miércoles, 1 de agosto de 2018

Las sietes plagas de la sociología peruana.




Observaciones preliminares:

En los límites de este ensayo se despliega una crítica constructiva de los serios límites teóricos, metodológicos y operativos que evidencia el quehacer sociológico en el Perú contemporáneo. El supuesto que acompaña estas reflexiones no busca la irrefutabilidad, sino presentar un esquema tentativo de explicación semántica de los conceptos y enfoques que han recorrido el análisis social, con el propósito de despejar el camino de la trayectoria académico-política de todo aquel positivismo iconoclasta que ha infectado la base psíquica de nuestros diagnósticos  y conclusiones, y que ha garantizado el sometimiento ontológico de la disciplina sociológica a una división profesional del trabajo sinceramente instrumental y tecnocrática. En fin la hipótesis que recorre estas notas de investigación es que el divorcio escandaloso entre el saber sociológico, y en general de todas las ciencias sociales, con respecto a la vida domesticada no ha sido ocasionado por la derrota ontológica de la narrativa socialista, y su posterior evaporación en la gramática operativa del tercer sector, sino por un más fino desencuentro político entre un discurso negativo que se iría colonizando y pragmatizando con el tiempo, y una vida desguarnecida y ritualizada que rechazaría de plano las cosificaciones enajenantes de la modernización eurocéntrica. Si hay que buscar motivos pertinentes en los extramuros de las ciencias sociales para explicar la crisis de la sociología peruana, habría que detenernos a considerar que la separación politizada entre un individualismo metodológico y existencial, y por otra parte,  un operativismo gerencial en el seno profesional de la sociología no ha sido ocasionado por la supremacía incontrolable del caos global y sus determinaciones complejas, sino por razones estrictamente internas en el quehacer de la comunidad científica.

No me refiero al desgaste de los enfoques dominantes (marxismo dependentista, hermenéutica, liberalismo, etc.) en su búsqueda de atrapar y reorientar la realidad sino a que este atrofiamiento que evidencia el análisis social ha sido producto de la imposición política de verdades de consignas, todo por favorecer la multiplicación doctrinaria de organizaciones sociales de izquierda en la regiones ritualizadas de la cultura popular, a sabiendas que este acomodamiento proselitista del discurso negativo iría empobreciendo y destruyendo la disposición psíquica de la rebeldía social, a medida que la realidad cultural iba cambiando y se perdía el protagonismo colectivo de las vanguardias socialistas. La razón cultural y ciertamente filosófica que describe esta sociología de los conceptos, en su explicitamientos y ocultamientos, reside en el examen acucioso de la dinámica sociológica en la actual realidad académico-profesional. Para ello he detectado siete enredamientos epistemológicos o políticos, cuyo devenir histórico cultural ha imposibilitado la desactivación psicológico-hermenéutica del comportamiento criollo en el seno de los personajes intelectuales y profesionales de esta disciplina. A continuación se revisa la historia semántica de algunas trabas ideológicas.

1. Empirismo.

En  primera instancia un vicio epistemológico que padece el análisis social es la trabazón irracional del empirismo: la incapacidad para organizar y remontarse sobre los datos para correlacionarlos y  reconstruir abstractamente la realidad en base a formaciones teóricas. Pero definamos, en primera instancia el empirismo como actitud cognoscitiva en la historia del pensamiento filosófico a modo de complemento.

Al contrario del racionalismo, inspirado en las observaciones de Descartes – que creía firmemente que la experiencia no proporcionaba señales fidedignas sobre las cuales reposar conocimiento objetivo, ya que la realidad empírica es un hecho subjetivo, una derivación incongruente del saber ideal- el empirismo sostiene que el dato sensible no es una falsificación subjetiva, sino la prueba fiel y concreta de que se existe, cuya realidad vivencial permite la construcción de saberes y prácticas reales. En las observaciones epistemológicas de David Hume[1] la evidencia reporta un suelo confiable para construir conocimiento, no negando la racionalidad  sino orquestándola a partir de la organización lógica de los datos, cuye fenomenología autónoma proporcionaría lecturas desideologizadas, y por tanto, impresiones objetivas de como conducirse en la práctica.

Este severo cuestionamiento a esta forma elemental de producir conocimiento, y por lo tanto, de intervención práctica, es que ofrece poca capacidad de intervención real sobre procesos y contextos más macro, ya que siempre es un saber ideologizado y cargado de prenociones tradicionales, que no escapa a los sistemas de valores locales. Se podría decir, que esta forma inicial de construir conocimiento es útil en algunas experiencias simples de acción práctica, pero no lo es en niveles de mayor complejidad y generalización. A lo mucho estas exploraciones curiosas sirven para acumular datos e impresiones sobre algún fenómeno empírico, a partir de cuya sistematización más reflexiva se puede posteriormente elaborar marcos teóricos de mayor amplitud u observación parcializada.

