Generación
contra clase.
Acerca
de la muerte de las promesas en nuestra cultura.
En el silencio de
nuestros dolores y disconformidades va creciendo un gran océano de talentos y
potencialidades que es cruelmente ahogado. Nuestros sueños y esperanzas
frustrados alimentan el magma de mucha rabia y de rebeldías clandestinas, que
permanecen irrepresentados en la soledad de los caminos de la supervivencia
diaria. La candidez de una sonrisa, la profundidad de una mirada, aquel
compromiso que surge como un juego, va trocándose con el tiempo en selvas de
rufianes infestadas de promesas que perecen rápidamente, y que relatan la
trayectoria de vidas desperdiciadas y olvidadas en los basureros del tiempo.
Nuestra sociedad ya no es una niña que contenga la expectativa de seguir, sino
es una anciana repleta de proyectos extraviados, y de decepciones persistentes
que culminan en la mentira y en la inmadurez más ridícula. Es una sociedad que
ha hallado en la destrucción de si misma como cultura, la manera de sobrevivir
como patéticos consumidores. En el desamor a lo que no llegamos a ser como
sociedad reside la apariencia de despiadados competidores económicos que
desilusionados por todo lo que callan y no les dejan hacer se lanzan a crecer
como ejecutivos orgullosos, pero sigilosamente carcomidos por un vacío
existencial creciente.
Una cultura sin amor a
si misma, y a todo lo que nace con la mayor de la inocencias se entrega a las
adicciones más escandalosas y a los disfraces más delincuenciales con el sólo
objetivo de esconder su gran miedo, y desesperación. Todo lo que brota con
profundidad y en lo que anida la trascendencia acoge las mentiras con el paso
de los años, y a la larga se va envolviendo en ellas paralizando lo que soñaba
por dentro. Hoy no basta con ser noble, hace falta salir de sí mismo, llevar
los sentidos por fuera, pero la infamia de la reacción, de calcular en la
oscuridad, se convierte en las mejores ecuaciones donde mueren los apetitos de
la interioridad, y con ella las ganas de vivir un solo rostro. Ya no hay con
quien hablar, ni con quien comentar de sí mismo en confidencia. La desconfianza
hacia fantasmas que han vuelto de la cultura y las relaciones sociales una zona
de guerra por los bienes más escasos, hace que se diga cada vez menos, y se
sepa cada vez menos de sí mismo. Solo se permanece por el terror a la vergüenza,
y hacemos de lo siniestro y de la violencia una forma de placer, donde aquello
que más se busca se pierde del modo más estúpido.
Hoy los peruanos hemos
sido seducidos por el cuento de vivir aquí y ahora, pero no se puede respirar y
reír con seguridad sobre la descomposición de culturas y de naciones diversas,
sobre el carácter inconcluso y cada vez más atrofiado de nuestro proyecto de
sociedad; hacer eso es no vivenciar más que un pedazo de lo que se puede llegar
a ser, conformarse con poco, y ser un severo obstáculo latiente a los sueños
sin representación de múltiples generaciones. Y eso es lo que es nuestra
cultura con su indiferencia y su barata atomización individual, un gran
cementerio de promesas y de proyectos, donde la dispersión y el caos originario
de querer alcanzar apócrifos reconocimientos culturales terminan por sofocar en
el marasmo la casi eterna como indistinguible indigencia que nos corroe como
civilización.
