Nihilismo y sociedad peruana.
Resumen:
En este trabajo se
intenta leer los grandes hechos de nuestra historia de un modo distinto que los
habituales esquemas tradición-modernización que han imperado en las reflexiones
sociales. El propósito es desmontar que todo lo que hemos vivido como progreso
e incremento de complejidad civilizada no fue más que un error teorizado y
ejecutado, que no significó un salto cualitativo expresado en las mutaciones
que hemos vivido a lo largo de estas últimas décadas sino alteraciones
regresivas, un sistema de decadencias culturales, que han embarcado a las
identidades que han creído en el mito de la individualidad y de la innovación
modernista en una crisis de valores interminable que nos ha embutido de
violencia y de insignificancia, de incertidumbre y de vacío existencial que nos
ha atrapado hoy en la era del cinismo digital en la banalidad y en la cultura
de lo efímero, sin poder reconstruir un socius común que revalore la modernidad
y la replantee.
Abstract:
This paper tries to read the great events of our
history in a different way than the usual tradition-modernization schemes that
have prevailed in social reflections. The purpose is to remove everything that
we experienced as progress and increasing complexity civilized was just a
mistake theorized and implemented, which resulted in a qualitative not
expressed in the mutations we have experienced over the last few decades but
regressive alterations a system of cultural decadence, which have embarked on
the identities that have believed in the myth of individuality and modernist
innovation in a crisis of values that has embedded endless violence and
insignificance, uncertainty and existential vacuum today has trapped us in the
age of digital cynicism into banality and culture of the ephemeral, unable to
reconstruct a common socius reassess and rethink modernity.
Palabras
claves: Nihilismo, modernización, mito, cibercultura,
utilitarismo, violencia política, desarrollismo, nación, decadencia
Este ensayo me surgió a
raíz de una febril lectura del libro de Franco Volpi “el nihilismo” (VOLPI:
2012), un estudioso de las ideas que hace un recuento histórico genético del
concepto de la nada, la pasión por la nada en la Europa moderna. Aunque no es
sino un eurocentrismo descarado traer este debate a las sociedades periféricas,
donde la pervivencia resistente de un pensamiento mágico religioso es
penetrante, y es complicado sostener que la singularidad es algo que ha roto
con el pasado alegórico, lo cierto es que el modo como se ha distorsionado la
modernización cínica y expoliadora en las últimas décadas si habla del forzado
ahogamiento de una vida ancestral y
sabia de las culturas populares (HELBERG: 2001). Pese a los esfuerzos por
sofocar los incendios de los conflictos socio-ambientales con la pérfida figura
de una modernidad del consumo y la urbanización individual, el país experimentó
el tránsito peligroso a la disolución de nuestros sincréticos saberes
populares. Todo aquel mana y reservas comunitarias que profesamos para
salvaguardarnos de las inclemencias de una crisis permanente, esta severamente
dañado por un proceso de modernización que esta destruyendo los hábitats
territoriales de las culturas tradicionales y amenazando el equilibrio orgánico
de nuestra accidentada organización social.
Y este daño a la vida
cotidiana, este desequilibrio que siembra abandono y desadaptación a un organismo social atomizado y seriamente
desarticulado, se expresa en los serios reveses civilizatorios que esta
experimentando la vida rural, pero sobre todo las culturas urbano-populares:
vemos como todo este torbellino de degradación y funcionalismo del saqueo deja
su impronta en los incontrolables estallidos sociales, en la inseguridad
ciudadana o delincuencia de todo rango, en los climas de violencia barrial e
intrafamiliar, en la vulgaridad de la
cultura personal y en el regreso de toda una cultura de la estupidez o miseria
mental asfixiante. Más allá que la pulverización de los cimientos sólidos de
nuestra modernidad conduzca al único resultado, digamos positivo, que significa
erosionar el pasado feudal, es decir, constituir una vulnerable singularidad
individual, un yo traumatizado y replegado a una euforia del consumo, lo cierto
es que todo este proceso entrampado de promesas y golpes estructurales ha
conducido a la licuación violenta y
demencial de nuestro edificio social, con el único traumático resultado: la
conformación o el retorno a una vida en red cuyo nefasto dominio es la vivencia
estresante y dolorosa de un individuo solitario y acomplejado, donde todo
vínculo o lazo social es precario y falso; donde toda conciencia se disuelve y
es devorada por un mundo complejo y fugaz de organizaciones inteligentes
(BAUMAN: 2005).
La premisa que persigo
en estas páginas llenas de decepción y de un esfuerzo por reunir a los
náufragos de este bajel hundido que es el Perú, es que la manera como las
fuerzas políticas de nuestra segunda ilustración peruana, y me refiero al
experimento modernizador de los 60s y 70s, nos incorporaron a una dialéctica
negativa de la modernidad ha herido de muerte toda posibilidad de reconstruir
el edificio social que se nos prometió, con el único producto de haber arrojado
a la experiencia cotidiana a un escenario lleno de violencia, y de un
sinsentido de la vida que nos desune y nos enfrenta en antagonismos cínicos por
tratar de sobrevivir. No obstante, a pesar de este clima de incertidumbre y de
precariedad generalizado existen subculturas, experimentos populares, que se
las han ingeniado por rechazar el acecho de la nada, y crear economías y
espacios culturales en los que retorna todo el asociativismo del mundo
ancestral y de las solidaridades andinas, cuyo único escollo para conseguir la
hegemonía del principio de realidad y volverse un socius la constituye un
sistema político desde las bases sociales hasta los grandes sistemas burocráticos y
empresariales, que bloquea una suerte de reconciliación nacional. La historia
que cuento en estas páginas es la historia de una mala decisión, de una
soberbia socrática, por haber licuado todo un mundo y no haber sabido realizar
esa realidad de bienestar y desarrollo que se prometió. La filosofía social de
la que me empapo no busca negar esta transvaloración que significó la
modernización industrial, ya se ha dado mal que bien el paso un mundo moderno
que predomina como una tentación infantil, lo que busco es salvar a la vida
cultural de un sistema anárquico y degradado que lo golpea y los disuelve, con
el objetivo de que esta vida coaccionada pase a la ofensiva e invada esta
lógica irracional del saqueo y de la guerra interior, y dote al milagro de la
personalidad de un carácter social capaz de vivir y ser feliz a pesar de las
inclemencias del mundo moderno (ARENDT: 2005).
Mito
y valores.
Buscar los orígenes de
los valores auténticos de nuestra singularidad civilizatoria implica retroceder
históricamente hacia aquellos tiempos arcaicos donde los valores telúricos y
ritualistas predominaban, y existía una racionalidad panteísta en armonía con
la naturaleza y las identidades indígenas. Rememorar este pasado descolonizado,
previo al trauma ontológico busca el propósito de rescatar de las ruinas de una
civilización ancestral todo aquel rico magma sincrético que hoy resucita de
modo sagaz en los intersticios de las categorías migrantes. El asunto es que
toda esa riqueza panandina que estaba en tránsito de constitución de una
sociedad total sacrificial, esas culturas politeístas y ocupantes de los
accidentados andes, fueron por siglos perseguidos y aplastados, por el proyecto
de saqueo colonial, generando una cultura trashumante, una suerte de plasticidad
nómada que fue reapropiándose de los saberes dominantes, reconstruyendo
paulatinamente un carácter social comunitario que es hoy el colchón ideológico
y material que exorciza la tendencia a las crisis del mundo moderno (ESPINOZA:
1990).
Como bien documenta la
arqueología peruana, la religiosidad andina no era mesiánica ni historicista,
era una cultura cuya plasticidad y cultura material vivía sumergida en los
ciclos regulares de la naturaleza, la
respetaban, y construía una civilización orgánica en consonancia con las
tribulaciones y giros accidentados de los inhóspitos andes. La racionalidad del
hombre andino era cíclica y de una repetición mítica, donde el acervo cultural
heredado de generaciones, y de un profundo conocimiento del territorio andino,
le dotaba de una valentía sobrenatural y alegórica, una amistad con el trabajo
asociativo de la tierra que lo enorgullecía y le brindaba un hogar
inconmensurable cargado de animosidad (MIRCEA ELIADE: 2011). No era un animal
aterrorizado por el insondable cosmos, ni un ser arrojado en la inmensidad de
su soberbia sabiduría, sino una figura cooperativa y asociativa que reía
trágicamente ante las contingencias de los espacios infinitos, y a pesar de
ello creaba toda una exhibición de dioses e infraestructura ritualista que le
otorgaba refugio y realización[2].
Jamás entendió las
escarpadas montañas y los peligrosos abismos guturales como el horror vacui de
una existencia inundada de miedo y de violencia, sino un espacio con el cual
podía hablar e interactuar, el cuerpo de una pacha mama que lo cobijaba y
alimentaba, que lo volvía un habitante incrementado por la vida y su pluralismo
religioso. Muy a pesar que las cultura pre-colombinas se habían desarrollado
domesticando y ocupando de modo lento los horizontes lejanos de los andes,
jamás sintieron a este como el acoso de un dolor extraño y malvado; no sabían
que era lo malo; sus asideros religiosos y su complicada institucionalidad
panandina permitían la repetición de una existencia sagrada e intercultural
donde la naturaleza y sus misterios eran amigos a los cuales se veneraba y
amaba. Demás esta decir, que esta antropología panteísta conjuraba los peligros
del medio inhóspito conociendo de manera armoniosa las quebradas y los valles
viviendo en equilibrio amigable con territorios a los cuales sentía como
prolongaciones embellecidas de un cosmos abierto y en expansión. Esta
arquitectura de un universo abierto, sus templos e intrincada infraestructura
de caminos y de edificaciones megalíticas florecían con asombro en medio de una
raza que ocupaba la tierra para trabajar y vivir en ella como obra de una
cultura de la reciprocidad y trabajo colectivo.