En el caso del Perú, este empirismo cognoscitivo estuvo presente desde el inicio de la formación de nuestras sociedades ancestrales, en los horizontes culturales, precolombinos. En base a la observación  paciente y emulativa de las regularidades de la  naturaleza circundante, pudieron edificar una civilización compleja y rica en sabidurías prácticas que fue reproduciéndose a través de las síntesis panandina de las culturas amerindias. En esta etapa precolombina se podría conjeturar que la experiencia acumulada en  las organizaciones andinas confirmaba la idea de  que la vivencia lógica armonizaba con la construcción práctica y ritual de conocimiento. A pesar de las alteraciones últimas que experimentó la organización cultural incásica en su consolidación imperial, ciertamente el saber ritual se mantuvo inalterado y fue transmitido sincréticamente a la dominación virreinal, donde a pesar de la obra evangelizadora y la imposición forzosa de la aculturización eurocéntrica el empirismo andino seguiría reproduciéndose subordinadamente en la arquitectura plural de la organización colonial. La razón que explica que en el saber artesanal, ni nada sofisticado de la producción gremial, sobreviviera el empirismo ancestral es que el nivel civilizatorio de la empresa colonial no representó una ruptura cognoscitiva con las sabidurías indígenas, sino que la dominación se acopló unilateralmente sin trastocar de manera biopolítica la herencia panandina. La colonia como psique pre-científica en su producción artesanal y primarizada no significó una separación entre arte y técnica que si se manifestaría en el capitalismo industrial eurocéntrico.

Es la descomposición ulterior que experimentó la formación social a manos de la modernización estructural de las teorías del desarrollo, la que sirvió de contexto implícito para desconectarse de este empirismo larvario en el área de la inteligencia social. A pesar que el humanismo antropológico acumuló crónicas y materiales etnográficos a lo largo del desarrollo del pensamiento social sobre los cuales se edificó un material importante de conocimiento histórico-cultural a cerca de la realidad peruana, este saber literario y descriptivo no podía ser propiamente un diagnóstico racional que facilitara la acción planificada y el cambio estructural. Por ello el paso siguiente a una realidad que se trastornaba rápidamente en concurrencia objetiva con los actores sociales  de la modernización era cientifizar y sistematizar los hallazgos empiristas, y erosionar así una tradición del saber social que bloqueaba el encumbramiento sociologizado de enfoques y construcciones teóricas. El empirismo social que anteriormente nutría un discurso político en sintonía con los cambios iniciales y paulatinos de la estructura social, devino pronto en ineficaz como visión social a medida que la secularización industrial exigía una planificación holística que asegurara el control histórico y racional de la formación social. Por múltiples razones esta transformación fáustica que se dejó percibir en las observaciones del Cepalismo, el marxismo ortodoxo y el dependentismo, cedería su lugar al retorno de un positivismo empirista, en la medida que el perfil social se alteraría y estallaría en microrealidades heterogéneas y escenarios objetivos, que obstaculizaron lecturas totales y consejos fieles a la condición autoritaria de esta estratificación social. Este empirismo político se dejaría ver en las actitudes administrativas del tercer sector y en la hermenéutica testimonial de la tradición culturalista.

En relación al sector tecnocrático del empirismo sociológico, la reflexión entregaría toneladas de evidencias descriptivas sobre las cuales se tomarían decisiones estratégicas y postergatorias de los males sociales donde la reflexión acertada de asesores sería escandalosamente maquillada según los intereses de reproducción de una realidad gerenciada, y contenida en el asistencialismo de la política social. En cuanto al testimonio hermenéutico, el fragmento intertextual de la entrevista, la historia de vida y las técnicas grupales recogerían el proceso íntimo e intersubjetivo de los fenómenos sociales; una cultura testimonial demasiado cargada de consideraciones ideográficas y prenociones locales, sobre las cuales es imposible constituir un compromiso teorético más amplio, dado el carácter distorsionado y fragmentario de los datos cualitativos. El hiperrealismo del enunciado personal dejaría de servir en la medida que este nos habla de una cultura alienada que no existe más que de modo imparcial, ya que el testimonio sensible ocultaría algo más trascendental: la muerte de una sujeto y de una conciencia en un mar de fuerzas pulsionales y cínicas.

2. Ahistoricismo.

Un vicio actual del razonamiento sociológico es la casi desconexión aparente entre las grandes conclusiones de la investigación social y procesos históricos de larga duración. Este presentismo, desinformado de la génesis histórica de la totalidad de las temáticas que atraviesan al pensamiento sociológico, es el resultado inesperado del impacto sociocultural que supuso la violencia política en el país. Las consecuencias psicosociales de la violencia dogmática sobre las mentalidades populares, y a larga sobre la disposición intelectual de las clases medias informadas ha significado la desaparición cínica de la memoria histórica, lo que define el completo naufragio de la vida cotidiana en la reafirmación individual. Se podría sostener contundentemente que el desencuentro ontológico entre la cultura ritual, hoy presa del consumismo instantáneo, y el historicismo socialista ha arrojado al organismo social al culto de un sensualismo desbocado que disipa toda tentativa de sublimación histórica, y que ha contenido toda evolución armoniosa de la vida  material en relación a los sistemas de valores y representaciones sociales. Este divorcio natural entre la religiosidad inmanente de las culturas populares y su susodicho progreso cultural ha evitado la institucionalización de las ciencias sociales en la cultura política de los grupos sociales, y además la ha estigmatizado para los valores nihilistas actuales como un saber terrorista e incongruente con el pragmatismo y sensualismo cotidiano que impera.

