miércoles, 17 de mayo de 2023

¿Por qué renuncian los valientes?

 



 Los estragos a los que conduce toda ética de la convicción residen más que en la naturaleza amenazante de la acción, primordialmente en los efectos nocivos al alma de quien emprende la batalla. El miedo, la sensación de inseguridad que embarga al espíritu debilitado y combativo del avezado le van sembrando la pregunta de si vale la pena tanto arrojo y persistencia. La angustia por quedarse sin nada en pos de una empresa apasionante que libera demonios y resucita el ethos radical, va provocando la sensación del más impostergable escepticismo, aquel que empieza como un pequeño temor y que va trocándose en una duda, en esa duda corrosiva  de si más allá de las espadas se consigue la verdadera plenitud, o de si continúan las tinieblas. Es allí en las llamas donde empieza el verdadero hielo. Cuanto más el extremismo de la ética quiere hacer de carne y hueso las ideas, tanto más el animal demanda devorar. El apetito insaciable del yo  se hace presente, y se cuela entre los dogmas de la liberación para proclamar la indigencia del alma y recordarle una y otra vez a la voluntad que la esencia de todo hombre es la negatividad.

 

No es la desconfianza en las fuerzas incontrolables de la historia, ni mucho menos las amenazas del espíritu conservador las que perturban la mente del revolucionario, es el terror a la soledad, a la sensación de desperdicio de la juventud lo que le inquieta y le preocupa. Mientras el alma le exige vivir, y los despiadados síntomas de la indiferencia racional le convencen a que sea funcional, despierte y vea la realidad tal cual es, en el avezado surge la vacilación: el primer sentimiento de renuncia. Esa reflexión insoslayable de que si aún hay tiempo de echarse para atrás, de que ya es tiempo de sentar cabeza y madurar, justificarlo con el mito de ver lo tuyo y ser adulto, de que unos cuantos no pueden acabar con la injusticia, no es sólo los indicios del más urbano-nihilismo, sino los más remotos orígenes de los traidores de ideales. Aquel que se hace el sordo a los temblores, aquel que disimula cuando se hacen escombros las ciudades,  a aquel que teniendo el talento para luchar argumenta que no se contamina del goce del poder cuando lo tiene cerca – ténganlo por seguro- ha despertado el más indomable egoísmo, y por lo tanto los gérmenes de la delincuencia emocional.

 

Hoy los servidores del poder con los disfraces de la democracia y de la objetividad son reclutados de estas ingeniosas canteras de los que han tomado conciencia de la realidad, les ofrecen profesión y una vida tranquila, mientras en su interior les incuban la codicia y la ambición por el poder; les estimulan la vanidad y aún más tarde la malicia y su adicción, rejuvenecen en gran medida y a paso lento se van transformando en los más feroces defensores del orden racional-burgués.

 

No hay duda de que aquel hombre o mujer que se excusa olvidando los fines de la realización humana, y por consiguiente, la materialización de la trascendencia; adaptándose a un orden de cosas inicuo y lamentable, no sólo hace estéril el terreno de las siguientes generaciones con su falta de responsabilidad y  solidaridad, sino que además huyendo de la vejez su alma se gangrena, empezando la senectud por dentro. Pero siempre el remordimiento los persigue.

 

 

 

 

 

 

 

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