
del comportamiento criollo en el seno de los personajes intelectuales y
profesionales de esta disciplina. A continuación se revisa la historia
semántica de algunas trabas ideológicas.
1. Empirismo.
En primera instancia un vicio epistemológico que
padece el análisis social es la trabazón irracional del empirismo: la
incapacidad para organizar y remontarse sobre los datos para correlacionarlos
y reconstruir abstractamente la realidad
en base a formaciones teóricas. Pero definamos, en primera instancia el
empirismo como actitud cognoscitiva en la historia del pensamiento filosófico a
modo de complemento.
Al contrario del
racionalismo, inspirado en las observaciones de Descartes – que creía
firmemente que la experiencia no proporcionaba señales fidedignas sobre las
cuales reposar conocimiento objetivo, ya que la realidad empírica es un hecho
subjetivo, una derivación incongruente del saber ideal- el empirismo sostiene
que el dato sensible no es una falsificación subjetiva, sino la prueba fiel y
concreta de que se existe, cuya realidad vivencial permite la construcción de
saberes y prácticas reales. En las observaciones epistemológicas de David Hume[1]
la evidencia reporta un suelo confiable para construir conocimiento, no negando
la racionalidad sino orquestándola a
partir de la organización lógica de los datos, cuye fenomenología autónoma
proporcionaría lecturas desideologizadas, y por tanto, impresiones objetivas de
como conducirse en la práctica.
Este severo
cuestionamiento a esta forma elemental de producir conocimiento, y por lo
tanto, de intervención práctica, es que ofrece poca capacidad de intervención
real sobre procesos y contextos más macro, ya que siempre es un saber
ideologizado y cargado de prenociones tradicionales, que no escapa a los
sistemas de valores locales. Se podría decir, que esta forma inicial de
construir conocimiento es útil en algunas experiencias simples de acción
práctica, pero no lo es en niveles de mayor complejidad y generalización. A lo
mucho estas exploraciones curiosas sirven para acumular datos e impresiones
sobre algún fenómeno empírico, a partir de cuya sistematización más reflexiva
se puede posteriormente elaborar marcos teóricos de mayor amplitud u
observación parcializada.
En el caso del Perú,
este empirismo cognoscitivo estuvo presente desde el inicio de la formación de
nuestras sociedades ancestrales, en los horizontes culturales, precolombinos.
En base a la observación paciente y
emulativa de las regularidades de la
naturaleza circundante, pudieron edificar una civilización compleja y
rica en sabidurías prácticas que fue reproduciéndose a través de las síntesis
panandina de las culturas amerindias. En esta etapa precolombina se podría
conjeturar que la experiencia acumulada en
las organizaciones andinas confirmaba la idea de que la vivencia lógica armonizaba con la
construcción práctica y ritual de conocimiento. A pesar de las alteraciones
últimas que experimentó la organización cultural incásica en su consolidación
imperial, ciertamente el saber ritual se mantuvo inalterado y fue transmitido
sincréticamente a la dominación virreinal, donde a pesar de la obra
evangelizadora y la imposición forzosa de la aculturización eurocéntrica el
empirismo andino seguiría reproduciéndose subordinadamente en la arquitectura
plural de la organización colonial. La razón que explica que en el saber
artesanal, ni nada sofisticado de la producción gremial, sobreviviera el
empirismo ancestral es que el nivel civilizatorio de la empresa colonial no
representó una ruptura cognoscitiva con las sabidurías indígenas, sino que la
dominación se acopló unilateralmente sin trastocar de manera biopolítica la
herencia panandina. La colonia como psique pre-científica en su producción
artesanal y primarizada no significó una separación entre arte y técnica que si
se manifestaría en el capitalismo industrial eurocéntrico.
Es la descomposición
ulterior que experimentó la formación social a manos de la modernización
estructural de las teorías del desarrollo, la que sirvió de contexto implícito
para desconectarse de este empirismo larvario en el área de la inteligencia
social. A pesar que el humanismo antropológico acumuló crónicas y materiales
etnográficos a lo largo del desarrollo del pensamiento social sobre los cuales
se edificó un material importante de conocimiento histórico-cultural a cerca de
la realidad peruana, este saber literario y descriptivo no podía ser
propiamente un diagnóstico racional que facilitara la acción planificada y el
cambio estructural. Por ello el paso siguiente a una realidad que se
trastornaba rápidamente en concurrencia objetiva con los actores sociales de la modernización era cientifizar y
sistematizar los hallazgos empiristas, y erosionar así una tradición del saber
social que bloqueaba el encumbramiento sociologizado de enfoques y
construcciones teóricas. El empirismo social que anteriormente nutría un
discurso político en sintonía con los cambios iniciales y paulatinos de la
estructura social, devino pronto en ineficaz como visión social a medida que la
secularización industrial exigía una planificación holística que asegurara el
control histórico y racional de la formación social. Por múltiples razones esta
transformación fáustica que se dejó percibir en las observaciones del
Cepalismo, el marxismo ortodoxo y el dependentismo, cedería su lugar al retorno
de un positivismo empirista, en la medida que el perfil social se alteraría y
estallaría en microrealidades heterogéneas y escenarios objetivos, que
obstaculizaron lecturas totales y consejos fieles a la condición autoritaria de
esta estratificación social. Este empirismo político se dejaría ver en las
actitudes administrativas del tercer sector y en la hermenéutica testimonial de
la tradición culturalista.