Nuestra miseria, no es
cualquier miseria, sino aquella que se arrincona en la estupidez y a la vez en
la arrogancia, una cierta sabiduría practica que ha sido el motor de nuestra
ininteligible supervivencia a través de la historia, y hoy de nuestro
autodestructivo crecimiento socioeconómico, pero que se contenta con las
migajas de la globalización, sin querer darle a ese sincretismo telúrico a esa
audacia casi remota un modo expansivo de desarrollarse como singularidad social
de modo público y compartido. Es esa falta de identidad, y de no saber como no
ser descarrilados de los rieles de una historia cada vez más tecnificada y
desarraigada lo que nos hace permanecer en los rincones de la mediocridad,
agazapados en los localismos cuasi turísticos, en la nostalgia más desubicada,
y en los conflictos entre hermanos más ridículos, la que no nos deja expresar
hacia afuera un tipo de organización política que expulse, de los confines de
nuestra más sagrado como mancillado honor, toda aquella nobleza y promesa de
realización sociocultural, que termina, por lo general, mordiendo el polvo de
la frustración y de la rabia más profunda
Y es en estos renglones
sísmicos donde, precisamente, se narra la muerte de muchas generaciones. He
querido hacer este paréntesis poético para mostrar que dichos cementerios de
nuestra historia política y a la vez cultural han abierto hoy más que nunca
heridas a flor de piel, y que para cerrar dichas yagas es urgente hablar con
motivación cercana a la agresividad y la crítica cultural para desnudar los
reales conflictos que nos cierran el paso como civilización. No hay que llegar
a la imprecación panfletaria, pero si a la denuncia que ubique la crítica ante
el verdadero obstáculo que impide el cambio cultural. Pues, lo sostengo, lo que
hoy conocemos como los instrumentos conceptuales y políticos que profetizan dichos
cambios a nivel de un conflicto de clases, de desposeídos en contra de
opresores, neblinan de modo cuasi perfecto la real dinámica de cambio
estructural y cultural que hoy se ha vuelto imprescindible. Nuestro problema de
sociedad, es un problema de recambio generacional, de hacer nacer lo que
permanece latente como nuevas subjetividades y darle a esa riqueza confinada en
el arte, y en las diversas expresiones de la cultura popular una forma de
organización institucional y a la vez política.
Conjeturo como supuesto
a revisar que el modo errado como se ha construido nuestra sociedad en base al
conflicto de clase desde buena parte de nuestra historia ha ocultado e incluso
echado a perder la renovación y la consolidación espiritual de cada época en
específico. Es necesario señalar aquellos momentos de pérdida de renovación
cultural en la historia y leer de un modo distinto el desarrollo de nuestra
historia basado en que los cambios que garantizan la premisa para todo cambio
sostenible son cambios de orden político. Se debe decir que hoy como ayer los
cambios de naturaleza política solo centran su fuerza en relevamiento de
intereses; que la captura del Estado, y luego el uso de este aparato para
imponer otra relación entre el Estado y la sociedad no garantizan nada en
realidad. El solo planteamiento de que
el problema del país es sólo un dilema resuelto por la lucha de intereses y del
modo de distribución horizontal de los recursos a mano del Estado no dejan ver
que el sostenimiento en el tiempo de estas política redistributiva o basada en
la desigualdad jerárquica para afianzarse, debe alcanzar una forma de
organización social y política que compatibilice y promueve la expresión de su
cultura interna en específico.
Y eso es justo lo que
no han hecho las ideologías que se han posicionado de nuestras energías
políticas y de construcción popular a través de la historia: encontrar o poner
en práctica una forma de organización social, política y en estos últimos años
técnica que sintonice y exprese la emergencia de los productos culturales e
intersubjetivos que las diversas generaciones han reproducido y manifestado a
través del tiempo. Por lo general, ha primado como forma de dominación social
y a la vez de un facilismo consentido a
todo nivel, un armazón descoordinado y caótico de formulas y construcciones
institucionales que han coaccionado los deseos y contenidos de realización de
cada generación que ha nacido, ahogando con ello los apetitos de
compatibilización de la vida social con las configuraciones y formaciones de
poder público que no han alcanzado más que el rótulo de su inspiración. Tal vez
el mayor daño que se ha hecho, es que la perdida en calidad y en compromiso
afectivo de la vida cultural con respecto a los aparatos y configuraciones
administrativas que se han impuesto ha sido que se ha generado una mentalidad
de huida de la vida hacia los submundos del sincretismo y de la anomia social
como costumbre y fijación psíquica que ha devaluado y sentenciado al
desperdicio a todos los talentos e ingeniosidades que nacen en su seno.
