domingo, 1 de enero de 2023

Cultura de la soledad.

 


Resumen:

 

En las líneas de este ensayo lo que trato de presentarles es la idea de que la soledad es una parálisis de la dialéctica social. En la medida que no somos un animal fijado -para usar una expresión de Nietzsche- sino un ser en permanente transición hacia la nada, los argumentos de este escrito sostienen que la amenaza de la atomización social es extraviar el sentido del contrato social, y de la convivencia humana. El hecho de que la autoconservación predomine por sobre la reproducción de la moral social hecha por la borda cualquier aventura de realización de la cultura, en tanto el ser siga desgarrado entre la seducción de los sentidos y el hechizo de lo abstracto. Desde ya argumentamos que esta lógica de la cosificación solo puede ser vulnerada si es que logramos escapar a la perdición de la naturaleza pervertida, con un proyecto de construcción colectiva de la sociedad.

 

 Palabras centrales: Ideología, cinismo, soledad, amor individual, ontología

A veces escucho a Nietzsche cuando profetizaba que el hombre nihilista de la sociedad moderna terminaría convertido en una cuerda tendida entre la razón y la locura1. Un ser transitorio atrapado en la incompletud era lo que denunciaba el discurso de Zaratustra cuando cual fantasma atrapado en la existencia deambulaba solitario por bosques y aldeas intentando tener confianza en el animal hombre, que aferrado a las formas y a la insignificancia era devorado por un'macroproceso irreversible que no dejaba de crecer. El anacoreta habíase dado cuenta que si bien el hombre escapaba a la segunda naturaleza2, que no le deparaba una preservación absoluta, esta trasgresión accidentada hacía el conocimiento y la cultura le encumbraba al poder por excelencia, pero le amputaba la capacidad para realizarse como sujeto ontológico.

Si en primera instancia el aventurero encarnado en Ulises había sorteado la naturaleza monstruosa logrando engañarla y conseguir la autoconservación, en un segundo momento congelado entre simbolismos y accesorios plásticos era sistemáticamente agredido por una nulidad cultural que aumentaba a medida que su deseo extraviado era aplastado por el desarrollo técnico. Ulises conquistaba la individualidad como episodio enclaustrado en la fantasía, creando un mundo ideológico que lo inmunizaba contra las potencias aterradoras de lo natural3. Desde esa leyenda hemos aprendido a capturar la realidad con un exceso de vértigo, posesionándonos con osadía y beligerancia de todo lo que necesitamos par sobrevivir, pero al mismo tiempo hemos ido contaminando ilimitadamente lo refugio vitales en los cuales se decide mágicamente el rumbo de nuestro destino, al confundirlos con espacios de una despiadada competencia y absurdo mercantilismo. El hombre se ha hecho consciente de la falsa conciencia ilustrada4 que lo embruja/ sin embargo, cuanto más intenta deshacerse de ella percibe en su deformidad racional la sensación de irrumpir en al vacío más desolador. Los seres sensibles que viven intensamente la vida buscan huir del viento mistificante, no obstante, la impresión de que van quedándose cada vez más atrás los fuerza a apropiarse de los recursos cínicos con violencia envenenando sus almas al mismo tiempo que van dando forma a un ser vampirezco que caza voluntades y espíritus. Al hurtarle a la ideología su carácter ingenuo y al utilizarla como una droga seductora el sujeto politiza su propia biografía para mantener a su conciencia a salvo de una realidad que la explota y la disminuye. El individuo ha aprendido a dirigir su voluntad de un modo agresivo y aparente, ya que ello le reporta no sólo la tan difícil preservación física sino que además le permite inflar su identidad de subjetividades e ilusiones que va tragando contundentemente.

