sábado, 20 de octubre de 2018

Nihilismo y sociedad peruana.






Resumen:

En este trabajo se intenta leer los grandes hechos de nuestra historia de un modo distinto que los habituales esquemas tradición-modernización que han imperado en las reflexiones sociales. El propósito es desmontar que todo lo que hemos vivido como progreso e incremento de complejidad civilizada no fue más que un error teorizado y ejecutado, que no significó un salto cualitativo expresado en las mutaciones que hemos vivido a lo largo de estas últimas décadas sino alteraciones regresivas, un sistema de decadencias culturales, que han embarcado a las identidades que han creído en el mito de la individualidad y de la innovación modernista en una crisis de valores interminable que nos ha embutido de violencia y de insignificancia, de incertidumbre y de vacío existencial que nos ha atrapado hoy en la era del cinismo digital en la banalidad y en la cultura de lo efímero, sin poder reconstruir un socius común que revalore la modernidad y la replantee.

Abstract:
This paper tries to read the great events of our history in a different way than the usual tradition-modernization schemes that have prevailed in social reflections. The purpose is to remove everything that we experienced as progress and increasing complexity civilized was just a mistake theorized and implemented, which resulted in a qualitative not expressed in the mutations we have experienced over the last few decades but regressive alterations a system of cultural decadence, which have embarked on the identities that have believed in the myth of individuality and modernist innovation in a crisis of values ​​that has embedded endless violence and insignificance, uncertainty and existential vacuum today has trapped us in the age of digital cynicism into banality and culture of the ephemeral, unable to reconstruct a common socius reassess and rethink modernity.
Palabras claves: Nihilismo, modernización, mito, cibercultura, utilitarismo, violencia política, desarrollismo, nación, decadencia

Este ensayo me surgió a raíz de una febril lectura del libro de Franco Volpi “el nihilismo” (VOLPI: 2012), un estudioso de las ideas que hace un recuento histórico genético del concepto de la nada, la pasión por la nada en la Europa moderna. Aunque no es sino un eurocentrismo descarado traer este debate a las sociedades periféricas, donde la pervivencia resistente de un pensamiento mágico religioso es penetrante, y es complicado sostener que la singularidad es algo que ha roto con el pasado alegórico, lo cierto es que el modo como se ha distorsionado la modernización cínica y expoliadora en las últimas décadas si habla del forzado ahogamiento de una vida ancestral  y sabia de las culturas populares (HELBERG: 2001). Pese a los esfuerzos por sofocar los incendios de los conflictos socio-ambientales con la pérfida figura de una modernidad del consumo y la urbanización individual, el país experimentó el tránsito peligroso a la disolución de nuestros sincréticos saberes populares. Todo aquel mana y reservas comunitarias que profesamos para salvaguardarnos de las inclemencias de una crisis permanente, esta severamente dañado por un proceso de modernización que esta destruyendo los hábitats territoriales de las culturas tradicionales y amenazando el equilibrio orgánico de nuestra accidentada organización social.

Y este daño a la vida cotidiana, este desequilibrio que siembra abandono y desadaptación a un  organismo social atomizado y seriamente desarticulado, se expresa en los serios reveses civilizatorios que esta experimentando la vida rural, pero sobre todo las culturas urbano-populares: vemos como todo este torbellino de degradación y funcionalismo del saqueo deja su impronta en los incontrolables estallidos sociales, en la inseguridad ciudadana o delincuencia de todo rango, en los climas de violencia barrial e intrafamiliar, en la vulgaridad  de la cultura personal y en el regreso de toda una cultura de la estupidez o miseria mental asfixiante. Más allá que la pulverización de los cimientos sólidos de nuestra modernidad conduzca al único resultado, digamos positivo, que significa erosionar el pasado feudal, es decir, constituir una vulnerable singularidad individual, un yo traumatizado y replegado a una euforia del consumo, lo cierto es que todo este proceso entrampado de promesas y golpes estructurales ha conducido  a la licuación violenta y demencial de nuestro edificio social, con el único traumático resultado: la conformación o el retorno a una vida en red cuyo nefasto dominio es la vivencia estresante y dolorosa de un individuo solitario y acomplejado, donde todo vínculo o lazo social es precario y falso; donde toda conciencia se disuelve y es devorada por un mundo complejo y fugaz de organizaciones inteligentes (BAUMAN: 2005).

La premisa que persigo en estas páginas llenas de decepción y de un esfuerzo por reunir a los náufragos de este bajel hundido que es el Perú, es que la manera como las fuerzas políticas de nuestra segunda ilustración peruana, y me refiero al experimento modernizador de los 60s y 70s, nos incorporaron a una dialéctica negativa de la modernidad ha herido de muerte toda posibilidad de reconstruir el edificio social que se nos prometió, con el único producto de haber arrojado a la experiencia cotidiana a un escenario lleno de violencia, y de un sinsentido de la vida que nos desune y nos enfrenta en antagonismos cínicos por tratar de sobrevivir. No obstante, a pesar de este clima de incertidumbre y de precariedad generalizado existen subculturas, experimentos populares, que se las han ingeniado por rechazar el acecho de la nada, y crear economías y espacios culturales en los que retorna todo el asociativismo del mundo ancestral y de las solidaridades andinas, cuyo único escollo para conseguir la hegemonía del principio de realidad y volverse un socius la constituye un sistema político desde las bases sociales hasta los  grandes sistemas burocráticos y empresariales, que bloquea una suerte de reconciliación nacional. La historia que cuento en estas páginas es la historia de una mala decisión, de una soberbia socrática, por haber licuado todo un mundo y no haber sabido realizar esa realidad de bienestar y desarrollo que se prometió. La filosofía social de la que me empapo no busca negar esta transvaloración que significó la modernización industrial, ya se ha dado mal que bien el paso un mundo moderno que predomina como una tentación infantil, lo que busco es salvar a la vida cultural de un sistema anárquico y degradado que lo golpea y los disuelve, con el objetivo de que esta vida coaccionada pase a la ofensiva e invada esta lógica irracional del saqueo y de la guerra interior, y dote al milagro de la personalidad de un carácter social capaz de vivir y ser feliz a pesar de las inclemencias del mundo moderno (ARENDT: 2005).

Mito y valores.

Buscar los orígenes de los valores auténticos de nuestra singularidad civilizatoria implica retroceder históricamente hacia aquellos tiempos arcaicos donde los valores telúricos y ritualistas predominaban, y existía una racionalidad panteísta en armonía con la naturaleza y las identidades indígenas. Rememorar este pasado descolonizado, previo al trauma ontológico busca el propósito de rescatar de las ruinas de una civilización ancestral todo aquel rico magma sincrético que hoy resucita de modo sagaz en los intersticios de las categorías migrantes. El asunto es que toda esa riqueza panandina que estaba en tránsito de constitución de una sociedad total sacrificial, esas culturas politeístas y ocupantes de los accidentados andes, fueron por siglos perseguidos y aplastados, por el proyecto de saqueo colonial, generando una cultura trashumante, una suerte de plasticidad nómada que fue reapropiándose de los saberes dominantes, reconstruyendo paulatinamente un carácter social comunitario que es hoy el colchón ideológico y material que exorciza la tendencia a las crisis del mundo moderno (ESPINOZA: 1990).

Como bien documenta la arqueología peruana, la religiosidad andina no era mesiánica ni historicista, era una cultura cuya plasticidad y cultura material vivía sumergida en los ciclos regulares de la naturaleza, la  respetaban, y construía una civilización orgánica en consonancia con las tribulaciones y giros accidentados de los inhóspitos andes. La racionalidad del hombre andino era cíclica y de una repetición mítica, donde el acervo cultural heredado de generaciones, y de un profundo conocimiento del territorio andino, le dotaba de una valentía sobrenatural y alegórica, una amistad con el trabajo asociativo de la tierra que lo enorgullecía y le brindaba un hogar inconmensurable cargado de animosidad (MIRCEA ELIADE: 2011). No era un animal aterrorizado por el insondable cosmos, ni un ser arrojado en la inmensidad de su soberbia sabiduría, sino una figura cooperativa y asociativa que reía trágicamente ante las contingencias de los espacios infinitos, y a pesar de ello creaba toda una exhibición de dioses e infraestructura ritualista que le otorgaba refugio y realización[2].

Jamás entendió las escarpadas montañas y los peligrosos abismos guturales como el horror vacui de una existencia inundada de miedo y de violencia, sino un espacio con el cual podía hablar e interactuar, el cuerpo de una pacha mama que lo cobijaba y alimentaba, que lo volvía un habitante incrementado por la vida y su pluralismo religioso. Muy a pesar que las cultura pre-colombinas se habían desarrollado domesticando y ocupando de modo lento los horizontes lejanos de los andes, jamás sintieron a este como el acoso de un dolor extraño y malvado; no sabían que era lo malo; sus asideros religiosos y su complicada institucionalidad panandina permitían la repetición de una existencia sagrada e intercultural donde la naturaleza y sus misterios eran amigos a los cuales se veneraba y amaba. Demás esta decir, que esta antropología panteísta conjuraba los peligros del medio inhóspito conociendo de manera armoniosa las quebradas y los valles viviendo en equilibrio amigable con territorios a los cuales sentía como prolongaciones embellecidas de un cosmos abierto y en expansión. Esta arquitectura de un universo abierto, sus templos e intrincada infraestructura de caminos y de edificaciones megalíticas florecían con asombro en medio de una raza que ocupaba la tierra para trabajar y vivir en ella como obra de una cultura de la reciprocidad y trabajo colectivo.

