VIDA Y VERDAD.
Se puede decir que todos estos siglos se ha buscado
obsesivamente verosimilitud en el quehacer humano, y a la postre estas pomposas
empresas metafísicas no han hecho más que conducir al hombre a un aborrecimiento
instintivo hacia la verdad. Sea que esta se encuentre contenida en los
esfuerzos teológicos o en las magnas aquiescencias de la ilustración, la misma
savia de este empecinamiento formal no ha hecho otra cosa que producir la
rebelión de la intuición, toda vez que en virtud de la razón ha edificado la
sujeción psicológica. La vida asfixiada en los troncales de la modernidad,
rudamente plagiada, defraudada en pos de la objetivación del sistema ha
reaccionado con lo que más le ha dolido a los moralistas: la irracionalidad
como terapia.
En ella los libertinos del saber y todos aquellos que
sienten la insignificancia desbaratar todos sus principios suelen refugiarse
para huir de la mecanización de la existencia. Los fundamentos de la
civilización anulados en el caos de los sentidos, salvajemente diluidos en la
sensualidad como prognosis, son duramente triturados a favor de la realización
individual. Aquella que es propagandeada vilmente y sin reservas por la
maquinaria audiovisual resulta ser paralelamente al colapso definitivo de los
proyectos racionales una comedia infinitamente montada.
El único propósito: ilusionar al individuo a
entregarse a los abstrusos caminos de la producción, con la promesa que al
cosificar las energías se obtendrá la tranquilidad de alcanzar una vida plena y
satisfactoria. Este proceso particular que todo individuo acarrea sin
excepción, no sólo ha ocasionado a favor del sistema un control casi
extraordinario de la energía social a los fines de la producción, además
producto de la expoliación a la cual es expuesto el individuo, éste ha optado
por configurar una identidad al margen de los esquemas culturales que
habitualmente la convencionalidad ofrece. Es decir, se produce – al menos en
tendencia- un divorcio entre el mundo de los significados que el sujeto elabora
de sí mismo y el mundo sistémico de la socialidad convencional invadido por la
lógica del lucro.
El individuo vehicula su energía, su vitalidad en la
inmensidad de la artificialidad del sistema porque se ve obligado a suministrarse
los recursos materiales y culturales que le permitan sostenerse como
particular. Obligado a hacerlo amolda su personalidad a las diversas
circunstancias que le toca enfrentar con el sólo objetivo de asegurarse la
subsistencia. No ve en los roles que su posición social le concede, ni en los
intrincados caminos de la burocratización social, un ambiente propicio para la
expresión de su individualidad. Empujado a tener que lidiar con los imprevisibles desasosiegos que sufre el
sistema, adopta sus patrones culturales a las diversas circunstancias que le
toca experimentar, pues de ellos depende que sea reconocido como funcional. La
vida se convierte en esta atmósfera en un constante metodologizar, en asumir
con estrategia el porvenir, en interiorizar esa racionalidad pragmática sin la
cual no se podría sobrevivir; es un no reconocerse como uno mismo para
guarecerse de lo inesperado. Es decir, la vida en los términos que la describe
esta visión programada de la existencia se define como una no vida, entregada
al frío cálculo del costo-beneficio. Por consiguiente es un constante mutarse
para prevenirse de macrotendencias que escapan a nuestra planificación
racional.
Por eso esta filosofía es denominada de resistencia o
de la resignación intramundana, pues de algún modo en un mundo en que los
bienes que otorgan realización se estrechan, y en un panorama frente al cual el
hombre parece ser presa de la incertidumbre y de la regresión, lo más obvies
estar preparado para conservarse. Frente al modelo iluso de la ilustración se
levanta el del relativismo: estar en el momento justo y con los recursos
necesarios, y el hombre es un nómada que debe adaptarse a la miseria. Se promote
según esta visión también el modelo antropológico de la individuación. A pesar
que la psiquiatría social ha hecho nobles esfuerzos por reconciliar a los
hombres con la realidad ésta constantemente decepciona al espíritu. El
individuo como núcleo de la realización es con la ayuda de los enormes
estupefacientes que brinda esta psiquiatría un mero formalismo, una expectativa
que estimula alas colectividades a arrojarse a la sociedad cuando ya en ella el
individuo como experiencia concreta es una tragedia, enmarrocada de poder o
servilismo.. Muy a pesar de las estupendas campañas audiovisuales que el
sistema ofrece en pos de mantener el mito del individuo, la vivencia
enseña a las enormes mayorías a asimilar
la conciencia de otro mito: la individualidad es solamente una ilusión, que
vive de la promesa que no lo sea.