En las sociedades hegemónicas este arrebato mítico que supone la razón cínica es elegantemente contenido por la vigilancia institucional que proporciona la sociedad civil5. Aunque el individualismo autoritario ha sido resistido fervientemente por el desarrollo de un proceso de personalización que lo libera de los macroprocesos totalitarios6, lo cierto es que obliga a los sujetos a apropiarse salvajemente de los recursos cognoscitivos no como una evidencia de progreso normativo sino como la edificación de un blindaje amoral que busca la trasgresión como una experiencia de placer. A medida que crece la conciencia de un cinismo institucionalizado crece también la adicción hacia su uso, y de ahí que la lucidez de la maldad sea una forma ingenua de ceguera y envilecimiento. Los sujetos saben lo que hacen, saben que esta mal, pero la falsedad, su seducción criminal los lleva al daño irreparable, pues no pueden contener el goce de lo fluido y de la maliciosa espontaneidad.


Partiendo de esta evidencia, de la naturaleza seductora del mal7 se prueba que este es un producto de los esfuerzos desesperados que despliega la identidad por huir de la cercanía de la nada. El hecho de que las estructuras, las instituciones, las funciones que desempeñamos estén preñadas del vacío empuja a los individuos a ejercer poder sobre la realidad que los administra. La soledad es un suicidio simbólico que arrastra a los individuos a las antípodas de lo concreto, por lo cual estos para no perder el piso en el cual se desenvuelven ejercen violencia sobre la realidad, cosificándola y así sentir el aroma de algo material que los proteja. El micropoder en manos de despojos sedientos de la subjetividad de otros hombres se convierte en la única realidad que vale, ya que las rutas institucionales son percibidas como caminos objetivadores, demasiado ajenos.

Siempre existe la sensación de que el mal, la evidencia de su trasgresión no termina por llenar el espacio inhóspito que nos embarga, siempre existe un vendaval de irritaciones, una penumbra insondable que aisla nuestros esfuerzos, que torna impracticables nuestros intentos de realización, que al final va haciendo ingresar nuestra personalidad en un mutismo impostergable, imposible de deshacerse de él. La claridad que raras veces acecha nuestros pensamientos nos emancipa por fugaces momentos de esta coacción gramatical; es difícil escapar a la trinchera ideológica que hemos pervertido, que estamos consumiendo como estupefacientes y ello nos hace ser víctimas de un miedo inconmensurable que nos hace desarrollar una conducta de la estrategia y de la máscara. Sabemos que al tomar el tren del saber, de la supervivencia técnica este nos aleja de los peligros de la locura, de la venganza de la naturaleza8, pero esta seguridad ontológica, esta superioridad fáctica no es lo suficientemente sólida para difuminar la impresión de que estamos solos en el paisaje de la creación. Al dominar la naturaleza, al adecuarla en relación a nuestra forma de vida civilizatoria corremos el riesgo de trastornar la espontaneidad del cosmos, de salimos de la armonía alegórica que pensamos haber dejado atrás. Negamos el origen del cual procedemos, un pasado que jamás irrumpirá en el presente y que al dejarlo atrás en el olvido regresa en nuestras conciencias como un mar de recuerdos, de escenas imborrables que se escurren en nuestros pensamientos y que a la vez que compensan nuestros padecimientos coyunturales, nos hacen percibir la evidencia de una espacio natural, jovial del cual hemos sido arrojados9.

La soledad es un estado de ánimo infinito que nos hace sapientes de nuestra insignificancia a medida que la maquinaria crece postergando nuestra realización. Mientras los tejidos societales en los cuales nos desenvolvemos nos van consumiendo al mismo tiempo que los construimos con algarabía y creatividad, somos conducidos por afán de grandeza y de plenitud hacia procesos de abstracción cada vez más insólitos en donde depositamos nuestra confianza y desarrollo. Se huye de la obligación objetiva, ejecutándola con distracción a la vez que el individuo desarrolla una imaginación con la cual persuade su emoción para que no sea vulnerada por los espacios estresantes de la sociedad del conocimiento. La experiencia de ser jalados por fuerzas que no terminamos de gobernar provoca que hurtemos a la razón desbocada su poder colonizador, aplicándolo en nuestros paisajes cotidianos con total malicia y oportunismo. La consecuencia es ir delatando nuestra pobreza ontológica en la desesperación de hallarle un sentido certero a nuestra personalidad.