A pesar que las
culturas de este horizonte andino padecían guerras, enfermedades y las
inclemencias de un clima escabroso, este mundo de precariedades era parte
natural de la tendencia de estas sociedades a confluir, tal vez de modo
conflictivo, sintetizando todos los saberes económico-culturales del mundo
andino en una gran expresión civilizatoria que estaba en tránsito de
consolidación con la llegada de los españoles. Pero no era una sociedad
configurada como la mezcla desarmónica de civilizaciones muertas y antiguas,
sino una gran cultura que en plena creatividad autárquica supo construir una
figura heterogénea y heterodoxa que extrajo de un medio agreste e indescifrable
los recursos y sabidurías ancestrales que la ensalzaban y acrecentaban. Lo
sostengo, todo lo que pudieron dar las culturas precolombinas en cuanto a su
grado altísimo de conocimientos económicos productivos, y culturales fue una
expresión sólida del profundo conocimiento y coexistencia con una naturaleza
insospechada y rica, la cual les doto de una religiosidad mítica y de una
química con el territorio vital que les permitía domesticar y dialogar con
ella, además de fortalecer un natural asociativismo panteísta que avivaba la
vida en comunidad, y en relación al trabajo colectivo (LUMBRERAS: 1983).
Esta síntesis cultural,
sin agentes externos importantes que pudieran interferirla, fue cortada
violentamente con la desorganización civilizatoria que significaría la
conquista. A pesar de ser una cultura matriz, de semejante relevancia a la de
las culturas antiguas de otras latitudes, el edificio del Incanato se desmoronó
aceleradamente debido al proceso de guerras civiles internas de las que había
salido, con la confrontación entre Huáscar y Atahualpa, la fragilidad en la que
se hallaba el imperio al haber absorbido rápidamente a diversos reinos
conquistados que presionaban y desorganizaban su constitución, y debido sobre
todo a la táctica de guerra política de los conquistadores, de dividir a las
culturas, antagonizándolas y aplicando una idea de racionalidad política que
disolvería lentamente la naturaleza mágico religiosa de las culturas indígenas
del Incanato. Es esa vulnerabilidad estructural en la que se hallaba el
imperio, con la coexistencia desarticulada de diversas racionalidades
económicas que estaban en disputa lo que permitió a su vez un proceso de
desorganización político-cultural que debilito al imperio, facilitando la
estrategia del divide y vencerás y de aliarse con los reinos opositores al
Incanato (TODOROV: 2011). Este divisionismo de las fuerzas políticas no sólo
sería la expresión de cómo quedaría diseñada las posterior civilización
colonial, sino el resultado que ahondaría la fragmentación consustancial a la
cultura peruana, quedando las sabidurías ancestrales, y toda la racionalidad
mítico religiosa como un saber residual en permanente persecución y autonomía
sincrética.
Los posteriores
mecánicas de la dominación construirían empresas y economías de poder
favoreciendo esta fragmentación y menospreciando de modo paternal todo el rico magma diverso de las culturas
indígenas, intentando disolver la hegemonía mágico-religiosa de los saberes
populares, y disponiendo las expectativas de crecimiento cultural a la veneración
de una identidad colonial foránea que negó todo nuestro origen arcaico[3].
Si bien la colonia fue el resultado organizativo de cómo quedaron intactas las
fuerzas políticas ganadoras del proceso de conquista, las guerras de los
encomenderos y la reorganización social del Virrey Toledo, las culturas
dominadas sufrirían el peso tergiversador de la extirpación de idolatrías y la
explotación consiguiente; quedando sólo una nobleza indígena como figura de
legitimidad y culto para garantizar el control sobre las masas explotadas, y
tener la corona española un medio político aliado frente a los intereses
separatistas de los sectores criollos. Es la manera tan particular como se
persiguió la aculturación y en cierto modo la coexistencia asimétrica con las
sabidurías mágico religiosas de los sectores dominados –expresión esta en la
edificación político institucional del Virreynato- lo que me permite conjeturar
que la extraordinaria plasticidad de las culturas indígenas populares para
reinterpretar el mensaje eclesiástico, e incluso reflotar sus mentalidades
ancestrales en medio de la dominación evangélica a lo largo de generaciones, es
lo que explica la supervivencia y el predominio de una racionalidad andino-heterodoxa
que vivía y coexistía con las culturas oficiales; constituyéndose una
arquitectura de instituciones y de mestizajes que es la prueba envolvente de
una cierta convivencia asolapada entre dominadores y subyugados (FLORES
GALINDO: 1990).
Considero que la enorme
complejidad que alcanzó el Virreynato, haciendo retroceder la habitual
discriminación cultural de las elites criollo-españolas, en un clima de
trasgresiones festivas y de sensoriedades clandestinas fue contenida al
abrazarse el diseño republicano, al acentuarse el control discriminatorio y
feudal de los criollos independentistas. La república detuvo el proceso de
síntesis cultural que se estaba orquestando a fines del siglo XVIII, pues si
bien las reformas borbónicas de Carlos III, habían tratado de imprimir
alteraciones institucionales en el mundo antiguo y plural de la colonia, esta siguió
coexistiendo con el mundo ritualista de las culturas indígenas de un mundo no
oficial y trasgresor (PORTOCARRERO: 2004). Esta idea de una convivencia
disforzada y hasta dialogante entre espíritus civilizatorios sacrificiales – el
catolicismo y el ethos andino sincrético- fue remecida con el inicio de las
rebeliones indígenas de fines del siglo XVIII, Túpac Amaru es un ejemplo de
ello, pero estas mutaciones imprevistas fueron síntomas de la decadencia
organizativa en la que ingresaba el régimen antiguo de la colonia, por
supuesto, al recrudecer el verticalismo de la explotación pero no fueron expresiones culturales de un rechazo orgánico
al carácter también mitológico del régimen colonial, sino la reincidencia
simbólica de retornar a la sagrada tradición incásica.
No obstante, ser la
coraza de creencias católicas, un
montaje híbrido que persiguió y asumió curiosamente elementos de la
religiosidad panteísta del indio, la astuta plasticidad del mundo mítico
indígena, acostumbrado a arrancarle animismo a todo poder vigilante y
aplastante, supo modificar y reinterpretar el autoritarismo del mensaje
cristiano, y así conservar secretamente la naturaleza ritualista del ethos
indígena. Es esta suerte de amalgama entre cristianismo y el ethos arcaico de
las culturas precolombinas lo que fue severamente dañado con la asunción del
Estado republicano, y el rebajamiento racista de la república de indios a la
condición de siervos de los latifundios de las elites criollas (BONILLA: 2001).
El mito andino retornaría a un laberinto de formaciones feudales, siendo
expulsado de los claros de ilustración y de civilidad del mundo moderno, hacia
los remotos espacios altos andinos de las regiones serranas, desdibujándose
todo el sistema mercantil y de economías populares que se había levantado hacia
el final de la colonia, y que las guerras separatistas ayudaron a
desestructurar. Esta síntesis híbrida que la colonia configura con elementos
culturales de tradiciones dispares, sería golpeado en sus cimientos
estructurales, constituyéndose desde entonces la figura de un islote de lucidez
y modernidad, el supuesto Perú oficial, sobre un océano de antigüedad y
barbarie, que escondía la no menos preciada sabiduría alegórica de los Andes.
El politeísmo habitual de los indígenas regresaría a su productivismo agrario,
reconfigurándose la melancolía sobrenatural de los campesinos sobre una
formalidad de la explotación feudal, que daría acogida a sus ritos y a su
equilibrio ecológico con la naturaleza. Si bien la condición moderna de la
economía peruana reposaría sobre un diseño extractivo, mayormente
agroexportador de la Costa, estas formaciones de enclave no tendrían contacto
cultural con el simbolismo panteísta de lo andino, dejándolo desarrollarse
sobre una base rural y tradicional (BASADRE: 2000).
Modernidad
y crisis de valores:
A pesar que lentamente
la promesa de los padres de la patria se iría bloqueando ante el estado
saludable de una formación feudal retrógrada e improductiva, que negaría sus
postulados esenciales, se puede conjeturar que surgieron figuras históricas y
alteraciones estructurales en el seno de un mundo fragmentado y antiguo, de
naturaleza propiamente progresista y modernizadora. La relativa modernización y
estabilidad durante el apogeo del guano, el surgimiento de una burguesía
civilista y la superación de la anarquía originaria de la guerra civil de
caudillos, concretarían un espacio inicial para la formación de un estado
moderno, y de una capa dirigencial que lo vinculara de modo material y
burocrático. Pero esto no fue así. Los valores coloniales en la conducción
iconoclasta de un estado paria, no serían penetrados por la susodicha
racionalidad empresarial del hombre burgués, sino que el surgimiento de
fortunas a raíz de la comercialización del guano, y de la concentración de la
tierra en pocas manos, darían cierta estabilidad al naciente Estado, pero no
consiguieron generar un proyecto de desarrollo e interconexión nacional, por lo
que dicha bonanza económica era endeble y hasta ficticia. Los ingresos que
percibió el Estado otorgaron al Estado una base material para mejorar su
presencia en el territorio patrio, pero fue la carencia de una burocracia
descentralizada, el desnivel en el desarrollo de las identidades regionales, y
la falta de una mentalidad de inversión en el seno de una oligarquía rentista y
parasitaria, lo que bloquearían el desarrollo de un nación integrada y secular.
Los crecientes abismos culturales entre las múltiples naciones de un organismo
en formación o desintegrado, generarían una delicada exposición de riesgo
frente a enemigos externos, como significó la infausta guerra con Chile
(MANRIQUE: 1981).