Es esta no expresión
abierta y horizontal de las promesas de cada generación o de cada singularidad
histórica en los contextos institucionales en que se inscribe y que acontecen
de modo fáctico, lo que se esta acelerando y acentuando de modo severo y
peligroso, con el consiguiente resultado, de que el desarrollo afectivo y
expectante de cada vida que busca vivir y expresarse se pierde
irremediablemente en la separación, en la segregación cultural, y en los
conflictos intergeneracionales. La
acumulación de proyectos vitales que se pierden en la violencia y en la
mediocridad ha fortalecido una forma de poder, que fue también un producto y
una apuesta generacional, y que actualmente es la razón del divorcio y
fragmentación de la cultura interna con respecto a una selva de diseños y
técnicas de administración social cada vez más extrañas e incompatibles. Toda
la cultura material y los diversos artificios técnicos que se han desarrollado
a través de la historia no han sido el resultado de la osificación pacífica de
los productos culturales que han emergido a través del tiempo, sino que ha
existido, desde nuestros orígenes civilizatorios, una inorganicidad espantosa
de la vida institucional, ocasionada por esta no explicitación emancipada de
las culturas, lo que significa, en última instancia, la insuficiencia de los
sistemas de organización social que se han practicado como el desinterés de la
vida a conciliarse con esta realidad de organizaciones que la circunda.
Quiero señalar antes de
examinar las vidas desperdiciadas de nuestro presente, hacer un ejercicio
histórico de los momentos y etapas en que dicha emergencia generacional ha
tomado su punto más álgido. Se sostiene en estos pasajes que estas coyunturas
histórico-culturales han devenido, casi siempre, en el fracaso objetivo de
estos poderes culturales, luego de haber propuesto una nueva forma de práctica
política y una visión del mundo que los circundaba y que a la larga no
consiguió institucionalizarse u osificarse. Con el paso del tiempo, la
complejización de las sociedades y la sofisticación de la influencia de poderes
técnicos externos esta condenando a este descontento y efervescencia de
generaciones a una cada vez más incapacidad de plantear sus necesidades y
demandas de modo político y en forma de concepciones de mundo. En la
actualidad, para adelantar mis observaciones, se puede afirmar que el
descontento ha alcanzado la forma de una violencia irracional y de histerias
tribales que es la prueba real del desprecio al mundo organizado y extraño que
los convoca, así como la prueba real, también, de la inconsciencia para darle a
esa riqueza cultural y emotiva una forma de pensamiento y de nueva praxis
política.
En primera instancia,
se puede mencionar que la primera emergencia de esta energía generacional se
produjo hacia finales de la Colonia. Aunque no poseo datos concluyentes, se
puede sostener que todo el movimiento político independentista que arranca
desde la Revolución de Túpac Amaru hasta las luchas de criollos hacia el final
de la caída del Virreynato fue obra de una nueva espiritualidad que alcanzó
expresiones políticas e ideológicas. Las luchas revolucionarias en Europa a
cargo del secularismo francés, y las nuevas transformaciones materiales que
introdujo la revolución tecnológica inglesa dieron el contexto perfecto y las
herramientas ideológicas exactas para movilizar los apetitos de liberación de
los pueblos subordinados a una Europa cada vez más hegemónica. La concepción de
mundo que surgió de estos renacimiento de generaciones, fue el discurso
nacionalista criollo, de tinte liberal y con cada vez más presencia en los
Virreynatos mas alejados del centro político y más conservador del continente.
En el Perú, dado el carácter ultraconservador de las elites limeñas, este pensamiento
liberal y a la vez nacional no halló mucho eco afectivo en todas las clases
sociales de su régimen de poder. A diferencia de las otras pre-naciones
latinoamericanas donde los proyectos de liberación fueron más enraizados en sus
sociedades y más homogéneos, en el Perú
la efectividad del discurso liberal solo concito luego de la politizada
rebelión indígena de Túpac Amaru solo levantamientos focalizados y aislados que
fueron rápidamente sofocados.
La razón que explica
este aislamiento de los intentos de subversión reside en la vinculación
afectiva y en el sentido cultural compartido de los criollos en relación a la
administración virreinal, lo cual bloqueo que ellos creyeran fielmente en las
premisas liberales, aunque les sirvieran de modo instrumental para sus
objetivos separatistas. Y la otra razón quizás más soterrada pero no carente de
fuerza se ubica en que el aplacamiento sanguinario de los levantamientos
indígenas de Túpac Amaru en el S. XVIII provocó en los sectores populares y más
subordinados una desafección ante las causas emancipadoras. Aunque el discurso
liberal si alcanzó a la ilustración de
los grupos curacales la ideología que estimuló, sobre todo, su sublevación más
allá de los intereses de reacomodo económico fue una mentalidad de separación
netamente indigenista, influenciada por la lectura de los Comentarios Reales
del Inca Garcilaso de la Vega, y el revanchismo de las elites indígenas a
recuperar una situación de independencia política. Como se sabe dicho intento
fue sofocado y dejo enteramente la fuerza de la independencia a un timón
exterior con la ayuda débil pero influyente de las elites mas esclarecidas de
nuestras aristocracia criolla.