A pesar que las culturas de este horizonte andino padecían guerras, enfermedades y las inclemencias de un clima escabroso, este mundo de precariedades era parte natural de la tendencia de estas sociedades a confluir, tal vez de modo conflictivo, sintetizando todos los saberes económico-culturales del mundo andino en una gran expresión civilizatoria que estaba en tránsito de consolidación con la llegada de los españoles. Pero no era una sociedad configurada como la mezcla desarmónica de civilizaciones muertas y antiguas, sino una gran cultura que en plena creatividad autárquica supo construir una figura heterogénea y heterodoxa que extrajo de un medio agreste e indescifrable los recursos y sabidurías ancestrales que la ensalzaban y acrecentaban. Lo sostengo, todo lo que pudieron dar las culturas precolombinas en cuanto a su grado altísimo de conocimientos económicos productivos, y culturales fue una expresión sólida del profundo conocimiento y coexistencia con una naturaleza insospechada y rica, la cual les doto de una religiosidad mítica y de una química con el territorio vital que les permitía domesticar y dialogar con ella, además de fortalecer un natural asociativismo panteísta que avivaba la vida en comunidad, y en relación al trabajo colectivo (LUMBRERAS: 1983).

Esta síntesis cultural, sin agentes externos importantes que pudieran interferirla, fue cortada violentamente con la desorganización civilizatoria que significaría la conquista. A pesar de ser una cultura matriz, de semejante relevancia a la de las culturas antiguas de otras latitudes, el edificio del Incanato se desmoronó aceleradamente debido al proceso de guerras civiles internas de las que había salido, con la confrontación entre Huáscar y Atahualpa, la fragilidad en la que se hallaba el imperio al haber absorbido rápidamente a diversos reinos conquistados que presionaban y desorganizaban su constitución, y debido sobre todo a la táctica de guerra política de los conquistadores, de dividir a las culturas, antagonizándolas y aplicando una idea de racionalidad política que disolvería lentamente la naturaleza mágico religiosa de las culturas indígenas del Incanato. Es esa vulnerabilidad estructural en la que se hallaba el imperio, con la coexistencia desarticulada de diversas racionalidades económicas que estaban en disputa lo que permitió a su vez un proceso de desorganización político-cultural que debilito al imperio, facilitando la estrategia del divide y vencerás y de aliarse con los reinos opositores al Incanato (TODOROV: 2011). Este divisionismo de las fuerzas políticas no sólo sería la expresión de cómo quedaría diseñada las posterior civilización colonial, sino el resultado que ahondaría la fragmentación consustancial a la cultura peruana, quedando las sabidurías ancestrales, y toda la racionalidad mítico religiosa como un saber residual en permanente persecución y autonomía sincrética.

Los posteriores mecánicas de la dominación construirían empresas y economías de poder favoreciendo esta fragmentación y menospreciando de modo paternal  todo el rico magma diverso de las culturas indígenas, intentando disolver la hegemonía mágico-religiosa de los saberes populares, y disponiendo las expectativas de crecimiento cultural a la veneración de una identidad colonial foránea que negó todo nuestro origen arcaico[3]. Si bien la colonia fue el resultado organizativo de cómo quedaron intactas las fuerzas políticas ganadoras del proceso de conquista, las guerras de los encomenderos y la reorganización social del Virrey Toledo, las culturas dominadas sufrirían el peso tergiversador de la extirpación de idolatrías y la explotación consiguiente; quedando sólo una nobleza indígena como figura de legitimidad y culto para garantizar el control sobre las masas explotadas, y tener la corona española un medio político aliado frente a los intereses separatistas de los sectores criollos. Es la manera tan particular como se persiguió la aculturación y en cierto modo la coexistencia asimétrica con las sabidurías mágico religiosas de los sectores dominados –expresión esta en la edificación político institucional del Virreynato- lo que me permite conjeturar que la extraordinaria plasticidad de las culturas indígenas populares para reinterpretar el mensaje eclesiástico, e incluso reflotar sus mentalidades ancestrales en medio de la dominación evangélica a lo largo de generaciones, es lo que explica la supervivencia y el predominio de una racionalidad andino-heterodoxa que vivía y coexistía con las culturas oficiales; constituyéndose una arquitectura de instituciones y de mestizajes que es la prueba envolvente de una cierta convivencia asolapada entre dominadores y subyugados (FLORES GALINDO: 1990).

Considero que la enorme complejidad que alcanzó el Virreynato, haciendo retroceder la habitual discriminación cultural de las elites criollo-españolas, en un clima de trasgresiones festivas y de sensoriedades clandestinas fue contenida al abrazarse el diseño republicano, al acentuarse el control discriminatorio y feudal de los criollos independentistas. La república detuvo el proceso de síntesis cultural que se estaba orquestando a fines del siglo XVIII, pues si bien las reformas borbónicas de Carlos III, habían tratado de imprimir alteraciones institucionales en el mundo antiguo y plural de la colonia, esta siguió coexistiendo con el mundo ritualista de las culturas indígenas de un mundo no oficial y trasgresor (PORTOCARRERO: 2004). Esta idea de una convivencia disforzada y hasta dialogante entre espíritus civilizatorios sacrificiales – el catolicismo y el ethos andino sincrético- fue remecida con el inicio de las rebeliones indígenas de fines del siglo XVIII, Túpac Amaru es un ejemplo de ello, pero estas mutaciones imprevistas fueron síntomas de la decadencia organizativa en la que ingresaba el régimen antiguo de la colonia, por supuesto, al recrudecer el verticalismo de la explotación pero no fueron  expresiones culturales de un rechazo orgánico al carácter también mitológico del régimen colonial, sino la reincidencia simbólica de retornar a la sagrada tradición incásica.

No obstante, ser la coraza de creencias  católicas, un montaje híbrido que persiguió y asumió curiosamente elementos de la religiosidad panteísta del indio, la astuta plasticidad del mundo mítico indígena, acostumbrado a arrancarle animismo a todo poder vigilante y aplastante, supo modificar y reinterpretar el autoritarismo del mensaje cristiano, y así conservar secretamente la naturaleza ritualista del ethos indígena. Es esta suerte de amalgama entre cristianismo y el ethos arcaico de las culturas precolombinas lo que fue severamente dañado con la asunción del Estado republicano, y el rebajamiento racista de la república de indios a la condición de siervos de los latifundios de las elites criollas (BONILLA: 2001). El mito andino retornaría a un laberinto de formaciones feudales, siendo expulsado de los claros de ilustración y de civilidad del mundo moderno, hacia los remotos espacios altos andinos de las regiones serranas, desdibujándose todo el sistema mercantil y de economías populares que se había levantado hacia el final de la colonia, y que las guerras separatistas ayudaron a desestructurar. Esta síntesis híbrida que la colonia configura con elementos culturales de tradiciones dispares, sería golpeado en sus cimientos estructurales, constituyéndose desde entonces la figura de un islote de lucidez y modernidad, el supuesto Perú oficial, sobre un océano de antigüedad y barbarie, que escondía la no menos preciada sabiduría alegórica de los Andes. El politeísmo habitual de los indígenas regresaría a su productivismo agrario, reconfigurándose la melancolía sobrenatural de los campesinos sobre una formalidad de la explotación feudal, que daría acogida a sus ritos y a su equilibrio ecológico con la naturaleza. Si bien la condición moderna de la economía peruana reposaría sobre un diseño extractivo, mayormente agroexportador de la Costa, estas formaciones de enclave no tendrían contacto cultural con el simbolismo panteísta de lo andino, dejándolo desarrollarse sobre una base rural y tradicional (BASADRE: 2000).

Modernidad y crisis de valores:

A pesar que lentamente la promesa de los padres de la patria se iría bloqueando ante el estado saludable de una formación feudal retrógrada e improductiva, que negaría sus postulados esenciales, se puede conjeturar que surgieron figuras históricas y alteraciones estructurales en el seno de un mundo fragmentado y antiguo, de naturaleza propiamente progresista y modernizadora. La relativa modernización y estabilidad durante el apogeo del guano, el surgimiento de una burguesía civilista y la superación de la anarquía originaria de la guerra civil de caudillos, concretarían un espacio inicial para la formación de un estado moderno, y de una capa dirigencial que lo vinculara de modo material y burocrático. Pero esto no fue así. Los valores coloniales en la conducción iconoclasta de un estado paria, no serían penetrados por la susodicha racionalidad empresarial del hombre burgués, sino que el surgimiento de fortunas a raíz de la comercialización del guano, y de la concentración de la tierra en pocas manos, darían cierta estabilidad al naciente Estado, pero no consiguieron generar un proyecto de desarrollo e interconexión nacional, por lo que dicha bonanza económica era endeble y hasta ficticia. Los ingresos que percibió el Estado otorgaron al Estado una base material para mejorar su presencia en el territorio patrio, pero fue la carencia de una burocracia descentralizada, el desnivel en el desarrollo de las identidades regionales, y la falta de una mentalidad de inversión en el seno de una oligarquía rentista y parasitaria, lo que bloquearían el desarrollo de un nación integrada y secular. Los crecientes abismos culturales entre las múltiples naciones de un organismo en formación o desintegrado, generarían una delicada exposición de riesgo frente a enemigos externos, como significó la infausta guerra con Chile (MANRIQUE: 1981).

