Cultura de la soledad.
Resumen:
En las líneas de este ensayo
lo que trato de presentarles es la idea de que la soledad es una
parálisis de la dialéctica social. En la medida que no somos un animal fijado
-para usar una expresión de Nietzsche- sino un ser en
permanente transición hacia la nada, los argumentos de este
escrito sostienen que la amenaza de la atomización social es extraviar el
sentido del contrato social, y de la convivencia humana. El hecho de que la autoconservación predomine por
sobre la reproducción de la moral social hecha por la borda cualquier aventura de realización de la cultura, en tanto el ser
siga desgarrado entre la seducción de los sentidos y el hechizo de lo
abstracto. Desde ya argumentamos que
esta lógica de la cosificación solo puede ser vulnerada si es que logramos
escapar a la perdición de la naturaleza pervertida, con un proyecto de
construcción colectiva de la sociedad.
Palabras
centrales: Ideología, cinismo, soledad, amor individual, ontología
A veces
escucho a Nietzsche cuando profetizaba que el hombre nihilista de la
sociedad moderna terminaría convertido en una cuerda tendida entre la razón
y la locura1. Un ser transitorio atrapado en la incompletud era lo
que denunciaba el discurso de Zaratustra cuando cual fantasma atrapado en la existencia
deambulaba solitario por bosques y aldeas intentando tener confianza
en el animal hombre, que aferrado a las formas y a la insignificancia era
devorado por un'macroproceso irreversible que no dejaba de crecer. El anacoreta
habíase dado cuenta que si bien el hombre escapaba a
la segunda naturaleza2, que no le deparaba una
preservación absoluta, esta trasgresión accidentada hacía el conocimiento y la
cultura le encumbraba al poder por excelencia, pero le amputaba la capacidad
para realizarse como sujeto ontológico.
Si en primera instancia el aventurero encarnado en Ulises había sorteado la naturaleza monstruosa logrando engañarla y conseguir la autoconservación, en un segundo momento congelado entre simbolismos y accesorios plásticos era sistemáticamente agredido por una nulidad cultural que aumentaba a medida que su deseo extraviado era aplastado por el desarrollo técnico. Ulises conquistaba la individualidad como episodio enclaustrado en la fantasía, creando un mundo ideológico que lo inmunizaba contra las potencias aterradoras de lo natural3. Desde esa leyenda hemos aprendido a capturar la realidad con un exceso de vértigo, posesionándonos con osadía y beligerancia de todo lo que necesitamos par sobrevivir, pero al mismo tiempo hemos ido contaminando ilimitadamente lo refugio vitales en los cuales se decide mágicamente el rumbo de nuestro destino, al confundirlos con espacios de una despiadada competencia y absurdo mercantilismo. El hombre se ha hecho consciente de la falsa conciencia ilustrada4 que lo embruja/ sin embargo, cuanto más intenta deshacerse de ella percibe en su deformidad racional la sensación de irrumpir en al vacío más desolador. Los seres sensibles que viven intensamente la vida buscan huir del viento mistificante, no obstante, la impresión de que van quedándose cada vez más atrás los fuerza a apropiarse de los recursos cínicos con violencia envenenando sus almas al mismo tiempo que van dando forma a un ser vampirezco que caza voluntades y espíritus. Al hurtarle a la ideología su carácter ingenuo y al utilizarla como una droga seductora el sujeto politiza su propia biografía para mantener a su conciencia a salvo de una realidad que la explota y la disminuye. El individuo ha aprendido a dirigir su voluntad de un modo agresivo y aparente, ya que ello le reporta no sólo la tan difícil preservación física sino que además le permite inflar su identidad de subjetividades e ilusiones que va tragando contundentemente.
En las sociedades hegemónicas
este arrebato mítico que supone la razón cínica es elegantemente contenido por la
vigilancia institucional que proporciona la sociedad civil5. Aunque el individualismo
autoritario ha sido resistido fervientemente por el desarrollo de un proceso de
personalización que lo libera
de los macroprocesos totalitarios6, lo cierto es que obliga a los
sujetos a apropiarse salvajemente de los
recursos cognoscitivos no como una evidencia de progreso normativo sino como la edificación de un blindaje amoral que
busca la trasgresión como una
experiencia de placer. A medida que crece la conciencia de un cinismo
institucionalizado crece también la adicción hacia su uso, y de ahí que la lucidez de la maldad sea una
forma ingenua de ceguera y envilecimiento.
