El olvido de un idilio.
Iba camino a un gran desplante. Me había vestido bien tiza para la ocasión, y no había servido para nada. Tuve que dejar de lado un examen de un curso por visitar su universidad y hablar con ella. No me importo que al llegar ella siempre hiciera esa mueca de fastidio y que no me presentará con sus amigas cuando nos vimos rodeados en la biblioteca. Cuando estuve solo con ella me pidió disculpas con el agravio de su indiferencia, pero su sequedad y desconcierto me hicieron saber que algo malo me diría. Me dijo que no era mi culpa sino de ella. Que había empezado una relación conmigo casi sin darse cuenta lo que sentía por mi. Que un compañero que la cortejaba y que lo había rechazado por mi, le hizo entrar en razón, que no podía hacer sufrir a un chico hacia el cual no sentía nada. Que esto no podía continuar, porque sino terminaría mal para ambos.
Al sentir sus palabras como una espada atravesando mi corazón, empecé a sacarme la camisa de estreno que me había puesto para ella, quedándome en polo. Lo hice como si fuera una protesta por su brusquedad al hablarme, y antes que el aniego de lágrimas se apoderara de mi rostro, le pedí que saliéramos de su universidad, que la dejaría en su casa. Ella iba silenciosa tratando de no hacerme explosionar y yo aceptando con resignación su perdida le iba prometiendo que alguna vez sería un gran pensador y que ella lo sabría. No pude más y me subí al primer microbus que paso y me largue de su presencia. En el omnibus un tropel de pensamientos iban y venían atropellando mi pobre corazón. No pude contener las lágrimas y derrame algunas en mi desconcertado rostro, mientras aventaba por la ventana la infeliz carta que le había escrito para que no me olvidará. No sé la di porque me di cuenta que no se la merecía, que había estado frente a una mujer implacable incapaz de sentir amor y corresponder al mío.
A veces uno se golpea para reencontrarse, pero con ella no me pude levantar por muchos años. Me choque con la poesía para derramar versos sangrantes ante este amor desventurado, y me volví un líder político para desfogar toda la rabia que inundó mi ser al saberme no amado y desplazado por otro. Mi tonto orgullo me hizo escribirle poemas de amor que jamás le recite. Y me los aprendí de memoria para invadir de seducción la mente de otras mujeres que halle en la vida. Al hacerse más lejano su recuerdo y sus aromas su sola imagen se me hacia hiriente como repulsiva. Deje de amar y buscar el amor. Solo me saciaba de pasión y de romances efímeros. Al final de noches de risas y de movimientos de calor y sexo desenfrenado me sentía temblar y sucio. Me hice aventurero y filósofo para olvidarla, y en cierta manera la epopeya de este olvido se me hizo un confesión profana. Me hice pensador no solo por ella, sino para expulsar de mi alma todo el dolor que el drama de la humanidad infligian en mi atribulado corazón. Y si alguna vez sentia la necesidad de hacer estallar estás selvas de cemento lo hacía porque ya no sentía más amor dentro, sino odio del más temible.
Pasaron algunos meses luego de su perdida. Había ahogado las penas en alcohol y en cafecitos interminables en Miraflores, a veces sin darme cuenta firmando con su nombre los poemas y los aforismos que componía. Lo cierto es que recibí un recado de ella en mi teléfono fijo y volvieron los envolventes pensamientos a tronar en mi mente. Quería decirle todo el dolor que su manipulación me había provocado. Pero era más la ternura y delicadeza con la que quería que renazca lo nuestro que imaginaba cada detalle, cada espacio de su cuerpo, cada respiro. Llegó el día del esperado encuentro. Era un viernes en la facultad donde en anocheceres ardientes nos consumía la pasión. La vi a lo lejos deteniéndose a veces como si hubiera sido una mala decisión llegar a verme. La tuve al frente mío y en silente momento quise hablar pero ella me detuvo, poniendo de mano en mi boca. Yo asentí como un gatito asustado
Ella me contó que había estado confundida. Que había prometido concentrarse en sus estudios y no comprometerse en ningún amorío, pero llegué yo y la hice dudar. Que mi nobleza y educación hicieron que me amara un poco, y así probar con fría racionalidad si nuestro romance pudiera engrosar y ser duradero. Al escucharla mi alma no escuchaba. Sabía que había venido para justificarse y no sentirse con remordimiento, y así quedar como amigos. Pero había algo raro: Lucia radiante y muy bella. Cuando termino de hablar me preguntó que es lo que pensaba, y lo único que atine fue a estremecerme y trate de besarla. Ella no evito el encontron y ambos de nuevo estábamos besándonos en la soledad mítica de aquel edificio. Un caos de sensaciones fulgurantes pero dolientes se apoderaban de nosotros. Ella quiso zafarse de mi pasión pero la voluntad de su corazón flaqueaba, me deseaba, y eso por dentro me hacia estallar de un amor tan loco como dañino.