El hecho de que el sujeto troque la historicidad que lo debía orientar hacia una utopía definida e inclusiva por la permanencia en una parálisis indomable habla de la naturaleza equilibrista de éste, que se mantiene a salvo de los peligros del instinto tomando partido por una racionalidad que lo conduce al triunfo de la cosificación. Cuanto más queremos escapar al totalitarismo del tiempo en las clandestinidades del ser hedonista tanto más caemos cuando la juerga culmina en la sensación de una atomización indescriptible. La concreción de la sensoriedad en los discursos de la fiesta y el erotismo nos devuelven a un espacio histórico absolutamente diluido en el cual se rebaja la muerte de la metafísica10 por el hechizo de lo espasmódico y lo extraño. Ponemos en paréntesis perpetuo nuestra dudas y vacilaciones, nuestros traumas e impotencia, y nos sumergimos en la invocación a un ser seductor y travieso que hace renacer nuestro descontrol e intuición al precio de quedar varado a mitad de camino entre la muerte y la felicidad. Se busca el placer desmedido para borrar de nuestra conciencia la carga inútil del saber, pero al culminar la embriaguez, la resaca de todo lo vivenciado nos hace parir la crudeza de una realidad dominante de la cual no nos podemos deshacer. El concepto con toda su capacidad de darnos seguridad nos hace seres que prevalecen en los paisajes de la reproducción social, sin embargo, esta acción cosifícadora que suplanta la dignidad de una vida virtuosa nos hace habitantes perpetuos de existencias desarraigadas. La seducción de un mundo plagado de oportunidades de realización nos va arrancando de nuestro nicho doméstico y nos convierte en viajeros sedientos de estabilización en una realidad movediza y gaseosa que se nos desvanece de nuestras manos tan pronto somos engañados por la ficticia modernidad. La lógica de un mundo que halla su regeneración en la mistificación de la existencia individual nos proporciona aditamentos especiales para transmutar la mente, pero esta adaptación terapéutica nos alimenta de discursos irreconciliables y carentes de significados que sólo postergan la libertad real.


El hecho de que en la luz del claro del bosque11 el hombre decida apartarse de la dirigencia del desarrollo civilizatorio nos entrega al abandono más lacerable; nos convence dejar a un lado la pedantería que tanta rivalidad ha generado en la historia, siendo tan solo destinatarios del pensamiento débil12 que no quiere nada, que nos hace espectros de discursos distanciados e incomunicados. El espíritu fuerte que había fabricado una realidad unilateral se descompone en un mar de circunstancias variadas que empapan nuestra conciencia haciéndola ingresar en escenarios irreales y simulados. La cultura que había entregado a la civilización la evidencia de un saber que se sabía privilegiado por prometer la redención se disipa en la multiplicidad de discursos contingentes que hacen del hombre un competidor hostil y desesperado por hallarle un sentido a la existencia.

Olvidamos la facticidad de la muerte en el sistematismo de la maquinaria social, perdemos de vista la agresividad y soledad de la personalidad cuando nos entregamos con ingenio a intentar sobrevivir en los paisajes cibernéticos de la realidad social; a veces esta brutalidad de lo sistémico, esta economía del éxito individual nos embadurna tanto de seguridad que terminamos por institucionalizar la salvaje lucha por predominar. Aunque esta cruda realidad noá atomiza y conduce a todo fracaso la débil película de la comunicación, es la única experiencia de poder que nos hace seguros habitantes de la certeza ontológica, aunque no nos realice. La supervivencia del más fuerte nos lleva a la soledad de la sabiduría a la evidencia de un lenguaje que vemos por primera vez como un recurso ficticio y taimado.