El asunto clave de no
habernos comportado como una nación unida y sólida, frente a la amenaza bélica
de un país que si poseía una estrategia de crecimiento y consolidación
nacional, es que el asumir los costos de un diseño político como fue la
República, claramente a espaldas e incompatible, con la naturaleza sacrificial
y no secular de un país arcaico, hizo que retrocedieran los logros
institucionales que el mestizaje colonial ayudó a edificar, producto de las
guerras emancipatorias y sobre todo a raíz del aniquilamiento de la nobleza
indígena. Es el modo como el discurso de la Ilustración y de la independencia
criolla beneficiaron y movilizaron intereses políticos, propiamente criollos,
lo que mantuvo intacto y hasta fortaleció con la refeudalización del campo, la
naturaleza tradicional de un edificio social claramente monárquico y
fragmentado. Es el juicio de los liberales y conservadores al discutir todo el
siglo XIX qué estrategia política y administrativa se debía seguir para
fusionar la república con una realidad desarticulada y sacrificial, llena de identidades
indígenas y de profundos desencuentros, lo que hizo que el país ingresara en
una profunda anarquía, con predominio político de los poderes caudillezcos y
militares, y con salidas políticas que empeoraban la poca institucionalidad
moderna que anhelaban los padres de la patria (LOPEZ: 2001)
El modo convenido como
el diseño civil-político penetró en escasos sectores de nuestro desconocido
cuerpo social, generando una mentalidad que dividía los escasos esfuerzos
políticos por amalgamar los dispares y asimétricos niveles de nuestro país, es
lo que a la larga constituyó un arquitectura económico-política que dio sentido
de dominación y paternalidad a los sectores subordinados del país, pero que
mantuvo en la involución estructural a la raquítica y desarticulada formación
social peruana, creando las condiciones perfectas para que esta mecánica de la
dominación gamonal, de la que habla Cotler (COYLER: 2005), se convirtiera en
estuche biosocial que detenía y reprimía en la barbarie toda rica iniciativa de
creación de subjetividad que las culturas populares inventaban. A medida que la
recuperación nacional luego de la guerra con Chile, en el apogeo del civilismo,
dotó al país de una estructura política y económica que modernizó islotes
agroexportadores y que mantuvo en una estructura eminentemente agraria a los
gigantescos latifundios improductivos de la sierra, se podía decir que
paulatinamente el carácter sincrético y mitológico de las identidades
campesinas tuvieron las condiciones subjetivas para reestructurar su psicología
y religiosidad panteísta, a salvo de un régimen de producción gamonal que no
buscaba ciertamente la colonización de lo biosocial. La modernidad alcanzada
sólo se restringía a los circuitos urbanos, a supuestos islotes de secularidad
en los ghettos aristocráticos, y a los principales proyectos de enclave
agroexportador y petroleros que no alteraban significativamente las estructuras
tradicionales a donde se incrustaban. La
obsoleta estrategia del divide y vencerás y de mantener a la sociedad al
interior de una estructura en red, sinceramente retrógrada y oscurantista,
sirvió como un sistema de control que facilitó los propósitos del capital
extranjero extractivista, y que encerró las energías progresistas a la
veneración de una identidad rural y arcaica que garantizó la perennización de
estilos de vida oligárquicos racistas y coloniales. Esa finísima estructura de
poder, que garantizó la legítima reproducción de un gamonalismo agrario,
grandes señoríos y una oligarquía limeña cortesana que le importaba un bledo
desarrollar al país, creo, no obstante, las condiciones internas para su
desaparición (BURGA y FLORES GALINDO: 1991).
En primera instancia
las insípidas y tímidas reformas modernizadoras que se imprimió en el país,
luego del eclipse cultural del civilismo político, con la gestión de Leguía y las
acciones autoritarias del Tercer militarismo (Oscar R. Benavides y Odría) dieron
nacimiento a sectores autónomos de reflexión y organización política en la
plebe urbana y capas profesionales, que ante la debacle social de la guerra con
Chile y ante el avance mundial de las corrientes socialistas se montaron la
tarea de reorientar la modernidad de enclave y construir una nación. Aunque
esta opción política estaba lejana a practicarse y a gestarse de forma
operativa, hallaba, sin embrago, vitalidad en el pensamiento arielista,
indigenista y de izquierda de aquellas décadas iniciales del siglo XX, en un
conjunto de tesis que intentaban conciliar cultural e históricamente la
modernidad eurocéntrica con el rostro andino y sincrético de nuestra herencia
colonial e incásica. Era una reflexión donde modernizarse no significaba dejar
atrás el ethos estético y ritualista de nuestro mundo heterogéneo, sino hallar
su pronta realización y expansión en un proyecto de secularidad y de nación que
incrementara y potenciara las bondades de nuestra utopía arcaica (CORNEJO
POLAR: 1990). La arquitectura contractual y política de un Estado moderno debía
crear las condiciones institucionales y espirituales para mezclar soberanamente
lo mejor de la civilización europea, con el significado étnico y sincrético del
ethos andino, donde el núcleo espiritual, donde la rica subjetividad de las
culturas populares impusieran sus contenidos a la penetración colonial de una
economía de enclave y extractiva, a su lógica cultural dominante. Desbordar el
capital no significaba interrumpir su inserción, sino domesticarlo y negociar con las
influencias mundiales para sintetizar lo mejor de la Ilustración y el
desarrollo europeo con la subalternidad andina que empezaba a organizarse
(ROCHABRUM: 2011).
De cierta manera la
segunda aculturación colonial que desplegó el civilismo con las reformas
educativas del siglo XX, con la resistida llegada de la escuela pública a los
andes y territorios remotos buscó desactivar el arraigo de estructuras
culturales arcaicas y dizque obsoletas, para crear al ciudadano moderno y al
conjunto de instituciones culturales que necesitaba un diseño político sin
sujeto histórico. No sólo fue el propósito homogeneizar una cultura
salvajemente heterogénea y mestiza, sino fue crear, cosa que no se logró, un
carácter psicológico que diera legitimidad y adhesión cultural a la estructura
patriarcal y colonial que representaba el gamonal y la oligarquía, y dar su
respaldo productivo a una economía primario-exportadora que aseguraba la eterna
inercia de la nación.
La educación monocultural que se practicó en estructuras
plurales y complejas generó la lenta descomposición étnico-cultural del ethos
campesino y sus oriundas costumbres, al estimular la migración a las ciudades y
dar cimiento simbólico a una atracción individualizante que disolvió en la
recreación del asociativismo barrial-urbano, toda aquella rica sabiduría
telúrica y andinista que se preservó a lo largo de siglos, y que las finas
intuiciones de Arguedas anticipaban su eclipsamiento (ARGUEDAS: 2011). El
impacto de la educación no sólo provocó los levantamientos campesinos en su
búsqueda de reapropiación de la tierra, y su ulterior migración individual a
las urbes, sino que curiosamente, sin sospecharlo, creo las condiciones para
los caóticos laboratorios de la cholificación y de apropiación popular de la
ciudad, desorganizando violentamente el régimen estático de las castas y disolviendo la separación entre alta
cultura y baja cultura popular, ante el avance incontenible de una
subalternización clasista y asalariada del proceso histórico nacional.
El papel de los medios
de comunicación de primera generación, que anunciaron la irrupción de una
cultura de masas que proyecto la identidad reivindicada hacia el éxito de un
individuo asalariado, participativo y sujeto de consumo, provocaron el eclipse
seguro de las solidaridades andinas, logrando su hegemonía un modelo de
proletario ciudadano, que extrajo su respaldo en la decisión política y acelerada
de alterar la anticuada estructura de dominación social, y dar cimientos
socioculturales a un nuevo patrón de acumulación que resolviera los eternos
dilemas histórico del país (QUIJANO: 20006). De algún modo insospechado la
influencia de una eurocéntrica cultura de masas, en contacto con los
repertorios culturales de las clases populares a través del boom de cine
Hollywodense, la embrionaria publicidad, la naciente televisión nacional, la
radio y la empresa periodística condicionaron la creación de una singularidad
capitalista y aburguesada que no podría ser rebatida en las movilizadas capas
populares por el proyecto colectivista y asociativo de las reformas populistas
de democracia participativa. El modelo heterodoxo de una economía democrática e
industrial que hallaría su principal escollo estructural en no haber roto todo
lazo de dependencia con las inyecciones de capital extranjero, y los sabotajes
de los agentes dominantes internos y regionales, sino en que el torbellino
cualitativo que provocó urgió para su consolidación de barrer con estructuras
socioculturales añejas y persistentes, que hallaron en la naciente
individualización el espacio cultural exacto para refugiarse de todo el gran
abismo nihilista que significó privadamente apostar por la modernización
industrial (GERMANI:2010).
El modo fingido y
parcial como se adoptaron las reformas estructurales de la modernización
industrial, crearon las condiciones sociales para el crecimiento del Estado, y
de sus protegidos empresariales, con el cuento de integrar a las masas
movilizadas en un proyecto socioproductivo de capitalismo social, y construir
un organismo económico y cultural interconectado y moderno. No obstante, el
resultado fue liberar a la mano de obra improductiva de los latifundios y
generar los caracteres de consumo y de éxito individual necesarios, que
subordinaran a las múltiples identidades populares y dieran una plantilla de
falsas expectativas acorde con las mutaciones
postmodernas que orquestaría el posterior ajuste estructural y
aniquilamiento de la base económica que significaría el colapso del Estado providencia.
Al evaporar a la economía social del período anterior el ajuste estructural
arrojó a la experiencia cotidiana a vivenciar la muerte de toda una promesa de
cosmovisión social, cayendo la formación de la personalidad, ya individual, a
una crisis de sentido referentes y creencias totales que la empujarían a
aceptar resignadamente el duro oficio de sobrevivir día con día, y a inventar
de la nada un tercer sector, o economías microempresariales en red que la
divorciarían del destino orgánico del país, aceptando una pastoral del exitismo
y de la calidad total que acumularía secretamente una sociedad a punto de
estallar (VICH:...). Demás esta decir que la hecatombe de toda un período de
síntesis nacional sistémica, más por la mala lectura y aplicación de una
secularización autoritaria y reduccionista, provocó el estallido de cuerpo
social en un laberinto asistémico de identidades y nuevas fragmentaciones
estructurales, que serían el escenario negativo para un personalidad atribulada
por el sinsentido anómica, trasgresor y violento que reproduciría todos los
eternos males morales de nuestra especificidad histórica.