En relación al sector
tecnocrático del empirismo sociológico, la reflexión entregaría toneladas de
evidencias descriptivas sobre las cuales se tomarían decisiones estratégicas y
postergatorias de los males sociales donde la reflexión acertada de asesores
sería escandalosamente maquillada según los intereses de reproducción de una
realidad gerenciada, y contenida en el asistencialismo de la política social.
En cuanto al testimonio hermenéutico, el fragmento intertextual de la
entrevista, la historia de vida y las técnicas grupales recogerían el proceso
íntimo e intersubjetivo de los fenómenos sociales; una cultura testimonial
demasiado cargada de consideraciones ideográficas y prenociones locales, sobre
las cuales es imposible constituir un compromiso teorético más amplio, dado el
carácter distorsionado y fragmentario de los datos cualitativos. El
hiperrealismo del enunciado personal dejaría de servir en la medida que este
nos habla de una cultura alienada que no existe más que de modo imparcial, ya
que el testimonio sensible ocultaría algo más trascendental: la muerte de una
sujeto y de una conciencia en un mar de fuerzas pulsionales y cínicas.
2. Ahistoricismo.
Un vicio actual del
razonamiento sociológico es la casi desconexión aparente entre las grandes
conclusiones de la investigación social y procesos históricos de larga
duración. Este presentismo, desinformado de la génesis histórica de la
totalidad de las temáticas que atraviesan al pensamiento sociológico, es el
resultado inesperado del impacto sociocultural que supuso la violencia política
en el país. Las consecuencias psicosociales de la violencia dogmática sobre las
mentalidades populares, y a larga sobre la disposición intelectual de las
clases medias informadas ha significado la desaparición cínica de la memoria
histórica, lo que define el completo naufragio de la vida cotidiana en la
reafirmación individual. Se podría sostener contundentemente que el
desencuentro ontológico entre la cultura ritual, hoy presa del consumismo
instantáneo, y el historicismo socialista ha arrojado al organismo social al
culto de un sensualismo desbocado que disipa toda tentativa de sublimación
histórica, y que ha contenido toda evolución armoniosa de la vida material en relación a los sistemas de
valores y representaciones sociales. Este divorcio natural entre la
religiosidad inmanente de las culturas populares y su susodicho progreso
cultural ha evitado la institucionalización de las ciencias sociales en la
cultura política de los grupos sociales, y además la ha estigmatizado para los
valores nihilistas actuales como un saber terrorista e incongruente con el
pragmatismo y sensualismo cotidiano que impera.
A la larga la
demencial violencia política, manifiesta por la desadaptación gregaria de
porciones poblacionales significativas con respecto a la imposición del
criollismo individualizante, ha acelerado el rechazo de las culturas
subalternas y de la diversidad individual a la razón histórica, lo cual ha
delatado la incapacidad de la vida compleja a pensarse como comunidad, y en términos de progreso compartido. La ausencia
de historia en la constitución sociocultural de las identidades sociales, las
hace más permeable a la incertidumbre y a la contingencia trágica, lo cual
dibuja la sentencia filosófica: que ahí donde la inmadurez de la formación
social no logra expresarse en términos históricos, la personalidad micrológica
experimenta el carácter eternamente inconcluso y desrealizado de su existencia
individual. La historicidad sería percibida como el predominio de un tiempo
macabro que siempre pasa y que nos torna transitorios y efímeros. El precio de
no caer en la tentación autoritaria de darle un sentido histórico a la vida, es
habitar en el sinsentido espumático de la existencia atomizada, ahí donde el
único peligro es desaparecer en la paz de lo estúpido e insignificante.
Si bien existe en la
recuperación historiográfica de nuestra historia, una actitud por redescubrir
las raíces temporales de una memoria que se desvanece en el presentismo
estúpido, este esfuerzo no halla eco en el devenir académico-profesional de la
sociología. En primera instancia, nuestra ciencia tecnocrática carece de una
visión histórica del éxito programado, vive en la completa gestión de la
ideología, reproduciendo un trabajo de enmendaduras y de capacitaciones
reafirmantes que a lo único a que conducen es a perennizar el dominio
tecnoburocrático. La técnica avanza ciega, sin escuchar a la ilustración de la
sociología aplicada, y reproduciendo un ideario de compensación útil a la vida
domesticada y excluida del imperio.
En el caso de la
historiografía cultural ésta ciertamente ilumina aspectos olvidados del proceso
de construcción de la vida cotidiana, lo que ha variado o se ha repintado pero
esta no impacta sino levemente en la sociología preexistente más que como mero
dato de un curso repetitivo. La ahistoricidad de la ciencia histórica y de la
sociología académica es que han abandonado toda empresa de influir
racionalmente en el presente; es decir, celebran como pasiones irresistibles
que deben ser leídas sin prospectiva aparentes. El modo como se desarrolla la
crónica de viajeros en la historia de nuestras mentalidades, delata la
tendencia psicológica de las clases medias que han renunciado al cambio
responsable, convirtiendo la indagación histórica en un anti acuario de
recuerdos nostálgicos y exóticos. La sociología criolla de la mesocracia
revolucionaria es incapaz de presentar relatos históricos en la larga duración
porque ciertamente se teme romper con el pasado, en el cual se refugia ante el
impacto del progreso tecnológico y se mantiene petrificada ante la evidencia de
un organismo exhausto, preñado de una enfermedad modernizante que no logra
comprender a cabalidad.