El asunto clave de no habernos comportado como una nación unida y sólida, frente a la amenaza bélica de un país que si poseía una estrategia de crecimiento y consolidación nacional, es que el asumir los costos de un diseño político como fue la República, claramente a espaldas e incompatible, con la naturaleza sacrificial y no secular de un país arcaico, hizo que retrocedieran los logros institucionales que el mestizaje colonial ayudó a edificar, producto de las guerras emancipatorias y sobre todo a raíz del aniquilamiento de la nobleza indígena. Es el modo como el discurso de la Ilustración y de la independencia criolla beneficiaron y movilizaron intereses políticos, propiamente criollos, lo que mantuvo intacto y hasta fortaleció con la refeudalización del campo, la naturaleza tradicional de un edificio social claramente monárquico y fragmentado. Es el juicio de los liberales y conservadores al discutir todo el siglo XIX qué estrategia política y administrativa se debía seguir para fusionar la república con una realidad desarticulada y sacrificial, llena de identidades indígenas y de profundos desencuentros, lo que hizo que el país ingresara en una profunda anarquía, con predominio político de los poderes caudillezcos y militares, y con salidas políticas que empeoraban la poca institucionalidad moderna que anhelaban los padres de la patria (LOPEZ: 2001)

El modo convenido como el diseño civil-político penetró en escasos sectores de nuestro desconocido cuerpo social, generando una mentalidad que dividía los escasos esfuerzos políticos por amalgamar los dispares y asimétricos niveles de nuestro país, es lo que a la larga constituyó un arquitectura económico-política que dio sentido de dominación y paternalidad a los sectores subordinados del país, pero que mantuvo en la involución estructural a la raquítica y desarticulada formación social peruana, creando las condiciones perfectas para que esta mecánica de la dominación gamonal, de la que habla Cotler (COYLER: 2005), se convirtiera en estuche biosocial que detenía y reprimía en la barbarie toda rica iniciativa de creación de subjetividad que las culturas populares inventaban. A medida que la recuperación nacional luego de la guerra con Chile, en el apogeo del civilismo, dotó al país de una estructura política y económica que modernizó islotes agroexportadores y que mantuvo en una estructura eminentemente agraria a los gigantescos latifundios improductivos de la sierra, se podía decir que paulatinamente el carácter sincrético y mitológico de las identidades campesinas tuvieron las condiciones subjetivas para reestructurar su psicología y religiosidad panteísta, a salvo de un régimen de producción gamonal que no buscaba ciertamente la colonización de lo biosocial. La modernidad alcanzada sólo se restringía a los circuitos urbanos, a supuestos islotes de secularidad en los ghettos aristocráticos, y a los principales proyectos de enclave agroexportador y petroleros que no alteraban significativamente las estructuras tradicionales a donde se incrustaban.  La obsoleta estrategia del divide y vencerás y de mantener a la sociedad al interior de una estructura en red, sinceramente retrógrada y oscurantista, sirvió como un sistema de control que facilitó los propósitos del capital extranjero extractivista, y que encerró las energías progresistas a la veneración de una identidad rural y arcaica que garantizó la perennización de estilos de vida oligárquicos racistas y coloniales. Esa finísima estructura de poder, que garantizó la legítima reproducción de un gamonalismo agrario, grandes señoríos y una oligarquía limeña cortesana que le importaba un bledo desarrollar al país, creo, no obstante, las condiciones internas para su desaparición (BURGA y FLORES GALINDO: 1991).

En primera instancia las insípidas y tímidas reformas modernizadoras que se imprimió en el país, luego del eclipse cultural del civilismo político, con la gestión de Leguía y las acciones autoritarias del Tercer militarismo (Oscar R. Benavides y Odría) dieron nacimiento a sectores autónomos de reflexión y organización política en la plebe urbana y capas profesionales, que ante la debacle social de la guerra con Chile y ante el avance mundial de las corrientes socialistas se montaron la tarea de reorientar la modernidad de enclave y construir una nación. Aunque esta opción política estaba lejana a practicarse y a gestarse de forma operativa, hallaba, sin embrago, vitalidad en el pensamiento arielista, indigenista y de izquierda de aquellas décadas iniciales del siglo XX, en un conjunto de tesis que intentaban conciliar cultural e históricamente la modernidad eurocéntrica con el rostro andino y sincrético de nuestra herencia colonial e incásica. Era una reflexión donde modernizarse no significaba dejar atrás el ethos estético y ritualista de nuestro mundo heterogéneo, sino hallar su pronta realización y expansión en un proyecto de secularidad y de nación que incrementara y potenciara las bondades de nuestra utopía arcaica (CORNEJO POLAR: 1990). La arquitectura contractual y política de un Estado moderno debía crear las condiciones institucionales y espirituales para mezclar soberanamente lo mejor de la civilización europea, con el significado étnico y sincrético del ethos andino, donde el núcleo espiritual, donde la rica subjetividad de las culturas populares impusieran sus contenidos a la penetración colonial de una economía de enclave y extractiva, a su lógica cultural dominante. Desbordar el capital no significaba interrumpir su inserción,  sino domesticarlo y negociar con las influencias mundiales para sintetizar lo mejor de la Ilustración y el desarrollo europeo con la subalternidad andina que empezaba a organizarse (ROCHABRUM: 2011).
De cierta manera la segunda aculturación colonial que desplegó el civilismo con las reformas educativas del siglo XX, con la resistida llegada de la escuela pública a los andes y territorios remotos buscó desactivar el arraigo de estructuras culturales arcaicas y dizque obsoletas, para crear al ciudadano moderno y al conjunto de instituciones culturales que necesitaba un diseño político sin sujeto histórico. No sólo fue el propósito homogeneizar una cultura salvajemente heterogénea y mestiza, sino fue crear, cosa que no se logró, un carácter psicológico que diera legitimidad y adhesión cultural a la estructura patriarcal y colonial que representaba el gamonal y la oligarquía, y dar su respaldo productivo a una economía primario-exportadora que aseguraba la eterna inercia de la nación. 

La educación monocultural que se practicó en estructuras plurales y complejas generó la lenta descomposición étnico-cultural del ethos campesino y sus oriundas costumbres, al estimular la migración a las ciudades y dar cimiento simbólico a una atracción individualizante que disolvió en la recreación del asociativismo barrial-urbano, toda aquella rica sabiduría telúrica y andinista que se preservó a lo largo de siglos, y que las finas intuiciones de Arguedas anticipaban su eclipsamiento (ARGUEDAS: 2011). El impacto de la educación no sólo provocó los levantamientos campesinos en su búsqueda de reapropiación de la tierra, y su ulterior migración individual a las urbes, sino que curiosamente, sin sospecharlo, creo las condiciones para los caóticos laboratorios de la cholificación y de apropiación popular de la ciudad, desorganizando violentamente el régimen estático de las castas  y disolviendo la separación entre alta cultura y baja cultura popular, ante el avance incontenible de una subalternización clasista y asalariada del proceso histórico nacional.

El papel de los medios de comunicación de primera generación, que anunciaron la irrupción de una cultura de masas que proyecto la identidad reivindicada hacia el éxito de un individuo asalariado, participativo y sujeto de consumo, provocaron el eclipse seguro de las solidaridades andinas, logrando su hegemonía un modelo de proletario ciudadano, que extrajo su respaldo en la decisión política y acelerada de alterar la anticuada estructura de dominación social, y dar cimientos socioculturales a un nuevo patrón de acumulación que resolviera los eternos dilemas histórico del país (QUIJANO: 20006). De algún modo insospechado la influencia de una eurocéntrica cultura de masas, en contacto con los repertorios culturales de las clases populares a través del boom de cine Hollywodense, la embrionaria publicidad, la naciente televisión nacional, la radio y la empresa periodística condicionaron la creación de una singularidad capitalista y aburguesada que no podría ser rebatida en las movilizadas capas populares por el proyecto colectivista y asociativo de las reformas populistas de democracia participativa. El modelo heterodoxo de una economía democrática e industrial que hallaría su principal escollo estructural en no haber roto todo lazo de dependencia con las inyecciones de capital extranjero, y los sabotajes de los agentes dominantes internos y regionales, sino en que el torbellino cualitativo que provocó urgió para su consolidación de barrer con estructuras socioculturales añejas y persistentes, que hallaron en la naciente individualización el espacio cultural exacto para refugiarse de todo el gran abismo nihilista que significó privadamente apostar por la modernización industrial (GERMANI:2010).

El modo fingido y parcial como se adoptaron las reformas estructurales de la modernización industrial, crearon las condiciones sociales para el crecimiento del Estado, y de sus protegidos empresariales, con el cuento de integrar a las masas movilizadas en un proyecto socioproductivo de capitalismo social, y construir un organismo económico y cultural interconectado y moderno. No obstante, el resultado fue liberar a la mano de obra improductiva de los latifundios y generar los caracteres de consumo y de éxito individual necesarios, que subordinaran a las múltiples identidades populares y dieran una plantilla de falsas expectativas acorde con las mutaciones  postmodernas que orquestaría el posterior ajuste estructural y aniquilamiento de la base económica que significaría el colapso del Estado providencia. Al evaporar a la economía social del período anterior el ajuste estructural arrojó a la experiencia cotidiana a vivenciar la muerte de toda una promesa de cosmovisión social, cayendo la formación de la personalidad, ya individual, a una crisis de sentido referentes y creencias totales que la empujarían a aceptar resignadamente el duro oficio de sobrevivir día con día, y a inventar de la nada un tercer sector, o economías microempresariales en red que la divorciarían del destino orgánico del país, aceptando una pastoral del exitismo y de la calidad total que acumularía secretamente una sociedad a punto de estallar (VICH:...). Demás esta decir que la hecatombe de toda un período de síntesis nacional sistémica, más por la mala lectura y aplicación de una secularización autoritaria y reduccionista, provocó el estallido de cuerpo social en un laberinto asistémico de identidades y nuevas fragmentaciones estructurales, que serían el escenario negativo para un personalidad atribulada por el sinsentido anómica, trasgresor y violento que reproduciría todos los eternos males morales de nuestra especificidad histórica.

