miércoles, 17 de mayo de 2023

¿Somos postmodernos?

 



 


Asistimos, aunque no queramos reconocerlo, a un acuerdo establecido en materia de políticas de Estado, que corrigen y varían una concepción del desarrollo marcada por una excesiva actitud intervencionista del Estado, en un escenario entendido como una totalidad social. Este acuerdo, sin lugar a dudas, favorece a algunos sectores de la economía que pueden virtualmente competir con facilidad en el mercado internacional, pero resulta incoherente con las necesidades públicas de construir una sociedad basada en la convivencia y en el respeto mutuo. Es decir, el ejercicio técnico que puede desatar el libre albedrío empresarial, puede hipotéticamente dibujar elegantes condiciones de calidad de vida pero estos productos culturales resultan incompatibles con las idiosincrasias populares, cuya dinámica oculta en la clandestinidad elementos intangibles de un pasado que se resiste a desaparecer. Quizás la novedad cosmética resulta atractiva para los imaginarios sociales, sin embargo, de un tiempo a esta parte los disfraces ideológicos no ocultan a la perfección las intenciones de sometimiento que estos artefactos administrativos fomentan.

 

La percepción es que este avance en metas específicas habla de un consenso establecido a partir del cual los actores que de una y otra manera participan del escenario político deben articular sus promesas y estrategias del desarrollo. Sin embargo, tengo la impresión de que este acuerdo ha sido establecido sin haber contado con todos los actores reales de nuestra sociedad, reduciéndose a aquellos sectores que hacen del ejercicio ciudadano una oportunidad de beber de la mamadera del Estado. La desestructuración de las condiciones institucionales desde las cuales se construye la experiencia democrática, ahonda la brecha entre las figuras que dicen defender el sistema político, y aquellos agentes desmovilizados que sumergidos en sus relaciones cotidianas, invalidan el régimen político pero que no hacen nada para cambiarlo. En otras palabras, la división entre actores políticos y no políticos, con toda la depredación de los valores morales que esto significa, ocasiona que el oportunismo de aquellos que se sirven de la democracia estatal difunda un orden social, que a la larga asfixia la iniciativa individual y corrompe las garantías concretas sobre las cuales se concibe la vida social.

 

La urgencia por destituir una visión del desarrollo que colisionaba directamente con la diversidad cultural y que no desactivaba los fundamentos ideológicos del lenguaje criollo, llevo a los actores vinculados al incipiente mercado interno a subirse al carro de la democracia y de la gestión empresarial, como una alternativa al desarrollo heterodoxo que estrangulaba la expresión económica de las identidades regionales y locales. Si bien con sus defectos, el ajuste estructural a que esta medida condujo, introdujo una visión del mercado que es desde ahora un principio pluralista de la sociedad civil, lo cierto es que el despotismo de este impulso institucional impacta sobre la capacidad de adaptación socio psicológica que la población trabajadora es capaz de desarrollar. Mientras se conciba como política de Estado lo que es desde lejos interés de la clase político-económica, toda tentativa de transformar el edificio social de la peruanidad, sin tomar en cuenta la voz de las mayorías, chocará inevitablemente con la heterogeneidad cultural que los atletas de lo tecnocrático desprecian.

 

Habiéndose entendido que la sociedad en el fondo solamente se acomoda a los cambios estructurales para sobrevivir, se entenderá por consiguiente, que la falsa integración social  que alcanza la sociedad no es el resultado del bienestar social que este pueda generar, sino que es un producto de la necesidad de aferrarse a los recursos materiales e ideológicos que éste infinitamente produce. La calidad de vida que el sistema político oferta descansa sobre la creatividad para desperdigar significados e insumos culturales y no en su capacidad para generar condiciones concretas sobre las cuales se manifieste el espíritu social. En la medida que lo peruano se siga elaborando sobre la imagen múltiple de las ideologías del consumo, todo socialización que quiera construir individuos autónomos, conscientes de su rol social, desembocará en una agresiva atomización social y en egoísmos institucionalizados. La violencia con la cual el aparato estatal dirige la conducta, provocando el socavamiento de los espacios tradicionales en los cuales se refugia la individualidad, ocasiona que a su vez el individuo ejerza violencia para escapar al destino de la sociedad. La vigilancia y el ocaso que sufre el sujeto por los mecanismos dictatoriales del mercado, inhibe la creatividad social para elaborar discursos que rescaten, llamémoslo así, lo esencial del espíritu peruano. Es decir, la construcción de un edificio social en el cual depositar con confianza lo mejor de las destrezas nacionales, dependerá de la habilidad para escapar a la tiranía del mercado sin renunciar a sus recursos infraestructurales legítimos.