Hoy en día al
esfumarse toda actitud realmente histórica en las indagaciones sociológicas se
ingresa en un escenario investigativo donde cada conclusión o resultado refleja
una total carencia de pronóstico o tendencia remarcada. Es el cambio drástico
de la mentalidad de las capas medias, unido a un tejido popular hundido en
las fauces del hiperconsumo, lo que
expulsa del imaginario intelectual a la causalidad histórica, donde el
razonamiento advierte el despliegue de un discurso celebratorio que ha
convertido el examen de nuestra realidad en un museo de extravagancias y piezas
de colección filológicas, que se subastan al mejor postor. No quiero pecar de
fastidioso, pero la impaciencia historificante que demuestran las
organizaciones de vanguardia, unido a ello, la práctica de una sociología
histórica que ha abandonado toda alternativa programada por recrear barrocamente
los paisajes del pasado extraviado, son los motivos suficientes que explican el
pesimismo ahistórico de nuestra cultura de pensadores criollos. En este mundo
de misiones monásticas a la conciencia hambrienta de una mentalidad ahistórica,
que desea ardientemente eternizar el presente en la inmanencia del discurso
seductor, este pensamiento de recoger reliquias suele convertirse en una
actitud de petrificar el pasado, a sabiendas que esto es capitular de forma
cultural al recuerdo asesino. La sociología por extensión está contaminada de
esta costumbre ahistórica, ya que su presentismo empirista naufraga en los
islotes del lenguaje, incapaz de verter en la imaginación social los tesoros de
un tiempo que todo lo envejece, de una nostalgia que esta tarada de no poder
ser expresada en la exultación de la vida.
3. Carencia de visión filosófica.
Un tercer vicio es la
postergación intencional del aporte filosófico al mejoramiento y perfección del
análisis social, rasgo presente en casi todas las ciencias sociales, desde sus
orígenes. El motivo que explica por qué ha sido expulsada la filosofía
especulativa de los espacios destinados a la reflexión científica tiene su
génesis en la particular negación epistemológica de la tradición arielista de
los pensadores sociales, que fusionaban en el ensayismo diversas disciplinas de
la humanística sin perder la cohesión visionaria de lo que pensaban. Este
rechazo a cualquier discurso filosófico se comprende en la medida que se lo
emparentaba con proposiciones
pseudocientíficas, cuyos diagnósticos estaban elaborados sin respetar
metodología alguna, sólo apelando al intuicionismo y al ensayismo narcisista, y
cuya propedéutica era finalmente nula o
sólo recogida en el proselitismo político de coyunturas electorales. Sin
embargo, a pesar que el matiz que predominaba antes de la institucionalización
de la sociología era el originario de la erudición y del humanismo consagrado,
no dejaba de ser cierto que este saber era muy subjetivo e inapropiado para
intervenir la realidad, dado el hecho que había que contrastarlo o verificarlo
primeramente con la adopción del método científico y luego convertirlo en
planificación operativa.
Sin embargo, soy del
supuesto indiscreto y desideologizado que no fue el inadecuamiento tecnológico
de la filosofía para asesorar a la gran razón lo que explica su desplazamiento
político del escenario del desarrollismo social, sino una más audaz empresa de
instauración política de una vanguardia intelectual marxista, que vio en el
cambio estructural las señales cognoscitivas apropiadas para la asunción de su
poder. El respaldo ideológico que se percibió en el cientificismo económico de
las primeras décadas de una modernización indetenible, redujo la totalidad del pensar social a la repetición
escolástica de la lucha de clases y demás consignas del marxismo, haciendo ver
que el derrotero de las investigaciones
sociales sólo confirmaría sus sacras leyes historicistas y sólo había
que levantarse a la acción y realizarla en lo concreto. En otras palabras, el
marxismo ortodoxo, ni como teoría analítica ni como guía para la acción logro
deshacerse de la disposición totémica
que imperaba en la formación social, sustituyendo la necesidad de un sentido
religioso con el dogma irrefutable del fundamentalismo racional, que luego
Sendero Luminoso convertiría en guerra popular. Es esta creencia enceguecida en
el marxismo de manual, lo que debilitaría el desarrollo correcto de la ciencia
social, y lo que atrofiaría en una pastoral del resentimiento al cumplimiento
de la utopía a toda costa.