Dogma, violencia política y crisis de valores.

El atolladero estructural que suscitó la adopción de la dialéctica del desarrollo populista, intentando pasar por el cedazo de la industrialización y sus reformas sociales complementarias a una cultura subalterna que ya había mutado por direcciones asistémicas, ocasiona en los años previos a la salida agresiva del ajuste estructural un estado de inesperada desestructuración y crisis orgánica, que probó la vieja como polémica tesis de que las avalanchas de democratización no fueron sino grandes ilusiones que despertaron a la modernidad a los pueblos insurgentes luego de la II Guerra Mundial, pero lo único que consiguieron fue despertar una gran decepción y crisis de vacío existencial, como producto de la gran soledad que debió sentir el actor social al ver como el edificio histórico de la nación se desmoronaba. En el fondo toda aquella marejada de decisiones radicales desde el Estado constructor con el objetivo de equilibrar el poder huidizo del capital generaron las disposiciones institucionales y económicas para el agigantamiento político de las trasnacionales, cuya lógica de interpenetración economicista crearía un modelo de desarrollo que liquidaría y volvería precaria toda tentativa de revolucionar un poder que se haría biopolítico y mitológico[4].

Ahí donde la izquierda buscaba un control nacional del capital, con el propósito  de modernizar y volver competitivos las estructuras industriales que ayudo a edificar, se escurrió una estrategia que aplacó mediante el consumo y el Estado social toda aquella rica subjetividad que reaccionó  liberacionistamente luego de las guerras imperialistas, produciendo un pacto implícito y calculado entre el socialismo de estado y la derecha conservadora que no culminó en el cambio de sistema, sino en la lenta desintegración de toda la sociedad, y la reestructuración de la economía bajo criterios globales e informáticos que perseguirían a la cultura rebelde hacia los confines  de la interioridad domeñada, con el objetivo de crear una civilización del riesgo, del caos y de la incertidumbre que  neutralizara y redirigiera toda la rica vitalidad de los pueblos (BECK; GIDDENS; LASH:1997). Todo el tiempo se nos ha hecho creer que el Estado social, en Europa otra es la historia, fue un resultado de las luchas sociales, cuando fue el formato social perfecto que preparó la cultura conformista y cínica que requería el capital, por tanto, consentida por los intereses fácticos. La economía de gran escala, se fragmentaría y se dirigiría a perseguir y a intercambiar una vida saludable que rechazaría todo idilio con el progreso científico y civilizatorio, creando un sistema desorganizado y disciplinatorio que negaría toda aventura por instaurar un gran estado social global, arrojando a la experiencia individual a un culto de la vida digital que erosiona la sociedad como la vuelve violenta e incierta[5].

En nuestro país el desenmascaramiento inusitado de este gran engaño que supuso la industrialización – pues lo sostengo no consiguió desactivar la cultura económica de enclave que fue la norma de nuestras actividades económicas- generó el consentimiento resignado de gran parte de la población organizada, al aceptar la conquista del modelo democrático como el respaldo jurídico y político a libertades civiles e individuales que se convirtieron en la garantía reclamada por las fuerzas políticas y sociales. Sin embargo, la parálisis de la modernización sólida, y su capitulación política ante la partidocracia de la constitución del 79, fue percibida por diversas identidades como el salto al vacío y signo de una gran traición a la promesa social que había representado el desarrollismo nacional (FLORES GALINDO: 1997) Aún cuando la apelación a la violencia fundamentalista y la deslegitimación del Estado de derecho democrático por vía del levantamiento armado en la sierra sur del país, no representan un recurso político con el que purificar y derribar el poder abusivo y explotador, me parece hay que ahondar en la psicología del terrorismo para desentrañar cuales fueron las motivaciones existenciales y sociales que arrojaron a extensas capas campesinas y a cuadros políticos organizados a los brazos de una violencia genocida, representa un esfuerzo por comprender que pasaba en la cabeza de esos dirigentes frustrados y en los jóvenes que apoyaron dicha empresa demencial (PORTOCARRERO:   ).

Aún cuando he tenido acceso a los testimonios elaborados por la Comisión de la Verdad y la reconciliación nacional (CVRN) y a entrevistas hechas por el trabajo cualitativo de Gonzalo Portocarrero y de Carlos Iván Degregori, me he topado con descripciones personales que patologizan la decisión de ingresar en la guerra armada, y que envuelven en un discurso paternal y desorientado a las víctimas activistas de esta guerra interna[6]. Como he conjeturado en otra parte, soy de la idea que la violencia irracional que se desató en los Andes, en la Amazonía y en zonas periurbanas de las principales ciudades del país, fue la adopción desesperada de una gran decisión por salvarse de una vida absurda y vacía, que estableció el acelerado cambio ontológico del mundo, pero que cobra en una nuestra formación espiritual un matiz esquizofrénico al quebrantarse el edificio nacional y al ingresarse en una hipermodernidad individual que haría de los sentimientos y de las más sagradas intimidades capacidades para sobrevivir en una realidad hostil y absurda sin ninguna lógica (GROMPONE:1999).

En nuestro país esa misión salvífica de construir un nuevo orden de bienestar y prosperidad, que fue la más alta expresión de un milenarismo que deposito en el Estado populista la encarnación de un socius, de un alma vital, se destruyó confusamente al escaparse las decisiones políticas a cerca de nuestro desarrollo y soberanía del control de un Estado paria, que a la larga sería la puerta de ingreso a manipular y a organizar la vida al antojo de una racionalidad claramente cancerígena e instrumental. Como lo he dicho en otra parte, la introyección de una lógica de la dominación biopolítica, en el seno del socius popular, distinta a la incompleta formalización de la modernización sólida que intentaba liberar a las conciencias sobre la base de una cultura política democrática y asociativa, hizo que la construcción de la personalidad se trastocara en un proceso traumático y de lucha denodada por tener derecho a existir y ser feliz. La cancelación de la sociedad y de los valores totalizadores que daba sentido y orientación al sujeto popular, generó una subjetividad autoritaria que halló en la violencia y en culto retorcido a la maldad genocida, una salida paradójica al gran nihilismo que empezaba a acentuarse (FOUCAULT:. 2012).

Ahí donde el ser individuo significa una existencia ilusoria, revestida de falsos deseos y expectativas desviadas que no consiguen calmarse, se apela a la agresión y a la humillación como un modo de construirse una identidad de la dominación a costa del prójimo. En sendero Luminoso tal apelación a la violencia significó el tratar de vencer la amarga soledad histórica que concita la miseria, el racismo y el sistemático poder de un diseño modernizador que vomita desarraigo e inautenticidad. A lo largo de una historia llena de explotación y ofensas a nuestro origen, la katarsis autoritaria vive revestida de un gran rencor, de un gran desahogo irracional donde aniquilar al enemigo y al traidor significó para ellos hacer retroceder una cultura criolla cínica e inhumana que desennoblece a las personas. El aferrarse a un dogma doliente y sádico expresión de una gran pobreza y falta de actividad espiritual, sino en creer en algo que da certeza y convicción, ahí donde todo se desvanece en el aire, y la edad ciertamente popular no ha sabido acondicionarse a la gran violencia represora que manifiesta el orden existente. Como argumentan los pensamientos cercanos a Heidegger, el mal se ha hecho núcleo determinante del socius, no por el efecto distorsionador del poder político, sino en estos tiempos postmodernos como parte de un recurso que da cohesión y sentido. Incluso una sagrada complacencia, ahí donde impera el horror a la nada y a su angustiante persecución (SAFRANSKY: 2005).

En la década de los 80s la crisis de valores que atenazo a nuestra existencia no ha comportado sino un efecto desastroso sobre nuestra identidad colectiva. Esta no fue producto sólo del agotamiento de todo un horizonte sociocultural, no fuimos conducido a su crisis existencial sólo por obra de que se nos cayó un mundo, sino sobre todo porque el individuo, la personalidad se vio expulsada de improviso del centro de nuestra civilización.- En otras palabras, el conjunto de medidas políticas que sirvieron para detener y descomponer los fundamentos orgánicos de nuestra sociedad popular, aceleraron a nivel de la vida cotidiana una gran metástasis y desorden psicológica en las conciencias, donde el salto al vacío de las migraciones, la discriminación racial y la pobreza estructural proporcionaron a la personalidad popular una nueva envestidura de desconsuelo y soledad por no sentirse parte del mundo que ya no tenía estructura ni lógica de sistema. La accidentada transición a una vida inorgánica y pulverizada, donde todos los progresos alcanzados por nuestra cosmovisión moderna experimentaron una severa regresión, adelantaron sobre las psicologías colectivas el reforzamiento de un protagonismo individual donde el mensaje del todo vale, y la sabiduría escéptica criolla hallarían una particular hegemonía, produciendo una cultura despotenciada y anárquica. Como explico en estos renglones, no todos los sectores sociales pudieron adaptarse a esta hipermodernidad desestructurante, sino que en el interior de nuestra constitución moderna, todo avance sistémico y secularizador se pagaba al precio de un gran descontento y anomia cultural, instalando los signos de una gran violencia ahí donde se respira racionalidad y un supuesto progreso (MUJICA:…). Tal como se imprimió la modernidad en nuestras conciencias, desorganizando nuestra escasa institucionalidad interna, ha producido una gran explosión de violencia y desunión, donde el caos social que experimentamos no es ciertamente una relación afirmativa con el medio social, sino un principio de realidad que ha hecho retornar con más fuerza degradatoria los eternos males culturales coloniales que no permiten una adecuada socialización secular de nuestra cultura.