A la larga la demencial violencia política, manifiesta por la desadaptación gregaria de porciones poblacionales significativas con respecto a la imposición del criollismo individualizante, ha acelerado el rechazo de las culturas subalternas y de la diversidad individual a la razón histórica, lo cual ha delatado la incapacidad de la vida compleja a pensarse como comunidad, y en  términos de progreso compartido. La ausencia de historia en la constitución sociocultural de las identidades sociales, las hace más permeable a la incertidumbre y a la contingencia trágica, lo cual dibuja la sentencia filosófica: que ahí donde la inmadurez de la formación social no logra expresarse en términos históricos, la personalidad micrológica experimenta el carácter eternamente inconcluso y desrealizado de su existencia individual. La historicidad sería percibida como el predominio de un tiempo macabro que siempre pasa y que nos torna transitorios y efímeros. El precio de no caer en la tentación autoritaria de darle un sentido histórico a la vida, es habitar en el sinsentido espumático de la existencia atomizada, ahí donde el único peligro es desaparecer en la paz de lo estúpido e insignificante.

Si bien existe en la recuperación historiográfica de nuestra historia, una actitud por redescubrir las raíces temporales de una memoria que se desvanece en el presentismo estúpido, este esfuerzo no halla eco en el devenir académico-profesional de la sociología. En primera instancia, nuestra ciencia tecnocrática carece de una visión histórica del éxito programado, vive en la completa gestión de la ideología, reproduciendo un trabajo de enmendaduras y de capacitaciones reafirmantes que a lo único a que conducen es a perennizar el dominio tecnoburocrático. La técnica avanza ciega, sin escuchar a la ilustración de la sociología aplicada, y reproduciendo un ideario de compensación útil a la vida domesticada y excluida del imperio.

En el caso de la historiografía cultural ésta ciertamente ilumina aspectos olvidados del proceso de construcción de la vida cotidiana, lo que ha variado o se ha repintado pero esta no impacta sino levemente en la sociología preexistente más que como mero dato de un curso repetitivo. La ahistoricidad de la ciencia histórica y de la sociología académica es que han abandonado toda empresa de influir racionalmente en el presente; es decir, celebran como pasiones irresistibles que deben ser leídas sin prospectiva aparentes. El modo como se desarrolla la crónica de viajeros en la historia de nuestras mentalidades, delata la tendencia psicológica de las clases medias que han renunciado al cambio responsable, convirtiendo la indagación histórica en un anti acuario de recuerdos nostálgicos y exóticos. La sociología criolla de la mesocracia revolucionaria es incapaz de presentar relatos históricos en la larga duración porque ciertamente se teme romper con el pasado, en el cual se refugia ante el impacto del progreso tecnológico y se mantiene petrificada ante la evidencia de un organismo exhausto, preñado de una enfermedad modernizante que no logra comprender a  cabalidad.

Hoy en día al esfumarse toda actitud realmente histórica en las indagaciones sociológicas se ingresa en un escenario investigativo donde cada conclusión o resultado refleja una total carencia de pronóstico o tendencia remarcada. Es el cambio drástico de la mentalidad de las capas medias, unido a un tejido popular hundido en las  fauces del hiperconsumo, lo que expulsa del imaginario intelectual a la causalidad histórica, donde el razonamiento advierte el despliegue de un discurso celebratorio que ha convertido el examen de nuestra realidad en un museo de extravagancias y piezas de colección filológicas, que se subastan al mejor postor. No quiero pecar de fastidioso, pero la impaciencia historificante que demuestran las organizaciones de vanguardia, unido a ello, la práctica de una sociología histórica que ha abandonado toda alternativa programada por recrear barrocamente los paisajes del pasado extraviado, son los motivos suficientes que explican el pesimismo ahistórico de nuestra cultura de pensadores criollos. En este mundo de misiones monásticas a la conciencia hambrienta de una mentalidad ahistórica, que desea ardientemente eternizar el presente en la inmanencia del discurso seductor, este pensamiento de recoger reliquias suele convertirse en una actitud de petrificar el pasado, a sabiendas que esto es capitular de forma cultural al recuerdo asesino. La sociología por extensión está contaminada de esta costumbre ahistórica, ya que su presentismo empirista naufraga en los islotes del lenguaje, incapaz de verter en la imaginación social los tesoros de un tiempo que todo lo envejece, de una nostalgia que esta tarada de no poder ser expresada en la exultación de la vida.

3. Carencia de visión filosófica.

Un tercer vicio es la postergación intencional del aporte filosófico al mejoramiento y perfección del análisis social, rasgo presente en casi todas las ciencias sociales, desde sus orígenes. El motivo que explica por qué ha sido expulsada la filosofía especulativa de los espacios destinados a la reflexión científica tiene su génesis en la particular negación epistemológica de la tradición arielista de los pensadores sociales, que fusionaban en el ensayismo diversas disciplinas de la humanística sin perder la cohesión visionaria de lo que pensaban. Este rechazo a cualquier discurso filosófico se comprende en la medida que se lo emparentaba con  proposiciones pseudocientíficas, cuyos diagnósticos estaban elaborados sin respetar metodología alguna, sólo apelando al intuicionismo y al ensayismo narcisista, y cuya propedéutica era  finalmente nula o sólo recogida en el proselitismo político de coyunturas electorales. Sin embargo, a pesar que el matiz que predominaba antes de la institucionalización de la sociología era el originario de la erudición y del humanismo consagrado, no dejaba de ser cierto que este saber era muy subjetivo e inapropiado para intervenir la realidad, dado el hecho que había que contrastarlo o verificarlo primeramente con la adopción del método científico y luego convertirlo en planificación operativa.