Los sujetos saben lo que hacen, saben que esta mal, pero la falsedad, su seducción criminal los lleva al daño
irreparable, pues no pueden contener
el goce de lo fluido y de la maliciosa espontaneidad.
Partiendo de esta evidencia, de
la naturaleza seductora del mal7 se prueba que este es un producto de los
esfuerzos desesperados que despliega la identidad por huir de la cercanía de la nada.
El hecho de que las estructuras, las instituciones, las funciones que desempeñamos
estén preñadas del vacío empuja a los individuos a ejercer poder sobre la realidad que los
administra. La soledad
es un suicidio simbólico que arrastra a los individuos a las antípodas de lo concreto, por lo cual estos
para no perder el piso en el cual se desenvuelven ejercen violencia sobre la realidad,
cosificándola y así sentir el aroma de algo material que los proteja. El
micropoder en manos de despojos sedientos de la subjetividad de otros hombres se convierte en
la única realidad que vale, ya que las rutas institucionales son percibidas como caminos
objetivadores, demasiado
ajenos.
Siempre existe la sensación de que el mal, la evidencia de su trasgresión no termina por llenar el espacio inhóspito que nos embarga, siempre existe un vendaval de irritaciones, una penumbra insondable que aisla nuestros esfuerzos, que torna impracticables nuestros intentos de realización, que al final va haciendo ingresar nuestra personalidad en un mutismo impostergable, imposible de deshacerse de él. La claridad que raras veces acecha nuestros pensamientos nos emancipa por fugaces momentos de esta coacción gramatical; es difícil escapar a la trinchera ideológica que hemos pervertido, que estamos consumiendo como estupefacientes y ello nos hace ser víctimas de un miedo inconmensurable que nos hace desarrollar una conducta de la estrategia y de la máscara. Sabemos que al tomar el tren del saber, de la supervivencia técnica este nos aleja de los peligros de la locura, de la venganza de la naturaleza8, pero esta seguridad ontológica, esta superioridad fáctica no es lo suficientemente sólida para difuminar la impresión de que estamos solos en el paisaje de la creación. Al dominar la naturaleza, al adecuarla en relación a nuestra forma de vida civilizatoria corremos el riesgo de trastornar la espontaneidad del cosmos, de salimos de la armonía alegórica que pensamos haber dejado atrás. Negamos el origen del cual procedemos, un pasado que jamás irrumpirá en el presente y que al dejarlo atrás en el olvido regresa en nuestras conciencias como un mar de recuerdos, de escenas imborrables que se escurren en nuestros pensamientos y que a la vez que compensan nuestros padecimientos coyunturales, nos hacen percibir la evidencia de una espacio natural, jovial del cual hemos sido arrojados9.
La soledad es un estado de ánimo
infinito que nos hace sapientes de nuestra insignificancia a medida que la maquinaria
crece postergando nuestra realización. Mientras los tejidos societales en los cuales nos
desenvolvemos nos van
consumiendo al mismo tiempo que los construimos con algarabía y creatividad, somos conducidos
por afán de grandeza y de plenitud hacia procesos de abstracción cada vez más insólitos
en donde depositamos nuestra confianza y desarrollo. Se huye de la obligación objetiva,
ejecutándola con distracción
a la vez que el individuo desarrolla una imaginación con la cual persuade su emoción para que no
sea vulnerada por los espacios estresantes de la sociedad del conocimiento. La experiencia
de ser jalados por fuerzas que no terminamos de gobernar provoca que hurtemos a la
razón desbocada su poder colonizador, aplicándolo en nuestros paisajes cotidianos con total
malicia y oportunismo. La consecuencia es ir delatando nuestra pobreza
ontológica en la desesperación
de hallarle un sentido certero a nuestra personalidad.