 

Por otra parte, extendida culturalmente la idea de que la globalización es la mano invisible que trasciende la aventura colectiva de cualquier proyecto nacional, lo único que queda para no quedar excluido de los movimientos del capital, es constituir con inteligencia un proyecto de sociedad que recoja las demandas de reconocimiento de las diversas identidades regionales y locales. La nación es un discurso que puede ser absorbido por la sociedad solo si se abandona con certeza ese facilismo mercantil, que consiste en tomar decisiones públicas sobre la base de esquemas que han tenido éxito en otras latitudes pero que aplicados en nuestra realidad colisionan con la idiosincrasia social. En tanto la caída del modelo de desarrollo populista conduzca a la caoticidad estructural y cultural, cualquier visión alternativa de desarrollo que se quiera implementar, fracasará porque no toma en cuenta el entramado organizativo de nuestra sociedad.

 

Pero vayamos al núcleo de esta discusión. Hasta aquí he sostenido que el programa civilizatorio que promueven los actores internos nos acercan a los a priori ideológicos de las relaciones internacionales, pero nos distancian por una cuestión de desconocimiento del clamor popular que vive sumido en la pobreza y la frustración. Es decir, se cree firmemente que el bombardeo cultural que ha desatado el racionalismo occidental, creará una dimensión independiente a las estructuras socioecónomicas de los países que no han alcanzado el desarrollo. Dimensión que dice fomentará un ideario del desarrollo en armonía con nuestras raíces culturales. Cualquier ámbito social que asimile cautivamente los significados visuales que el capitalismo expande con el propósito de modelar un tipo particular de ser social, devendrá en un espacio condenado a la regresión productiva e institucional.

 

En otras palabras, aunque el impulso de la globalización cultural difumine un patrón de hombre consumidor, capaz de adaptar sus esquemas de comportamiento a los más espeluznantes cambios estructurales, lo cierto es que dicha plaga ideológica bloquea el ciclo de modernización de la estructura productiva en su conjunto. La sed  por aferrarse a los esqueletos seductores de la sociedad de la información, porque ahí residen los símbolos de la supervivencia, nos hace desconocer las insuficiencias de un sistema económico que empobrece la experiencia a medida que se adentra en las conciencias regionales, cambiando desmesuradamente las frágiles constituciones en las cuales se refugia la identidad social.

 

Llegados a este punto, habiéndose sustentado que se oculta una estructura primaria y terciarizada tras los atavíos lujosos de la cultura del consumo y de la publicidad, quisiera desmentir aquella tesis que sostiene que el rumbo histórico de esta sociedad puede ser el mismo que el de las sociedades posmodernas. Es decir, el argumento que dice que las fronteras concretas se han desdibujado, por consiguiente, es susceptible que existan regímenes económicos híbridos, es sin lugar a equivocaciones, una figura ideológica que oculta un núcleo imperecedero de hegemonías al interior del mercado y en los confines de este. Tanto la economía de subsistencia dirigida a los excluidos, como aquellas relaciones de producción informales que hacen usos de la fuerza de trabajo en condiciones infrahumanas, viven articulados al mercado internacional como reservorios de espléndida plusvalía, y no como sectores de la economía que en un momento posterior puedan se incorporados al sistema central de acumulación. Sin embargo, la naturaleza endeble de estas hegemonías locales pude ser resquebrajada si los intereses de la clase dominante plasmados en una ideología del consumo colisionan con las redes informales de una incipiente burguesía industrial; cuando tiendan a conflictuar los intereses de una embrionaria burguesía industrial con los intereses trasnacionales de la clase dirigente, por el control del mercado interno, una forma de plantear la formación social precapitalista bloqueará el ligero y tímido intento de reestructurar la economía sobre una base industrial. La necesidad de incluirse en los circuitos globales del mercado internacional obligará a los patricios de la economía primarizada a incorporar segmentos calificados del sector manufacturero, variando de modo precario e híbrido la formación primario-exportadora del país. Su objetivo no será reconocer la urgencia de un cambio radical en el modelo de acumulación, sino agregar a su dominio económico aquella infraestructura social y de mentalidades que facilite la profusión de un conocimiento y de un modo de organizar la sociedad para sus propósitos empresariales. El interés particular de elaborar una espiritualidad proclive a la gerencia empresarial, no sólo bloquea de modo arbitrario la génesis de una cultura auténtica, sino que además dirige las energías de nuestra clase trabajadora al margen del control implícito de este mecanismo desregulado, que de algún modo inesperado ha empatado con los referentes culturales de nuestra diversidad.

