miércoles, 13 de febrero de 2019

VIDA Y VERDAD.






Se puede decir que todos estos siglos se ha buscado obsesivamente verosimilitud en el quehacer humano, y a la postre estas pomposas empresas metafísicas no han hecho más que conducir al hombre a un aborrecimiento instintivo hacia la verdad. Sea que esta se encuentre contenida en los esfuerzos teológicos o en las magnas aquiescencias de la ilustración, la misma savia de este empecinamiento formal no ha hecho otra cosa que producir la rebelión de la intuición, toda vez que en virtud de la razón ha edificado la sujeción psicológica. La vida asfixiada en los troncales de la modernidad, rudamente plagiada, defraudada en pos de la objetivación del sistema ha reaccionado con lo que más le ha dolido a los moralistas: la irracionalidad como terapia.

En ella los libertinos del saber y todos aquellos que sienten la insignificancia desbaratar todos sus principios suelen refugiarse para huir de la mecanización de la existencia. Los fundamentos de la civilización anulados en el caos de los sentidos, salvajemente diluidos en la sensualidad como prognosis, son duramente triturados a favor de la realización individual. Aquella que es propagandeada vilmente y sin reservas por la maquinaria audiovisual resulta ser paralelamente al colapso definitivo de los proyectos racionales una comedia infinitamente montada.

El único propósito: ilusionar al individuo a entregarse a los abstrusos caminos de la producción, con la promesa que al cosificar las energías se obtendrá la tranquilidad de alcanzar una vida plena y satisfactoria. Este proceso particular que todo individuo acarrea sin excepción, no sólo ha ocasionado a favor del sistema un control casi extraordinario de la energía social a los fines de la producción, además producto de la expoliación a la cual es expuesto el individuo, éste ha optado por configurar una identidad al margen de los esquemas culturales que habitualmente la convencionalidad ofrece. Es decir, se produce – al menos en tendencia- un divorcio entre el mundo de los significados que el sujeto elabora de sí mismo y el mundo sistémico de la socialidad convencional invadido por la lógica del lucro.

El individuo vehicula su energía, su vitalidad en la inmensidad de la artificialidad del sistema porque se ve obligado a suministrarse los recursos materiales y culturales que le permitan sostenerse como particular. Obligado a hacerlo amolda su personalidad a las diversas circunstancias que le toca enfrentar con el sólo objetivo de asegurarse la subsistencia. No ve en los roles que su posición social le concede, ni en los intrincados caminos de la burocratización social, un ambiente propicio para la expresión de su individualidad. Empujado a tener que lidiar con los  imprevisibles desasosiegos que sufre el sistema, adopta sus patrones culturales a las diversas circunstancias que le toca experimentar, pues de ellos depende que sea reconocido como funcional. La vida se convierte en esta atmósfera en un constante metodologizar, en asumir con estrategia el porvenir, en interiorizar esa racionalidad pragmática sin la cual no se podría sobrevivir; es un no reconocerse como uno mismo para guarecerse de lo inesperado. Es decir, la vida en los términos que la describe esta visión programada de la existencia se define como una no vida, entregada al frío cálculo del costo-beneficio. Por consiguiente es un constante mutarse para prevenirse de macrotendencias que escapan a nuestra planificación racional.

Por eso esta filosofía es denominada de resistencia o de la resignación intramundana, pues de algún modo en un mundo en que los bienes que otorgan realización se estrechan, y en un panorama frente al cual el hombre parece ser presa de la incertidumbre y de la regresión, lo más obvies estar preparado para conservarse. Frente al modelo iluso de la ilustración se levanta el del relativismo: estar en el momento justo y con los recursos necesarios, y el hombre es un nómada que debe adaptarse a la miseria. Se promote según esta visión también el modelo antropológico de la individuación. A pesar que la psiquiatría social ha hecho nobles esfuerzos por reconciliar a los hombres con la realidad ésta constantemente decepciona al espíritu. El individuo como núcleo de la realización es con la ayuda de los enormes estupefacientes que brinda esta psiquiatría un mero formalismo, una expectativa que estimula alas colectividades a arrojarse a la sociedad cuando ya en ella el individuo como experiencia concreta es una tragedia, enmarrocada de poder o servilismo.. Muy a pesar de las estupendas campañas audiovisuales que el sistema ofrece en pos de mantener el mito del individuo, la vivencia enseña  a las enormes mayorías a asimilar la conciencia de otro mito: la individualidad es solamente una ilusión, que vive de la promesa que no lo sea.