La jale hacia los salones vacíos en el segundo piso. Los dos niños libertinos flirteaban en todas direcciones, y podía sentir su respiración agitada al recorrer sus labios y su cuello. Ella temblaba sedienta de mi cuerpo y yo febril y enigmático solo me hundía en una seducción sin nombre sin lenguaje posible. Lo que hacíamos aún sin desaparecer el uno en el otro, era el exilio de dos amantes que aprendían a morirse calcinados en el fuego de nuestras vidas. Lo que quedaría ahí sería el fragor de una gran batalla que el solo universo olvidaría. Empecé a desvestirla y ella me envolvía con sus piernas. Le arranque el sostén con fuerza y ella respirando con dificultad y con apuro me observo con temor. Me dijo: tómame, y enseguida la sed de mi arrebatadora osamenta empezó a cometer crímenes en aquella vulnerable figura a la que amaba.
Pude sentir que un sismo de emociones se sucedían en el cuerpo de ella cuando ya desnudos acometia con mi animal travieso sobre su piel y su calor de hembra me agredia con el amor más furtivo. Era todo eso un lienzo de ecuaciones sagradas y su cuerpo el camino más delirante hacia el cielo. El candor de su fuerza me derretía y enpiernados ahí entre las carpetas ella solo se dejaba arrastrar hacia la lujuria más implacable. El hombre a veces es solo un arma impulsada a disparar, pero el cuerpo de la mujer es la solución al interminable puente por el que recorremos la vida. Nada es más bello que un paisaje accidentado, pero la sexualidad de la mujer es ella sola un gran palacio de tesoros escondidos que aún la humanidad no ha logrado expugnar.
Cuando nuestros límites se consumieron el fuego de la pasión culmino en un silencio de respiraciones desorbitadas. En aquella calma mientras ella avergonzada se vestía y recobraba la razón, yo me di cuenta que no había palabra para continuar con lo que habíamos hecho. En el fragor de los encuentros más legendarios el nuestro solo era sacarse una astilla del cuerpo. Me sentí complacido por su piel, y porque en este diminuto momento del universo pude sentir su energía interior, pero a la vez sabía que no volvería amar como la ame a ella. Salimos al pasaje y ella rechazo mi mano, quise abrazarla sin remedio alguno. Llegamos a la calle, en los exteriores de la universidad y como si fuera un fantasma volvió a besarme como si no quisiera despegarse de mi nunca y obnubilado solo mi cuerpo se paralizó mientras la veía perderse en el tráfico de la noche. Sabía que no volvería a verla, pero a la vez la inmadurez de mi ser me decía que volvería a saber de ella.
Pasaron los días, y los meses y una tarde de verano llame a su fijo. De inmediato, ella tomo el auricular. Un previo silencio se apoderó de la línea. Quise disculparme por haberme aprovechado de su cuerpo, pero ella impavida al otro lado me dijo: que había empezado una relación con alguien de su universidad y que no volviera a buscarla o llamarla. Corto la llamada mientras trataba de explicarme y solitario y con la vida por delante sentí como el mundo se me venía a bajo. Ahora sería mi vida la empresa más demencial de hacer del amor no correspondido y tragico una forma viable de entender la realidad que me rodea. Desde entonces bebo del veneno de la filosofía y solo en pocas noches busco su perfume en el paraíso ingobernable de otras mujeres, con la esperanza de que al hallar el elixir de la juventud pueda ni nombre resonar y que solo ella lo sepa. Al final sigo atrapado en su miel, jugando al héroe más pensante.
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