Dogma,
violencia política y crisis de valores.
El atolladero
estructural que suscitó la adopción de la dialéctica del desarrollo populista,
intentando pasar por el cedazo de la industrialización y sus reformas sociales
complementarias a una cultura subalterna que ya había mutado por direcciones
asistémicas, ocasiona en los años previos a la salida agresiva del ajuste
estructural un estado de inesperada desestructuración y crisis orgánica, que
probó la vieja como polémica tesis de que las avalanchas de democratización no
fueron sino grandes ilusiones que despertaron a la modernidad a los pueblos
insurgentes luego de la II Guerra Mundial, pero lo único que consiguieron fue
despertar una gran decepción y crisis de vacío existencial, como producto de la
gran soledad que debió sentir el actor social al ver como el edificio histórico
de la nación se desmoronaba. En el fondo toda aquella marejada de decisiones
radicales desde el Estado constructor con el objetivo de equilibrar el poder
huidizo del capital generaron las disposiciones institucionales y económicas
para el agigantamiento político de las trasnacionales, cuya lógica de
interpenetración economicista crearía un modelo de desarrollo que liquidaría y
volvería precaria toda tentativa de revolucionar un poder que se haría
biopolítico y mitológico[4].
Ahí donde la izquierda
buscaba un control nacional del capital, con el propósito de modernizar y volver competitivos las
estructuras industriales que ayudo a edificar, se escurrió una estrategia que
aplacó mediante el consumo y el Estado social toda aquella rica subjetividad
que reaccionó liberacionistamente luego
de las guerras imperialistas, produciendo un pacto implícito y calculado entre
el socialismo de estado y la derecha conservadora que no culminó en el cambio
de sistema, sino en la lenta desintegración de toda la sociedad, y la
reestructuración de la economía bajo criterios globales e informáticos que
perseguirían a la cultura rebelde hacia los confines de la interioridad domeñada, con el objetivo
de crear una civilización del riesgo, del caos y de la incertidumbre que neutralizara y redirigiera toda la rica
vitalidad de los pueblos (BECK; GIDDENS; LASH:1997). Todo el tiempo se nos ha
hecho creer que el Estado social, en Europa otra es la historia, fue un
resultado de las luchas sociales, cuando fue el formato social perfecto que
preparó la cultura conformista y cínica que requería el capital, por tanto,
consentida por los intereses fácticos. La economía de gran escala, se
fragmentaría y se dirigiría a perseguir y a intercambiar una vida saludable que
rechazaría todo idilio con el progreso científico y civilizatorio, creando un
sistema desorganizado y disciplinatorio que negaría toda aventura por instaurar
un gran estado social global, arrojando a la experiencia individual a un culto
de la vida digital que erosiona la sociedad como la vuelve violenta e incierta[5].
En nuestro país el
desenmascaramiento inusitado de este gran engaño que supuso la
industrialización – pues lo sostengo no consiguió desactivar la cultura
económica de enclave que fue la norma de nuestras actividades económicas-
generó el consentimiento resignado de gran parte de la población organizada, al
aceptar la conquista del modelo democrático como el respaldo jurídico y
político a libertades civiles e individuales que se convirtieron en la garantía
reclamada por las fuerzas políticas y sociales. Sin embargo, la parálisis de la
modernización sólida, y su capitulación política ante la partidocracia de la
constitución del 79, fue percibida por diversas identidades como el salto al
vacío y signo de una gran traición a la promesa social que había representado
el desarrollismo nacional (FLORES GALINDO: 1997) Aún cuando la apelación a la
violencia fundamentalista y la deslegitimación del Estado de derecho
democrático por vía del levantamiento armado en la sierra sur del país, no
representan un recurso político con el que purificar y derribar el poder
abusivo y explotador, me parece hay que ahondar en la psicología del terrorismo
para desentrañar cuales fueron las motivaciones existenciales y sociales que
arrojaron a extensas capas campesinas y a cuadros políticos organizados a los
brazos de una violencia genocida, representa un esfuerzo por comprender que
pasaba en la cabeza de esos dirigentes frustrados y en los jóvenes que apoyaron
dicha empresa demencial (PORTOCARRERO: ).
Aún cuando he tenido
acceso a los testimonios elaborados por la Comisión de la Verdad y la
reconciliación nacional (CVRN) y a entrevistas hechas por el trabajo
cualitativo de Gonzalo Portocarrero y de Carlos Iván Degregori, me he topado
con descripciones personales que patologizan la decisión de ingresar en la
guerra armada, y que envuelven en un discurso paternal y desorientado a las
víctimas activistas de esta guerra interna[6].
Como he conjeturado en otra parte, soy de la idea que la violencia irracional
que se desató en los Andes, en la Amazonía y en zonas periurbanas de las
principales ciudades del país, fue la adopción desesperada de una gran decisión
por salvarse de una vida absurda y vacía, que estableció el acelerado cambio
ontológico del mundo, pero que cobra en una nuestra formación espiritual un
matiz esquizofrénico al quebrantarse el edificio nacional y al ingresarse en
una hipermodernidad individual que haría de los sentimientos y de las más
sagradas intimidades capacidades para sobrevivir en una realidad hostil y
absurda sin ninguna lógica (GROMPONE:1999).
En nuestro país esa
misión salvífica de construir un nuevo orden de bienestar y prosperidad, que
fue la más alta expresión de un milenarismo que deposito en el Estado populista
la encarnación de un socius, de un alma vital, se destruyó confusamente al
escaparse las decisiones políticas a cerca de nuestro desarrollo y soberanía
del control de un Estado paria, que a la larga sería la puerta de ingreso a
manipular y a organizar la vida al antojo de una racionalidad claramente
cancerígena e instrumental. Como lo he dicho en otra parte, la introyección de
una lógica de la dominación biopolítica, en el seno del socius popular,
distinta a la incompleta formalización de la modernización sólida que intentaba
liberar a las conciencias sobre la base de una cultura política democrática y
asociativa, hizo que la construcción de la personalidad se trastocara en un
proceso traumático y de lucha denodada por tener derecho a existir y ser feliz.
La cancelación de la sociedad y de los valores totalizadores que daba sentido y
orientación al sujeto popular, generó una subjetividad autoritaria que halló en
la violencia y en culto retorcido a la maldad genocida, una salida paradójica
al gran nihilismo que empezaba a acentuarse (FOUCAULT:. 2012).
Ahí donde el ser
individuo significa una existencia ilusoria, revestida de falsos deseos y
expectativas desviadas que no consiguen calmarse, se apela a la agresión y a la
humillación como un modo de construirse una identidad de la dominación a costa
del prójimo. En sendero Luminoso tal apelación a la violencia significó el
tratar de vencer la amarga soledad histórica que concita la miseria, el racismo
y el sistemático poder de un diseño modernizador que vomita desarraigo e
inautenticidad. A lo largo de una historia llena de explotación y ofensas a
nuestro origen, la katarsis autoritaria vive revestida de un gran rencor, de un
gran desahogo irracional donde aniquilar al enemigo y al traidor significó para
ellos hacer retroceder una cultura criolla cínica e inhumana que desennoblece a
las personas. El aferrarse a un dogma doliente y sádico expresión de una gran
pobreza y falta de actividad espiritual, sino en creer en algo que da certeza y
convicción, ahí donde todo se desvanece en el aire, y la edad ciertamente
popular no ha sabido acondicionarse a la gran violencia represora que
manifiesta el orden existente. Como argumentan los pensamientos cercanos a
Heidegger, el mal se ha hecho núcleo determinante del socius, no por el efecto
distorsionador del poder político, sino en estos tiempos postmodernos como
parte de un recurso que da cohesión y sentido. Incluso una sagrada complacencia,
ahí donde impera el horror a la nada y a su angustiante persecución (SAFRANSKY:
2005).
En la década de los 80s
la crisis de valores que atenazo a nuestra existencia no ha comportado sino un
efecto desastroso sobre nuestra identidad colectiva. Esta no fue producto sólo
del agotamiento de todo un horizonte sociocultural, no fuimos conducido a su
crisis existencial sólo por obra de que se nos cayó un mundo, sino sobre todo
porque el individuo, la personalidad se vio expulsada de improviso del centro
de nuestra civilización.- En otras palabras, el conjunto de medidas políticas
que sirvieron para detener y descomponer los fundamentos orgánicos de nuestra
sociedad popular, aceleraron a nivel de la vida cotidiana una gran metástasis y
desorden psicológica en las conciencias, donde el salto al vacío de las
migraciones, la discriminación racial y la pobreza estructural proporcionaron a
la personalidad popular una nueva envestidura de desconsuelo y soledad por no
sentirse parte del mundo que ya no tenía estructura ni lógica de sistema. La
accidentada transición a una vida inorgánica y pulverizada, donde todos los
progresos alcanzados por nuestra cosmovisión moderna experimentaron una severa
regresión, adelantaron sobre las psicologías colectivas el reforzamiento de un
protagonismo individual donde el mensaje del todo vale, y la sabiduría escéptica
criolla hallarían una particular hegemonía, produciendo una cultura
despotenciada y anárquica. Como explico en estos renglones, no todos los
sectores sociales pudieron adaptarse a esta hipermodernidad desestructurante,
sino que en el interior de nuestra constitución moderna, todo avance sistémico
y secularizador se pagaba al precio de un gran descontento y anomia cultural,
instalando los signos de una gran violencia ahí donde se respira racionalidad y
un supuesto progreso (MUJICA:…). Tal como se imprimió la modernidad en nuestras
conciencias, desorganizando nuestra escasa institucionalidad interna, ha
producido una gran explosión de violencia y desunión, donde el caos social que
experimentamos no es ciertamente una relación afirmativa con el medio social,
sino un principio de realidad que ha hecho retornar con más fuerza degradatoria
los eternos males culturales coloniales que no permiten una adecuada
socialización secular de nuestra cultura.