Sin embargo, soy del supuesto indiscreto y desideologizado que no fue el inadecuamiento tecnológico de la filosofía para asesorar a la gran razón lo que explica su desplazamiento político del escenario del desarrollismo social, sino una más audaz empresa de instauración política de una vanguardia intelectual marxista, que vio en el cambio estructural las señales cognoscitivas apropiadas para la asunción de su poder. El respaldo ideológico que se percibió en el cientificismo económico de las primeras décadas de una modernización indetenible, redujo la  totalidad del pensar social a la repetición escolástica de la lucha de clases y demás consignas del marxismo, haciendo ver que el derrotero de las investigaciones  sociales sólo confirmaría sus sacras leyes historicistas y sólo había que levantarse a la acción y realizarla en lo concreto. En otras palabras, el marxismo ortodoxo, ni como teoría analítica ni como guía para la acción logro deshacerse de la disposición  totémica que imperaba en la formación social, sustituyendo la necesidad de un sentido religioso con el dogma irrefutable del fundamentalismo racional, que luego Sendero Luminoso convertiría en guerra popular. Es esta creencia enceguecida en el marxismo de manual, lo que debilitaría el desarrollo correcto de la ciencia social, y lo que atrofiaría en una pastoral del resentimiento al cumplimiento de la utopía a toda costa.

En síntesis: el surgimiento hegemónico de una ciencia sociológica marxista, a  pesar de todas sus contribuciones documentales que ha aportado a estos escenarios periféricos del capital, erosiona la riqueza de contenidos y de abordajes que demostró el pensamiento arielista, estropeando la posibilidad de generar una filosofía peruana acorde con estas realidades sacrificiales. Al identificarse la filosofía con desviación burguesa o material inservible de trabalenguas se negó toda cercanía de desarrollar la razón y su profundidad analítico-sintética, que es lo mismo decir que no se practicó certeramente el pensamiento, sino que se creyó fervientemente en postulados ideales que con el tiempo serían inconciliables con una realidad que cambiaba aceleradamente, y que el marxista no aceptaba. La pobreza del marxismo actual proviene de este culto desesperado a un régimen de verdades consagradas, frente a las cuales demostrar desacuerdo es poco más que una traición burguesa; es decir, no se hizo filosofía radical aun cuando se presumía todo lo contrario, porque estas reflexiones a toda variedad de haberse dado hubieran significado competencia a la ideología dominante en el sociologismo.

Este consenso ortodoxo empobreció el análisis social, y por ende, a la organicidad  política de las clases populares que fueron reducidas a su componente proletarizado, y a una estrategia de lucha reivindicativa claramente confrontacional y voluntarista. Es la hegemonía estupidizante de un saber político de etiqueta lo que atrofia y seguirá atrofiando el encuentro ontológico en el intelecto del socialismo filosófico y las formaciones socioculturales del país; generándose una inteligencia incapaz de escapar a la pseudocultura del marxismo, y por lo tanto, habituada a rechazar cualquier conocimiento filosófico intercultural, por carecer de la suficiente solidez lógica para ser aplicado, o por ser simplemente tachado de trivialidad pequeño burguesa.

Desde este desencuentro entre filosofía racional y vitalista, y una realidad intelectual empapelada de consignas pseudocientíficas asistimos a la supremacía de  consumidores de cultura, y de todo un ejército de facilitadores de información posmoderna que carecen de la originalidad para autoconocerse. En vez que esta multiplicación posmoderna de diagnósticos relativistas y turísticos sea redefinida e impregnada de nuestra particular espiritualidad periférica, se devora inconscientemente y se desplieguen informes de investigación que acomodan la realidad a una teorización y exploración celebratoria, careciendo todos ellos de un verdadero compromiso por hallar los cimientos orgánicos de nuestra  racionalidad mimética. Es esta colonización de la estructura intelectual a manos del culto exhibicionista de las clases medias, lo que permite continuar con una sociología repetitiva en el campo de la investigación social; una sociología fácilmente inclinada a someterse al oficio instrumental, y que subordina su interpretación culturalista a un juego recreativo de mercenarios profesionales y operadores comunicativos, accesibles y corrompidos por la ideología del mercado.

Finalmente, soy de la tesis discutible que la erosión desmoralizadora que padece la estructura intelectual en su esfuerzo de ser admitidos innoblemente en la división internacional del trabajo, sumándose a ello el arribismo histórico de las capas medias, es lo que incapacita a las mentes más esclarecidas a poder desarrollar filosofía auténtica, y a liberarse de todo aquel odio conceptual y doctrinario que impide una correcta lectura holística y desafiante de la locura administrada del Perú contemporáneo.

4. Politicismo y apoliticismo.

Tal vez uno de los problemas más serios de la sociología peruana es la  marcada reproducción de los mismos males de la organización  y la cultura política, que dice pomposamente cuestionar. En primera instancia, la pragmatización clientelar del poder político ha generado que los mejores cuadros profesionales de las ciencias sociales, hayan tenido que ha abandonar las rutas institucionales de crecimiento profesional – ¡si las hay!- para tener que adherirse a una división interna del trabajo que impone desde los actores privados las principales líneas de investigación y promoción social. La brusca tecnificación de la política no sólo ha impuesto una realidad laboral sinceramente opuesta a  toda ética académica, que aún se sigue vociferando en la ingenuidad de la crítica romántica, sino que además ha subordinado las destrezas operativas al despliegue formalizado de una ingeniería social francamente enceguecida, en donde la virtud política es reproducir obstinadamente una idea siciliana de poder. En  vez que la lógica de la política criolla, de  los partidos  tradicionales haya sido negada con el ejemplo alternativo de una moral blanca y transparente, se ha permitido que la ambición de ser poder fáctico haya carcomido los cimientos de una antropología política completamente diferente, aun cuando tal discurso del cual se precia la academia sea constantemente plagiado en función de intereses particulares, y de facciones políticas que sólo desean ardientemente la experimentación de la razón de Estado.