El sojuzgamiento de las fuerzas sociales, de la carne,
a las esferas del mercado, este o no esté incorporado al proceso productivo
internaliza en la psicología del sujeto la ideología de la supervivencia: la
reproducción vital del particular coacciona el desarrollo de esta mentalidad
pragmática, el sujeto que no acondiciona su volición a las circunstancias
sencillamente desaparece. Asimismo, víctima de las intermitencias que
experimenta el sistema económico el individuo desarrolla una mentalidad
relativista. Es decir, el mosaico infinito de realidades que se le presenta lo
coacciona no sólo a tener que adaptarse a ellas con celeridad, sino que además
como efecto de lo imprevisible el individuo considera a estas realidades no
sometidas a cuestionamiento, no se siente parte de ellas, simplemente las toma
como tales y punto: la identidad del individuo desaparece en la inmensidad del
maquinaria. Algo de estos procesos que aprisionan la personalidad en la
frialdad de lo objetivo estarían produciendo incompatibilidades socio-psicológicas
con la cultura establecida: la desproporción entre “lo que se es” y “lo que se
quiere ser” originarían oleadas neuróticas y esquizoides; la no aceptación de
la realidad en la cual se diluye la individualidad provoca la locura como
fenómeno social.
La pérdida de tierra, de fundamentos desde los cuales
el sujeto interprete su realidad lo arroja al limbo del cosmopolitismo.
Prácticamente se cumple la sentencia de Marx: “todo lo sólido se desvanece en
el aire…”; la conciencia al tener que extraviarse en la mecanización de la
existencia licua los referentes culturales en los cuales se socializó
originalmente, convirtiéndose en u ser ajeno a todo contexto pero perteneciente
a todos los rincones. El ser antropológico relativiza su mente en la
heterogeneidad del panorama social, desarrollando identidades híbridas que
disuelven las matrices culturales étnicas y domésticas en las cuales se configura
normalmente la personalidad. De cierto modo que no se llega a esclarecer la
exposición cada vez más intensa de la socialidad al vertiginoso ritmo de la
sistematización, acelera en algunos casos la evolución de una forma de vida
cosmopolita que niega el clásico modelo del ser antropológico. El individuo
haciendo su propia historia es desplazado por el ser que vive en la relación,
en la pura artificialidad mental. A sí se provoca la aparición de un sujeto que
sería el típico aventurero, creativo y sin compromisos regionales que necesita
el modo de producción para poder reproducirse. La relación comunicativa se
impone sobre la antropogénesis clásica de la modernidad. Es como si el
individuo al perderse en la irracionalidad del sistema solamente pasa por ser
un medio que permite la preservación de la civilización.
Pero a pesar de esta opresión en la cual se
desenvuelve el individuo, su existencia se configura alrededor de lo que el
mercado le coerce a hacer. Al interiorizar la dominación, al acostumbrarse a una
existencia de la cual es solamente un instrumento que se usa y se arroja a la
basura, él inconscientemente permite la reproducción de la sociedad. Por
injusta y despreciable que pueda ser la vida del hombre al aceptar la
convencionalidad otorga legitimidad a un orden de cosas que lo vapulea y lo
denigra: la naturalización de la existencia hasta la médula de los proceso
psicológicos coloca la individuo en una situación de sacrificio constante a lo
parabienes de la tecnologización. Ha interiorizado el sojuzgamiento como
identidad, no obstante, la estructura de la civilización que conocemos se
mantiene a salvo de censuras en el horizonte. La necesidad de ir en contra de
ella en el futuro ha socializado su permanencia, no es que sea el mundo feliz,
solamente es el mejor de los orden de cosas que conocemos.
Vayamos al punto central. Todos estos rodeos no han
hecho más que contribuir a demostrar el grado en que la racionalidad
instrumental influye en la configuración de los procesos psicosociales. La
hipótesis que he tratado de exponer consiste en que la presión societal en la
cual es aprisionada la vida no sólo empapa de nuevos bríos a la filosofía de la
supervivencia, sino que además las reacciones que se ve obligado a emprender
desde la intuición la propia vida ponen en grave riesgo los fundamentos del
sistema. La explosión de las culturas regionales, el desborde de la socialidad
a partir de la urgencia de un mundo más humano, dan cita a los movimientos
postmodernos, a las reacciones desde la cotidianidad: la avalancha irracional
que despierta generan la apariencia de un verdadero levantamiento en contra del
sistema.
