No es la desconfianza en las fuerzas incontrolables de
la historia, ni mucho menos las amenazas del espíritu conservador las que
perturban la mente del revolucionario, es el terror a la soledad, a la
sensación de desperdicio de la juventud lo que le inquieta y le preocupa. Mientras
el alma le exige vivir, y los despiadados síntomas de la indiferencia racional
le convencen a que sea funcional, despierte y vea la realidad tal cual es, en
el avezado surge la vacilación: el primer sentimiento de renuncia. Esa
reflexión insoslayable de que si aún hay tiempo de echarse para atrás, de que
ya es tiempo de sentar cabeza y madurar, justificarlo con el mito de ver lo
tuyo y ser adulto, de que unos cuantos no pueden acabar con la injusticia, no
es sólo los indicios del más urbano-nihilismo, sino los más remotos orígenes de
los traidores de ideales. Aquel que se hace el sordo a los temblores, aquel que
disimula cuando se hacen escombros las ciudades, a aquel que teniendo el talento para luchar
argumenta que no se contamina del goce del poder cuando lo tiene cerca –
ténganlo por seguro- ha despertado el más indomable egoísmo, y por lo tanto los
gérmenes de la delincuencia emocional.
Hoy los servidores del poder con los disfraces de la
democracia y de la objetividad son reclutados de estas ingeniosas canteras de
los que han tomado conciencia de la realidad, les ofrecen profesión y una vida
tranquila, mientras en su interior les incuban la codicia y la ambición por el
poder; les estimulan la vanidad y aún más tarde la malicia y su adicción,
rejuvenecen en gran medida y a paso lento se van transformando en los más
feroces defensores del orden racional-burgués.
No hay duda de que aquel hombre o mujer que se excusa
olvidando los fines de la realización humana, y por consiguiente, la
materialización de la trascendencia; adaptándose a un orden de cosas inicuo y
lamentable, no sólo hace estéril el terreno de las siguientes generaciones con
su falta de responsabilidad y
solidaridad, sino que además huyendo de la vejez su alma se gangrena,
empezando la senectud por dentro. Pero siempre el remordimiento los persigue.
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