Thymos y Eros…. Notas acerca de la felicidad en nuestra cultura (2013)
En una charla un tanto
accidentada a cerca del etnocacerismo intenté salirme un poco del comentario o
reflexión politológica, con el objetivo de ensayar una lectura filosófica de
porqué en la historia de nuestro país a veces el descontento y la rabia toman
la forma de proyectos políticos de Estado. Más allá de las anécdotas que supone
creer en la radicalidad de sus líderes,
hay que reconocer que el refrito de la familia Humala ha hecho historia, y ha
canalizado en sus bases y simpatizantes la enorme ira y rencor que aún late en
nuestra cultura. No obstante, ser a mi parecer un lavado de cara de aquellas
tendencias radicales que ven en la violencia una partera de la historia, como
lo fueron Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru) lo
cierto es que pone en la mesa de debate como en el subsuelo de nuestra precaria
institucionalidad democrática a veces emergen formas decisionistas de poder que
intentan darle un sentido político al enorme espíritu de venganza que late en
nuestras subjetividades.
Para los efectos de esta idea
diré que es muy útil considerar que nuestra construcción política es heredera
del legado del contractualismo europeo. En ese sentido, en determinado momento
de la historia se concibió superar el caos en que se había convertido la Edad
Media, luego de las guerras de las cruzadas, y con el relajamiento de las
concepciones religiosas, que dieron vida a la reforma y a las guerras de
religión, con un prototipo de orden social y político que superara el desorden
en que se había convertido Europa. Sabemos que el contractualismo en las
figuras de Hobbes, John Locke y Rousseau con sus matices parió la idea de que
se debía dejar atrás la violencia y sus diversas formas para dar a luz a un
hombre civilizado que en base a la entrega de su libertad al Estado pudiera
desarrollar sus máximas potencialidades. Ahí donde la ira cundía, pues era
propio de la edad media, y de la antigüedad entender que el hombre emocional y
agresivo era el tipo de sujeto natural que prevalecía en estas épocas, se
expuso como alternativa para canalizar esta ira masificada la construcción de
una subjetividad, o psicología como refiere Foucault que viera en el
autocontrol y en las políticas de amistad la forma perfecta para vaciar a la
sociedad de la discordia y la venganza.
Aunque el punto de vista de estos
ingenieros fue revertir esta violencia en base a un proceso de domesticación
que moralizara al hombre y que sublimara dicha violencia en actividades que
reprodujeran la vida social, lo cierto es que la violencia ingresó en la mente
y dio forma a lo que conocemos como interioridad, o razón y los sentidos. El
resultado fue que se construyó un ciudadano que en las primeras fases de la
Modernidad halló en la política y en sus diversas formas ideológicas como el
liberalismo, el anarquismo, el marxismo, y el conservadurismo los canales
institucionales para desarrollarse con pasión autosuficiente. El proyecto del
contrato no era sólo imponer por la fuerza una forma de gobierno sino moldear
un tipo de ciudadano ya sea por el sometimiento de las disciplinas de vida o la
educación nacional que legitimara y diera ordenamiento a la sociedad. En este
sentido, el vaciamiento de la violencia del seno de la naciente sociedad
racional consiguió dar forma a un sujeto que halló en la moral de la amistad, y
del Eros un ámbito privado para sus realizaciones sensoriales., mientras en lo
público y en el naciente mercado coordinara del modo más racional y público sus
intereses.
Como sabemos, los términos de
este contrato se agotaron. A medida que los poderes privados del capital
erosionaron los valores de la democracia, la modernidad fabricadora de
subjetividades racionales se rebelo como un gigantesco aparato de dominación,
una jaula de hierro burocrática y tecnificadora de la vida que atento en contra
de la existencia de sus gobernados. El contrato de civilizar al hombre había
trocado en dominio, guerra y racionalización instrumental de todos los dominios
de la vida, entumeciendo la misma savia de la risa y del sentir con libertad.
La pasión de los comienzos de la modernidad se transfiguro en adicción, cinismo
y relajamiento delictivo de los valores sociales y comunitarios; un hombre
atrapado en la certidumbre de lo plano y programado, orgulloso de su juicio
pero inhabilitado para vivir con romanticismo su propio mundo de la vida
personal.