Al dejar que el patriarcalismo de nuestros feudos intelectuales sean subordinados a las pugnas de operadores políticos, y de lobbystas voraces, se ha permitido que  la ascensión del saber social y de la generación digna de teorías  sociales, sea dirigida innoblemente a justificar el predominio de un campo político-académico de donde impera una cultura profesional generalmente parroquial; que en el fondo utiliza el discurso del cambio cualitativo para capturar el entramado institucional del sistema político, y no alterar sino convenidamente la lógica biopolítica de la infraestructura social. No soy lo suficientemente moral para admitirlo, pues hacerlo sería un suicidio económico, pero el reino enquistado de esta mala política, que sólo utiliza el discurso de la lucha de clases para maquillar su ambición por el poder supremo, es el muro ideológico que no permite, ni permitirá la desactivación de la gramática de la dominación criolla, pues la conservación de esta red fétida de saberes escépticos y cínicos facilita y hace eficaz su vieja idea bolche de tomar el poder. No hay un real compromiso  por iluminar la cultura de los sometidos, de deconstruir los complejos entramados de la explotación y del abuso cultural, sino una actitud aristocrática por exhibir esta denuncia estética de nuestros desencuentros culturales como si fuera curiosidades exóticas dignas de ser discutidas y celebradas. En cuanto la praxis honesta torna guía estas recomendaciones temerarias, enseguida cae sobre el romántico avezado el descredito de la envidia, el resentimiento y la dizque inmadurez infantil. Ahí donde gobierna impunemente un conocimiento moderado de la sociedad, que vive desconectado de  la política radical de montoneros de las clases populares, se facilita el recrudecimiento de una moral mercantilista y del delito mafioso, que asume el más escandaloso ropaje de los diplomático y la concertación, y que se atreve a criminalizar todo atisbo de  descontento por carecer de la necesaria hidalguía del dialogo florido e hipócrita.

Sé que revertir moralmente el avance del mercado político es sinceramente una locura angelical que puede acabar mal, pero soy portador de la suficiente inocencia para denunciar las  aberraciones y patologías que sufre la acción política en el seno de las organizaciones partidarias socialistas, y por extensión de todas aquellas actividades que tratan de relaciones sociales, como es la sociología. Sé que es difícil admitirlo, pero es el histórico manejo politiquero de la comunidad científica sociológica, lo que ha obstaculizado el feliz connubio entre la razón intelectual y la naturaleza empírica de la vida, y a la larga la que ha garantizado la lenta decadencia ideológica del análisis social al fracasar la transformación dialéctica del mundo, y haberse convertido la estructura profesional en una selva oscura de clientelas y componendas políticas de la que nadie puede deshacerse so pena de arruinarse y desaparecer.  Es esta incapacidad político-profesional por defender un norte en el decurso de la sociología lo que ha permitido que sus discursos y contenidos sociales hayan capitulado ante una literatura de bohemios, en el peor de los casos.

Quería dejar para el final de este acápite el análisis de la desafección cívica que existe en el seno de las ciencias sociales. La descomposición de la cultura cívica en la estratificación social debido al impacto del protagonismo individual como lógica de acción social, influye como disposición psicológica a la cultura profesional del sociólogo, lo cual lo hace vulnerable, o ser indiferente ante el estado lamentable del campo profesional y a tener que adaptarse como sea. Quizás la consideración de ver instrumentalmente a la sociología como mero trabajo, como simple herramienta de movilidad social ha asegurado la lenta institucionalización rentable del saber sociológico en el rubro operativo, pero ha ocasionado una actitud acrítica ante el proceso de formación curricular, en donde la carencia de valores sociales a la hora de permitir la hegemonía del mercado laboral, ha causado un profesional que vende sus destrezas analíticas y de gerencia al mejor postor. Este lento acomodamiento de la psicología organizativa a una estructura profesional que exige un trabajo social de asistencia y de resolución de conflictos en temas sensibles de producción extractiva y de sostenibilidad ambiental, generalmente describe el dramático predominio de la técnica social a amparar y justificar el excesivo avance de una forma de producción elemental, que se enemista brutalmente con la evolución civilizada de los mercados internos locales, regionales, y con toda la evolución,  por ende, de la cultura y de los sistema de valores democráticos que se difunden como panacea de correcta socialización.. Al concebirse el trabajo social como una actividad educativa e interpretativa que debe contener privatizadamente el impacto desrealizador de la lógica sistémica del desarrollo se sujeta la inteligencia comprensiva y la hermenéutica del diálogo a un mero oficio de reafirmación individual, en donde la inconsciencia del cinismo y de la mentira instalada hacen ganar jugosas cantidades a todos los ingenieros de la comunicación y de la máscara social.