El hecho de que el sujeto troque la historicidad que lo debía orientar hacia una utopía definida e inclusiva por la permanencia en una parálisis indomable habla de la naturaleza equilibrista de éste, que se mantiene a salvo de los peligros del instinto tomando partido por una racionalidad que lo conduce al triunfo de la cosificación. Cuanto más queremos escapar al totalitarismo del tiempo en las clandestinidades del ser hedonista tanto más caemos cuando la juerga culmina en la sensación de una atomización indescriptible. La concreción de la sensoriedad en los discursos de la fiesta y el erotismo nos devuelven a un espacio histórico absolutamente diluido en el cual se rebaja la muerte de la metafísica10 por el hechizo de lo espasmódico y lo extraño. Ponemos en paréntesis perpetuo nuestra dudas y vacilaciones, nuestros traumas e impotencia, y nos sumergimos en la invocación a un ser seductor y travieso que hace renacer nuestro descontrol e intuición al precio de quedar varado a mitad de camino entre la muerte y la felicidad. Se busca el placer desmedido para borrar de nuestra conciencia la carga inútil del saber, pero al culminar la embriaguez, la resaca de todo lo vivenciado nos hace parir la crudeza de una realidad dominante de la cual no nos podemos deshacer. El concepto con toda su capacidad de darnos seguridad nos hace seres que prevalecen en los paisajes de la reproducción social, sin embargo, esta acción cosifícadora que suplanta la dignidad de una vida virtuosa nos hace habitantes perpetuos de existencias desarraigadas. La seducción de un mundo plagado de oportunidades de realización nos va arrancando de nuestro nicho doméstico y nos convierte en viajeros sedientos de estabilización en una realidad movediza y gaseosa que se nos desvanece de nuestras manos tan pronto somos engañados por la ficticia modernidad. La lógica de un mundo que halla su regeneración en la mistificación de la existencia individual nos proporciona aditamentos especiales para transmutar la mente, pero esta adaptación terapéutica nos alimenta de discursos irreconciliables y carentes de significados que sólo postergan la libertad real.
El hecho de que en la luz del
claro del bosque11 el hombre decida apartarse de la dirigencia del desarrollo
civilizatorio nos entrega al abandono más lacerable; nos convence dejar a un lado la
pedantería que tanta rivalidad ha generado en la historia, siendo tan solo destinatarios del
pensamiento débil12 que no quiere nada, que nos hace espectros de discursos distanciados e
incomunicados. El
espíritu fuerte que había fabricado una realidad unilateral se descompone en un mar de
circunstancias variadas que empapan nuestra conciencia haciéndola ingresar en escenarios
irreales y simulados. La cultura que había entregado a la civilización la evidencia
de un saber que se sabía privilegiado por prometer la redención se disipa en la multiplicidad
de discursos
contingentes que hacen del hombre un competidor hostil y desesperado por hallarle un
sentido a la existencia.
Olvidamos la facticidad de la
muerte en el sistematismo de la maquinaria social, perdemos de vista la agresividad y
soledad de la personalidad cuando nos entregamos con ingenio a intentar sobrevivir en
los paisajes cibernéticos de la realidad social; a veces esta brutalidad de lo sistémico, esta
economía del éxito
individual nos embadurna tanto de seguridad que terminamos por institucionalizar la salvaje
lucha por predominar. Aunque esta cruda realidad noá atomiza y conduce a todo fracaso la débil
película de la comunicación, es la única experiencia de poder que nos hace seguros
habitantes de la certeza ontológica, aunque no nos realice. La supervivencia del más fuerte nos
lleva a la soledad de la sabiduría a la evidencia de un lenguaje que vemos por
primera vez como un recurso
ficticio y taimado.