Por más motivos que busquemos, pero acá se lanza la hipótesis polémica que la desmesurada violencia como fue introyectada la modernización, sin reconocer nuestra siempre complicada heterogeneidad cultural, ha conducido a un rechazo y a una desorganización desde el mismo centro de la vida subordinada, originando un deterioro comprensible del diseño monocultural de nuestro arbitrario estado de derecho, y además una irreversible fragmentación espacio-temporal de las identidades subordinadas. En cierta medida nuestra modernidad ha pasado de ser el esquema de construcción de nuestra nación, ha ser una fuerza ciega de inversiones agresivas que alteran y disuelven nuestros vulnerables patrones de constitución social, destruyendo en la infamia del frio interés toda base de convivencia natural que la vida domeñada podría organizar (LIPOVETSKY: 2003). Nuestra hipermodernidad reflexiva, de la que hablan Ulrich Beck y Anthony Giddens, ha elaborado un elector racional que acepta los torbellinos inclementes de una sociedad del riesgo con suma asociatividad creativa, pero al precio de envolvernos en una latente sociedad de la explosión y de culturas autoritarias que reproducen los eternos males culturales de una sociedad desintegrada y sin rumbo fijo.

Utilitarismo y cosificación.

Según los enfoques radicales del institucionalismo y la teoría de la elección racional norteamericana,  profundizar las reformas de mercado, consigue constituir una realidad de individuos propietarios y electores, acorde con las urgencias de la oferta y la demanda. Modelar la cultura y someter la reflexividad del ciudadano a un hiperrealismo de coordinaciones mercantiles, donde toda la integridad de la cultura hallaría su realización en valorar monetariamente la vida, sería el punto de equilibrio de una personalidad que encontraría en las convulsiones e incertidumbres de una complejidad organizada los cimientos precisos de tener éxito y sobrevivir. Una relación pura individuo-mercado no debería verse como la concretización de un sujeto inmoral y consumidor, en donde las raíces y las procedencias culturales no tendrían relevancia práctica, sino como el modelo más cercano a dotar de un marco social al individualismo agresivo que se abre en los últimos tiempos. Todos los valores morales y las sagradas inscripciones regulatorias de la sociedad, tendrían que ser pasadas por le cedazo de la mercantilización de la experiencia para dar materialización a un individuo propietario y competitivo, capaz de leer los ciclones imprevisible del cambio tecnológico y de las crisis económicas. El rotundo producto de una sociedad de mercado sería un hombre con valores utilitarios, que a pesar de todo no vería arruinada su libre voluntad para decidir sobre su vida privada y preocupaciones existenciales (OLSON: 2001).

Por más que uno se fie de las grandes transformaciones utilitarias que se perciben en nuestra realidad urbana, e incluso rural en los últimos tiempos, lo cierto es que el intercambio monetario sirve de sostén material y no consigue eliminar las resistencias culturales comunitarias del mundo popular. Se podría argumentar que el poder disolvente de la razón mercantil ha dotado al ser popular de una cultura de la iniciativa y del encuentro dinerario, que la unifica alrededor de un principio de empresarios informales y el ahorro doméstico, que logra hacer renacer el medios urbanos la rica plasticidad alegórica de los mundos provincianos y artesanales (FRANCO: 1986). Actualmente en que las insospechadas empresas populares han conseguido acumular el suficiente capital material y social para reestructurar las economías regionales y periurbanas de la ciudad, se asiste a la concreción de una base material en red, que permite la reproducción de la religiosidad andina, invadiendo con su habitual ethos “grotesco” y subalterno espacios de la realidad urbana, donde se gesta una gran hibridación y mestizaje cultural. Los sujetos de estos espacios urbanos y suburbios hallarían en el reflotamiento contundente de una ética del trabajo audaz y en exitismo microempresarial los fundamentos genéticos para la restauración de sus solidaridades orgánicas, mitos y costumbres, inundando las instituciones seculares de una moral del carnaval y de la asociatividad festiva, que no sería sino la estrategia para desactivar la frialdad y dura discriminación como fueron recibidas las anteriores oleadas migrantes. A través del utilitarismo popular y su implícito economicismo familiar estas culturas de migrantes empoderados han conseguido reinterpretar y apoderarse de los elementales discursos de la calidad total y del esfuerzo empresarial, acondicionarlos a sus expectativas y reconstruir de la nada toda una rica como variopinta subjetividad popular, que sin embargo, se mantiene unida por una caótica como irrespetuosa vulgaridad comercial, o utilitarismo cruel.

Más allá de que la lógica del intercambio utilitario hegemonice los modos de producción de la cultura urbana, ya sea por intermedio del despilfarro abrazador o una ética del ahorro o inversión para acumular, lo cierto es que de manera residual mundos de la vida cotidiana que no son medidas en  función del carácter utilitario, pero cuya obtención desmadrada si que hace aparecer una lucha despiadada donde la demostración cosificadora es crucial, se permiten sostener que la irrupción de los nuevos valores postmodernos nacen acompañados de un cruel pragmatismo cultural. Esta tendencia de la cultura individual a hacer permisivo el avance del mercantilismo cultural a terrenos íntimos donde la subjetividad demanda comprensión y vitalidad, erosionan los modales de respeto y de cuidado del prójimo valorizándose bienes cruciales de la existencia interna como si fueran productos mensurables y descartables (UBILLUZ: 2006). Tal vez el peligro de haber desestructurado los medios de protección social (Escuela, familia, vida barrial) luego del ajuste estructural fue haber dejado desamparado a una subjetividad que para sobrepasar su soledad vital abrazó el poder totalitario e  inestable del dinero como acceso a una felicidad paradójica del consumo que no arroja sino vacuidad y angustia. Ahí donde el dinero es el acceso primario al afecto y a las condiciones de seguridad de la existencia no sólo descompone el origen solidario de toda procedencia cultural, sino que además esta adicción al gasto, y a la generación de lucro que se despierta, sentencia a las potencias de la personalidad a ser un fabricante de recursos, y a ser apreciado y amado en función de esta salvaje productividad.

 El hecho de que la desigualdad social petrifique esta concentración de recursos mercantiles en individualidades competitivas, desfigura toda recia resistencia para valorar en términos humanistas, exigiendo a la amistad y a la interacción comunicativa un cruel poder de la vanidad y de la soberbia que oculta una gran miseria biográfica. Aún cuando la naturalidad de la ironía y de una fluida comunicación no se explican de acuerdo a patrones de orientación social, sino al producto de una trayectoria individual que aprende de sus ventajas y altibajos, explotando sus innatas cualidades socializadoras, internas facultades de nuestra personalidad, el carácter tal como lo elaboramos y nos decide, estos rasgos son vistos y apreciados en función de una imparable capacidad para predominar y politizar la biografía personal (COLEMAN: 2011). Se abre así un gran sesgo entre ejecutivos frívolos que logran proyectar instrumentalmente los secretos de su espíritu singular, y un silencioso como oculto ejército de desposeídos sensoriales incapaces de asimilar los rigores de una comunicación cada vez más diplomática y auto controlada.

Ahí donde la violencia que empotra el capital con un estado modernizador cada vez más extraño a las dinámicas y particularidades de una cultura domesticada e indescifrable, se genera como reacción una gran violencia irracional desde la sociedad, para hacer estallar este esquema de fuerzas contrarias a las expectativas de la población sometida;: reestructuración política que padeció una oposición dogmática y violenta, cuyo única carácter organizado y dizque histórico que fue la violencia de sendero, se trastocaría al quedar derrotada esta opción demencial en una brutal despolitización cultural de las interacciones y protagonismos individuales, inundada de una gran violencia ahistórica e inconsciente que denotaría los radicales esfuerzos de una identidad para hallar una desesperada existencia real en medio de una soledad de la miseria y de las obligaciones de la desleal competencia. En vez que este golpe irracional a la subjetividad del egoísmo criollo removiera los cimientos de nuestra habitual como costumbrista desunión y racismo cultural, la derrota de la violencia política refortaleció los fundamentos psicológicos de la mentalidad criolla, ahondando y volviendo natural el aprovechamiento y la violencia simbólica hacia el prójimo, convirtiendo el oficio degradatorio de una sabiduría escéptica en una metafísica virtuosa que garantiza la correcta armazón de la personalidad. Aún cuando la introducción de la mentalidad egoísta, esta siendo resistida por la enorme asociatividad popular de nuestra fuerte cultura familiar, lo cierto es que el avance de esta insignificancia, de esta agresiva crisis de sentido en las ciudades ha destruido los escasos valores macro que pudiera promover nuestra sociedad, consiguiéndose naturalizar la penetración de un individualismo ontológico , que vuelve impracticables ideas fuerza generales, aunque secretamente existe una gran reivindicación por la unión y una romántica construcción nacional. Creo, como he sostenido más antes, aunque la lógica de la valorización monetaria alcance ribetes de una brutal cosificación de las percepciones sociales, se concita una reapropiación extraordinaria de esta tendencia a instrumentalizar la subjetividad dominante, pero con serios límites en una experiencia cotidiana que se percibe manoseada y vulnerada por la decepción de una socialización hostil e hipócrita (HABERMAS: 1981).