Aunque la vida fue más plástica y
los términos del contrato social se volvieron un régimen de excepción que no
ahogó la vida social, se puede decir que desde Mayo del 68 en adelante todos
los afanes de rebeldía y de desobediencia que despiertan en contra de la
dominación han sido escandalosamente incorporados como cultura del consumo y
del mercado de servicios, neutralizando en el conformismo y el desenfreno
hedonista toda capacidad crítica y política de vivir con autonomía y
autenticidad vital. Hoy esta modernidad que desracionaliza a las personas y los
divide entre el trabajo estandarizado y el solazamiento embriagador, fabrica
los valores autodestructivos que necesita para su imperio del mercado, por lo
tanto, la falsa apariencia de un mundo inundado de goce y de vitalidad plena es
movilizada para despolitizar a los cuerpos y sentidos que forman parte del
plusvalor que devora la maquinaria. En este contexto la modernidad y su
conservadurismo político ha impuesto un régimen de existencia que niega la
misma vida y la felicidad que promete, derruyendo las condiciones estructurales
para todo bienestar perdurable y ahogando en el espectáculo de la imagen y de
un esteticismo de osamentas y discursos toda posibilidad de que los hombres
puedan realizarse con honestidad y sentido pleno. El capital persigue a la vida
hasta los rincones más íntimos de nuestra existencia, pues ha hecho de nuestro propio
afán, a pesar de todo, de decirle sí a
la vida un macabro negocio de estupefacientes y mercancías sensitivas donde la
irracionalidad y la violencia es la condición indispensable para penetrar la
vida de toda ecuación empresarial.
Regresando a nuestra vecindad hay
ciertas características que hacen presumir que esta sociedad del espectáculo,
que narra muy bien Vargas Llosa en su
libro de “la Civilización del espectáculo” produce un efecto distinto que el
proceso histórico occidental. Mientras en las sociedades de bienestar y en las
orgullosas culturas anglosajonas esta mentalidad de la frivolidad y de la vida
anarquista es un resultado del agotamiento de la Modernidad racionalista y
mecanicista de la que tanto se enorgullecen los europeos, y por tanto, es una
consecuencia lógica de su proceso social, en las sociedades del mundo
periférico esta cultura narcisista y de los valores postmodernos sirve como el
desahogo de los destrozos y descomposiciones vitales que nuestras específicas
experiencias de modernización del saqueo generan en nuestras culturas. Con esto
quiero sostener que nuestro mundo postmoderno es ya de por sí un reforzador y
encubridor hedonista de nuestra propia mediocridad civilizatoria para ser
sociedades autónomas, y por lo tanto, el mecanismo de desmantelamiento exacto
para atrofiar nuestros desarrollo nacionales y quitarnos el derecho a
sobrevivir como culturas más allá del mito de la modernidad.
En el Perú este aceleramiento de
la cultura postmoderna en las industrias del entretenimiento y del mercado de
servicios no sólo contiene en la ahistoricidad del delito y el goce el
desarrollo pleno de nuestra cultura sino que refuerza el traumático
resentimiento estructural y las políticas de odio y discriminación que nos han
caracterizado como historia nacional. En este sentido, el argumento es que la
dichosa cultura de la amistad y del Eros privado que nos permite sentir
concretamente como humanos se halla peligrosamente amenazada por una estructura
de valores estéticos profundamente discriminatorios y elitistas que obstaculizan
un mundo hambriento de amor y de reconocimiento cultural. Al contenerse Eros la
sociedad es recapturada en todas sus dimensiones por una violencia cínica,
donde la ira y la trasgresión hacia el otro es la forma institucionalizada de
vivir con sabiduría y satisfacción. Ahí donde la ira es parte del tejido
sociocultural, la decepción de no ver alcanzada la felicidad sino es
violentando la mismas bases afectivas de los relaciones sociales que nos
circundan, hace que estos proyectos de ira, o totalitarismos retornen con mayor
fuerza como salidas de purificación a una realidad inmoral y gobernada por los
más fuertes.
Nuestro contrato social peruano
es de por si sólo un diseño que no tiene la legitimidad de las culturas a las que
gobierna. En ese sentido, es un régimen de excepción que sólo garantiza el
adoctrinamiento individualista de los dominados a los que controla, manteniendo
irresuelta la histórica discordia cultural y desunión que nos caracteriza. Pero
hoy tal vez el problema es que no poseemos o no podamos poseer un contrato
social reconciliado con nuestras subjetividades populares, sino que ya el odio
silencioso y la inconformidad de cada uno de nosotros se han vuelto las fórmulas
para sobrevivir con ventaja, a pesar que esto nos niega y a la larga no
garantiza ninguna felicidad personal y pública. No sólo requerimos un nuevo
Estado, sino una nueva fe, algo que movilice ese deseo de redimirnos y amar que
en la seriedad de la autodefensa no queremos reconocer. Pero esto es parte de
nuevos hombres, y de nuevos sentimientos….
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