Si bien el contexto urbano facilita los recursos cognoscitivos para la reproducción, lo cierto es que las decisiones verosímiles que nos harían seres realizados son escasas y están distribuidos desigualmente. En esta situación toda empresa individual por preparada que se encuentre, por acorazada que se halle se da de bruces contra el muro objetivo que representa la gramática del mercado, pues el auténtico cambio es contenido en un cementerio de dialécticas, cuyas fuerzas son utilizadas para reproducir el sistema descentrado pero que no son utilizadas para lograr la expansión individual. La impresión de que habitamos en paisajes impuros, in esenciales, nos hace tomar la súbita decisión de negarnos a madurar: en la evolución esta la felicidad pero también está le peligro de la derrota, de la caída en la espesura de la insignificancia13.
La esquizofrenia de estos
cambios repentinos y bruscos nos obliga a mutar en diversas direcciones, nos hace peones
de un molino satánico14 del que escapamos lingüísticamente, aunque nuestros
cuerpos estén adheridos al ritmo pulverizador de la supervivencia. A veces existe la
sensación de que la salida a esta condición inconclusa es radicalizar el proceso del cual somos
víctimas y liquidar de una vez
por todas los rezagos míticos de lo inculto y natural, pero queda siempre la sospecha de una
gran nostalgia que nos persuade a echar raíces en un espacio del cual sabemos que es
inestable y apócrifo. Las delicias de la ceguera, la seducción de la ideología resultan
más reconocibles y familiares a la hora de maniobrar con audacia, porque si bien estamos subyugados, lo cierto es que
existe una diferencia ontológica que nos constituye, que nos explica de dónde venimos y
quiénes somos. Tal vez en la soledad el hombre despojado de todo escudo
identitario sienta que la realidad le ha cedido discursos miserables, pero el
miedo al dolor, a quedarse sin una respuesta desde la cual construir un sentido vital
lo hace postergar astutamente la facticidad de la muerte.
El accidente del conocimiento, aquel elemento separado del devenir natural, nos conduce a la primacía de nuestra identidad, nos hace sabios de la supervivencia, sin embargo, pobres moradores de una cultura que se resiste a concretarse y que se va disolviendo en las trampas del etitismo y del buen gusto. Mientras la mass media difunde mensajes e imágenes que uniformizan los comportamientos el ser social periférico expuesto a su violenta exhibición sufre el impacto de una cultura que no puede probar; si bien la masificación del consumo democratiza el acceso al saber, lo cierto es que las diferencias que más resisten el atrevimiento de la democratización se hallan impermeables en le cinismo estético, fueros aristocráticos en donde se concentra la sensualidad y el caos. El ser solitario de este mundo masificado percibe en la multitud la mezcla inverosímil de relaciones y matrices étnicas que puede olfatear, que desea, pero que disfruta de un modo adulterado y disminuido. El estilo de vida sensorial es un imaginario salvaje en donde el cuerpo manipula los recursos ideológicos para devorar la integridad de otros seres, pero cuyo resultado antropológico nos expone ante los vicios de la maldad y el ultraje. El saber allí se subordina ante el desorden de los apetitos, convirtiéndose en un recurso separado de su connotación ética. La embriaguez de la calle, el destino eufórico de las osamentas nos transforman en hechiceros de la noche y de sus misterios; cualquier individualidad que profundice en este imperio de las formas, que intente darle la contra a este poder sutil de lo estético queda relegado en el mutismo del concepto, incapacitado para amar y sentir. La soledad en este sentido es la experiencia en carne propia de la amputación de los sentidos, de un mago que ha sabido expandirse en las categorías pero que ha extraviado la palabra para seducir y cortejar.
A diferencia de las sociedades
hegemónicas en que las biografías particulares
están compensadas por un conjunto de dispositivos institucionales democráticos que permiten al sujeto empírico
disfrutar de su individualidad, en las
sociedades periféricas la experiencia de la individuación se percibe como un sistemático
abandono de los marcos de socialización en los cuales se forma la personalidad inconclusamente, produciéndose un ser
despedazado en varios niveles y
expuesto ante un mundo mercantilizado que lo desmorona lentamente. Aquí la soledad se asemeja a un
sentimiento de desamparo profundo que
halla al sujeto periférico ante dos alternativas: o bien se resiste
obstinadamente en difundir repertorios societales con los cuales a la larga negociar el despliegue de soluciones alternativas,
o bien toma la decisión de navegar solitariamente escogiendo la opción de
innovar y crear conocimiento útil
para el mercado.