Y en ese no contacto
movilizador de las clases populares de modo ideológico o sentimental, pues el
milenarismo de las bases había sido liquidado décadas antes, resurgió la
mentalidad sincrética y servil que luego los sectores criollos aprovecharían
para hacer de la revolución emancipadora un cambio de poder que reforzó el
feudalismo, y convirtió al país en una coraza de enclaves y feudos
desconectados y en la anarquía total. Hay que decirlo de manera más enfática
que los historiadores de la Independencia, la victoria de la aristocracia
criolla, en apoyo a regañadientes de los
ejércitos externos de San Martín de Porres y de Simón Bolívar no fue sino un
proceso político que sentenció el nacimiento de una nueva unidad política en el
papel nacional, pero con el costo de un gran sacrificio de energías y de
pueblos que fueron ingresados a la fuerza y sin su consentimiento a un tipo de
organización republicana y secularizada incompatible y que desorganizó aun más
a las culturas internas del país.
La liquidación del
proyecto proto-nacional de las rebeliones indígenas dejo al país naciente sin
una proto-burguesía en el control económico y político, cediendo el poder del
Estado en teoría republicando a una lucha de facciones y de clientelas de
liberales y conservadores, que nunca buscaron en realidad la conformación de
premisas de corte nacional, pues la fragmentación feudal y la anarquía de la
nación les favoreció abismalmente. La derrota de los españoles también fue una
derrota de las clases populares, que vieron disminuida sus influencia en los
destinos del país, perdiéndose de este modo la gran riqueza generacional que
las emancipaciones despertaron pero que el conservadurismo criollo manipulo y
al final ahogó con la sofisticación del servilismo feudal y hasta racista. El
desperdició de esta generación a la que se le dio erradamente el rótulo
ideológico de liberal permitió al poder posterior, hasta la guerra con Chile,
consolidar una visión política e intelectual que bloqueo la integración de los
intereses del pueblo atrapado en los enclaves feudales; es decir, su
administración política promovió la eficiente desnacionalización del país, con
la consiguiente corrupción y concentración del poder que lo caracterizó. El
predominio de un conflicto de clase entre criollos y españoles ocultaron el conflicto
acumulado y generacional que realmente subyacía en los subsuelos de este
proceso político: el conflicto entre los pueblos subordinados al control
español y también a su manera a la parte criollo-liberal.
El marasmo moral y
social que nos dejo la guerra con Chile posibilitó una ruptura generacional que
no tuvo consecuencias políticas pero si culturales y a la vez intelectuales.
Las razones de la debacle y de la ruina de una sociedad que volvía a su
habitual indiferencia y desafección elitista causaron en mentes esclarecidas y
radicales la aparición de los temas de realidad nacional que serían la bandera
ideológica de los posteriores movimientos de masas de principios del s. XX.
Mentes como las de Gonzales Prada, luego la generación del Arielismo o Generación
del 900, y luego en esta etapa la generación de los años 20, con Mariátegui, y
Haya del Torre se propusieron construir una visión integral de este país
anarquizado y sin identidad. A su modo desde las proclamas de Gonzales Prada,
pasando por las visiones cooperativistas del anarquismo sindicalista, hasta las
propuestas sociales más elaboradas como las de José Carlos Mariátegui y Haya de
la Torre se construyo una lectura de los problemas del país, que puso el peso
de su comprensión, en el antagonismo histórico entre las clases dominantes y
las clases oprimidas. Mientras que en la otra vertiente las lecturas
hispanistas de José de la Riva güero, Belaúnde, entre otros, se obstinaban en
señalar que los problemas del país se explicaban en el carácter inconcluso y
desdibujado del proyecto republicano.