Es este light desentendimiento de la manera cínica como ha sido succionado el trabajo social de la sociología a las órdenes de un discurso de concertación democrática que no  para sino alimenta la sistemática degradación de la sociedad a la que dice proteger, lo que convierte el oficio del sociólogo en una actividad de  comunicadores que enmascaran lo deletéreo como benéfico. Es esta individualización equivocada de las destrezas profesionales a un mercado laboral fragmentario, sobresaturado de mendigos y de  ideologías de exiliados, lo que decide el imperio de una conciencia social que naturaliza las miserias y riquezas de la realidad inminente, una inteligencia que al aceptar lo existente naufraga en los océanos del empirismo y de la ceguera ateórica.

5. Carencia de visiones de conjunto.

Es vieja la discusión de antaño entre Popper y Adorno acerca del carácter de la sociedad democrático-burguesa contemporánea. El primero en clave liberal decía que  la sociedad de los 50s y 60s era una sociedad abierta, mientras que Adorno y Marcuse sostenían que era una sociedad cerrada, en clave hegeliana-marxista. Por un parte, para Popper a pesar de las señales de una planificación homogeneizante defendía que la sociedad era una pluralidad articulada que debía desarrollarse en forma fragmentaria a diversos grados y en  forma parcelada. Argumentaba que siendo la sociedad capitalista una diversidad de componentes yuxtapuestos era viable hacerla progresar en base a subsistemas funcionales cada uno con su propia lógica y no en forma de  un cuerpo mecanizado, como argüía Adorno con su política holista. En cuanto a este último, dado que su diagnóstico era que “la totalidad era falsa” un organismo mutilado atrapado en la jaula de hierro burocrático, que padecía la alienación desrealizadora, esta propedéutica de  Popper no le significaba más que la práctica política del viejo lema maquiavélico: “divide y vencerás” y que a larga esta fragmentación acumulada impedía la emancipación de la colectividad, y por lo tanto, esclavizaba al individuo en un mundo sin corazón.

A varios niveles esta discusión evidencia la oposición utópica impracticable. Hoy en día ante el agotamiento de la planificación universalista y el avance de formas estratégicas de conseguir el orden civilizatorio en modelo de contextos caóticos, la recomendación de Adorno no deja de ser necesaria, pero es ciertamente problemática. El diseño formal que debe guiarnos hacia una diversidad emancipada, desangra y divide al espíritu de la sociedad alienada. Si lo queremos ver dicho espíritu cobra una funcionalidad represiva en el diseño jurídico-político del Estado de derecho burgués. Pero en vez de permitir la libre acumulación variada del organismo social este diseño contiene y reprime las expresivas mutaciones de la esfera cultural acantonándolas agresivamente en el molde pastoral de la libre iniciativa privada. Es decir, la espiritualidad de la vida moderna es frenada y desalojada del edificio político democrático y llevada hacia las fauces de la clandestinidad, y del desfogue  desviado, donde todo lleva el estigma de lo ilegal.

Al extraviarse el motivo pedagógico de la política holista, se ingresa en un período político donde no se puede gobernar el exterior económico y físico de la vida en civilización y natural; sólo se pueden confeccionar provisionales momentos de orden y control social, siendo esto lo más realista y maduro. A la sociedad cuya complejidad había sido planificada a centímetro para asegurar la evacuación de la violencia y del accidente fáctico, es abandonada ante la indiferencia del sistema económico y la proliferación de las organizaciones técnicas. Es este quedar desguarnecido ante la ausencia de porvenir  y de planificación, lo que se exagera como ideología de poder, ante la necesidad que las instituciones sociales protectoras, y en especial el sistema educativo no ponga trabas a la introyección de una mentalidad de consumidores. Y es esta estimulación de los impulsos en la sociedad del deseo ideológico, lo que entrega a la sociedad a una constante desocialización o atomización concreta, donde todo a pesar de estar articulado lleva la marca del extrañamiento y la soledad más feroz.

Este sentimiento de un mundo fragmentado donde cada quien vive sumergido en la indiferencia autoritaria de la muchedumbre, es la que se cuela en la forma de razonamiento de la sociología de manera inusitada. De un modo increíble y desacertado se celebra como síntoma de progreso, apertura y tolerancia la heterogeneización de los enfoques, de las preferencias y de los diagnósticos de la investigación social. Más allá de que esta proliferación de estudios fragmentarios reflejen una conciencia plural e interdisciplinaria que sólo busca superar el dogmatismo y economicismo de nuestra tradición intelectual clásica, es este desorden fomentado irresponsablemente lo que bloquea la discusión interinstitucional, desanima la conformación de una comunidad científica institucionalizada, y lo que a la larga estimula una lectura estereotipada, etnocéntrica de la sociedad.

No digo con esto  que haya que esclavizar o regular totalitariamente el desarrollo de una investigación, pero muchas veces esta patología asistemática de sólo investigar por entretenimiento, es  lo que desnuda la gran distancia ontológica y ética que demuestra el investigador social contemporáneo hacia la elaboración de estudios o miradas totales. En un escenario donde es urgente que la sociedad de intelectuales genere una autoconsciencia del desarrollo múltiple de nuestra especificidad sociocultural, se desperdician energías juveniles en sólo estudiar lo que mi responsabilidad laboral me pide o lo que mi conciencia narcisista me demanda. Frente a la fragmentación política de la realidad la unidad de la teoría, como único antídoto imaginario para pensar una sociedad libre de desencuentros culturales y  de intereses insulares, cuya errónea celebración indiferente, delataría la refeudalización del análisis social, y a la vez su cada vez más audaz sometimiento a intereses coloniales. Sé que es ciertamente esquizofrénico ponerse del lado de la ambiciosa visión de  conjunto, pero  lo pronóstico, si la inteligencia no produce en el futuro cercano una teoría de lo que somos y seremos ténganlo por seguro, habremos desaparecido en la inmensidad de las relaciones de mercado y en un tejido autoritario y violento cada vez más espantoso.