En síntesis: el
surgimiento hegemónico de una ciencia sociológica marxista, a pesar de todas sus contribuciones
documentales que ha aportado a estos escenarios periféricos del capital,
erosiona la riqueza de contenidos y de abordajes que demostró el pensamiento
arielista, estropeando la posibilidad de generar una filosofía peruana acorde
con estas realidades sacrificiales. Al identificarse la filosofía con
desviación burguesa o material inservible de trabalenguas se negó toda cercanía
de desarrollar la razón y su profundidad analítico-sintética, que es lo mismo
decir que no se practicó certeramente el pensamiento, sino que se creyó
fervientemente en postulados ideales que con el tiempo serían inconciliables
con una realidad que cambiaba aceleradamente, y que el marxista no aceptaba. La
pobreza del marxismo actual proviene de este culto desesperado a un régimen de
verdades consagradas, frente a las cuales demostrar desacuerdo es poco más que
una traición burguesa; es decir, no se hizo filosofía radical aun cuando se
presumía todo lo contrario, porque estas reflexiones a toda variedad de haberse
dado hubieran significado competencia a la ideología dominante en el
sociologismo.
Este consenso ortodoxo
empobreció el análisis social, y por ende, a la organicidad política de las clases populares que fueron
reducidas a su componente proletarizado, y a una estrategia de lucha
reivindicativa claramente confrontacional y voluntarista. Es la hegemonía
estupidizante de un saber político de etiqueta lo que atrofia y seguirá
atrofiando el encuentro ontológico en el intelecto del socialismo filosófico y
las formaciones socioculturales del país; generándose una inteligencia incapaz
de escapar a la pseudocultura del marxismo, y por lo tanto, habituada a
rechazar cualquier conocimiento filosófico intercultural, por carecer de la
suficiente solidez lógica para ser aplicado, o por ser simplemente tachado de
trivialidad pequeño burguesa.
Desde este
desencuentro entre filosofía racional y vitalista, y una realidad intelectual
empapelada de consignas pseudocientíficas asistimos a la supremacía de consumidores de cultura, y de todo un
ejército de facilitadores de información posmoderna que carecen de la
originalidad para autoconocerse. En vez que esta multiplicación posmoderna de
diagnósticos relativistas y turísticos sea redefinida e impregnada de nuestra
particular espiritualidad periférica, se devora inconscientemente y se
desplieguen informes de investigación que acomodan la realidad a una
teorización y exploración celebratoria, careciendo todos ellos de un verdadero
compromiso por hallar los cimientos orgánicos de nuestra racionalidad mimética. Es esta colonización
de la estructura intelectual a manos del culto exhibicionista de las clases
medias, lo que permite continuar con una sociología repetitiva en el campo de
la investigación social; una sociología fácilmente inclinada a someterse al
oficio instrumental, y que subordina su interpretación culturalista a un juego
recreativo de mercenarios profesionales y operadores comunicativos, accesibles
y corrompidos por la ideología del mercado.
Finalmente, soy de la
tesis discutible que la erosión desmoralizadora que padece la estructura
intelectual en su esfuerzo de ser admitidos innoblemente en la división
internacional del trabajo, sumándose a ello el arribismo histórico de las capas
medias, es lo que incapacita a las mentes más esclarecidas a poder desarrollar
filosofía auténtica, y a liberarse de todo aquel odio conceptual y doctrinario
que impide una correcta lectura holística y desafiante de la locura
administrada del Perú contemporáneo.
4. Politicismo y apoliticismo.
Tal vez uno de los
problemas más serios de la sociología peruana es la marcada reproducción de los mismos males de
la organización y la cultura política, que
dice pomposamente cuestionar. En primera instancia, la pragmatización
clientelar del poder político ha generado que los mejores cuadros profesionales
de las ciencias sociales, hayan tenido que ha abandonar las rutas
institucionales de crecimiento profesional – ¡si las hay!- para tener que
adherirse a una división interna del trabajo que impone desde los actores
privados las principales líneas de investigación y promoción social. La brusca
tecnificación de la política no sólo ha impuesto una realidad laboral
sinceramente opuesta a toda ética
académica, que aún se sigue vociferando en la ingenuidad de la crítica
romántica, sino que además ha subordinado las destrezas operativas al
despliegue formalizado de una ingeniería social francamente enceguecida, en
donde la virtud política es reproducir obstinadamente una idea siciliana de
poder. En vez que la lógica de la
política criolla, de los partidos tradicionales haya sido negada con el ejemplo
alternativo de una moral blanca y transparente, se ha permitido que la ambición
de ser poder fáctico haya carcomido los cimientos de una antropología política
completamente diferente, aun cuando tal discurso del cual se precia la academia
sea constantemente plagiado en función de intereses particulares, y de facciones
políticas que sólo desean ardientemente la experimentación de la razón de
Estado.