No obstante, al querer devolverle al mundo un
verdadero espíritu de sensitividad atacan a la razón convirtiéndola en un
instrumento a las órdenes de otro monstruo: el salvajismo de los sentidos. Las
corrientes intuicionistas que reclaman la primacía de la vida diluyen la
inteligencia arrastrándola a una guerra silenciosa en contra de la fría
racionalidad del capital: de lo que se trata no es de derribarlo sino burlarse
de él, trasgredirlo. Así como la vida se preserva en la noche, en el misterio,
en la cadenciosa faz de la brutalidad. Ultrajada a favor del capitalismo, la
vida funda un culto más anárquico: el hombre es presa de sus propios instintos
desarraigados, que dan vida al mundo espasmódico del consumo. Las ecuaciones
son violentadas, los modelos métricos son triturados, el sistema desaparece
víctima de la animalización de la conciencia. SE vuelve a un estado natural en
que las pomposas metafísicas son derrotadas, los absolutos no hallan
existencia. La cultura de la subversión son un ejemplo de esta regresión a lo instintivo, en las cuales subsiste un
desprecio a los iconos que levanta la fría racionalidad tecnológica, Cuanto más
exista el aborrecimiento a los sistemas de conocimiento más difícil será
arrancar a la historicidad de los refugios existenciales en los cuales se
liquida todo pensamiento positivo. La reflexión estará reducida a vivencias
aisladas del yo solitario, a proyectos esteticistas, o a levantamientos
violentistas que pretenden hacer la historia aceleradamente. La nostalgia
organizada toma la forma de rebelión, pero es poco lo que puede hacer. Ha sido
neutralizada por su propia carencia de alternativa real, de la que viven los
ofendidos y humillados del mundo.
Ahora, si sabemos que el rechazo a toda metafísica es
un síntoma de la irracionalidad, todo intento de restablecer el orden de la
modernidad se basará en una nuevo ideología posthistórica, la cual dará como
consecuencia la formación de un nuevo discurso total. Pero en la medida que el
sistema se autodefine destruyendo e invadiendo otras formas semánticas y
materiales de vida, la fragmentación cultural que esto produce generará un individualismo
cosmopolita contradictorio con cualquier mitología de la verdad. Siendo la
regresión sensitiva parte de esta fragmentación cultural, esta se convierte en
un verdadero obstáculo para todo discurso orientador. La mayor amenaza es el
surgimiento de una psicología de desposeídos y conciencias sin apegos reales
con las personas: el anarca. El que es capaz de llevar a la destrucción los
valores del mundo solo por el placer de coronar su ideal como forma de
totalitarismo y anarquía de violencia desbocada. Son los desafiliados de la
tierra, los que quieren hacer añicos el artificio de miedo normalizado en que
vive el hombre civilizado e hipócrita, y sobrepujar su ruina entregándolo a la
demencia y a la violencia generalizada.
Hoy la iniciativa de la persona la empuja a entregarse
a sus estímulos, como ética naturalizada de la época. Vive desgarra entre los
lenguajes formales donde la rutina y el ahogo de la formalidad lo envejecen, y
la crueldad de los cuerpos y las biografías extraviadas lo desarman y lo drogan.
El valor del hombre y la mujer reside en su propio cinismo autodestructivo, en
el extremismo de buscar un goce maquinal donde la vida es solo crimen y no
tener reglas de respeto con nadie ni con
nada. Un ser humano desconectado con el todo, asaltado por sus propios
fantasmas internos recae en la paradoja de la moral puritana; la envidia como
religiosidad hacia la vida, o en el cimiento ideológico que da fuerza a los que
desean ver arder el mundo.
Este es el precio de haber caído en la trampa de los filósofos
sin alma. De los redentores del espíritu humano a partir del autismo de nuestra
sensibilidad. Esta es la falta de todos aquellos libertinos del pensar que
creyeron que la, clase, el sistema, o el mercado nos cobijarían en una sociedad
de bienestar y solidaridad generalizada. Esta es la trampa de los Nietzscheanos
y sus malditos existencialistas, que hacen del suicidio y la vergüenza, un
ideal de arte y epidemias. . Esta es la suerte de las sociedades secretas de su
ignominia y control, sobre el mundo que creen que la vida se reduce a escoria,
y ellos están con la luz consumada del honor y el poder de supervivencia. Ataco
a la idea de verdad como control sobre una vida que nunca han entendido. Sus
conceptos sin vitalismo, sus ideologías prístinas empapeladas de organización y
proclamas de un mundo más justo nos han conducido a la actitud que la fuerza
reside en ser solo una huella autorreferida, en soledad sin corazón que infecta
el camino de los que vienen.
El invento de la época es odiarse a sí mismo,
conservando el orgullo de creerse un caramelo. Pero hay mutaciones inesperadas
que están surgiendo. La vida hagan lo que hagan estos controladores de su
propia miseria se abre paso. Aunque estemos divorciados y estemos estrangulados
por el miedo a no ser sinceros con nosotros mismos, la fuerza del espíritu de
la tierra sigue obrando sobre los que han decidido volver amar en todos los
rincones. Las revelaciones de la época es ser feliz, y evolucionar hacia otros
estados de conciencia, donde los frutos de la interioridad se desmarquen de los
ojos de la vigilancia y la envidia más consumada. Al final la fuerza ya no
reside en la moderación y la austeridad del alma, en el cálculo o en la astucia
del que solo sobrevive, sino en la
inconformidad de desatar la creatividad de los genios y los visionarios, de los
legítimos herederos de la naturaleza y sus más ocultas energías. Es elección de cada quien: Seguir dormido o
despertar.
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