Dentro de todas estas
posiciones se puede conjeturar que todas pertenecían a la órbita del ensayo
arielista latinoamericano. Este pensamiento en esencia era un acercamiento
histórico-culturalista muy erudito que empleaba el medio del ensayo político y
muy literario para generar una comprensión de las realidades a las que se
examinaba. Si bien en muy contados casos era un medio de expresión escrita que
utilizaba medios de indagación empírica, se puede decir que era una forma de
reflexión social ajustada a realidades poco cohesionadas, o donde la influencia
de un pensamiento aplicado era muy rara. Ahí donde las conformaciones de
sociedades industriales permitían un pensamiento social con orientaciones
aplicadas y de alcance nacional, en
contextos de sociedades desarticuladas o en formación se puede decir que
la forma de inteligencia social apropiada era de modo especulativa y de corte
ideográfico. Lo que no se unía de manera real, había que sentirlo de manera
espiritual, o si quiera imaginarlo.
Y una de las
conclusiones o hipótesis culturales que ensayaron era que una nación solo era
el producto de una identidad generada y rebuscada en las raíces de la historia.
En esos recorridos sumamente eruditos en búsqueda de fundamentos de las
naciones, organizaron un sistema de informaciones y de fuentes históricas que
permitieron la conformación de una intensa vida académica humanista y orgánica,
que daría a las generaciones siguientes los postulados básicos y el ethos cultural
nacional exacto para el cambio estructural. En una de esas premisas
consiguieron detectar que la razón estructural de nuestra falta de identidad y
de no haber alcanzado un desarrollo nacional era que nuestras sociedades
estaban atravesadas por serios antagonismo de clase y de grupos de poder
expresados en una estructura social que no permitía el desarrollo de una
sociedad igualitaria, y con identidad nacional. Se puede señalar, que el máximo
exponente de esa hipótesis es José Carlos Mariátegui, quien diagnosticó al Perú
como una sociedad donde el grupo de poder oligárquico, en confabulación externa
con los poderes trasnacionales, y los poderes señoriales en el Perú rural e
interno poseían un control improductivo de la economía interna, en detrimento
de las clases campesinas y el endeble proletariado. Es decir, la clave del
cambio social en este período de la historia era ciertamente un conflicto de
intereses histórico por el control del Estado, y que se hallaba en este aparato
la herramienta política para construir o lograr el desarrollo socioeconómico.
No obstante, es lícito
señalar que la fuerza intelectual de esta generación consiguió la expresión
organizada de partidos de masas, que plantearon la lucha por el poder como un
enfrentamiento entre las clases desposeídas y las clases oligárquicas. En otras
palabras, la generación que arranca con el diagnóstico de la ruina nacional
luego de la guerra con Chile halló en el Arielismo y en la visión nacional
culturalista las herramientas conceptuales para lograr una visión global del
país, y en el discurso marxista clasista la herramienta política para la realización
de nuestra sociedad. El discurso de clase era representativo y aglutinaba en su
interior los diversos antagonismos y luchas culturales que desgarraban al país,
y era a no dudarlo un discurso político que movilizaba el descontento y
organizaba demandas a nivel de las identidades dominadas. Incluso los severos
antagonismos o búsquedas de identidad en el indigenismo político de naturaleza
étnica hallaron en el discurso de clase un aliado muy rico y cooperante en que
expresarse.
Culminando se podría
decir que la fuerza genética de esta generación hasta los años de su declive
político en los 60s, es la responsable de los cimientos ontológicos de lo que
pondrían en practica la generación de la
Nueva izquierda, y de los sentidos de realidad que actualmente
vivenciamos como parte de nuestro país. Si se agoto su influencia fue porque el
desplazamiento político y a la vez generacional que sufrieron por obra de la
nueva sangre consiguió poner en el sentido común la necesidad de dar un
paso hacia la modernidad estructural y
secular, más allá de su sola mención ideográfica. El sólo posicionamiento de la
crítica en los márgenes literarios del ensayo y las creaciones literarias,
inclinaron a las energías intelectuales hacia un hábito poco calificado para
convertir dichas premisas intelectuales en líneas claras de intervención social
y técnica.