El cinismo popular que actualmente es la prueba ontológica de una fuerte decepción colectiva, es la silenciosa lógica cultural que se viene apoderando de nuestra racionalidad civilizatoria, y que es expresión desproporcionada de una gran mutación simbólica a raíz del fracaso de una sociedad disciplinada y del desamparo absurdo de su nefasta desestructuración. Cuanto más la obligación del individuo abandonado es dejar huella de su reconocimiento y existencia en la sociedad organizada, tanto más este esfuerzo racional arroja a valorar sólo el derecho a una supervivencia que niega su afán de ser amado y reconocido. Este grotesco divorcio entre su endeble cultura singular y la inmensidad de una maquinaria mezquina y autodestructiva que lo vacía y lo vuelve insolidario para competir, lo arroja a los brazos de una felicidad paradójica donde tragar falsas satisfacciones lo conduce a un fuerte desaliento y desorientación interna, donde los sentidos inflados y autonomizados lo vuelven un animal adicto a gratificantes ídolos y desgarradores erotismos (LIPOVESTKY: 2003). La huida de vacío acosador lo arroja a la legitimación del poder corrosivo, como única ilusión de seguridad por medio de la humillación y el abuso. Y el miedo y el conformismo despotenciador que modela este poder lo desfigura como personalidad coherente, estallando en un encuentro confuso de fuerzas pulsionales, donde la multiplicación de estímulos y la urgencia para saciarlos lo impregna de una racionalidad mercantil y del lujo como poder sustitutorio, ahí donde gobierna una gran soledad fáctica y socialización instrumental. El dinero, y el esfuerzo para embadurnarse de su magia ficticia corroen la poca bondad que el actor es capaz de guardar, pues la acción dramática para obtenerlo a diferentes niveles de respuesta social, suprimen cualquier expectativa realizadora, pues la adopción para acumular y revestirse de su enigmática coraza ocultan la verdad de un ser acomplejado y miserable.


Sentimientos y crisis de valores.

La construcción histórica de la personalidad es un proceso traumático y violento. No sólo en las sociedades donde la madurez de la razón, la estructura edípica del tiempo, es algo que se extrae de su propia trayectoria vital, como lo es en las sociedades europeas – aun cuando la historia de esta civilización haya sido la historia de la represión de los sentidos, como sostuvo Freud-  sino en sociedades ajenas al ethos moderno este adiestramiento de un modelo de personalidad funcionalista ha comportado significativos problemas (ZIZEK: 2011). Como lo sostengo el modo cómo ha arraigado el formalismo represivo de la modernidad en  nuestra particular formación social ha supuesto un rotundo crecimiento de la personalidad autoritaria, de una subjetividad que separa antagónicamente lo que sueña de lo que es real, provocando a la larga, a medida que esta sociedad se desorganiza, un sistema de personalidad pulverizado e influido por la multiplicación de estímulos. Aún cuando es obvio que la  conducta se sigue construyendo internamente, a pesar de las convulsiones anárquicas de la realidad, la idea de una interioridad reflexiva, consciente de sus abismos y riquezas se deshace a medida que domina un violento pragmatismo social. (DELEUZE: 1977) En nuestra cultura la amalgama extraña entre el arcaico sensualismo de nuestra cultura popular y los liberales valores de la sociedad de consumo han echado por la borda todo proyecto de constitución de una subjetividad reflexiva, por el medio hostil de la regresiva educación pública, ocasionándose el modelamiento de una personalidad que desconoce los tesoros de su carácter interno y que actúa en la realidad en base a una mecánica reacción de lo previsible o con suma hostilidad hacia el otro.

Esta aceptación grosera de lo existente en el carácter interno interrumpe el ciclo de formación del sujeto racional y autónomo, relegando toda actividad del espíritu interno a un sobresfuerzo del actor, que privilegia las soluciones más calculadas o racionales o sus metas personales inmediatas, descolocando todo proyecto o futuro de su vida. En la medida que la persona es un canal por donde fluye un caudal ingobernable de vivencias y anécdotas inmediatas dispares, se ingresa en un escenario donde el sentido que acoge la conciencia es un resultado azaroso de las irreversibles circunstancias que toca a la vida individual, y no algo definido de antemano que queda invariado en el tiempo. Esta relatividad con que es asumida la conciencia vuelve hiperreal al entorno inmediato, volviéndose la conciencia erosionada incapaz de leer con detalle y lógica las estructuras racionales que subyacen a cada situación de vida concreta. La única objetiva racionalidad que ordena mal que bien su supervivencia se sostiene sobre un conductismo, o resilencia a los golpes de la realidad,  donde todo lo que tiene el carácter o el modo como madura el sujeto se da en función de vivir para sí mismo y su sola vida inminente. Este aceptar con pragmatismo una realidad caótica y desarticulada, empapa al sujeto de una completa ceguera contra destinos colectivos, incluso es consciente su desidia frente a sacrificios sociales, pues el dolor que estos heroísmos altruistas incorpora es visto como una patología o una desviación de quien es extraño a lo normal. La inmanencia con la que es vista la vida ordinaria, convoca una gran ironía y sensoriedad  festiva, donde la risa y toda sorpresiva espontaneidad se convierten en el mejor rostro que halla el sujeto para adquirir aprecio y amistad. Actuar como lo espera el resto, inventar sobre la base de un genial carácter carismático y ser creativo y agradable con respeto es la máscara de etiqueta que utiliza el individuo para acceder al derecho de una comprensión más íntima y personalizada.

Como vengo sosteniendo el elemental armado de una identidad que esta siempre alerta ante las presiones sociales, y cuyo contenido interno es el producto del modo radical como ha politizado su carácter social, aún desconociendo todo el conflictivo trauma que significa adaptarse a una realidad dura e inhóspita, es la vestimenta objetiva que define el cómo somos reconocidos y aceptados en sociedad. El asunto problemático es que el carácter de las socializaciones pasan de ser universalistas y ciertamente románticas, como en la juventud, a ser cada vez más específicas y especializadas, cuya conservación exige en cierta medida recurrir a manipulaciones y a parapetar un frio estatus que finge y encubre la cálida amargura de nuestros sentimientos. Las habilidades histriónicas que desatamos, la ilusión que despierta lo que dejamos traslucir de nosotros mismos, se contradicen con una irreversible inmadurez y vulnerabilidad emocional. Aunque nuestra hambre por ser escuchados y ser amados con mérito y pasión, obedece a la capacidad cómo politizamos nuestra interioridad, esta innata necesidad para expresar lo interno, de convocarlo a una infinita cómo inhóspita exterioridad automática es reprimido generalmente, pues es racionalizado como debilidad, y resulta hasta algo fuertemente despreciable (VATTIMO: 1990).

En estos medios donde el gran silencio de los sentimientos es acallado por una crueldad sin límites y una risa espasmódica que delata ceguera y negación del interno, detenerse a sufrir o a padecer las injusticias de lo real se convierte en un derecho de los que sólo sobrepasan sus dilemas diarios y no un espacio valorado por sí mismo. Inclemente es la despiadada lucha por el reconocimiento social y el acceso a sus recursos; y aún cuando nos esforzamos por traducir toda nuestra ennoblecida voluntad en algo coherente dentro de nosotros mismos, para realizar lo que sentimos, siempre queda la ingobernable sensación de que avanzamos incompletos a pedazos. Por ello la elección a medida que avanza el escepticismo y la soledad es anular el juicio y el pensar de la amistad, y llenar de violencia creativa todo nuestro inmediato entorno, ser un demonio de lo estético, un rústico encantador de serpientes para sólo devorar y transmitir amor, aunque se haya renunciado a amar realmente. Ahí donde la realidad nos arrebata nuestros sueños, o nos hace culminar en arrabales del fracaso y la incomprensión, el ser desposeído aplasta sus secretos más íntimos, y se trastoca en un animal sólo preparado para sobrevivir, e impregnar todo lo vital de un maquinal funcionalismo de los sentidos. Sólo el sentimiento que desconocemos y que pocas  personas se atreven a darle una expresión libertaria, pues tal empresa de escuchar al corazón es una aventura que encierra mucho dolor, consigue conservarse como un recuerdo del pasado, algo bonito, una estampilla guardada en los más enigmático de nuestro interior (ALBERONI: 2006).

Sólo sabemos al final de un recorrido de negaciones sistémicas y de inagotables tareas profesionales, que toda el gran esfuerzo libidinal cómo nos hemos desahogado y tal vez amado, todos aquellos caminos errados que seguimos para huir del dolor, de la soledad, no fueron sino ilusiones estúpidas para cubrir la enorme angustia que pudo haber significado no haber luchado por una felicidad auténtica. Haber predominado con astucia a pesar de todo, haber vivido con valor y desasosiego no bastaría para confrontar conscientemente el trauma final y solitario que supone morir. Todo aquel arrogante progreso en el que nos hemos embarcado, y del cual escapamos en la embriaguez de los sentidos en noches inolvidables, se revela al final de la existencia en una acumulación de recuerdos y jirones de pensamiento, donde sabemos ciertamente qué tan honestos fuimos con nuestro devenir, y qué tanto valor tuvimos al escuchar nuestro corazón y vivir de acuerdo a él.