Al dejar que el
patriarcalismo de nuestros feudos intelectuales sean subordinados a las pugnas
de operadores políticos, y de lobbystas voraces, se ha permitido que la ascensión del saber social y de la
generación digna de teorías sociales,
sea dirigida innoblemente a justificar el predominio de un campo
político-académico de donde impera una cultura profesional generalmente parroquial;
que en el fondo utiliza el discurso del cambio cualitativo para capturar el
entramado institucional del sistema político, y no alterar sino convenidamente
la lógica biopolítica de la infraestructura social. No soy lo suficientemente
moral para admitirlo, pues hacerlo sería un suicidio económico, pero el reino
enquistado de esta mala política, que sólo utiliza el discurso de la lucha de
clases para maquillar su ambición por el poder supremo, es el muro ideológico
que no permite, ni permitirá la desactivación de la gramática de la dominación
criolla, pues la conservación de esta red fétida de saberes escépticos y
cínicos facilita y hace eficaz su vieja idea bolche de tomar el poder. No hay
un real compromiso por iluminar la
cultura de los sometidos, de deconstruir los complejos entramados de la
explotación y del abuso cultural, sino una actitud aristocrática por exhibir
esta denuncia estética de nuestros desencuentros culturales como si fuera
curiosidades exóticas dignas de ser discutidas y celebradas. En cuanto la
praxis honesta torna guía estas recomendaciones temerarias, enseguida cae sobre
el romántico avezado el descredito de la envidia, el resentimiento y la dizque
inmadurez infantil. Ahí donde gobierna impunemente un conocimiento moderado de
la sociedad, que vive desconectado de la
política radical de montoneros de las clases populares, se facilita el
recrudecimiento de una moral mercantilista y del delito mafioso, que asume el
más escandaloso ropaje de los diplomático y la concertación, y que se atreve a
criminalizar todo atisbo de descontento
por carecer de la necesaria hidalguía del dialogo florido e hipócrita.
Sé que revertir
moralmente el avance del mercado político es sinceramente una locura angelical
que puede acabar mal, pero soy portador de la suficiente inocencia para
denunciar las aberraciones y patologías
que sufre la acción política en el seno de las organizaciones partidarias
socialistas, y por extensión de todas aquellas actividades que tratan de
relaciones sociales, como es la sociología. Sé que es difícil admitirlo, pero
es el histórico manejo politiquero de la comunidad científica sociológica, lo
que ha obstaculizado el feliz connubio entre la razón intelectual y la
naturaleza empírica de la vida, y a la larga la que ha garantizado la lenta
decadencia ideológica del análisis social al fracasar la transformación
dialéctica del mundo, y haberse convertido la estructura profesional en una
selva oscura de clientelas y componendas políticas de la que nadie puede
deshacerse so pena de arruinarse y desaparecer.
Es esta incapacidad político-profesional por defender un norte en el
decurso de la sociología lo que ha permitido que sus discursos y contenidos
sociales hayan capitulado ante una literatura de bohemios, en el peor de los
casos.
Quería dejar para el
final de este acápite el análisis de la desafección cívica que existe en el
seno de las ciencias sociales. La descomposición de la cultura cívica en la
estratificación social debido al impacto del protagonismo individual como
lógica de acción social, influye como disposición psicológica a la cultura
profesional del sociólogo, lo cual lo hace vulnerable, o ser indiferente ante
el estado lamentable del campo profesional y a tener que adaptarse como sea.
Quizás la consideración de ver instrumentalmente a la sociología como mero trabajo,
como simple herramienta de movilidad social ha asegurado la lenta
institucionalización rentable del saber sociológico en el rubro operativo, pero
ha ocasionado una actitud acrítica ante el proceso de formación curricular, en
donde la carencia de valores sociales a la hora de permitir la hegemonía del
mercado laboral, ha causado un profesional que vende sus destrezas analíticas y
de gerencia al mejor postor. Este lento acomodamiento de la psicología
organizativa a una estructura profesional que exige un trabajo social de
asistencia y de resolución de conflictos en temas sensibles de producción
extractiva y de sostenibilidad ambiental, generalmente describe el dramático
predominio de la técnica social a amparar y justificar el excesivo avance de
una forma de producción elemental, que se enemista brutalmente con la evolución
civilizada de los mercados internos locales, regionales, y con toda la
evolución, por ende, de la cultura y de
los sistema de valores democráticos que se difunden como panacea de correcta
socialización.. Al concebirse el trabajo social como una actividad educativa e
interpretativa que debe contener privatizadamente el impacto desrealizador de
la lógica sistémica del desarrollo se sujeta la inteligencia comprensiva y la
hermenéutica del diálogo a un mero oficio de reafirmación individual, en donde
la inconsciencia del cinismo y de la mentira instalada hacen ganar jugosas
cantidades a todos los ingenieros de la comunicación y de la máscara social.
Es este light
desentendimiento de la manera cínica como ha sido succionado el trabajo social
de la sociología a las órdenes de un discurso de concertación democrática que
no para sino alimenta la sistemática
degradación de la sociedad a la que dice proteger, lo que convierte el oficio
del sociólogo en una actividad de
comunicadores que enmascaran lo deletéreo como benéfico. Es esta
individualización equivocada de las destrezas profesionales a un mercado
laboral fragmentario, sobresaturado de mendigos y de ideologías de exiliados, lo que decide el
imperio de una conciencia social que naturaliza las miserias y riquezas de la
realidad inminente, una inteligencia que al aceptar lo existente naufraga en
los océanos del empirismo y de la ceguera ateórica.