Ahí donde se buscaba el
cambio estructural era necesario organizar las fuerzas de la inteligencia
social en función de cuadros orgánicos y aparatos partidarios que lograran
expulsar de sus restricciones arcaicas y tradicionales todas las promesas que
el proyecto republicano no pudo ejecutar. Se puede sostener que los objetivos
sociales e ideológicos de esta brillante generación se cumplieron de modo
cultural, dejando a sus herederos de izquierda la tarea de concretar la
construcción de una sociedad nacional e industrializada. A medida que nación y
socialismo coincidían en el plano territorial de los proyecto de liberación
latinoamericanos se generó la idea que el Estado populista estaba orientado a
practicar un nacionalismo modernista, y que este era el estadio necesario para
la ulterior practica de la patria socialista. Ambos movimientos generacionales
encontraron en el discurso de clase un ente ideológico representativo para las
búsquedas de realización y reproducción de sus sueños originarios.
Por diversos motivos es
hacia esta época de ruptura con el mundo oligárquico que se dieron las
condiciones históricas singulares para la liberación de todos los talentos y
compromisos afectivos acumulados en las culturas diversas a través de la
historia, con el producto consiguiente que su solo fracaso, como se dio, generó
las disgregación intergeneracional siguiente, ya que esta época fue la que
logro comprometer, como ninguna otra, a los heterogéneos deseos y aspiraciones
de una tierra tan desarticulada. Lo que se abrió como una época de esperanza
hasta de lo más íntimo halló en estos mismos postulados ya obsoletos pero aún
hegemónicos las razones que explican el desmoronamiento social y sistémico que
sufrimos hoy en día. Y me explicaré porque razones pienso esto.
Lo que hoy vivimos es
una época de decadencia, de muerte sistémica de todo los que nace por carencia
de un mundo que seguir construyendo. El discurso de clase, su antagonismo
cualitativo que en su momento representó como ningún otro ethos la esperanza de
un mundo redimido y materializado ha perdido su atractivo ontológico. No solo
se ha desnudado como una pastoral paupérrima que plantea la solución a los
problemas del país como un mero conflicto de intereses sino que ha perdido el
compromiso de la cultura y de las nuevas subjetividades que nacen, por ser
entre otros un discurso que no moviliza los subterráneos apetitos de
realización cultural de las sociedades populares. Es más, el completo fracaso
de esta cultura de clase estriba en que el modelo de modernización que se
planteo y que al final fue el que se operativizó nunca fue compatible realmente
con las aspiraciones generacionales y los deseos de liberación social de
aquellas generaciones que se lo arrogaron como destino ineluctable del país. En
si el salto cualitativo no fue, como he sostenido en otra parte, de ningún modo
una decisión progresista, convirtiéndose hacia nuestra época actual en un
discurso cuya osificación ha comprometido seriamente la expresión libre y
pacífica de todo el milagro de la vida que nace.
Tanto la pastoral del
exitismo de los sectores conservadores, que recibe fuerte acogida en la
población, como el discurso negacionista de los sectores más radicales de la
izquierda son expresiones similares y a la vez antagónicas de esta cultura que
no deja nacer lo nuevo, que estrangula el contenido realizador de las nuevas
subjetividades que acontecen y que se ha convertido en un muro de naturaleza
psicosocial que cancela toda posibilidad de materialización de las culturas que
nacen. Su éxito es tal que han logrado desconectar los deseos de realización de
los grupos sociales de los espacios organizativos en que a pesar suyo
confluyen, sentenciando a la sociedad a un envejecimiento vital prematuro,
donde el impulso ciego y la violencia anarquizada son expresiones de todo
aquello que no se sublima o se institucionaliza racionalmente. La vida no halla
sistemas de usos y de costumbres donde referir con flexibilidad sus
aspiraciones y desarrollarse, sino que halla una selva desordenada de
organizaciones y de dispositivos técnicos que tiene que tolerar y asimilar por
mor de la supervivencia. Pero estos no representan para si objetivaciones
culturales adecuadas a sus deseos de expansión y de bienestar social, lo que se
traduce en que las emociones y los sentimientos contenidos y desperdiciados no
hallan más ruta que el desfogue primitivo de los impulsos, la depresión social,
y la violencia como lógica de existencia social. Hace falta una urgente
reconciliación entre la vida contingente y el mundo producido, de lo contrario
las subjetividades e imaginarios que acontecen decidirán huir más hacia la
trasgresión oscura y hacia la mascara, y el mundo producido perderá la savia de
la invención técnica para reproducirse y evolucionar de modo legítimo.