La vida esta mal construida. Las formaciones en las que la encausamos, y en las que nos atrevemos a producirla, nos hablan de una dolorosa separación. Por un lado la alienación profesional, administrativa, que a veces confundimos con una virtual capacidad política para vivir. En ella residen todos los recorridos y fuerzas que habitan en la reacción, y que menosprecian, como descalifican la aventura de vivir. No obstante, anhelar ardientemente que su poder político o dinerario les abra los tesoros de los cuerpos, su instintivo envenenamiento político los expulsa de la simplicidad de una risa o de una inesperada locura sensorial, lo cual los empuja a querer reformar la vida, o con insensatez a desear cambiarla por injusta. A pesar que en las bases cotidianas las personas viven en una extraordinaria inmanencia carnavalezca, que ellos de modo conservador infravaloran, su orgullo o estatus profesional no es capaz de valorar el hecho de que actualmente vivimos el anuncio de una singular inteligencia de los sentidos (RORTY: 1991). El problema que esta insurgencia de nuevos valores inmateriales que se afincan en el goce desmesurado y en la ampliación de los sentidos esta revestida de una impresión negativa, por parte de un conservadurismo moral autoritario e hipócrita. Aquellos que quedan atrapados en esta visión chata y conservadora de la experiencia social viven un poder oficial completamente irrelevante, auspiciando una moralidad que se trasgrede de manera permanente, y sin contacto realmente con las insospechadas mutaciones que se suceden en la vida popular, incluso bloqueándolas con su monismo institucional.

En la otra vereda predomina de modo subterráneo una cultura clandestina que no conoce límites morales, y que en los últimos tiempos su sola expresión desata escandalosos comentarios públicos. Anegada de un narcisismo y desbordante festividad, esta cultura del deseo pleno rebosa las fronteras de lo hiperreal con las huidas alucinógenas y el fervor  corporal, que cobran singular eficacia ahí donde el individuo intenta escapar y recrearse de un mundo administrado. El asunto problemático es que esta soterrada animalidad sensorial desconoce toda regla moral, levantando su oficio orgiástico en contra de toda sentimentalidad y reflexión personal, inundando el socius nocturno de una lógica de la violencia descontrolada, apertrechada, no obstante, de una rutilante seducción y coquetería impactante.

Dividida la conciencia entre estos mundos que se oponen en el discurso oficial, toda biografía no halla más consuelo a la explotación y estrés administrativo que estallar en la multiplicación de estímulos, mezclándose arbitrariamente el tiempo del ocio y el tiempo de toda disciplina sistémica. La ira que imprime e nuestros ser la función lo desgarra la noche con todos sus elixires maquinales.

Técnica, cibercultura y valores.

Hasta aquí he examinado el devenir de una sensación de incertidumbre y vacío existencial que se apodera de nuestra civilización en las últimas décadas, a raíz del acelerado modernismo estructural que hemos vivido. Toca ahora enlazar este conjunto de análisis psicohistóricos que he delineado con la relación entre la intersubjetividad que nos ha constituido y el modo como se ha impregnado la razón técnica en nuestra formación social. La hipótesis de la que me valgo para inspeccionar este terreno es que la interpenetración de una racionalidad técnica ajena a nuestras solidaridades productivas nacionales ha ahondado la sensación de un desgobierno en la cultura sometida, acelerando en los últimos años a raíz del sensualismo  digital del internet y los impactos publicitarios de la sociedad de consumo un conjunto infinito de mutaciones socioculturales en el seno de la cultura popular, que develan una falta de soberanía y precariedad en la individualidad (MANRIQUE: 1997).
Como he desarrollado en análisis anteriores, las penetraciones técnicas y administrativas que se han ensayado en los escenarios de una cultura arcaica y plural, han concitado con el tiempo un fuerte quiebre silencioso entre la técnica y la cultura en el país, siendo nuestra formación social una receptora acrítica, primero, de todas la gigantescas contribuciones programadas de la sociedad industrial, y segundo en el contexto de la sociedad de la información, de las mutaciones digitales y psicosensoriales que ha producido la galaxia de la internet y de los medios de comunicación de segunda generación.

En el primer estadio de una cultura industrial del empuje histórico para unificar la cultura y el sistema productivo se generaron las siguientes mutaciones culturales:
1.      En cuanto a condiciones estructurales la movilización que había despertado los levantamientos campesinos, las presiones laborales de la migración en las ciudades, y el vibrante sindicalismo urbano habían empujado a las elites progresistas a generar un patrón de acumulación y a diversificar ciertas actividades industriales que contrajeran con una situación favorable de pleno empleo, la sensación de un desborde político revolucionario que se vivía hacia fines de los 60s.
2.      Por múltiples razones estructurales el bienestar de la política industrial dependía de la descentralización y creación de una estructura de trabajo profesional que no existía o era rala o anticuada.
3.      Además de lo anterior cierta independencia en la estabilización del modelo productivo dependía de la favorable correlación de fuerzas políticas, pero sobre todo de la génesis de una tecnología y ciencia aplicada propia que no existía o era muy elemental y atomizada. La autonomía en el ciclo de formación de la economía nacional exigía tener una supervisión científica de los sistemas de producción levantados a voluntad, pero necesitaba engarzar la ejecución de una técnica administrativa y tecnología con las disposiciones técnico-culturales del recurso humano existente. Como no hubo esta vinculación desde el inicio el humanismo recalcitrante de nuestra división social del trabajo impera en la construcción del conocimiento  científico, despotenciándose la creación de una tecnificación  calificada de nuestra mano de obra industrial.

4.      Y desde el inicio el apoyo legítimo a la industrialización populista descansaba en los parabienes que prodigaba la sociedad movilizada, que empata con la atmósfera urbanista que creo este patrón de acumulación, sin embargo, las alteraciones incómodas que produjo en la cultura emancipada de las relaciones feudales poco a poco imprimieron una sensación de extrañeza y vacuidad a la vida en la ciudad produciéndose un quiebre entre la cultura y el sistema productivo, que la devalúa y la encierra en su carácter de enclave y de experiencia costosa desconectada de las mutaciones migrantes de la cultura popular informal.

Este primer síntoma de un desencuentro afectivo entre la cultura desbordada y la naturaleza de isla de una industrialización poco eficiente y centralista, arrojaron a la sociedad organizada a tratar de hallar el equilibrio perdido con el estallido de una opción socialista. No obstante, tal apuesta significaba recobrar la religión extraviada en la política radical, con lo cual se desbarató la poca legitimidad del tibio desarrollismo, desmantelando las tímidas disposiciones tecnoculturales que se experimentaban en el seno de los sistemas fabriles y entregando a las energías científicas a un humanismo retrógrado que valora la consigna y la especulación proselitista. La ausencia de un pensamiento del desarrollo adaptado a nuestras urgencias nacionales, limitó la necesaria desactivación de la cultura barroca y colonial de nuestras energías intelectuales, dando paso al despliegue de una construcción social de la ciencia que bloquea o desincentiva la invención científica; deficiencia que alimenta adrede la consolidación de un funcionario público pobremente preparado para gerenciar e innovar buenas decisiones en el porvenir de la administración política del patrón de desarrollo..

Desde que nuestra cultura teórica, administrativa y científico-técnica viven atrapadas de un pensamiento poco atento a las revoluciones profesionales, se entrega la conducción del territorio a una desorganización institucional terrible, donde el sostén de las relaciones sociales de producción a una economía política poco orgánica y concentrada resulta un muro de atraso y burocratismo que alimenta la corrupción y la ineficiencia funcional. El modo histórico como la cultura feudal se ha reproducido perversamente en la lógica de la planificación de nuestro desarticulado organismo nacional ha posibilitado la obstrucción y desaparición natural de un adecuado reordenamiento de nuestra estructura productiva, lo cual conlleva a la camisa de fuerza sistémica que vivimos actualmente, donde la misma sociedad preservista vampiriza y fragmenta más  a la nación, y  convierte en lógica absoluta de secularización el desangramiento institucional del orden social.

En un segundo momento de fuerte descomposición del edificio industrial que postulo el populismo se ingresa a un período donde la modernización adquiere un rostro puramente del emprendedurismo individual. Desmantelada la economía política que servía de base o fundamento de una reconstrucción nacional y de la legítima conformación del ciudadano asalariado, se apertura un  escenario donde el sólo esfuerzo del sujeto empresario, informado de las relaciones de mercado, es la regla que define una modernización sin grandes órdenes sociales.

Frente a esta realidad desarticulada, donde lo único secular y racional reside en el esfuerzo organizado de las individualidades conectadas, los avances técnicos no resultan productos organizados de acuerdo a una atenta lectura de las configuraciones culturales en curso, sino transformaciones tecnológicas cuya incidencia no compromete una cultura científica netamente atrofiada y colonizada. A pesar que en los últimos tiempos a raíz de una seria adaptación de la cultura popular a las normas competitivas de la acumulación privada se ha conseguido edificar en  red una cierta base rudimentaria, que recoge en mucho las experimentaciones de una cultura artesanal, como son los microespacios de talleres del sector informal, y ciertos agregados técnico-administrativos de la ciudad moderna, podemos sostener, como hipótesis de trabajo, que estas mutaciones económicas no cuentan con una tecnología aplicada, producto de una estrategia planificada de crecimiento. Ahí donde en la base de las economías populares no se depositan disposiciones de acumulación técnico-administrativo, sino una economía que produce insumos sin mayor valor agregado, debido a la simpleza en que vive la organización del trabajo microempresarial, se produce una resistencia cultural para dar saltos cualitativos en el ciclo de formación de las economías populares.