Si bien el contexto urbano facilita los recursos cognoscitivos para la reproducción, lo cierto es que las decisiones verosímiles que nos harían seres realizados son escasas y están distribuidos desigualmente. En esta situación toda empresa individual por preparada que se encuentre, por acorazada que se halle se da de bruces contra el muro objetivo que representa la gramática del mercado, pues el auténtico cambio es contenido en un cementerio de dialécticas, cuyas fuerzas son utilizadas para reproducir el sistema descentrado pero que no son utilizadas para lograr la expansión individual. La impresión de que habitamos en paisajes impuros, in esenciales, nos hace tomar la súbita decisión de negarnos a madurar: en la evolución esta la felicidad pero también está le peligro de la derrota, de la caída en la espesura de la insignificancia13.


La esquizofrenia de estos cambios repentinos y bruscos nos obliga a mutar en diversas direcciones, nos hace peones de un molino satánico14 del que escapamos lingüísticamente, aunque nuestros cuerpos estén adheridos al ritmo pulverizador de la supervivencia. A veces existe la sensación de que la salida a esta condición inconclusa es radicalizar el proceso del cual somos víctimas y liquidar de una vez por todas los rezagos míticos de lo inculto y natural, pero queda siempre la sospecha de una gran nostalgia que nos persuade a echar raíces en un espacio del cual sabemos que es inestable y apócrifo. Las delicias de la ceguera, la seducción de la ideología resultan más reconocibles y familiares a la hora de maniobrar con audacia, porque si bien estamos subyugados, lo cierto es que existe una diferencia ontológica que nos constituye, que nos explica de dónde venimos y quiénes somos. Tal vez en la soledad el hombre despojado de todo escudo identitario sienta que la realidad le ha cedido discursos miserables, pero el miedo al dolor, a quedarse sin una respuesta desde la cual construir un sentido vital lo hace postergar astutamente la facticidad de la muerte.

El accidente del conocimiento, aquel elemento separado del devenir natural, nos conduce a la primacía de nuestra identidad, nos hace sabios de la supervivencia, sin embargo, pobres moradores de una cultura que se resiste a concretarse y que se va disolviendo en las trampas del etitismo y del buen gusto. Mientras la mass media difunde mensajes e imágenes que uniformizan los comportamientos el ser social periférico expuesto a su violenta exhibición sufre el impacto de una cultura que no puede probar; si bien la masificación del consumo democratiza el acceso al saber, lo cierto es que las diferencias que más resisten el atrevimiento de la democratización se hallan impermeables en le cinismo estético, fueros aristocráticos en donde se concentra la sensualidad y el caos. El ser solitario de este mundo masificado percibe en la multitud la mezcla inverosímil de relaciones y matrices étnicas que puede olfatear, que desea, pero que disfruta de un modo adulterado y disminuido. El estilo de vida sensorial es un imaginario salvaje en donde el cuerpo manipula los recursos ideológicos para devorar la integridad de otros seres, pero cuyo resultado antropológico nos expone ante los vicios de la maldad y el ultraje. El saber allí se subordina ante el desorden de los apetitos, convirtiéndose en un recurso separado de su connotación ética. La embriaguez de la calle, el destino eufórico de las osamentas nos transforman en hechiceros de la noche y de sus misterios; cualquier individualidad que profundice en este imperio de las formas, que intente darle la contra a este poder sutil de lo estético queda relegado en el mutismo del concepto, incapacitado para amar y sentir. La soledad en este sentido es la experiencia en carne propia de la amputación de los sentidos, de un mago que ha sabido expandirse en las categorías pero que ha extraviado la palabra para seducir y cortejar.

A diferencia de las sociedades hegemónicas en que las biografías particulares están compensadas por un conjunto de dispositivos institucionales democráticos que permiten al sujeto empírico disfrutar de su individualidad, en las sociedades periféricas la experiencia de la individuación se percibe como un sistemático abandono de los marcos de socialización en los cuales se forma la personalidad inconclusamente, produciéndose un ser despedazado en varios niveles y expuesto ante un mundo mercantilizado que lo desmorona lentamente. Aquí la soledad se asemeja a un sentimiento de desamparo profundo que halla al sujeto periférico ante dos alternativas: o bien se resiste obstinadamente en difundir repertorios societales con los cuales a la larga negociar el despliegue de soluciones alternativas, o bien toma la decisión de navegar solitariamente escogiendo la opción de innovar y crear conocimiento útil para el mercado.