Mientras que en la terquedad de
combatir la lógica del mercado se esconde a la larga la reproducción de un sistema
cerrado autoritario que genera una soledad represiva en la otra alternativa el individuo decide ser
parte del vacío que desea
desesperadamente combatir. Aunque ya no se refiere su identidad a repertorios de acción colectiva sino a
recursos desperdigados en la inmensidad de
los espacios de los espacios sistémicos, lo cierto es que este segundo individuo es un ser cuya única patología
es haber institucionalizado la ley
de la selva hasta en las características más íntimas y subjetivas del ser
social. La soledad en él es un diálogo
desigual y ritualesco con la oscuridad de la muerte, cuyo último parlamento demuestra la inutilidad del lenguaje,
que hasta esa última vivencia se revela como una carga errónea que no
cumplió con la verdadera liberación.
En la periferia del mundo la
ausencia de un decurso histórico, la preponderancia de rigores técnicos cuya
desnudez pone en cautiverio a los movimientos alternativos, y la expansión de
mecanismos coactivos que predeterminan la conducta al punto de haberse
desarrollado socializaciones marcadamente regresivas, hacen que la experiencia personal quede
atrapada en la empatia
ideológica desprovista de los recursos cognoscitivos suficientes para revertir o controlar el proceso
que lo deshumaniza. Aquí la soledad no es el resultado de la evolución cognoscitiva de
vanguardia de las sociedades hegemónicas sino producto de una parálisis ontológica que deja
seducido al hombre en el embrutecimiento sensorial a costa de la sensatez
objetiva que lo ayude
a sobrevivir. Si bien los remedios subjetivos están desplegados de tal modo que el individuo se siente
saturado de un sin fin de información que lo sobre estimula, lo cierto es que este se halla
ante la incapacidad de sintonizar con el proceso histórico que los despoja y lo
empobrece. La soledad que
experimenta el individuo en el mundo atomizado
es un engarrotamiento en su desarrollo objetivo, sentimiento que le impide hacer fluir y concretar
en resultados reales
las acciones desesperadas que manifiesta. La acción se reduce a la capacidad de articularse a
las arenas movedizas del mercado abatiendo las demás oportunidades subjetivas
que la vida estandarizada aplasta. La duración del tiempo social que es una realidad generada
por la producción social se desvincula del control social, ocasionando un sometimiento objetivo al
individuo cuya carga
envejecedora es sublimada con la orgía festiva o el tiempo del carnaval15.
La experiencia desperdiciada
que supone la inmensidad del mundo social impide que el sujeto pueda armonizar
correctamente con un proceso social que lo desvirtúa y le va quitando el suelo desde donde
constituir su identidad individual. La soledad en este punto al mismo tiempo
que es la concientización
fáctica de esta vida empobrecida es la perversión de un vicio, de un estancamiento subjetivo
que se apodera de la mente del sujeto en la misma medida que todos los esfuerzos para
escapar de esta condición atomizada son inútiles al respecto. La necesidad para establecerse en
una realidad precaria y
líquida16 que se disipa tan pronto creemos llegar a buen puerto nos hace aferramos a
etnicismos y trincheras existenciales desde las cuales creemos soportar cuando
en realidad son refugios que a la larga no encubren la muerte del alma. Se posterga
inescrutablemente la historicidad de la biografía individual, su trayectoria
social, haciéndola víctima de micro procesos sensoriales que son las formas objetivas
que adopta actualmente la metafísica dominante. A pesar que el individuo ha retomado el rumbo
del proceso histórico
arrancando de él iniciativas de reproducción individual, lo cierto es que el mundo
desbocado17 que es resultado del despotismo del sistema lo vuelve solitario
doblemente. En la actualidad que el escenario capitalista no urge de mano de obra masificada
para poder reproducir, se da forma a una subjetividad desamparada atrapada en el tiempo de la acumulación18 y en
el tiempo del exilio.