6. Existencialismo y privatización.

Un comportamiento que parece estar inundando sin ninguna resistencia aparente, so pena de recibir el calificativo de reprimido social, el entorno de la academia es ese torpe hábito de escribir por solazamiento o por conveniencia personal. Un rezago naturalizado de ese hispanismo declarado que algunos cosmetólogos del conocimiento propagandean como si fuera algo innovador y significativo es esa actitud de inocular frivolidad en las preferencias y en  las maneras de razonar las temáticas que inundan la problemática social. No es sólo un cambio de valores generacionales o la estigmatización que ha arrastrado algunos temas clásicos de la sociología, por obra de la violencia política, lo que ha decidido el nuevo rumbo culturalista del análisis social, sino una más profunda razón estructural que tiene que ver con la pervivencia psicológica del viejo humanista dandi e irresponsable que sobrevive desde la colonia. Haga lo que se haga en vez que el pensamiento sobre la sociedad haya conservado esa obstinación solidaria por pensar a la sociedad peruana, se ha permitido innoblemente que el ajuste estructural y el impacto esteticista del cambio cultural hayan hecho trizas toda la enorme validez ideológica que tuvieron temas esenciales e indagaciones rectoras de nuestra accidentada realidad periférica. No es una excesiva generosidad lo que veo en la proliferación temática de la sociología actual sino el hechizo etnocéntrico de una mentalidad fragmentaria y egocéntrica, instalada en el corazón mismo del análisis social, lo que se impone como nuevo paradigma hermenéutico; una banalización exagerada de la reflexión social que evidencia los humores y los estados de ánimos indigentes que atraviesan a los grupos sociales y que proyectan en los sedimentos intelectuales como si fueran iluminaciones revolucionarias de las ciencias sociales. Más que revelar el actual esteticismo o hedonismo intelectual un sagrado avance de enriquecimiento cultural, o un actitud política por estudiar parcelas olvidadas del conocimiento social, lo que se nota es una elegante superficialidad y crueldad conceptual, por justificar un comportamiento perturbado e inmoral, que no hace sino repetir los mismos vicios y traumas edípicos de la vida ordinaria.

Se quiere ver inconsistentemente en el discurso disidente un vestuario cool para ocasiones de  sensibilización social, un pregón subversivo y libertario que se manipula cuando la misericordia sofisticada de las labores de asistencia social enmascaran una pose de rebeldía y jovialidad, que abandonan tan pronto reales acciones de insurgencia lingüística toman la vanguardia de la historia. No quiero parecer destructivo pero ese proyecto de una socialdemocracia de la moral, para imprimir tolerancia y civilidad a los enormes pantanos de la discriminación con un diálogo eurocéntrico, preñado de retórica confusa, a lo único que conduce es a perennizar audazmente las estructuras profundas de un esteticismo criollo que no ha hecho sino hacer sufrir a todas las identidades y generaciones de vencidos que han vivido en estas tierras, porque ha mantenido intactos valores aristocráticos que todas las clases desean secretamente. Esos valores estéticos, llenos de seducción aristocrática y que son presentados como ideas fuerzas de la liberación y emancipación sensorial ciertamente no pueden ser asumidos de forma democrática como persiguen los innumerables talleres de autoestima, porque hacerlo sería reproducir la hegemonía de un poder sensible al que nadie quiere renunciar, y que sin embargo, nuestra izquierda postmoderna cuestiona con fervor religioso. Creo hoy por hoy que no se trata de ser ambiguo, ecléctico, moderado o clínicamente relativista para soportar la gramática del cáncer criollo, sin caer en las garras de su patología, pero hay que reconocerlo, y eso sería un buen avance revolucionario, que esa privatización esteticista y narcisista en su dominio masificado nos hace sufrir a todos aun cuando las mentes más empoderadas se muestren astutamente etnometodológicas o escépticos creativos.

7. Operativización o pragmatismo.

Un último vicio que comparte la sociología como toda estructura profesional de la nación, es ese enervado predominio de una base meramente técnica. Con el mantenimiento de una cierta lógica económica impone la reproducción de un cierto sistema educativo superior, en la que a su vez se entrena la fuerza de trabajo más calificada bajo un criterio eminentemente técnico, se comprenderá que las líneas de acción laboral así como los aprendizajes cognoscitivos que hacen posible la destreza profesional quedan atrapados en la constitución de un manejo saturadamente administrativo. Es esta cultura de administradores y gerentes que termina contrayendo la evolución de una psicología organizativa más creativa y empresarial, la que se impone reticularmente como cultura de trabajo, que ciertamente no rompe con  el imaginario criollo del funcionariado sino que lo reproduce audazmente. No deseo ser polisémico, pero los cambios culturales que ha sufrido la cotidianidad profesional no han roto con ese humanismo recalcitrante y tradicionalista que disminuye la eficacia y la productividad laboral, sino que ha reforzado ese parroquialismo implícito de las disposiciones culturales acerca de las obligaciones en todo sentido, creando sólo un lazo monetario como promotor de la inventiva y de la productividad laboral