Por más motivos que
busquemos, pero acá se lanza la hipótesis polémica que la desmesurada violencia
como fue introyectada la modernización, sin reconocer nuestra siempre
complicada heterogeneidad cultural, ha conducido a un rechazo y a una
desorganización desde el mismo centro de la vida subordinada, originando un deterioro
comprensible del diseño monocultural de nuestro arbitrario estado de derecho, y
además una irreversible fragmentación espacio-temporal de las identidades
subordinadas. En cierta medida nuestra modernidad ha pasado de ser el esquema
de construcción de nuestra nación, ha ser una fuerza ciega de inversiones
agresivas que alteran y disuelven nuestros vulnerables patrones de constitución
social, destruyendo en la infamia del frio interés toda base de convivencia
natural que la vida domeñada podría organizar (LIPOVETSKY: 2003). Nuestra
hipermodernidad reflexiva, de la que hablan Ulrich Beck y Anthony Giddens, ha
elaborado un elector racional que acepta los torbellinos inclementes de una
sociedad del riesgo con suma asociatividad creativa, pero al precio de
envolvernos en una latente sociedad de la explosión y de culturas autoritarias
que reproducen los eternos males culturales de una sociedad desintegrada y sin
rumbo fijo.
Utilitarismo
y cosificación.
Según los enfoques
radicales del institucionalismo y la teoría de la elección racional
norteamericana, profundizar las reformas
de mercado, consigue constituir una realidad de individuos propietarios y
electores, acorde con las urgencias de la oferta y la demanda. Modelar la
cultura y someter la reflexividad del ciudadano a un hiperrealismo de
coordinaciones mercantiles, donde toda la integridad de la cultura hallaría su
realización en valorar monetariamente la vida, sería el punto de equilibrio de
una personalidad que encontraría en las convulsiones e incertidumbres de una
complejidad organizada los cimientos precisos de tener éxito y sobrevivir. Una
relación pura individuo-mercado no debería verse como la concretización de un
sujeto inmoral y consumidor, en donde las raíces y las procedencias culturales
no tendrían relevancia práctica, sino como el modelo más cercano a dotar de un
marco social al individualismo agresivo que se abre en los últimos tiempos.
Todos los valores morales y las sagradas inscripciones regulatorias de la
sociedad, tendrían que ser pasadas por le cedazo de la mercantilización de la
experiencia para dar materialización a un individuo propietario y competitivo,
capaz de leer los ciclones imprevisible del cambio tecnológico y de las crisis
económicas. El rotundo producto de una sociedad de mercado sería un hombre con
valores utilitarios, que a pesar de todo no vería arruinada su libre voluntad
para decidir sobre su vida privada y preocupaciones existenciales (OLSON: 2001).
Por más que uno se fie
de las grandes transformaciones utilitarias que se perciben en nuestra realidad
urbana, e incluso rural en los últimos tiempos, lo cierto es que el intercambio
monetario sirve de sostén material y no consigue eliminar las resistencias
culturales comunitarias del mundo popular. Se podría argumentar que el poder
disolvente de la razón mercantil ha dotado al ser popular de una cultura de la
iniciativa y del encuentro dinerario, que la unifica alrededor de un principio
de empresarios informales y el ahorro doméstico, que logra hacer renacer el
medios urbanos la rica plasticidad alegórica de los mundos provincianos y
artesanales (FRANCO: 1986). Actualmente en que las insospechadas empresas
populares han conseguido acumular el suficiente capital material y social para
reestructurar las economías regionales y periurbanas de la ciudad, se asiste a
la concreción de una base material en red, que permite la reproducción de la
religiosidad andina, invadiendo con su habitual ethos “grotesco” y subalterno
espacios de la realidad urbana, donde se gesta una gran hibridación y mestizaje
cultural. Los sujetos de estos espacios urbanos y suburbios hallarían en el
reflotamiento contundente de una ética del trabajo audaz y en exitismo
microempresarial los fundamentos genéticos para la restauración de sus
solidaridades orgánicas, mitos y costumbres, inundando las instituciones
seculares de una moral del carnaval y de la asociatividad festiva, que no sería
sino la estrategia para desactivar la frialdad y dura discriminación como
fueron recibidas las anteriores oleadas migrantes. A través del utilitarismo
popular y su implícito economicismo familiar estas culturas de migrantes
empoderados han conseguido reinterpretar y apoderarse de los elementales
discursos de la calidad total y del esfuerzo empresarial, acondicionarlos a sus
expectativas y reconstruir de la nada toda una rica como variopinta
subjetividad popular, que sin embargo, se mantiene unida por una caótica como
irrespetuosa vulgaridad comercial, o utilitarismo cruel.
Más allá de que la
lógica del intercambio utilitario hegemonice los modos de producción de la
cultura urbana, ya sea por intermedio del despilfarro abrazador o una ética del
ahorro o inversión para acumular, lo cierto es que de manera residual mundos de
la vida cotidiana que no son medidas en
función del carácter utilitario, pero cuya obtención desmadrada si que
hace aparecer una lucha despiadada donde la demostración cosificadora es
crucial, se permiten sostener que la irrupción de los nuevos valores
postmodernos nacen acompañados de un cruel pragmatismo cultural. Esta tendencia
de la cultura individual a hacer permisivo el avance del mercantilismo cultural
a terrenos íntimos donde la subjetividad demanda comprensión y vitalidad,
erosionan los modales de respeto y de cuidado del prójimo valorizándose bienes
cruciales de la existencia interna como si fueran productos mensurables y
descartables (UBILLUZ: 2006). Tal vez el peligro de haber desestructurado los
medios de protección social (Escuela, familia, vida barrial) luego del ajuste
estructural fue haber dejado desamparado a una subjetividad que para sobrepasar
su soledad vital abrazó el poder totalitario e
inestable del dinero como acceso a una felicidad paradójica del consumo
que no arroja sino vacuidad y angustia. Ahí donde el dinero es el acceso
primario al afecto y a las condiciones de seguridad de la existencia no sólo
descompone el origen solidario de toda procedencia cultural, sino que además
esta adicción al gasto, y a la generación de lucro que se despierta, sentencia
a las potencias de la personalidad a ser un fabricante de recursos, y a ser
apreciado y amado en función de esta salvaje productividad.
El hecho de que la desigualdad social
petrifique esta concentración de recursos mercantiles en individualidades
competitivas, desfigura toda recia resistencia para valorar en términos
humanistas, exigiendo a la amistad y a la interacción comunicativa un cruel
poder de la vanidad y de la soberbia que oculta una gran miseria biográfica.
Aún cuando la naturalidad de la ironía y de una fluida comunicación no se
explican de acuerdo a patrones de orientación social, sino al producto de una
trayectoria individual que aprende de sus ventajas y altibajos, explotando sus
innatas cualidades socializadoras, internas facultades de nuestra personalidad,
el carácter tal como lo elaboramos y nos decide, estos rasgos son vistos y
apreciados en función de una imparable capacidad para predominar y politizar la
biografía personal (COLEMAN: 2011). Se abre así un gran sesgo entre ejecutivos
frívolos que logran proyectar instrumentalmente los secretos de su espíritu
singular, y un silencioso como oculto ejército de desposeídos sensoriales
incapaces de asimilar los rigores de una comunicación cada vez más diplomática
y auto controlada.
Ahí donde la violencia
que empotra el capital con un estado modernizador cada vez más extraño a las
dinámicas y particularidades de una cultura domesticada e indescifrable, se
genera como reacción una gran violencia irracional desde la sociedad, para
hacer estallar este esquema de fuerzas contrarias a las expectativas de la
población sometida;: reestructuración política que padeció una oposición
dogmática y violenta, cuyo única carácter organizado y dizque histórico que fue
la violencia de sendero, se trastocaría al quedar derrotada esta opción demencial
en una brutal despolitización cultural de las interacciones y protagonismos
individuales, inundada de una gran violencia ahistórica e inconsciente que
denotaría los radicales esfuerzos de una identidad para hallar una desesperada
existencia real en medio de una soledad de la miseria y de las obligaciones de
la desleal competencia. En vez que este golpe irracional a la subjetividad del
egoísmo criollo removiera los cimientos de nuestra habitual como costumbrista
desunión y racismo cultural, la derrota de la violencia política refortaleció
los fundamentos psicológicos de la mentalidad criolla, ahondando y volviendo
natural el aprovechamiento y la violencia simbólica hacia el prójimo,
convirtiendo el oficio degradatorio de una sabiduría escéptica en una metafísica
virtuosa que garantiza la correcta armazón de la personalidad. Aún cuando la
introducción de la mentalidad egoísta, esta siendo resistida por la enorme
asociatividad popular de nuestra fuerte cultura familiar, lo cierto es que el
avance de esta insignificancia, de esta agresiva crisis de sentido en las
ciudades ha destruido los escasos valores macro que pudiera promover nuestra
sociedad, consiguiéndose naturalizar la penetración de un individualismo
ontológico , que vuelve impracticables ideas fuerza generales, aunque
secretamente existe una gran reivindicación por la unión y una romántica
construcción nacional. Creo, como he sostenido más antes, aunque la lógica de
la valorización monetaria alcance ribetes de una brutal cosificación de las
percepciones sociales, se concita una reapropiación extraordinaria de esta
tendencia a instrumentalizar la subjetividad dominante, pero con serios límites
en una experiencia cotidiana que se percibe manoseada y vulnerada por la
decepción de una socialización hostil e hipócrita (HABERMAS: 1981).