AI no ser el sujeto importante para el ritmo de la acumulación se abren existencias al margen del sistema, individualidades preñadas de vulgaridad y de pobreza espiritual que no logran transitar hacia formaciones modernizadas. Lo realmente complicado se presenta cuando esta condición transitoria es imprescindible para abandonar el ontologismo de la existencia y transportarse hacia individualidades completamente reconciliadas con el devenir. Cuanto más los esfuerzos conceptuales por elaborar una visión fidedigna del proceso objetivo chocan contra el subjetivismo intenso de la intelectualidad, tanto más el abismo insondable de la soledad contamina y amengua la fortaleza de los dirigentes políticos. Toda solución o pronóstico negativo que el análisis filosófico percibe se presenta antes como una enfermedad en la individualidad extasiada del intelectual. Solamente cuando los remedios que propaga la intervención política se concretan, las brechas y angustias que sufre el intelectual cristalizan como estilos de vida masificados, produciéndose situaciones límites en donde el individuo divorciado de instituciones intermedias sufre todo el impacto distorsionado de la globalización económica. Esa relación despótica entre el individuo atomizado, tarado de lenguajes que disfrazan el padecimiento ontológico, colocan a la existencia totalmente expuesta ante la facticidad de la soledad, que no sólo contiene la dialéctica biográfica sino que además envuelven a la personalidad en una nube abstracta en la que se respira la muerte.
Tal vez el único bálsamo con el
cual enfrentamos la realidad de un ser-para-la-muerte es le embrujo henchido del amor
individual. Aunque en muchas ocasiones la experimentación de este sentimiento nos sustrae a la administración de la
sobrevivencia y nos hace seres agradables conducidos por un exceso de intensidad y
jovialidad, lo cierto es que este perfume es doblemente deleznable y mortífero. En aras de
transgredir los límites de la soledad el hombre deposita toda su energía en la empresa desesperada
de hallarse en el otro
con total supremacía de su ser, pero esta experiencia sobrecogedora no deja de
ser un antídoto ficticio contra la sospecha de que resistimos totalmente embriagados en las
trincheras de la existencia. La aventura de hallarle un significado a la existencia
primarizada con la expulsión de los valores internos hacia el hostil exterior encuentre al romance
en una situación de
peligrosidad consumada. Para quedar prendado del ser del otro hay que salirse
de sí mismo con la promesa de que tal exposición consiga conocer sensorialmente las
profundidades de la vitalidad de la persona amada.
La peligrosidad que reconoce que el amor no es
suficiente para redimir al ser humano de su no fijamiento, reside en que la entrega a la
perdición del amor
vertical es un sentimiento demasiado inestable para ser cierto. La ficción de caer en la infinidad de la
pasión es una aventura que termina desviando a la identidad de su cada vez más escasa
reconciliación, porque el dolor de querer salvarse en el mundo simulado que se
fabrica la pareja lo saca de la dirección del tiempo hacia el cual su amor desbordado
debería enfrentar. El amor individual no debe ser un pretexto para olvidarse de la realidad, sino
un motivo de fuerza para
extender el calor de la particularidad hacia una propuesta de trascendencia colectiva. Vivir
como un niño lejos de los conceptos y de las convenciones, autista en un tiempo ebrio casi
inmortal, no debe convertirse en un deleite indiferente, incapaz de compadecerse por
los padecimientos del espíritu social. La posesión del otro es una carga
demasiado angustiante y despiadada, pues las máscaras que deseamos perforar para llegar a la fascinación del alma no
terminan por convencernos que la alegría que disfrutamos es solo una evasión para llenar el
solitario vacío de la existencia. Perplejos ante los caprichos de la objetivación
somos capaces de saborear ante una decisión confortable las atrocidades de la ideología.