En mis observaciones lo
que vivenciamos aceleradamente es la imposición de una sociedad dominada por
serias contradicciones de orden cultural, que no están siendo reconocidas de
modo hegemónico. De modo falso y errado se sigue afirmando que la más severa
conflictividad es de un antagonismo de clase, y que todos los contrastes de esta
realidad represiva hallan su resolución en el desenmascaramiento de las
exclusiones y los diversos rostros de la dominación social. La captura del
Estado y su inmediata movilización política para modificar estructuralmente la
realidad es la fórmula matemática
precisa para desconectar los apoyos legítimos del capital de la vida que
se libera. De modo equivocado y cegatón se publicita hasta la saciedad que la
formula sigue siendo resolver el conflicto de clase en sus cimientos
económicos, logrando constituir un mundo producido donde la sociedad administre
su propia vida material y cultural.
Pero el problema es que
esta fórmula keynesiana y a la vez estructural yerra en lo esencial. Pues hace
ya bastantes décadas desde que la cultura decidió abandonar la sociedad y
anidar en lo clandestino el Estado ha dejado de ser el centro desde el cual se
puede alterar de modo orgánico a la sociedad. Las propuestas estatocéntrica y a
la vez de mercado son eslabones secuenciales de un mismo proceso estructural,
que impuso formas organizadas de poder y de asociatividad completamente ajenas
a las disposiciones culturales que nacieron a través del desarrollismo y el
ajuste estructural. Y que por lo tanto, el discurso de clase sentido aún en las
izquierdas y con más razón en las clases dominantes son esquemas porfiados y
anticuados ya, que intentan malamente explicar una realidad de imaginarios y de
culturas que hace tiempo se ha escapado y que ha construido un Perú
inexplicable. Es la ceguera por mantener el análisis en el antagonismo y en la
confrontación politizada de la cultura la que no deja ver que la cultura es
mucho más plástica que el poder, y que en todos estos años de informalidad y de
sobrevivencia cultural, ésta ha conseguido edificar un Perú que reclama a
gritos un nuevo contrato social, es decir, una nueva organicidad política
visible acorde con esta sensibilidad, que nuestros conceptos sociales no han
sabido nombrar con propiedad.
El problema de esta
urgente necesidad es que la astucia y la creatividad de estas culturas rechazan
su objetivación política y organizada. El habitual sincretismo en que se han
visto envueltas y el disfrute anómico que han hallado a través de la cultura de
consumo y de la multiplicación de estímulos postmoderna, divorcian a los
contenidos culturales de las nuevas generaciones de sus objetivaciones
tecnocráticas, así como de su aprovechamiento disciplinario en las
construcciones más sofisticadas de la ciencia como del conocimiento racional.
La fuerte desconexión afectiva entre los productos generacionales y el mundo
producido, no es sólo provocada por el extrañamiento que experimentan en una
realidad cada vez más rutinaria y mecanizada sino que las personalidades han
hallado en el desequilibrio y en la crisis intersubjetiva que vivencian una
oportunidad para hacer de sus adicciones y de sus prótesis sensoriales una
nueva forma de vida autosostenible, que paga el precio, de tener que
desvincular las energías instintivas de cualquier ámbito de la producción en
donde se subliman o se convierten en técnica reconocida. El resultado es una
desvalorización del trabajo, o la prevalencia de un ritmo de trabajo poco
creativo y productivo; y también la desafección psicológica de las personas a
querer formarse y desarrollar sistemas de conocimientos expertos que ayuden a
conformar una tecnología propia. Hay por consiguiente, un abismo subjetivo y
emocional hacia la necesidad de resignificar el mundo producido, porque las
personas prefieren extraviarse en la cultura del consumo cada vez más
erotizada.