El cinismo popular que
actualmente es la prueba ontológica de una fuerte decepción colectiva, es la
silenciosa lógica cultural que se viene apoderando de nuestra racionalidad civilizatoria,
y que es expresión desproporcionada de una gran mutación simbólica a raíz del
fracaso de una sociedad disciplinada y del desamparo absurdo de su nefasta
desestructuración. Cuanto más la obligación del individuo abandonado es dejar
huella de su reconocimiento y existencia en la sociedad organizada, tanto más
este esfuerzo racional arroja a valorar sólo el derecho a una supervivencia que
niega su afán de ser amado y reconocido. Este grotesco divorcio entre su
endeble cultura singular y la inmensidad de una maquinaria mezquina y
autodestructiva que lo vacía y lo vuelve insolidario para competir, lo arroja a
los brazos de una felicidad paradójica donde tragar falsas satisfacciones lo
conduce a un fuerte desaliento y desorientación interna, donde los sentidos
inflados y autonomizados lo vuelven un animal adicto a gratificantes ídolos y
desgarradores erotismos (LIPOVESTKY: 2003). La huida de vacío acosador lo
arroja a la legitimación del poder corrosivo, como única ilusión de seguridad
por medio de la humillación y el abuso. Y el miedo y el conformismo
despotenciador que modela este poder lo desfigura como personalidad coherente,
estallando en un encuentro confuso de fuerzas pulsionales, donde la
multiplicación de estímulos y la urgencia para saciarlos lo impregna de una
racionalidad mercantil y del lujo como poder sustitutorio, ahí donde gobierna
una gran soledad fáctica y socialización instrumental. El dinero, y el esfuerzo
para embadurnarse de su magia ficticia corroen la poca bondad que el actor es
capaz de guardar, pues la acción dramática para obtenerlo a diferentes niveles
de respuesta social, suprimen cualquier expectativa realizadora, pues la
adopción para acumular y revestirse de su enigmática coraza ocultan la verdad
de un ser acomplejado y miserable.
Sentimientos
y crisis de valores.
La construcción
histórica de la personalidad es un proceso traumático y violento. No sólo en
las sociedades donde la madurez de la razón, la estructura edípica del tiempo,
es algo que se extrae de su propia trayectoria vital, como lo es en las
sociedades europeas – aun cuando la historia de esta civilización haya sido la
historia de la represión de los sentidos, como sostuvo Freud- sino en sociedades ajenas al ethos moderno
este adiestramiento de un modelo de personalidad funcionalista ha comportado
significativos problemas (ZIZEK: 2011). Como lo sostengo el modo cómo ha
arraigado el formalismo represivo de la modernidad en nuestra particular formación social ha
supuesto un rotundo crecimiento de la personalidad autoritaria, de una
subjetividad que separa antagónicamente lo que sueña de lo que es real,
provocando a la larga, a medida que esta sociedad se desorganiza, un sistema de
personalidad pulverizado e influido por la multiplicación de estímulos. Aún
cuando es obvio que la conducta se sigue
construyendo internamente, a pesar de las convulsiones anárquicas de la
realidad, la idea de una interioridad reflexiva, consciente de sus abismos y
riquezas se deshace a medida que domina un violento pragmatismo social.
(DELEUZE: 1977) En nuestra cultura la amalgama extraña entre el arcaico
sensualismo de nuestra cultura popular y los liberales valores de la sociedad
de consumo han echado por la borda todo proyecto de constitución de una
subjetividad reflexiva, por el medio hostil de la regresiva educación pública,
ocasionándose el modelamiento de una personalidad que desconoce los tesoros de
su carácter interno y que actúa en la realidad en base a una mecánica reacción
de lo previsible o con suma hostilidad hacia el otro.
Esta aceptación grosera
de lo existente en el carácter interno interrumpe el ciclo de formación del
sujeto racional y autónomo, relegando toda actividad del espíritu interno a un
sobresfuerzo del actor, que privilegia las soluciones más calculadas o
racionales o sus metas personales inmediatas, descolocando todo proyecto o
futuro de su vida. En la medida que la persona es un canal por donde fluye un
caudal ingobernable de vivencias y anécdotas inmediatas dispares, se ingresa en
un escenario donde el sentido que acoge la conciencia es un resultado azaroso
de las irreversibles circunstancias que toca a la vida individual, y no algo
definido de antemano que queda invariado en el tiempo. Esta relatividad con que
es asumida la conciencia vuelve hiperreal al entorno inmediato, volviéndose la
conciencia erosionada incapaz de leer con detalle y lógica las estructuras
racionales que subyacen a cada situación de vida concreta. La única objetiva
racionalidad que ordena mal que bien su supervivencia se sostiene sobre un
conductismo, o resilencia a los golpes de la realidad, donde todo lo que tiene el carácter o el modo
como madura el sujeto se da en función de vivir para sí mismo y su sola vida
inminente. Este aceptar con pragmatismo una realidad caótica y desarticulada,
empapa al sujeto de una completa ceguera contra destinos colectivos, incluso es
consciente su desidia frente a sacrificios sociales, pues el dolor que estos
heroísmos altruistas incorpora es visto como una patología o una desviación de
quien es extraño a lo normal. La inmanencia con la que es vista la vida
ordinaria, convoca una gran ironía y sensoriedad festiva, donde la risa y toda sorpresiva
espontaneidad se convierten en el mejor rostro que halla el sujeto para
adquirir aprecio y amistad. Actuar como lo espera el resto, inventar sobre la
base de un genial carácter carismático y ser creativo y agradable con respeto
es la máscara de etiqueta que utiliza el individuo para acceder al derecho de
una comprensión más íntima y personalizada.
Como vengo sosteniendo
el elemental armado de una identidad que esta siempre alerta ante las presiones
sociales, y cuyo contenido interno es el producto del modo radical como ha
politizado su carácter social, aún desconociendo todo el conflictivo trauma que
significa adaptarse a una realidad dura e inhóspita, es la vestimenta objetiva
que define el cómo somos reconocidos y aceptados en sociedad. El asunto
problemático es que el carácter de las socializaciones pasan de ser
universalistas y ciertamente románticas, como en la juventud, a ser cada vez
más específicas y especializadas, cuya conservación exige en cierta medida
recurrir a manipulaciones y a parapetar un frio estatus que finge y encubre la cálida
amargura de nuestros sentimientos. Las habilidades histriónicas que desatamos,
la ilusión que despierta lo que dejamos traslucir de nosotros mismos, se
contradicen con una irreversible inmadurez y vulnerabilidad emocional. Aunque
nuestra hambre por ser escuchados y ser amados con mérito y pasión, obedece a
la capacidad cómo politizamos nuestra interioridad, esta innata necesidad para
expresar lo interno, de convocarlo a una infinita cómo inhóspita exterioridad
automática es reprimido generalmente, pues es racionalizado como debilidad, y
resulta hasta algo fuertemente despreciable (VATTIMO: 1990).
En estos medios donde
el gran silencio de los sentimientos es acallado por una crueldad sin límites y
una risa espasmódica que delata ceguera y negación del interno, detenerse a
sufrir o a padecer las injusticias de lo real se convierte en un derecho de los
que sólo sobrepasan sus dilemas diarios y no un espacio valorado por sí mismo.
Inclemente es la despiadada lucha por el reconocimiento social y el acceso a
sus recursos; y aún cuando nos esforzamos por traducir toda nuestra ennoblecida
voluntad en algo coherente dentro de nosotros mismos, para realizar lo que
sentimos, siempre queda la ingobernable sensación de que avanzamos incompletos
a pedazos. Por ello la elección a medida que avanza el escepticismo y la
soledad es anular el juicio y el pensar de la amistad, y llenar de violencia
creativa todo nuestro inmediato entorno, ser un demonio de lo estético, un
rústico encantador de serpientes para sólo devorar y transmitir amor, aunque se
haya renunciado a amar realmente. Ahí donde la realidad nos arrebata nuestros
sueños, o nos hace culminar en arrabales del fracaso y la incomprensión, el ser
desposeído aplasta sus secretos más íntimos, y se trastoca en un animal sólo
preparado para sobrevivir, e impregnar todo lo vital de un maquinal
funcionalismo de los sentidos. Sólo el sentimiento que desconocemos y que
pocas personas se atreven a darle una
expresión libertaria, pues tal empresa de escuchar al corazón es una aventura
que encierra mucho dolor, consigue conservarse como un recuerdo del pasado, algo
bonito, una estampilla guardada en los más enigmático de nuestro interior
(ALBERONI: 2006).
Sólo sabemos al final
de un recorrido de negaciones sistémicas y de inagotables tareas profesionales,
que toda el gran esfuerzo libidinal cómo nos hemos desahogado y tal vez amado,
todos aquellos caminos errados que seguimos para huir del dolor, de la soledad,
no fueron sino ilusiones estúpidas para cubrir la enorme angustia que pudo
haber significado no haber luchado por una felicidad auténtica. Haber
predominado con astucia a pesar de todo, haber vivido con valor y desasosiego
no bastaría para confrontar conscientemente el trauma final y solitario que
supone morir. Todo aquel arrogante progreso en el que nos hemos embarcado, y
del cual escapamos en la embriaguez de los sentidos en noches inolvidables, se
revela al final de la existencia en una acumulación de recuerdos y jirones de
pensamiento, donde sabemos ciertamente qué tan honestos fuimos con nuestro
devenir, y qué tanto valor tuvimos al escuchar nuestro corazón y vivir de
acuerdo a él.