5. Carencia de visiones de conjunto.
Es vieja la discusión
de antaño entre Popper y Adorno acerca del carácter de la sociedad
democrático-burguesa contemporánea. El primero en clave liberal decía que la sociedad de los 50s y 60s era una sociedad
abierta, mientras que Adorno y Marcuse sostenían que era una sociedad cerrada,
en clave hegeliana-marxista. Por un parte, para Popper a pesar de las señales
de una planificación homogeneizante defendía que la sociedad era una pluralidad
articulada que debía desarrollarse en forma fragmentaria a diversos grados y
en forma parcelada. Argumentaba que
siendo la sociedad capitalista una diversidad de componentes yuxtapuestos era
viable hacerla progresar en base a subsistemas funcionales cada uno con su
propia lógica y no en forma de un cuerpo
mecanizado, como argüía Adorno con su política holista. En cuanto a este
último, dado que su diagnóstico era que “la totalidad era falsa” un organismo
mutilado atrapado en la jaula de hierro burocrático, que padecía la alienación
desrealizadora, esta propedéutica de
Popper no le significaba más que la práctica política del viejo lema
maquiavélico: “divide y vencerás” y que a larga esta fragmentación acumulada
impedía la emancipación de la colectividad, y por lo tanto, esclavizaba al
individuo en un mundo sin corazón.
A varios niveles esta
discusión evidencia la oposición utópica impracticable. Hoy en día ante el
agotamiento de la planificación universalista y el avance de formas
estratégicas de conseguir el orden civilizatorio en modelo de contextos
caóticos, la recomendación de Adorno no deja de ser necesaria, pero es
ciertamente problemática. El diseño formal que debe guiarnos hacia una
diversidad emancipada, desangra y divide al espíritu de la sociedad alienada.
Si lo queremos ver dicho espíritu cobra una funcionalidad represiva en el
diseño jurídico-político del Estado de derecho burgués. Pero en vez de permitir
la libre acumulación variada del organismo social este diseño contiene y
reprime las expresivas mutaciones de la esfera cultural acantonándolas
agresivamente en el molde pastoral de la libre iniciativa privada. Es decir, la
espiritualidad de la vida moderna es frenada y desalojada del edificio político
democrático y llevada hacia las fauces de la clandestinidad, y del
desfogue desviado, donde todo lleva el
estigma de lo ilegal.
Al extraviarse el
motivo pedagógico de la política holista, se ingresa en un período político
donde no se puede gobernar el exterior económico y físico de la vida en
civilización y natural; sólo se pueden confeccionar provisionales momentos de orden
y control social, siendo esto lo más realista y maduro. A la sociedad cuya
complejidad había sido planificada a centímetro para asegurar la evacuación de
la violencia y del accidente fáctico, es abandonada ante la indiferencia del
sistema económico y la proliferación de las organizaciones técnicas. Es este
quedar desguarnecido ante la ausencia de porvenir y de planificación, lo que se exagera como
ideología de poder, ante la necesidad que las instituciones sociales
protectoras, y en especial el sistema educativo no ponga trabas a la
introyección de una mentalidad de consumidores. Y es esta estimulación de los
impulsos en la sociedad del deseo ideológico, lo que entrega a la sociedad a
una constante desocialización o atomización concreta, donde todo a pesar de
estar articulado lleva la marca del extrañamiento y la soledad más feroz.
Este sentimiento de un
mundo fragmentado donde cada quien vive sumergido en la indiferencia
autoritaria de la muchedumbre, es la que se cuela en la forma de razonamiento
de la sociología de manera inusitada. De un modo increíble y desacertado se
celebra como síntoma de progreso, apertura y tolerancia la heterogeneización de
los enfoques, de las preferencias y de los diagnósticos de la investigación
social. Más allá de que esta proliferación de estudios fragmentarios reflejen
una conciencia plural e interdisciplinaria que sólo busca superar el dogmatismo
y economicismo de nuestra tradición intelectual clásica, es este desorden
fomentado irresponsablemente lo que bloquea la discusión interinstitucional,
desanima la conformación de una comunidad científica institucionalizada, y lo
que a la larga estimula una lectura estereotipada, etnocéntrica de la sociedad.
No digo con esto que haya que esclavizar o regular
totalitariamente el desarrollo de una investigación, pero muchas veces esta
patología asistemática de sólo investigar por entretenimiento, es lo que desnuda la gran distancia ontológica y
ética que demuestra el investigador social contemporáneo hacia la elaboración
de estudios o miradas totales. En un escenario donde es urgente que la sociedad
de intelectuales genere una autoconsciencia del desarrollo múltiple de nuestra
especificidad sociocultural, se desperdician energías juveniles en sólo
estudiar lo que mi responsabilidad laboral me pide o lo que mi conciencia
narcisista me demanda. Frente a la fragmentación política de la realidad la
unidad de la teoría, como único antídoto imaginario para pensar una sociedad
libre de desencuentros culturales y de
intereses insulares, cuya errónea celebración indiferente, delataría la
refeudalización del análisis social, y a la vez su cada vez más audaz
sometimiento a intereses coloniales. Sé que es ciertamente esquizofrénico
ponerse del lado de la ambiciosa visión de
conjunto, pero lo pronóstico, si
la inteligencia no produce en el futuro cercano una teoría de lo que somos y
seremos ténganlo por seguro, habremos desaparecido en la inmensidad de las
relaciones de mercado y en un tejido autoritario y violento cada vez más
espantoso.