Mientras que en la terquedad de combatir la lógica del mercado se esconde a la larga la reproducción de un sistema cerrado autoritario que genera una soledad represiva en la otra alternativa el individuo decide ser parte del vacío que desea desesperadamente combatir. Aunque ya no se refiere su identidad a repertorios de acción colectiva sino a recursos desperdigados en la inmensidad de los espacios de los espacios sistémicos, lo cierto es que este segundo individuo es un ser cuya única patología es haber institucionalizado la ley de la selva hasta en las características más íntimas y subjetivas del ser social. La soledad en él es un diálogo desigual y ritualesco con la oscuridad de la muerte, cuyo último parlamento demuestra la inutilidad del lenguaje, que hasta esa última vivencia se revela como una carga errónea que no cumplió con la verdadera liberación.

En la periferia del mundo la ausencia de un decurso histórico, la preponderancia de rigores técnicos cuya desnudez pone en cautiverio a los movimientos alternativos, y la expansión de mecanismos coactivos que predeterminan la conducta al punto de haberse desarrollado socializaciones marcadamente regresivas, hacen que la experiencia personal quede atrapada en la empatia ideológica desprovista de los recursos cognoscitivos suficientes para revertir o controlar el proceso que lo deshumaniza. Aquí la soledad no es el resultado de la evolución cognoscitiva de vanguardia de las sociedades hegemónicas sino producto de una parálisis ontológica que deja seducido al hombre en el embrutecimiento sensorial a costa de la sensatez objetiva que lo ayude a sobrevivir. Si bien los remedios subjetivos están desplegados de tal modo que el individuo se siente saturado de un sin fin de información que lo sobre estimula, lo cierto es que este se halla ante la incapacidad de sintonizar con el proceso histórico que los despoja y lo empobrece. La soledad que


experimenta el individuo en el mundo atomizado es un engarrotamiento en su desarrollo objetivo, sentimiento que le impide hacer fluir y concretar en resultados reales las acciones desesperadas que manifiesta. La acción se reduce a la capacidad de articularse a las arenas movedizas del mercado abatiendo las demás oportunidades subjetivas que la vida estandarizada aplasta. La duración del tiempo social que es una realidad generada por la producción social se desvincula del control social, ocasionando un sometimiento objetivo al individuo cuya carga envejecedora es sublimada con la orgía festiva o el tiempo del carnaval15.

La experiencia desperdiciada que supone la inmensidad del mundo social impide que el sujeto pueda armonizar correctamente con un proceso social que lo desvirtúa y le va quitando el suelo desde donde constituir su identidad individual. La soledad en este punto al mismo tiempo que es la concientización fáctica de esta vida empobrecida es la perversión de un vicio, de un estancamiento subjetivo que se apodera de la mente del sujeto en la misma medida que todos los esfuerzos para escapar de esta condición atomizada son inútiles al respecto. La necesidad para establecerse en una realidad precaria y líquida16 que se disipa tan pronto creemos llegar a buen puerto nos hace aferramos a etnicismos y trincheras existenciales desde las cuales creemos soportar cuando en realidad son refugios que a la larga no encubren la muerte del alma. Se posterga inescrutablemente la historicidad de la biografía individual, su trayectoria social, haciéndola víctima de micro procesos sensoriales que son las formas objetivas que adopta actualmente la metafísica dominante. A pesar que el individuo ha retomado el rumbo del proceso histórico arrancando de él iniciativas de reproducción individual, lo cierto es que el mundo desbocado17 que es resultado del despotismo del sistema lo vuelve solitario doblemente. En la actualidad que el escenario capitalista no urge de mano de obra masificada para poder reproducir, se da forma a una subjetividad desamparada atrapada en el tiempo de la acumulación18 y en el tiempo del exilio.