La vida esta mal
construida. Las formaciones en las que la encausamos, y en las que nos
atrevemos a producirla, nos hablan de una dolorosa separación. Por un lado la
alienación profesional, administrativa, que a veces confundimos con una virtual
capacidad política para vivir. En ella residen todos los recorridos y fuerzas
que habitan en la reacción, y que menosprecian, como descalifican la aventura
de vivir. No obstante, anhelar ardientemente que su poder político o dinerario
les abra los tesoros de los cuerpos, su instintivo envenenamiento político los
expulsa de la simplicidad de una risa o de una inesperada locura sensorial, lo
cual los empuja a querer reformar la vida, o con insensatez a desear cambiarla
por injusta. A pesar que en las bases cotidianas las personas viven en una
extraordinaria inmanencia carnavalezca, que ellos de modo conservador
infravaloran, su orgullo o estatus profesional no es capaz de valorar el hecho
de que actualmente vivimos el anuncio de una singular inteligencia de los
sentidos (RORTY: 1991). El problema que esta insurgencia de nuevos valores
inmateriales que se afincan en el goce desmesurado y en la ampliación de los
sentidos esta revestida de una impresión negativa, por parte de un
conservadurismo moral autoritario e hipócrita. Aquellos que quedan atrapados en
esta visión chata y conservadora de la experiencia social viven un poder
oficial completamente irrelevante, auspiciando una moralidad que se trasgrede
de manera permanente, y sin contacto realmente con las insospechadas mutaciones
que se suceden en la vida popular, incluso bloqueándolas con su monismo
institucional.
En la otra vereda
predomina de modo subterráneo una cultura clandestina que no conoce límites
morales, y que en los últimos tiempos su sola expresión desata escandalosos
comentarios públicos. Anegada de un narcisismo y desbordante festividad, esta
cultura del deseo pleno rebosa las fronteras de lo hiperreal con las huidas
alucinógenas y el fervor corporal, que
cobran singular eficacia ahí donde el individuo intenta escapar y recrearse de
un mundo administrado. El asunto problemático es que esta soterrada animalidad
sensorial desconoce toda regla moral, levantando su oficio orgiástico en contra
de toda sentimentalidad y reflexión personal, inundando el socius nocturno de
una lógica de la violencia descontrolada, apertrechada, no obstante, de una
rutilante seducción y coquetería impactante.
Dividida la conciencia
entre estos mundos que se oponen en el discurso oficial, toda biografía no
halla más consuelo a la explotación y estrés administrativo que estallar en la
multiplicación de estímulos, mezclándose arbitrariamente el tiempo del ocio y
el tiempo de toda disciplina sistémica. La ira que imprime e nuestros ser la
función lo desgarra la noche con todos sus elixires maquinales.
Técnica,
cibercultura y valores.
Hasta aquí he examinado
el devenir de una sensación de incertidumbre y vacío existencial que se apodera
de nuestra civilización en las últimas décadas, a raíz del acelerado modernismo
estructural que hemos vivido. Toca ahora enlazar este conjunto de análisis psicohistóricos
que he delineado con la relación entre la intersubjetividad que nos ha
constituido y el modo como se ha impregnado la razón técnica en nuestra
formación social. La hipótesis de la que me valgo para inspeccionar este
terreno es que la interpenetración de una racionalidad técnica ajena a nuestras
solidaridades productivas nacionales ha ahondado la sensación de un desgobierno
en la cultura sometida, acelerando en los últimos años a raíz del
sensualismo digital del internet y los
impactos publicitarios de la sociedad de consumo un conjunto infinito de
mutaciones socioculturales en el seno de la cultura popular, que develan una
falta de soberanía y precariedad en la individualidad (MANRIQUE: 1997).
Como he desarrollado en
análisis anteriores, las penetraciones técnicas y administrativas que se han
ensayado en los escenarios de una cultura arcaica y plural, han concitado con
el tiempo un fuerte quiebre silencioso entre la técnica y la cultura en el
país, siendo nuestra formación social una receptora acrítica, primero, de todas
la gigantescas contribuciones programadas de la sociedad industrial, y segundo
en el contexto de la sociedad de la información, de las mutaciones digitales y
psicosensoriales que ha producido la galaxia de la internet y de los medios de
comunicación de segunda generación.
En el primer estadio de
una cultura industrial del empuje histórico para unificar la cultura y el
sistema productivo se generaron las siguientes mutaciones culturales:
1.
En cuanto a condiciones estructurales la
movilización que había despertado los levantamientos campesinos, las presiones
laborales de la migración en las ciudades, y el vibrante sindicalismo urbano
habían empujado a las elites progresistas a generar un patrón de acumulación y
a diversificar ciertas actividades industriales que contrajeran con una
situación favorable de pleno empleo, la sensación de un desborde político
revolucionario que se vivía hacia fines de los 60s.
2.
Por múltiples razones estructurales el
bienestar de la política industrial dependía de la descentralización y creación
de una estructura de trabajo profesional que no existía o era rala o anticuada.
3.
Además de lo anterior cierta
independencia en la estabilización del modelo productivo dependía de la
favorable correlación de fuerzas políticas, pero sobre todo de la génesis de
una tecnología y ciencia aplicada propia que no existía o era muy elemental y
atomizada. La autonomía en el ciclo de formación de la economía nacional exigía
tener una supervisión científica de los sistemas de producción levantados a
voluntad, pero necesitaba engarzar la ejecución de una técnica administrativa y
tecnología con las disposiciones técnico-culturales del recurso humano
existente. Como no hubo esta vinculación desde el inicio el humanismo
recalcitrante de nuestra división social del trabajo impera en la construcción
del conocimiento científico,
despotenciándose la creación de una tecnificación calificada de nuestra mano de obra industrial.
4.
Y desde el inicio el apoyo legítimo a la
industrialización populista descansaba en los parabienes que prodigaba la
sociedad movilizada, que empata con la atmósfera urbanista que creo este patrón
de acumulación, sin embargo, las alteraciones incómodas que produjo en la
cultura emancipada de las relaciones feudales poco a poco imprimieron una
sensación de extrañeza y vacuidad a la vida en la ciudad produciéndose un
quiebre entre la cultura y el sistema productivo, que la devalúa y la encierra
en su carácter de enclave y de experiencia costosa desconectada de las
mutaciones migrantes de la cultura popular informal.
Este primer síntoma de
un desencuentro afectivo entre la cultura desbordada y la naturaleza de isla de
una industrialización poco eficiente y centralista, arrojaron a la sociedad
organizada a tratar de hallar el equilibrio perdido con el estallido de una
opción socialista. No obstante, tal apuesta significaba recobrar la religión
extraviada en la política radical, con lo cual se desbarató la poca legitimidad
del tibio desarrollismo, desmantelando las tímidas disposiciones
tecnoculturales que se experimentaban en el seno de los sistemas fabriles y
entregando a las energías científicas a un humanismo retrógrado que valora la
consigna y la especulación proselitista. La ausencia de un pensamiento del
desarrollo adaptado a nuestras urgencias nacionales, limitó la necesaria desactivación
de la cultura barroca y colonial de nuestras energías intelectuales, dando paso
al despliegue de una construcción social de la ciencia que bloquea o
desincentiva la invención científica; deficiencia que alimenta adrede la
consolidación de un funcionario público pobremente preparado para gerenciar e
innovar buenas decisiones en el porvenir de la administración política del
patrón de desarrollo..
Desde que nuestra
cultura teórica, administrativa y científico-técnica viven atrapadas de un
pensamiento poco atento a las revoluciones profesionales, se entrega la
conducción del territorio a una desorganización institucional terrible, donde
el sostén de las relaciones sociales de producción a una economía política poco
orgánica y concentrada resulta un muro de atraso y burocratismo que alimenta la
corrupción y la ineficiencia funcional. El modo histórico como la cultura
feudal se ha reproducido perversamente en la lógica de la planificación de
nuestro desarticulado organismo nacional ha posibilitado la obstrucción y
desaparición natural de un adecuado reordenamiento de nuestra estructura
productiva, lo cual conlleva a la camisa de fuerza sistémica que vivimos
actualmente, donde la misma sociedad preservista vampiriza y fragmenta más a la nación, y convierte en lógica absoluta de
secularización el desangramiento institucional del orden social.
En un segundo momento
de fuerte descomposición del edificio industrial que postulo el populismo se
ingresa a un período donde la modernización adquiere un rostro puramente del
emprendedurismo individual. Desmantelada la economía política que servía de
base o fundamento de una reconstrucción nacional y de la legítima conformación
del ciudadano asalariado, se apertura un
escenario donde el sólo esfuerzo del sujeto empresario, informado de las
relaciones de mercado, es la regla que define una modernización sin grandes
órdenes sociales.
Frente a esta realidad
desarticulada, donde lo único secular y racional reside en el esfuerzo
organizado de las individualidades conectadas, los avances técnicos no resultan
productos organizados de acuerdo a una atenta lectura de las configuraciones
culturales en curso, sino transformaciones tecnológicas cuya incidencia no
compromete una cultura científica netamente atrofiada y colonizada. A pesar que
en los últimos tiempos a raíz de una seria adaptación de la cultura popular a
las normas competitivas de la acumulación privada se ha conseguido edificar
en red una cierta base rudimentaria, que
recoge en mucho las experimentaciones de una cultura artesanal, como son los
microespacios de talleres del sector informal, y ciertos agregados
técnico-administrativos de la ciudad moderna, podemos sostener, como hipótesis
de trabajo, que estas mutaciones económicas no cuentan con una tecnología
aplicada, producto de una estrategia planificada de crecimiento. Ahí donde en
la base de las economías populares no se depositan disposiciones de acumulación
técnico-administrativo, sino una economía que produce insumos sin mayor valor
agregado, debido a la simpleza en que vive la organización del trabajo
microempresarial, se produce una resistencia cultural para dar saltos
cualitativos en el ciclo de formación de las economías populares.
A causa de esta
tendencia formativa a no producirse culturalmente complejizaciones en la
estructura productiva, se hace predominante como muro que bloquea
cognoscitivamente el desarrollo posible de una cultura industrial, el impacto o
asimilación acrítica de las tecnologías de la información y de la cibercultura.