6. Existencialismo y privatización.
Un comportamiento que
parece estar inundando sin ninguna resistencia aparente, so pena de recibir el
calificativo de reprimido social, el entorno de la academia es ese torpe hábito
de escribir por solazamiento o por conveniencia personal. Un rezago
naturalizado de ese hispanismo declarado que algunos cosmetólogos del
conocimiento propagandean como si fuera algo innovador y significativo es esa
actitud de inocular frivolidad en las preferencias y en las maneras de razonar las temáticas que
inundan la problemática social. No es sólo un cambio de valores generacionales
o la estigmatización que ha arrastrado algunos temas clásicos de la sociología,
por obra de la violencia política, lo que ha decidido el nuevo rumbo culturalista
del análisis social, sino una más profunda razón estructural que tiene que ver
con la pervivencia psicológica del viejo humanista dandi e irresponsable que
sobrevive desde la colonia. Haga lo que se haga en vez que el pensamiento sobre
la sociedad haya conservado esa obstinación solidaria por pensar a la sociedad
peruana, se ha permitido innoblemente que el ajuste estructural y el impacto
esteticista del cambio cultural hayan hecho trizas toda la enorme validez
ideológica que tuvieron temas esenciales e indagaciones rectoras de nuestra
accidentada realidad periférica. No es una excesiva generosidad lo que veo en
la proliferación temática de la sociología actual sino el hechizo etnocéntrico
de una mentalidad fragmentaria y egocéntrica, instalada en el corazón mismo del
análisis social, lo que se impone como nuevo paradigma hermenéutico; una
banalización exagerada de la reflexión social que evidencia los humores y los
estados de ánimos indigentes que atraviesan a los grupos sociales y que
proyectan en los sedimentos intelectuales como si fueran iluminaciones
revolucionarias de las ciencias sociales. Más que revelar el actual esteticismo
o hedonismo intelectual un sagrado avance de enriquecimiento cultural, o un
actitud política por estudiar parcelas olvidadas del conocimiento social, lo
que se nota es una elegante superficialidad y crueldad conceptual, por
justificar un comportamiento perturbado e inmoral, que no hace sino repetir los
mismos vicios y traumas edípicos de la vida ordinaria.
Se quiere ver
inconsistentemente en el discurso disidente un vestuario cool para ocasiones
de sensibilización social, un pregón
subversivo y libertario que se manipula cuando la misericordia sofisticada de
las labores de asistencia social enmascaran una pose de rebeldía y jovialidad,
que abandonan tan pronto reales acciones de insurgencia lingüística toman la
vanguardia de la historia. No quiero parecer destructivo pero ese proyecto de
una socialdemocracia de la moral, para imprimir tolerancia y civilidad a los
enormes pantanos de la discriminación con un diálogo eurocéntrico, preñado de
retórica confusa, a lo único que conduce es a perennizar audazmente las
estructuras profundas de un esteticismo criollo que no ha hecho sino hacer
sufrir a todas las identidades y generaciones de vencidos que han vivido en
estas tierras, porque ha mantenido intactos valores aristocráticos que todas
las clases desean secretamente. Esos valores estéticos, llenos de seducción
aristocrática y que son presentados como ideas fuerzas de la liberación y emancipación
sensorial ciertamente no pueden ser asumidos de forma democrática como
persiguen los innumerables talleres de autoestima, porque hacerlo sería
reproducir la hegemonía de un poder sensible al que nadie quiere renunciar, y
que sin embargo, nuestra izquierda postmoderna cuestiona con fervor religioso.
Creo hoy por hoy que no se trata de ser ambiguo, ecléctico, moderado o
clínicamente relativista para soportar la gramática del cáncer criollo, sin
caer en las garras de su patología, pero hay que reconocerlo, y eso sería un
buen avance revolucionario, que esa privatización esteticista y narcisista en
su dominio masificado nos hace sufrir a todos aun cuando las mentes más
empoderadas se muestren astutamente etnometodológicas o escépticos creativos.
7. Operativización o pragmatismo.
Un último vicio que
comparte la sociología como toda estructura profesional de la nación, es ese
enervado predominio de una base meramente técnica. Con el mantenimiento de una
cierta lógica económica impone la reproducción de un cierto sistema educativo
superior, en la que a su vez se entrena la fuerza de trabajo más calificada
bajo un criterio eminentemente técnico, se comprenderá que las líneas de acción
laboral así como los aprendizajes cognoscitivos que hacen posible la destreza
profesional quedan atrapados en la constitución de un manejo saturadamente
administrativo. Es esta cultura de administradores y gerentes que termina
contrayendo la evolución de una psicología organizativa más creativa y
empresarial, la que se impone reticularmente como cultura de trabajo, que
ciertamente no rompe con el imaginario
criollo del funcionariado sino que lo reproduce audazmente. No deseo ser
polisémico, pero los cambios culturales que ha sufrido la cotidianidad
profesional no han roto con ese humanismo recalcitrante y tradicionalista que
disminuye la eficacia y la productividad laboral, sino que ha reforzado ese
parroquialismo implícito de las disposiciones culturales acerca de las
obligaciones en todo sentido, creando sólo un lazo monetario como promotor de
la inventiva y de la productividad laboral
Es este modelamiento
mercantil de la psicología profesional para incentivar su eficiencia y
producción, lo que desanima la
consecución de una compenetración cooperativa entre los miembros individuales y
los diversos sectores de toda institución, y lo que a larga ocasiona la lenta
degradación moral de los buenos elementos burocráticos porque el funcionamiento
del diseño abandona su perfeccionamiento personal y autorrealización cultural.