Es este modelamiento mercantil de la psicología profesional para incentivar su eficiencia y producción,  lo que desanima la consecución de una compenetración cooperativa entre los miembros individuales y los diversos sectores de toda institución, y lo que a larga ocasiona la lenta degradación moral de los buenos elementos burocráticos porque el funcionamiento del diseño abandona su perfeccionamiento personal y autorrealización cultural. Es decir, en condiciones periféricas de dominio de un régimen de acumulación elemental y extractivista las diversas organizaciones privadas y estatales que hacen posible su administración y mantenimiento, son las que perjudican la proliferación de mutaciones organizativas y profesionales en sintonía con la evolución positiva de la estructura productiva. Este paradójico retroceso de una actividad profesional que la opinión pública y la demanda profesional endiosan es  lo que no permite la secularización exitosa de las religiosidades populares, y la razón política que legitima la introyección naturalizada de una cultura profesional francamente patriarcal y abusiva. Si bien en cierta medida se ha conseguido remover los cimientos de una cultura administrativa anticuada y obsoleta, sobre todo en el sector privado,  sigue persistiendo una definición del funcionariado sectorial y poco interactivo al trabajo cooperativo, que es lo que no permite la continua modernización del sector público/privado y lo que facilita la degradación de su ética profesional permeable, por supuesto  a la corrupción pública y a las mafias clientelares.

Este ethos pseudoadmistrativo se amplía ontológicamente en  las organizaciones reticulares del tercer sector, como son las ONGs sin fines de lucro. Ahí donde el Estado providencia retrocede, o surgen  nuevas necesidades sociales se desarrolla con autonomía una red insospechada de organizaciones que recapacitan en múltiples formas de empoderamiento social a los estratos y cultura populares diversas. El objetivo es compensar psicológicamente el efecto desolador que produce el relajamiento de la esfera laboral, al ser el sistema productivo incapaz de superar el crónico desempleo y la experiencia precaria de un mercado de trabajo profundamente flexibilizado. La seguridad cultural que producía el sector asalariado promovía un tipo de cultura de la responsabilidad, actitud moral que se iría erosionando a medida que al inseguridad laboral, los sistemas de consumo mediáticos, y la descomposición de los sistemas de valores consolidarían la formación de una ética del trabajo menguada y debilitada por la expansión de la sociedad del ocio. Ahí donde el lazo que unía a las metas de una empresa es meramente de sobrevivencia material, se produce una aceptación cínica a los fines políticos de toda entidad organizativa, es decir, se hace todo con feroz pragmatismo y eficacia porque el trabajo es trabajo, no importando lo que haga la organización con mi plusvalor técnico.

Actualmente esta cultura de la responsabilidad pragmática se escurre en el mismo núcleo de la ingeniería social, haciendo del análisis social un mero apéndice consultor de una estrategia de compensación social, francamente hipócrita y sesudamente asistencialista. El reentrenamiento técnico que ofrecen las entidades sociales sin fines de lucro llevaría a dotar al paciente desviado y abandonado por el sistema económico a aceptar resignadamente lo existente, y por lo tanto, a reincorporarlo a un mundo laboral sinceramente descompuesto y fragmentado.

Conclusiones.

A modo de síntesis la crisis de paradigmas que atraviesa a sociología no sería sólo causada por el avance de factores externos como la globalización o la crisis del historicismo, sino estrictamente por la manera errónea como se ha buscado su institucionalización. Ahí donde  retrocede el discurso de una secularización modernizante y la sociedad viene a ser la amalgama curiosa de componentes yuxtapuestos y en desorden  funcional, se asiste a un escenario donde el consejo planificador que antaño acompañaba al cambio desarrollista es desalojado por la hegemonía de una racionalidad estratégica ciega y fragmentaria. Ese drástico subordinamiento del análisis social a la promoción de un discurso administrativo en clara sintonía con las necesidades del régimen de acumulación es lo que vuelve inservible el diagnóstico reflexivo de la  sociología, ya que sería el desenvolvimiento de un saber empirista y francamente gerencial lo que eclipsaría el desarrollo de lenguajes alternativos o en decidido antagonismo renovador con la arquitectura cognoscitiva que hoy publicita la sociología peruana, tanto en el ámbito académico como profesional. Es el contundente muro institucional y epistemológico que supone la actual organización espacial/temporal de la sociología la que la hace sucumbir ante el irresistible avance de la instrumentalización neoliberal, y lo que expulsa al pensamiento comprometido al desarrollo aislado de  ideologismos descentrados y esquizofrénicos que en nada contribuyen al desarrollo de la sociología con respecto al porvenir de la  sociedad.
Sólo, a modo de profilaxis, un nuevo discurso original que produzca una nueva revolución científica podrá desactivar los enmarañamientos positivistas que producen el reciclamiento de una ideología colonial ciertamente escolástica e empirista. Pero esto sólo se podrá hacer si este nuevo relato con fervor histórico  y vitalista es ciertamente acompañado por la organicidad de un actor político, sino la teoría se perderá en el relativismo de la vulgaridad y en el cinismo actual de la conciencia profesional.

10 de Diciembre del 2011



[1] HUME David.

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