Los conjeturo con esta tesis: el agotamiento repentino de una cultura
industrial que hubiera sido la base progresista para la constitución ordenada
de un organismo social, ha predispuesto al tejido social a una recepción
consumista y despersonalizada de la cultura digital, lo cual fragmenta más todo
socius colectivo, pues las relaciones sociales estimuladas por la infección
cualitativa de toda cultura en red tienden a ser devoradas con toda la
construcción del yo interior del ciberespacio, poniendo en paréntesis perpetuo
la formación de la personalidad y volviendo los espacios sociales concretos en
medios invadidos por una violencia irracional y por una atomización de las relaciones
sociales (MATTELART: 2009).
Aunque el análisis de
las condiciones culturales, de cómo arraiga la tecnocultura de la información
sería materia de un estudio más acucioso, puedo rastrear algunas conclusiones
culturales, que ayudarían a no ver tal predominio de la cultura del
espectáculo, y sobre todo del internet, como sino tuviera conexión con las
condiciones materiales y organizativas que modifico severamente:
1.
En primera instancia, la desorganización
de la sociedad a raíz del colapso del sistema social populista ha hallado en la
cultura individualista que aprovisiona la mass media la lógica cultural y
psíquica perfecta que legitima la fragmentación de la estructura productiva en
diversas e infinitas unidades microempresariales a veces conectadas de modo orgánico. Este
caos productivo de cómo ha ingresado en la conformación de la economía la
pastoral del individuo, es el fundamento sociocultural que ha hecho posible el
crecimiento inconmensurable del sector servicios, que satisface todas las nuevas
expectativas que la sociedad de consumo ha despertado.
2.
En relación a lo anterior, esta fuerte
culturización de la economía social, ha proporcionado a las categorías
populares de nuevos cimientos reticulares donde reposan las insospechadas
mutaciones intersubjetivas del mundo popular de los últimos tiempos. No
obstante, esta desviación de las energías productivas a tratar de organizar en
mercados de bienes y servicios, que satisfaga, y por lo tanto, neutralice con
el consumo las fuerzas socioculturales que esta despertando la creatividad
juvenil y el universo postmoderno, ha hecho que esta economía de servicios,
cuya cúspide es la erotización que produce la informática, sirva como un muro
estructural que no permite la evolución soberana de una formación industrial.
La inhibición sociocultural de la economía sólida, de la que habla Bauman,
favorece el aislamiento de la economía minera y agroexportadora, no pudiéndose
dirigir las energías laborales, la acumulación privada en ciernes que
despiertan estos sectores, hacia la reconstrucción orgánica de los mercados
internos regionales, lo cual a la larga asegura la penetración de los intereses
extractivos, y el no control social y democrático de nuestros proyectos
económicos.
3.
Al haberse disuelto el control nacional de
la economía interna, y al haberse causado, por lo tanto, un sector económico
directamente creado para contraer todas las expectativas de realización que
despierta la modernización del hiperconsumo, se produce un diseño organizativo
de la sociedad completamente destructivo de las relaciones sociales. En el seno
de esta organización opuesta a la vida, y cuyo montaje de servicios, comercio e
infraestructura materiales sirve para modelar, vigilar e inhibir toda
alternativa constructiva al orden existente, reside una personalidad atrofiada
y bombardeada por las señales autoritarias y pulsionales del mundo técnico; una
subjetividad que experimenta en su interior el profundo desconocimiento de sus
potencias vitales, incapaz por lo tanto, de impedir el terrible empequeñecimiento,
miseria e inmadurez que produce la expansión sobredimensionada de la técnica
postmoderna.
4.
Y por última, expuesta la sociedad a su
desmantelamiento progresivo, en donde la vivencia de los lazos sociales,
resulta una cohesión efímera y desocializante, se ingresa a una vida enajenada
o cínica que acepta resignadamente la pulverización de loa vínculos sociales.
Es el inmediato rechazo de esta atmósfera vaciada de sentido, mediante la
violencia o el desarraigo de la felicidad embriagadora y la seducción, lo que
hace al individuo a ser engullido por la
galaxia del internet, donde el fluir de las comunicaciones guardan, una
personalidad desesperada por sentir y ser comprendida, una psicología que
acepta la soledad y la despersonalización de la técnica apelando a las prótesis
placenteras y esquizoides del mundo digital. Cuando los valores que no hayan
realización en la realidad fáctica son fagocitados por la escandalosa
ideologización digital de las interacciones sociales, se provoca un sujeto antropológico
cuya autocultura tiende a la desaparición y a la instrumentalización descarada
de las secretos vitales; una nueva antropología de la desorganización de los
sistemas psíquicos que hace de los sentimientos y de todas las creencias un
mero entorno de reproducción de la sociedad capitalista. En el internet todo es
posible, en la realidad casi nada lo es.
Conclusiones.
Hemos sostenido en este
ensayo preparatorio de un estudio más complejo
a cerca de las consecuencias de la adopción de la experiencia moderna,
que el modo acrítico y voluntarista como se ejecutó en nuestra cultura la
modernización no consiguió el resultado deseado por sus planificadores. En vez
que el formato de la cultura secular y sus reformas sociales lograran construir
una nación orgánica y moderna, cuyo contenido ontológico era el rencuentro
democrático de un universo pluricultural, se produjo la licuación peligrosa de
todos los órdenes vitales de la cultura peruana, exponiendo a la vida a una modernización que no
significa más una protección sana para el despliegue de su identidad, sino un
mecanismo perverso que arroja al individuo a una completa incertidumbre y
pérdida de toda creencia real. El nihilismo que actualmente experimenta la vida
social ha hecho imposible todo replanteamiento de un espíritu colectivo,
provocando a su vez una sensación amarga de una inconmensurable soledad y
carencia de sentido.
Ahí donde el enfoque
original de la modernidad dotaba a la vida del ciudadano peruano de verdades
consagradas que involucran al grueso de
la población movilizada, y cuyas referencias maestras cobijaban una protección
pública para el crecimiento y realización del ciudadano individual, transitamos
a una sistemática destrucción hipermoderna de todas las grandes ideas-fuerza
que nos orientaban a vivir mancomunadamente. Como es lógico la introyección en
el caleidoscopio de nuestras culturas plurinacionales de un cascarón
individualizante, del “sálvese quien pueda” ha prometido sopesar esta brusca
desaparición de la sociedad ordenada, pero el costo gravísimo ha sido que las
relaciones sociales, incluso las más íntimas hayan quedado desguarnecidas ente
el poder discriminador de la razón capitalista. Esta sensación de desgobierno y
de la obligación de sobrevivir, a pesar de todo, en un medio lleno de violencia
y hostilidad ha hecho que la tentación de ser
moderno haya quedado reservada en los sueños del exitismo y del esfuerzo
empresarial; si embargo, tal camino a medida que se asimila y acepta la enfermedad
de un sistema despedazado y desangrante, va restándole a la subjetividad de
acertadas condiciones para vivir de modo realizado y estable.
Tal vez el problema
principal que planteo en estas anotaciones finales es que la implosión política
de nuestro organismo social, y la decisión consentida de nuestras conciencias
ordinarias de desbaratarlo y manipularlo a favor de nuestra mezquindad
particular, es parte de un proyecto político psíquico para rendir a la sociedad
ante las fuerzas destructivas del mercado. Ya los cambios operados en el tejido
social, y los cambios ontológicos que significa ser engullido por las junglas
del mundo digital, nos hablan a ciencia cierta, de la imposibilidad para
replantear la necesidad de reconstruir a la nación. No obstante, sostengo con
toda la energía de una conciencia que no acepta el diagnóstico de vivir como
destino concluyente el mundo postmoderno, que es imprescindible retomar
proyectos comunes para escapar a la desolación de un mundo administrado y
vaciado de sentido. Pues lo pronostico seguir aceptando hacer de nuestra vida
singular una consentida destrucción de los vínculos internos y de todas las
oportunidades vitales que significa el milagro de existir, no conduce sino a
negar nuestra total felicidad, y caer dolorosamente en las garras de un
nihilismo gélido y violento que nos anula. El mundo es infinito y múltiple.
Todo es precario y efímero, pero eso no quiere decir venir a morir mucho antes
de haberse atrevido a vivir la fugacidad de este instante majestuoso que es
respirar y reír con alegría. Ante la absurdidad del universo se enfrenta la
decisión de crear y soñar a pesar de todo.
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[1] El
autor de este ensayo es sociólogo de UNMSM, con maestría de estudios políticos
en el Postgrado de CCSS de UNMSM, ganador de Becas de investigación de CLACSO,
ILPES-CEPAL, ensayista en diversas revistas como Socialismo y participación,
Yuyaykusum, Polémica, Revista de Investigaciones sociales. Redactor de
artículos en el diario la Primera (en el año 2010) Director académico del
Programa de estudios culturales. Consultor social en temas socioambientales y
de resolución de conflictos en temas mineros y de hidrocarburos. Especialista
en temas de niñez, adolescencia, familia, adultos mayores, desarrollo
comunitario
[2]
Este argumento rebate la tradicional concepción antropológica de Heidegger del
hombre como un ser arrojado que inventa la cultura y la religión, por miedo a
la nada, y al “silencio eterno de los espacios infinitos” como arguye Leibniz.
[3]
Esta forma de razonamiento que desplego hacia delante de que todos los diseños
organizativos de estado y de conformación de la economía han negado nuestro
origen mítico lo he sacado de mis lecturas de Nietzsche y el sentido trágico de
la vida de Unamuno…
[4]
Desarrollo estos argumentos en la línea de las contribuciones sociales de
Boaventura Dos Santos.
[5]
Estos argumentos en la línea de Strauss Leo, de su libro Progreso o retorno
[6] Lo
que se urge es una apreciación estructural de los orígenes de la violencia
política, en términos culturales y
sociales, en la línea de Gino Germani
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