Es decir, en condiciones periféricas de dominio de un régimen de acumulación
elemental y extractivista las diversas organizaciones privadas y estatales que
hacen posible su administración y mantenimiento, son las que perjudican la
proliferación de mutaciones organizativas y profesionales en sintonía con la
evolución positiva de la estructura productiva. Este paradójico retroceso de
una actividad profesional que la opinión pública y la demanda profesional
endiosan es lo que no permite la
secularización exitosa de las religiosidades populares, y la razón política que
legitima la introyección naturalizada de una cultura profesional francamente
patriarcal y abusiva. Si bien en cierta medida se ha conseguido remover los
cimientos de una cultura administrativa anticuada y obsoleta, sobre todo en el
sector privado, sigue persistiendo una
definición del funcionariado sectorial y poco interactivo al trabajo
cooperativo, que es lo que no permite la continua modernización del sector
público/privado y lo que facilita la degradación de su ética profesional
permeable, por supuesto a la corrupción
pública y a las mafias clientelares.
Este ethos
pseudoadmistrativo se amplía ontológicamente en
las organizaciones reticulares del tercer sector, como son las ONGs sin
fines de lucro. Ahí donde el Estado providencia retrocede, o surgen nuevas necesidades sociales se desarrolla con
autonomía una red insospechada de organizaciones que recapacitan en múltiples
formas de empoderamiento social a los estratos y cultura populares diversas. El
objetivo es compensar psicológicamente el efecto desolador que produce el
relajamiento de la esfera laboral, al ser el sistema productivo incapaz de
superar el crónico desempleo y la experiencia precaria de un mercado de trabajo
profundamente flexibilizado. La seguridad cultural que producía el sector
asalariado promovía un tipo de cultura de la responsabilidad, actitud moral que
se iría erosionando a medida que al inseguridad laboral, los sistemas de
consumo mediáticos, y la descomposición de los sistemas de valores
consolidarían la formación de una ética del trabajo menguada y debilitada por
la expansión de la sociedad del ocio. Ahí donde el lazo que unía a las metas de
una empresa es meramente de sobrevivencia material, se produce una aceptación
cínica a los fines políticos de toda entidad organizativa, es decir, se hace
todo con feroz pragmatismo y eficacia porque el trabajo es trabajo, no
importando lo que haga la organización con mi plusvalor técnico.
Actualmente esta
cultura de la responsabilidad pragmática se escurre en el mismo núcleo de la
ingeniería social, haciendo del análisis social un mero apéndice consultor de
una estrategia de compensación social, francamente hipócrita y sesudamente
asistencialista. El reentrenamiento técnico que ofrecen las entidades sociales
sin fines de lucro llevaría a dotar al paciente desviado y abandonado por el
sistema económico a aceptar resignadamente lo existente, y por lo tanto, a
reincorporarlo a un mundo laboral sinceramente descompuesto y fragmentado.
Conclusiones.
A modo de síntesis la
crisis de paradigmas que atraviesa a sociología no sería sólo causada por el
avance de factores externos como la globalización o la crisis del historicismo,
sino estrictamente por la manera errónea como se ha buscado su institucionalización.
Ahí donde retrocede el discurso de una
secularización modernizante y la sociedad viene a ser la amalgama curiosa de
componentes yuxtapuestos y en desorden
funcional, se asiste a un escenario donde el consejo planificador que
antaño acompañaba al cambio desarrollista es desalojado por la hegemonía de una
racionalidad estratégica ciega y fragmentaria. Ese drástico subordinamiento del
análisis social a la promoción de un discurso administrativo en clara sintonía
con las necesidades del régimen de acumulación es lo que vuelve inservible el
diagnóstico reflexivo de la sociología,
ya que sería el desenvolvimiento de un saber empirista y francamente gerencial
lo que eclipsaría el desarrollo de lenguajes alternativos o en decidido
antagonismo renovador con la arquitectura cognoscitiva que hoy publicita la
sociología peruana, tanto en el ámbito académico como profesional. Es el
contundente muro institucional y epistemológico que supone la actual
organización espacial/temporal de la sociología la que la hace sucumbir ante el
irresistible avance de la instrumentalización neoliberal, y lo que expulsa al
pensamiento comprometido al desarrollo aislado de ideologismos descentrados y esquizofrénicos
que en nada contribuyen al desarrollo de la sociología con respecto al porvenir
de la sociedad.
Sólo, a modo de
profilaxis, un nuevo discurso original que produzca una nueva revolución
científica podrá desactivar los enmarañamientos positivistas que producen el
reciclamiento de una ideología colonial ciertamente escolástica e empirista.
Pero esto sólo se podrá hacer si este nuevo relato con fervor histórico y vitalista es ciertamente acompañado por la
organicidad de un actor político, sino la teoría se perderá en el relativismo
de la vulgaridad y en el cinismo actual de la conciencia profesional.
10 de Diciembre del 2011
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