 

No quiero hacer apología al mecanismo desregulado de la oferta y la demanda, lo que quiero demostrar es que aunque la perversidad de este modelo de desarrollo excluye a porciones significativas de la población, lo cierto es que los pobres se han apropiado de los saberes implacables de la ideología neoliberal, creando de modo caótico la impresionante presencia de un capitalismo interno que empieza a no sólo exigir reconocimiento étnico sino además participación en la forma como se administra la política económica. No obstante es lícito lanzar la conjetura de que esta asimilación de la semántica tecnocrática de modo violento, no resulta por sí solo una oportunidad natural de salir del subdesarrollo. Es necesario advertir que mientras se mantenga la heterogeneidad estructural como correlato general de la fragmentación étnica, este crecimiento que experimentan los sectores de vanguardia de la economía peruana no será más que resultado de una pintoresca improvisación, y no producto de una programación sostenida de los negocios de la política económica. Una etapa espontánea del crecimiento técnico debe dar paso a una maniobra regulada de la formación social, pero no a una planificación que asfixie la iniciativa empresarial sino al florecimiento de ciertas condiciones institucionales que hagan crecer la participación de los microcircuitos gremiales en el conjunto del producto bruto interno del país.

 

Se han dictado medidas formales par incentivar la generación de iniciativas empresariales; medidas que en su intento de incluirlas al universo de la tributación jurídica estrangulan la capacidad de reproducción ampliada que estas empresas podrían desarrollar. El grave déficit fiscal que soporta el Estado peruano no debe ser resuelto con la excesiva presión tributaria sobre los sectores marginales a la economía formal, que a la larga protegen los intereses de la economía primaria y terciarizada. Creo que la iniciativa del Estado en estos rubros debe ampliarse con el objetivo de incrementar la participación modeladora de la economía que estimulan estos sectores sociales. La solución es hacer crecer la inversión interna acaparando y haciendo crecer el mercado interno, destinando inyecciones de capital líquido en los salarios de los trabajadores y en la innovación tecnológica de los talleres productivos, con el propósito de obligar a los sectores de avanzada del capital a reconocer un consenso en materia de políticas de Estado, que haga perdurar un desarrollo sostenible en los próximos cincuenta años.

 

Debe abandonarse aquel intercambio desigual que se establece con los mercados extranjeros, no sólo dando trabajo en los sectores microempresariales a la fuerza ociosa de la población, sino además tratando de producir para el mercado interno alternativas de consumo que atrapen y obliguen a reinvertir el plusvalor en nuestras tierras. Así como existe un bombardeo de mercancía culturales que modifican las orientaciones valorativas del consumidor hacia aquellos productos que fabrican y maquetean los agentes trasnacionales, debe haber una excitación audiovisual a cerca de los bienes que nosotros los peruanos producimos. Es imposible cambiar los fantasmas ideológicos que confeccionan más de un disparate cultural; esa es la condición posmoderna que ha revolucionado la manera de pensar de nuestros estratos sociales, y por consiguiente, ha variado el modo en el cual el individuo se relaciona para producir.

 

La alternativa semántica de producir sentimientos e ilusiones que escapen a la memoria precapitalista que ostentamos, sólo puede provocar una decepción con respecto al mundo real. En tanto la  mimesis de lo muerto aprisione las fantasías de realización individual, creyéndolas satisfacer por el ingenioso y atractivo mecanismo de la industria cultural, se hará casi imposible que los bienes simbólicos que saturan nuestra conciencia guarden correspondencia con el empobrecimiento material de la condición premoderna de nuestro país. La diferencia se convertirá en aquel dispositivo ontológico a partir del cual se procesa la interpretación de las enormes mayorías, sus códigos estéticos, sus sistemas de significación, pero será una trampa ideológica que desactiva y traba el apetito de realización que cada sujeto inaugura y desea resolver. El mantenimiento de una infraestructura premoderna, y por tanto, el mantenimiento de esquemas tradicionales de interpretación de la realidad, impiden una verdadera mutación de la interioridad, ya que el solo hecho de rememorar lo arcaico mediante los signos excéntricos del cosmopolitismo, no consolidan exitosas experiencias de desarrollo individual. Es más creo sostener que los simulacros que fabrica la maquinaria audiovisual amedrentan el progreso material del sujeto, en la medida que la lucha por el reconocimiento social resulta más importante que la lucha por la erradicación de la desigualdad social.

 

En suma: el discurso del desarrollo que promueven los agentes extranjeros se sostiene en la medida que la diversidad étnica hace efectivo el crecimiento económico. Pero se vuelve una trampa ideológica que desintegra la vida social, pues al querer fundar el modelo de acumulación sobre bases micro sociales, se  enfrenta a severos problemas de adaptación socio psicológica. La gestión del caos cultural, y por consiguiente, del caos organizativo sólo es viable en la medida que la socialización acapara legítimamente políticas de compensación social. Sino existe una programación de las condiciones sociales que hacen posible la creatividad de las fuerzas históricas, será difícil domesticar la salvaje penetración capitalista, y por tanto, será difícil adoptar auténticas relaciones de convivencia moderna.

 

 

 

 

 

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