El sojuzgamiento de las fuerzas sociales, de la carne, a las esferas del mercado, este o no esté incorporado al proceso productivo internaliza en la psicología del sujeto la ideología de la supervivencia: la reproducción vital del particular coacciona el desarrollo de esta mentalidad pragmática, el sujeto que no acondiciona su volición a las circunstancias sencillamente desaparece. Asimismo, víctima de las intermitencias que experimenta el sistema económico el individuo desarrolla una mentalidad relativista. Es decir, el mosaico infinito de realidades que se le presenta lo coacciona no sólo a tener que adaptarse a ellas con celeridad, sino que además como efecto de lo imprevisible el individuo considera a estas realidades no sometidas a cuestionamiento, no se siente parte de ellas, simplemente las toma como tales y punto: la identidad del individuo desaparece en la inmensidad del maquinaria. Algo de estos procesos que aprisionan la personalidad en la frialdad de lo objetivo estarían produciendo incompatibilidades socio-psicológicas con la cultura establecida: la desproporción entre “lo que se es” y “lo que se quiere ser” originarían oleadas neuróticas y esquizoides; la no aceptación de la realidad en la cual se diluye la individualidad provoca la locura como fenómeno social.

La pérdida de tierra, de fundamentos desde los cuales el sujeto interprete su realidad lo arroja al limbo del cosmopolitismo. Prácticamente se cumple la sentencia de Marx: “todo lo sólido se desvanece en el aire…”; la conciencia al tener que extraviarse en la mecanización de la existencia licua los referentes culturales en los cuales se socializó originalmente, convirtiéndose en u ser ajeno a todo contexto pero perteneciente a todos los rincones. El ser antropológico relativiza su mente en la heterogeneidad del panorama social, desarrollando identidades híbridas que disuelven las matrices culturales étnicas y domésticas en las cuales se configura normalmente la personalidad. De cierto modo que no se llega a esclarecer la exposición cada vez más intensa de la socialidad al vertiginoso ritmo de la sistematización, acelera en algunos casos la evolución de una forma de vida cosmopolita que niega el clásico modelo del ser antropológico. El individuo haciendo su propia historia es desplazado por el ser que vive en la relación, en la pura artificialidad mental. A sí se provoca la aparición de un sujeto que sería el típico aventurero, creativo y sin compromisos regionales que necesita el modo de producción para poder reproducirse. La relación comunicativa se impone sobre la antropogénesis clásica de la modernidad. Es como si el individuo al perderse en la irracionalidad del sistema solamente pasa por ser un medio que permite la preservación de la civilización.

Pero a pesar de esta opresión en la cual se desenvuelve el individuo, su existencia se configura alrededor de lo que el mercado le coerce a hacer. Al interiorizar la dominación, al acostumbrarse a una existencia de la cual es solamente un instrumento que se usa y se arroja a la basura, él inconscientemente permite la reproducción de la sociedad. Por injusta y despreciable que pueda ser la vida del hombre al aceptar la convencionalidad otorga legitimidad a un orden de cosas que lo vapulea y lo denigra: la naturalización de la existencia hasta la médula de los proceso psicológicos coloca la individuo en una situación de sacrificio constante a lo parabienes de la tecnologización. Ha interiorizado el sojuzgamiento como identidad, no obstante, la estructura de la civilización que conocemos se mantiene a salvo de censuras en el horizonte. La necesidad de ir en contra de ella en el futuro ha socializado su permanencia, no es que sea el mundo feliz, solamente es el mejor de los orden de cosas que conocemos.

Vayamos al punto central. Todos estos rodeos no han hecho más que contribuir a demostrar el grado en que la racionalidad instrumental influye en la configuración de los procesos psicosociales. La hipótesis que he tratado de exponer consiste en que la presión societal en la cual es aprisionada la vida no sólo empapa de nuevos bríos a la filosofía de la supervivencia, sino que además las reacciones que se ve obligado a emprender desde la intuición la propia vida ponen en grave riesgo los fundamentos del sistema. La explosión de las culturas regionales, el desborde de la socialidad a partir de la urgencia de un mundo más humano, dan cita a los movimientos postmodernos, a las reacciones desde la cotidianidad: la avalancha irracional que despierta generan la apariencia de un verdadero levantamiento en contra del sistema.