Ante el vacío que nos merodea
en esta periferia de sujetos ahistóricos que disfrutan conscientemente de los desperdicios
de la ideología lo único certero para frenar la epidemia de la soledad es
radicalizar la democratización de los espacios cotidianos. Al contrario de los que
piensan que la política consecuente
basta para barrer los residuos autoritarios de
la práctica cotidiana/ aquí se sostiene que la única alternativa a una realidad
atomizada que fetichiza y banaliza la circulación del lenguaje es organizar estilos y mentalidades
creativas que intenten
superar los prejuicios y la prisiones gramaticales de la existencia inmediata. En la medida que la
soledad va despojando al sujeto de toda capacidad para armonizar con su contingencia
ontológica, el auténtico primer paso par domesticar el impacto negativo de la
globalización y reencontrarnos con nuestro sustrato originario/ es exteriorizar
revolucionariamente los frutos universales de nuestro mundo interior. El pavor
a una realidad cargada de cosificación nos hace replegarnos en nuestra privacidad cotidiana,
intentando desde ahí resguardarnos de la guerra objetiva, pero lo único que se
consigue es quedarse totalmente solo ante la inminencia de la muerte.
AI esquivar la violencia de la
metafísica con la terquedad de los etnicismos lo único que se hace es hacernos
cómplices de los abusos y hostigamientos de la realidad capitalista. Si bien el sujeto ha
aprendido a revertir el proceso
del desencantamiento del mundo con la explosión de una diferencia irreductible, lo
cierto es que este sortilegio popular nos convierte en socios audaces de la
mafia de la desigualdad y de la pobreza. El hecho crudo e irónico de que en la inmensidad
de la ideología se halle para el hombre desgarrado la facticidad de la emancipación
trivializa la integridad de éste, restándole legitimidad cultural para merecer la
humanización del mundo mercantilizado. Cuanto más huye con el disfraz del atolladero de la
existencia tanto más los
pueblos, víctimas del poder desnudo del capital, son responsable de la soledad
abstracta que dicen combatir: esta soledad es el horrible resultado de un ser
egoísta que no ha sabido comunicarse y que ha preferido la salvación de su
pellejo, antes que compartir un trocito de su valor a la consecución de un proyecto colectivo.
La creencia en la realización de
la cultura individual ha persuadido al individuo de que la soledad solo es un
mal transitorio y que toda relación de poder que la define es el precio que hay que
pagar para lograr la tan ansiada conservación civilizatoria. Aunque la sociedad con
todos sus mecanismos de negociación se termine subordinando a la explotación del particular,
esta experiencia de
erotización del ser individual es bastante minúscula para transmutar los valores
negativos que la sociedad moderna defiende abiertamente. En más de las veces el
sortilegio del consumo individual agranda las heridas que el conocimiento abre en la
conciencia, porque aunque sature la existencia de discursos e imágenes deliciosas este
placer del detalle no culmina por ofrecernos una realización superlativa del contenido de nuestra personalidad: lo único que
provoca es desacelerar la trayectoria histórico-cultural de nuestra persona dibujando todo el
tiempo la figura inmaculada de una eterna juventud, que resulta al final una terrible vejez consumada.
La soledad es la evidencia palpable de esta mutilación de los sentidos, de la ineptitud para transgredir
nuestros propios miedos, de la debilidad para asumir una identidad concreta en el momento en
que todo se torna insoportablemente
abstracto.
La sabiduría material para deshacernos de las representaciones consiste en involucrar a los individuos aislados en la práctica de estilos de vida estético-expresivos que tengan el compromiso de configurar vínculos cercanos entre los sujetos con el propósito de ampliar el reduccionismo económico del sistema. Si se logra combatir la atomización con la solidaridad como aventura del conocimiento, se logrará reencantar la realidad de un lenguaje concreto y originario que desactive el poder embrutecido de la maquinaria social. Aunque en muchos sentidos el capitalismo se ha hecho arcaico y sensorial, explotando la naturaleza mitológica del mundo de la vida no ha podido subyugar las profundidades inexploradas del espíritu social, debido a que el devenir falso que plantea no ha conseguido sustituir la corriente vital19 de la existencia. Al no evadir la soledad más que con ideología, no conseguirá detener la dialéctica que esta esconde y reprime, provocando que ante el peligro de caer en la nada se hallen los elementos embrionarios de un nuevo valor de la vida social. "Vivir peligrosamente../'como reza Horddelin2
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