A causa de esta tendencia formativa a no producirse culturalmente complejizaciones en la estructura productiva, se hace predominante como muro que bloquea cognoscitivamente el desarrollo posible de una cultura industrial, el impacto o asimilación acrítica de las tecnologías de la información y de la cibercultura. Los conjeturo con esta tesis: el agotamiento repentino de una cultura industrial que hubiera sido la base progresista para la constitución ordenada de un organismo social, ha predispuesto al tejido social a una recepción consumista y despersonalizada de la cultura digital, lo cual fragmenta más todo socius colectivo, pues las relaciones sociales estimuladas por la infección cualitativa de toda cultura en red tienden a ser devoradas con toda la construcción del yo interior del ciberespacio, poniendo en paréntesis perpetuo la formación de la personalidad y volviendo los espacios sociales concretos en medios invadidos por una violencia irracional y por una atomización de las relaciones sociales (MATTELART: 2009).

Aunque el análisis de las condiciones culturales, de cómo arraiga la tecnocultura de la información sería materia de un estudio más acucioso, puedo rastrear algunas conclusiones culturales, que ayudarían a no ver tal predominio de la cultura del espectáculo, y sobre todo del internet, como sino tuviera conexión con las condiciones materiales y organizativas que modifico severamente:

1.      En primera instancia, la desorganización de la sociedad a raíz del colapso del sistema social populista ha hallado en la cultura individualista que aprovisiona la mass media la lógica cultural y psíquica perfecta que legitima la fragmentación de la estructura productiva en diversas e infinitas unidades microempresariales  a veces conectadas de modo orgánico. Este caos productivo de cómo ha ingresado en la conformación de la economía la pastoral del individuo, es el fundamento sociocultural que ha hecho posible el crecimiento inconmensurable del sector servicios, que satisface todas las nuevas expectativas que la sociedad de consumo ha despertado.

2.      En relación a lo anterior, esta fuerte culturización de la economía social, ha proporcionado a las categorías populares de nuevos cimientos reticulares donde reposan las insospechadas mutaciones intersubjetivas del mundo popular de los últimos tiempos. No obstante, esta desviación de las energías productivas a tratar de organizar en mercados de bienes y servicios, que satisfaga, y por lo tanto, neutralice con el consumo las fuerzas socioculturales que esta despertando la creatividad juvenil y el universo postmoderno, ha hecho que esta economía de servicios, cuya cúspide es la erotización que produce la informática, sirva como un muro estructural que no permite la evolución soberana de una formación industrial. La inhibición sociocultural de la economía sólida, de la que habla Bauman, favorece el aislamiento de la economía minera y agroexportadora, no pudiéndose dirigir las energías laborales, la acumulación privada en ciernes que despiertan estos sectores, hacia la reconstrucción orgánica de los mercados internos regionales, lo cual a la larga asegura la penetración de los intereses extractivos, y el no control social y democrático de nuestros proyectos económicos.

3.      Al haberse disuelto el control nacional de la economía interna, y al haberse causado, por lo tanto, un sector económico directamente creado para contraer todas las expectativas de realización que despierta la modernización del hiperconsumo, se produce un diseño organizativo de la sociedad completamente destructivo de las relaciones sociales. En el seno de esta organización opuesta a la vida, y cuyo montaje de servicios, comercio e infraestructura materiales sirve para modelar, vigilar e inhibir toda alternativa constructiva al orden existente, reside una personalidad atrofiada y bombardeada por las señales autoritarias y pulsionales del mundo técnico; una subjetividad que experimenta en su interior el profundo desconocimiento de sus potencias vitales, incapaz por lo tanto, de impedir el terrible empequeñecimiento, miseria e inmadurez que produce la expansión sobredimensionada de la técnica postmoderna.

4.      Y por última, expuesta la sociedad a su desmantelamiento progresivo, en donde la vivencia de los lazos sociales, resulta una cohesión efímera y desocializante, se ingresa a una vida enajenada o cínica que acepta resignadamente la pulverización de loa vínculos sociales. Es el inmediato rechazo de esta atmósfera vaciada de sentido, mediante la violencia o el desarraigo de la felicidad embriagadora y la seducción, lo que hace  al individuo a ser engullido por la galaxia del internet, donde el fluir de las comunicaciones guardan, una personalidad desesperada por sentir y ser comprendida, una psicología que acepta la soledad y la despersonalización de la técnica apelando a las prótesis placenteras y esquizoides del mundo digital. Cuando los valores que no hayan realización en la realidad fáctica son fagocitados por la escandalosa ideologización digital de las interacciones sociales, se provoca un sujeto antropológico cuya autocultura tiende a la desaparición y a la instrumentalización descarada de las secretos vitales; una nueva antropología de la desorganización de los sistemas psíquicos que hace de los sentimientos y de todas las creencias un mero entorno de reproducción de la sociedad capitalista. En el internet todo es posible, en la realidad casi nada lo es.

Conclusiones.

Hemos sostenido en este ensayo preparatorio de un estudio más complejo  a cerca de las consecuencias de la adopción de la experiencia moderna, que el modo acrítico y voluntarista como se ejecutó en nuestra cultura la modernización no consiguió el resultado deseado por sus planificadores. En vez que el formato de la cultura secular y sus reformas sociales lograran construir una nación orgánica y moderna, cuyo contenido ontológico era el rencuentro democrático de un universo pluricultural, se produjo la licuación peligrosa de todos los órdenes vitales de la cultura peruana, exponiendo  a la vida a una modernización que no significa más una protección sana para el despliegue de su identidad, sino un mecanismo perverso que arroja al individuo a una completa incertidumbre y pérdida de toda creencia real. El nihilismo que actualmente experimenta la vida social ha hecho imposible todo replanteamiento de un espíritu colectivo, provocando a su vez una sensación amarga de una inconmensurable soledad y carencia de sentido.

Ahí donde el enfoque original de la modernidad dotaba a la vida del ciudadano peruano de verdades consagradas que involucran  al grueso de la población movilizada, y cuyas referencias maestras cobijaban una protección pública para el crecimiento y realización del ciudadano individual, transitamos a una sistemática destrucción hipermoderna de todas las grandes ideas-fuerza que nos orientaban a vivir mancomunadamente. Como es lógico la introyección en el caleidoscopio de nuestras culturas plurinacionales de un cascarón individualizante, del “sálvese quien pueda” ha prometido sopesar esta brusca desaparición de la sociedad ordenada, pero el costo gravísimo ha sido que las relaciones sociales, incluso las más íntimas hayan quedado desguarnecidas ente el poder discriminador de la razón capitalista. Esta sensación de desgobierno y de la obligación de sobrevivir, a pesar de todo, en un medio lleno de violencia y hostilidad ha hecho que la tentación de ser  moderno haya quedado reservada en los sueños del exitismo y del esfuerzo empresarial; si embargo, tal camino a medida que se asimila y acepta la enfermedad de un sistema despedazado y desangrante, va restándole a la subjetividad de acertadas condiciones para vivir de modo realizado y estable.

Tal vez el problema principal que planteo en estas anotaciones finales es que la implosión política de nuestro organismo social, y la decisión consentida de nuestras conciencias ordinarias de desbaratarlo y manipularlo a favor de nuestra mezquindad particular, es parte de un proyecto político psíquico para rendir a la sociedad ante las fuerzas destructivas del mercado. Ya los cambios operados en el tejido social, y los cambios ontológicos que significa ser engullido por las junglas del mundo digital, nos hablan a ciencia cierta, de la imposibilidad para replantear la necesidad de reconstruir a la nación. No obstante, sostengo con toda la energía de una conciencia que no acepta el diagnóstico de vivir como destino concluyente el mundo postmoderno, que es imprescindible retomar proyectos comunes para escapar a la desolación de un mundo administrado y vaciado de sentido. Pues lo pronostico seguir aceptando hacer de nuestra vida singular una consentida destrucción de los vínculos internos y de todas las oportunidades vitales que significa el milagro de existir, no conduce sino a negar nuestra total felicidad, y caer dolorosamente en las garras de un nihilismo gélido y violento que nos anula. El mundo es infinito y múltiple. Todo es precario y efímero, pero eso no quiere decir venir a morir mucho antes de haberse atrevido a vivir la fugacidad de este instante majestuoso que es respirar y reír con alegría. Ante la absurdidad del universo se enfrenta la decisión de crear y soñar a pesar de todo.

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[1] El autor de este ensayo es sociólogo de UNMSM, con maestría de estudios políticos en el Postgrado de CCSS de UNMSM, ganador de Becas de investigación de CLACSO, ILPES-CEPAL, ensayista en diversas revistas como Socialismo y participación, Yuyaykusum, Polémica, Revista de Investigaciones sociales. Redactor de artículos en el diario la Primera (en el año 2010) Director académico del Programa de estudios culturales. Consultor social en temas socioambientales y de resolución de conflictos en temas mineros y de hidrocarburos. Especialista en temas de niñez, adolescencia, familia, adultos mayores, desarrollo comunitario
[2] Este argumento rebate la tradicional concepción antropológica de Heidegger del hombre como un ser arrojado que inventa la cultura y la religión, por miedo a la nada, y al “silencio eterno de los espacios infinitos” como arguye Leibniz.
[3] Esta forma de razonamiento que desplego hacia delante de que todos los diseños organizativos de estado y de conformación de la economía han negado nuestro origen mítico lo he sacado de mis lecturas de Nietzsche y el sentido trágico de la vida de Unamuno…
[4] Desarrollo estos argumentos en la línea de las contribuciones sociales de Boaventura Dos Santos.
[5] Estos argumentos en la línea de Strauss Leo, de su libro Progreso o retorno
[6] Lo que se urge es una apreciación estructural de los orígenes de la violencia política, en términos  culturales y sociales, en la línea de Gino Germani

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