Por ello deseo
sostener, que la separación entre la razón y las nuevas sensibilidades que se
afianzan en la juventud no es sólo el motivo estructural que ocasiona la
dominación generacional, sino que ya de por sí las nuevas generaciones se
definen en el desarraigo y en el extrovertismo evacuando toda posibilidad
organizada y madura de hacer de cada promesa generacional un proyecto que
imponga otro principio de realidad. El solo emotivismo y protesta sociocultural
que se observa en las manifestaciones de la juventud posee una fuerte carga
creativa y vitalidad social, pero en sí todo este magma riquísimo no busca
ciertamente su osificación histórica, y mientras ello no suceda los contornos y
perfiles de la sociedad a la que ven desde sus submundos se obstruirán e
involucionar. Y en ciernes todo el rechazo que se alimenta en relación al
sistema y sus diseños técnicos, y que a veces alcanza la forma de un
izquierdismo ético, no será en realidad mas que un desperdicio de las energías
que no confluyen hacia la construcción o redefinición de la sociedad.
A la juventud le hace
falta darle a ese descontento visceral un tipo de organicidad política en el
que se reconozcan y articulen todas sus demandas; y sobre todo un pensamiento
social que sea la expresión del triunfo y realización de los movimientos
sociales en los que viven y ríen. Y esto se hará si es que dejan de nombrarse
con los idearios y proclamas de la izquierda marxista, pues ella en varios
sentidos, su discurso de clase, ya no representa un motivo movilizador y
articulador de demandas y de aspiraciones sociales. El conservadurismo de las
clases dominantes no es el único muro en contra del cual deben vivir
políticamente su liberación, sino que en su mismo seno de rebeldía se ven obligados
sobrepujar una significativa renovación de cuadros y de concepciones de mundo,
pues el discurso de clase se ha vuelto en el pretexto perfecto para la
supervivencia vitalicia de una gerontocracia que no promueve tales medidas.
Por ahora hay cierta
timidez para llevar a cabo esta tarea histórica que no es precisamente de modo
amable, sino que es necesaria una lucha en contra de los conceptos, los
idearios y los líderes viejos con los que en el fondo no quieren romper. No
sólo basta un desplazamiento político de cuadros, hace falta una nueva
concepción de mundo que se atreva a cuestionar en sus presupuestos esenciales
aquel marxismo y retórica revolucionaria que es hoy por hoy muy reaccionaria, y
a la vez poco eficaz para enfrentarse a los poderes dominantes. Ahí donde las
contradicciones de clase han sido neutralizadas y a la vez justifican la
represión en contra de los sectores oprimidos, es necesario privilegiar la
lucha generacional, para que la osificación de su cultura y de sus proyectos
vitales vivifiquen los perfiles de una nueva sociedad, que necesita otro tipo
de oposición objetiva que articule las diversas demandas y antagonismos. Con
esto digo que toda lucha política es el fondo la búsqueda de una renovación
cultural, de una nueva religiosidad cívica y material que rescate a las
diversas organizaciones de la sociedad, incluso las de izquierda, de la
degradación y corrupción en que se han visto sumidas.
Es urgente invitar a
los talentos y destrezas del pueblo y de la juventud a creer en una nueva
sociedad, que nazca de sus experiencias concretas y de la búsqueda de una
remozada identidad nacional. Hoy como ayer la deuda de la izquierda es dejar a
un lado ese imprudente como desviante internacionalismo que le descoloca de su
misión de constituir una nación. Sin la construcción de tal imaginario será
imposible el compromiso del pueblo al que debe ofrecérsele un referente en el
que creer, y un programa operativo y comunitario en el que vivir de modo
concreto; y la larga sin la nación la juventud y la izquierda serán
posiblemente responsables de la desarticulación política que el tipo de
desarrollo que se practica en el país están provocando, y eso sería dispararse
a los pies. Por ello el movimiento de expresión de esta generación esta
emplazada a combatir con su liderazgo las diversas formas de poder y de
exclusión social que atormentan al peruano de a pie, pero esto se hará si se
atreven a conocer al Perú en realidad, y atreverse a pensarlo de modo
auténtico, allí verán con sus propios ojos los rivales a los que se deben
enfrentar. No dejemos que maten la promesa, pues la decepción es el origen de
todo cáncer y huida del mundo.
11 de Setiembre
del 2013
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