AI no ser el sujeto importante para el ritmo de la acumulación se abren existencias al margen del sistema, individualidades preñadas de vulgaridad y de pobreza espiritual que no logran transitar hacia formaciones modernizadas. Lo realmente complicado se presenta cuando esta condición transitoria es imprescindible para abandonar el ontologismo de la existencia y transportarse hacia individualidades completamente reconciliadas con el devenir. Cuanto más los esfuerzos conceptuales por elaborar una visión fidedigna del proceso objetivo chocan contra el subjetivismo intenso de la intelectualidad, tanto más el abismo insondable de la soledad contamina y amengua la fortaleza de los dirigentes políticos. Toda solución o pronóstico negativo que el análisis filosófico percibe se presenta antes como una enfermedad en la individualidad extasiada del intelectual. Solamente cuando los remedios que propaga la intervención política se concretan, las brechas y angustias que sufre el intelectual cristalizan como estilos de vida masificados, produciéndose situaciones límites en donde el individuo divorciado de instituciones intermedias sufre todo el impacto distorsionado de la globalización económica. Esa relación despótica entre el individuo atomizado, tarado de lenguajes que disfrazan el padecimiento ontológico, colocan a la existencia totalmente expuesta ante la facticidad de la soledad, que no sólo contiene la dialéctica biográfica sino que además envuelven a la personalidad en una nube abstracta en la que se respira la muerte.

Tal vez el único bálsamo con el cual enfrentamos la realidad de un ser-para-la-muerte es le embrujo henchido del amor individual. Aunque en muchas ocasiones la experimentación de este sentimiento nos sustrae a la administración de la sobrevivencia y nos hace seres agradables conducidos por un exceso de intensidad y jovialidad, lo cierto es que este perfume es doblemente deleznable y mortífero. En aras de transgredir los límites de la soledad el hombre deposita toda su energía en la empresa desesperada de hallarse en el otro con total supremacía de su ser, pero esta experiencia sobrecogedora no deja de ser un antídoto ficticio contra la sospecha de que resistimos totalmente embriagados en las trincheras de la existencia. La aventura de hallarle un significado a la existencia primarizada con la expulsión de los valores internos hacia el hostil exterior encuentre al romance en una situación de peligrosidad consumada. Para quedar prendado del ser del otro hay que salirse de sí mismo con la promesa de que tal exposición consiga conocer sensorialmente las profundidades de la vitalidad de la persona amada.

La peligrosidad que reconoce que el amor no es suficiente para redimir al ser humano de su no fijamiento, reside en que la entrega a la perdición del amor vertical es un sentimiento demasiado inestable para ser cierto. La ficción de caer en la infinidad de la pasión es una aventura que termina desviando a la identidad de su cada vez más escasa reconciliación, porque el dolor de querer salvarse en el mundo simulado que se fabrica la pareja lo saca de la dirección del tiempo hacia el cual su amor desbordado debería enfrentar. El amor individual no debe ser un pretexto para olvidarse de la realidad, sino un motivo de fuerza para extender el calor de la particularidad hacia una propuesta de trascendencia colectiva. Vivir como un niño lejos de los conceptos y de las convenciones, autista en un tiempo ebrio casi inmortal, no debe convertirse en un deleite indiferente, incapaz de compadecerse por los padecimientos del espíritu social. La posesión del otro es una carga demasiado angustiante y despiadada, pues las máscaras que deseamos perforar para llegar a la fascinación del alma no terminan por convencernos que la alegría que disfrutamos es solo una evasión para llenar el solitario vacío de la existencia. Perplejos ante los caprichos de la objetivación somos capaces de saborear ante una decisión confortable las atrocidades de la ideología.