No obstante, al querer devolverle al mundo un verdadero espíritu de sensitividad atacan a la razón convirtiéndola en un instrumento a las órdenes de otro monstruo: el salvajismo de los sentidos. Las corrientes intuicionistas que reclaman la primacía de la vida diluyen la inteligencia arrastrándola a una guerra silenciosa en contra de la fría racionalidad del capital: de lo que se trata no es de derribarlo sino burlarse de él, trasgredirlo. Así como la vida se preserva en la noche, en el misterio, en la cadenciosa faz de la brutalidad. Ultrajada a favor del capitalismo, la vida funda un culto más anárquico: el hombre es presa de sus propios instintos desarraigados, que dan vida al mundo espasmódico del consumo. Las ecuaciones son violentadas, los modelos métricos son triturados, el sistema desaparece víctima de la animalización de la conciencia. SE vuelve a un estado natural en que las pomposas metafísicas son derrotadas, los absolutos no hallan existencia. La cultura de la subversión son un ejemplo de esta regresión a  lo instintivo, en las cuales subsiste un desprecio a los iconos que levanta la fría racionalidad tecnológica, Cuanto más exista el aborrecimiento a los sistemas de conocimiento más difícil será arrancar a la historicidad de los refugios existenciales en los cuales se liquida todo pensamiento positivo. La reflexión estará reducida a vivencias aisladas del yo solitario, a proyectos esteticistas, o a levantamientos violentistas que pretenden hacer la historia aceleradamente. La nostalgia organizada toma la forma de rebelión, pero es poco lo que puede hacer. Ha sido neutralizada por su propia carencia de alternativa real, de la que viven los ofendidos y humillados del mundo.

Ahora, si sabemos que el rechazo a toda metafísica es un síntoma de la irracionalidad, todo intento de restablecer el orden de la modernidad se basará en una nuevo ideología posthistórica, la cual dará como consecuencia la formación de un nuevo discurso total. Pero en la medida que el sistema se autodefine destruyendo e invadiendo otras formas semánticas y materiales de vida, la fragmentación cultural que esto produce generará un individualismo cosmopolita contradictorio con cualquier mitología de la verdad. Siendo la regresión sensitiva parte de esta fragmentación cultural, esta se convierte en un verdadero obstáculo para todo discurso orientador. La mayor amenaza es el surgimiento de una psicología de desposeídos y conciencias sin apegos reales con las personas: el anarca. El que es capaz de llevar a la destrucción los valores del mundo solo por el placer de coronar su ideal como forma de totalitarismo y anarquía de violencia desbocada. Son los desafiliados de la tierra, los que quieren hacer añicos el artificio de miedo normalizado en que vive el hombre civilizado e hipócrita, y sobrepujar su ruina entregándolo a la demencia y a la violencia generalizada.

Hoy la iniciativa de la persona la empuja a entregarse a sus estímulos, como ética naturalizada de la época. Vive desgarra entre los lenguajes formales donde la rutina y el ahogo de la formalidad lo envejecen, y la crueldad de los cuerpos y las biografías extraviadas lo desarman y lo drogan. El valor del hombre y la mujer reside en su propio cinismo autodestructivo, en el extremismo de buscar un goce maquinal donde la vida es solo crimen y no tener reglas de  respeto con nadie ni con nada. Un ser humano desconectado con el todo, asaltado por sus propios fantasmas internos recae en la paradoja de la moral puritana; la envidia como religiosidad hacia la vida, o en el cimiento ideológico que da fuerza a los que desean ver arder el mundo.

Este es el precio de haber caído en la trampa de los filósofos sin alma. De los redentores del espíritu humano a partir del autismo de nuestra sensibilidad. Esta es la falta de todos aquellos libertinos del pensar que creyeron que la, clase, el sistema, o el mercado nos cobijarían en una sociedad de bienestar y solidaridad generalizada. Esta es la trampa de los Nietzscheanos y sus malditos existencialistas, que hacen del suicidio y la vergüenza, un ideal de arte y epidemias. . Esta es la suerte de las sociedades secretas de su ignominia y control, sobre el mundo que creen que la vida se reduce a escoria, y ellos están con la luz consumada del honor y el poder de supervivencia. Ataco a la idea de verdad como control sobre una vida que nunca han entendido. Sus conceptos sin vitalismo, sus ideologías prístinas empapeladas de organización y proclamas de un mundo más justo nos han conducido a la actitud que la fuerza reside en ser solo una huella autorreferida, en soledad sin corazón que infecta el camino de los que vienen.

El invento de la época es odiarse a sí mismo, conservando el orgullo de creerse un caramelo. Pero hay mutaciones inesperadas que están surgiendo. La vida hagan lo que hagan estos controladores de su propia miseria se abre paso. Aunque estemos divorciados y estemos estrangulados por el miedo a no ser sinceros con nosotros mismos, la fuerza del espíritu de la tierra sigue obrando sobre los que han decidido volver amar en todos los rincones. Las revelaciones de la época es ser feliz, y evolucionar hacia otros estados de conciencia, donde los frutos de la interioridad se desmarquen de los ojos de la vigilancia y la envidia más consumada. Al final la fuerza ya no reside en la moderación y la austeridad del alma, en el cálculo o en la astucia del que solo sobrevive,  sino en la inconformidad de desatar la creatividad de los genios y los visionarios, de los legítimos herederos de la naturaleza y sus más ocultas energías.  Es elección de cada quien: Seguir dormido o despertar.








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