Ante el vacío que nos merodea en esta periferia de sujetos ahistóricos que disfrutan conscientemente de los desperdicios de la ideología lo único certero para frenar la epidemia de la soledad es radicalizar la democratización de los espacios cotidianos. Al contrario de los que piensan que la política consecuente


basta para barrer los residuos autoritarios de la práctica cotidiana/ aquí se sostiene que la única alternativa a una realidad atomizada que fetichiza y banaliza la circulación del lenguaje es organizar estilos y mentalidades creativas que intenten superar los prejuicios y la prisiones gramaticales de la existencia inmediata. En la medida que la soledad va despojando al sujeto de toda capacidad para armonizar con su contingencia ontológica, el auténtico primer paso par domesticar el impacto negativo de la globalización y reencontrarnos con nuestro sustrato originario/ es exteriorizar revolucionariamente los frutos universales de nuestro mundo interior. El pavor a una realidad cargada de cosificación nos hace replegarnos en nuestra privacidad cotidiana, intentando desde ahí resguardarnos de la guerra objetiva, pero lo único que se consigue es quedarse totalmente solo ante la inminencia de la muerte.

AI esquivar la violencia de la metafísica con la terquedad de los etnicismos lo único que se hace es hacernos cómplices de los abusos y hostigamientos de la realidad capitalista. Si bien el sujeto ha aprendido a revertir el proceso del desencantamiento del mundo con la explosión de una diferencia irreductible, lo cierto es que este sortilegio popular nos convierte en socios audaces de la mafia de la desigualdad y de la pobreza. El hecho crudo e irónico de que en la inmensidad de la ideología se halle para el hombre desgarrado la facticidad de la emancipación trivializa la integridad de éste, restándole legitimidad cultural para merecer la humanización del mundo mercantilizado. Cuanto más huye con el disfraz del atolladero de la existencia tanto más los pueblos, víctimas del poder desnudo del capital, son responsable de la soledad abstracta que dicen combatir: esta soledad es el horrible resultado de un ser egoísta que no ha sabido comunicarse y que ha preferido la salvación de su pellejo, antes que compartir un trocito de su valor a la consecución de un proyecto colectivo.

La creencia en la realización de la cultura individual ha persuadido al individuo de que la soledad solo es un mal transitorio y que toda relación de poder que la define es el precio que hay que pagar para lograr la tan ansiada conservación civilizatoria. Aunque la sociedad con todos sus mecanismos de negociación se termine subordinando a la explotación del particular, esta experiencia de erotización del ser individual es bastante minúscula para transmutar los valores negativos que la sociedad moderna defiende abiertamente. En más de las veces el sortilegio del consumo individual agranda las heridas que el conocimiento abre en la conciencia, porque aunque sature la existencia de discursos e imágenes deliciosas este placer del detalle no culmina por ofrecernos una realización superlativa del contenido de nuestra personalidad: lo único que provoca es desacelerar la trayectoria histórico-cultural de nuestra persona dibujando todo el tiempo la figura inmaculada de una eterna juventud, que resulta al final una terrible vejez consumada. La soledad es la evidencia palpable de esta mutilación de los sentidos, de la ineptitud para transgredir nuestros propios miedos, de la debilidad para asumir una identidad concreta en el momento en que todo se torna insoportablemente abstracto.


La sabiduría material para deshacernos de las representaciones consiste en involucrar a los individuos aislados en la práctica de estilos de vida estético-expresivos que tengan el compromiso de configurar vínculos cercanos entre los sujetos con el propósito de ampliar el reduccionismo económico del sistema. Si se logra combatir la atomización con la solidaridad como aventura del conocimiento, se logrará reencantar la realidad de un lenguaje concreto y originario que desactive el poder embrutecido de la maquinaria social. Aunque en muchos sentidos el capitalismo se ha hecho arcaico y sensorial, explotando la naturaleza mitológica del mundo de la vida no ha podido subyugar las profundidades inexploradas del espíritu social, debido a que el devenir falso que plantea no ha conseguido sustituir la corriente vital19 de la existencia. Al no evadir la soledad más que con ideología, no conseguirá detener la dialéctica que esta esconde y reprime, provocando que ante el peligro de caer en la nada se hallen los elementos embrionarios de un nuevo valor de la vida social. "Vivir peligrosamente../'como reza Horddelin2


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