Insurgencia y traición a la cultura en el Perú contemporáneo.
Resumen:
Se hace un recorrido social
de las situaciones históricas en donde se ha bloqueado toda democratización de
las fuerzas subalternas y se lanza la conjetura
de que la violencia y la naturaleza autoritaria de nuestra cultura es un
resultado del los desencuentros y de las promesas culturales que las políticas
de desarrollo modernizante han obturado sobre la materialidad y sensibilidad de
los procesos históricos. En síntesis hoy en día el desarrollo reflexivo y
anárquico que padece nuestra civilización produce rivalidad y un resentimiento
estructural que pone en paréntesis perpetuo las expectativas de la complejidad
cultural.
Abstract:
There is a social
tour of historical situations where democratization has blocked all subordinate
forces and launched the assumption that violence and the authoritarian nature
of our culture is a result of the misunderstandings and cultural policy
promises modernizing development have blocked on the materiality and
sensitivity of the historical process. Today In short reflective and anarchic
development that our civilization have produced structural rivalry and
resentment that perpetually places in parentheses expectations of cultural
complexity.
Palabras claves.
Violencia, modernización, desarrollo, cultura,
autoritarismo, resentimiento cultural, globalización.
Violencia y catástrofe cosmológica:
La colisión cultural que
representó el encuentro entre el Incanato y la invasión española generó una
asimetría ontológica entre la cultura subyugada y la dominación española que se
tradujo en la construcción de un edificio colonial sumamente discriminador de
las culturas aborígenes del pasado Tahuantinsuyo[1].
A pesar que la inserción hegemónica de la administración española fue el fiel
reflejo de las alianzas y acuerdos a los que tuvo que llegar con las culturas
subordinadas del Incanato para derrotarlo, la configuración sedentaria de la
colonia limitó dichas confabulaciones a una convivencia civilizatoria
francamente desigual y en perjuicio de
la diversidad del desaparecido Incanato. A medida que las jerarquías
colonizadoras absorbían y se afincaban en las entrañas de las instituciones
indígenas iban desdibujándose las diferencias étnicas y cosmológicas que la
administración incaica había conservado, reduciendo todas las imágenes y
representaciones étnicas a un estrecho y
vulgar concepto cultural de “indio”[2].
Si bien la coexistencia
desigual entre ambas culturas permitió la preservación de las élites curacales
de las culturas dominadas, lo cierto es que tal conservación institucional era
para mantener la comunicación y la canalización de los intereses explotadores
hacia la masa indígena indiferenciada. La violencia del reduccionismo colonial
permitió un acceso segmentado y limitado a las castas oligárquicas de la
cultura oficial en cierta medida para acallar las ambiciones políticas de los
curacazgos que buscaron a lo largo de la colonia deshacerse del domino español
sin perder las prerrogativas políticas e ideológicas sobre la masa indígena. El
incremento del sojuzgamiento y de la explotación servil en el sistema
productivo colonial fue desestimando los brotes de insurgencia de la población
indígena en parte porque el desahogo religioso de las elites curacales le
permitió conservar sus cultos y creencias tradicionales, y en parte porque la
destrucción de imperio incaico fue concebida como una catástrofe cosmológica
interpretada teológicamente desde la cosmovisión andina[3].
La violencia que soporto la
sociedad andina de la superestructura colonial, que interfirió su plena
síntesis cultural relegó el proceso de conformación de las identidades
dominadas hacia los márgenes del principio de realidad impuesto, constituyendo
un patrón de poder en activo sometimiento de las características fragmentadas
de la civilización andina. Aún cuando la realidad colonial persiguió la
adoración de idolatrías como una manera de barrer con las creencias y
representaciones religiosas que se le oponían su aculturación desarrolló una
convivencia hipócrita con las potencialidades míticas del mundo andino, como un
modo de aprovecharse y dejar intactas las destrezas milenarias de la sociedad andina.
El orden colonial expresó con su dominación semi-disciplinaria el propósito de
incrustar una constelación del poder mecanicista y unilateral que sólo
succionaba el plusvalor material de estas tierras, por lo que dejó conservadas
en los reduccionismos racistas y discriminador de su política de coexistencia,
la naturaleza arcaica de un espíritu avasallado[4].
Es la astucia sincrética de las culturas dominadas unida a la flexibilización que desarrollaron para dar
legitimidad al régimen feudal lo que dio validez a un régimen de poder colonial
que basó su acomodamiento ideológico en el constante rechazo de las
hibridaciones y mestizajes culturales, que se suscitaron en las entrañas de la
sociedad colonial, por vía de la seducción
individualizadora de su lógica
cultural, que sirvió como un código de cautiverio criollo que deshizo la unidad
política de las culturas dominadas[5].
A medida que la dominación
real sintonizaba con la adaptación acriollada de las múltiples identidades que
ambicionaban el reconocimiento noble de la corona española, se fue incubando en
las profundidades del orden aparente una violencia física y simbólica de
enormes proporciones, violencia sólo contenida por los gigantescos esfuerzos de
dar una inclusión subordinada a la masa indígena. Si bien existió una
inscripción progresiva de los mestizajes y de las elites indígenas a las
coordenadas variopintas de la estructura colonial, la discriminación asolapada
y la cruenta rigidez del sistema colonial eran de tanta contundencia
biopolítica que disciplinaban agresivamente las conciencias y cuerpos de los
explotados. En el seno de un sistema feudal anacrónico y que se enquistaba
ideológicamente en la seducción del tradicionalismo barroco-estético surgió
unas mentalidad plebeya y política lo suficientemente débil y humana para
desear secretamente las ventajas socioculturales del estatus oficial, pero con
las necesarias agallas para deshacerse de la herencia colonial que los
aplastaba y explotaba, en la medida que la misión evangélica no podía vulnerar
el odio a nuestra raza y cultura[6].
El orden colonial y su
orgullosa alianza con el evangelismo cristiano deshizo la unidad precaria que
había alcanzado el Tahuantinsuyo al precio de verse invadido por el desborde
cultural de las identidades subalternas, que vigentes en la informalidad del
sincretismo religioso y en los bordes de la explotación económica, lograron
desarrollar prácticas legítimas de resistencia cultural que enriquecieron el
desperdicio ontológico del edificio colonial. La agresividad psicológica del
orden colonial, no obstante, haber depredado el patrimonio socioeconómico de la
cultura andina, recibió la reacción deconstructiva de las heterogeneidades
oprimidas que buscaron, a partir de las hibridaciones y tolerancia ilustrada
que desarrolló la colonia hacia el fin de su existencia, una forma dialógica de
apropiarse el discurso criollo de la cultura oficial. Es a medida que la
sociedad colonial recibía el influjo estremecedor de las nuevas ideologías que
su naturaleza autárquica y cerrada se fue abriendo a las influencias
racionalistas y cientistas de la ilustración francesa, como una manera de
originar en la rigidez de la estructura de castas una renovación institucional
y más en interacción con las vanguardias intelectuales y económicas del
eurocentrismo. Pero tal apertura ideológica sólo removió superficialmente la
estratificación feudal, pues el conservadurismo monárquico del régimen colonial
aunado a la sumisión autoritaria de la población andina favoreció la adicción a la tradición colonial que se mantuvo intacta
a pesar de la insurgencia de las ideas ilustradas[7].
En suma: la sincronización
material y simbólica entre la sociedad andina y las garras regresivas del orden
feudal colonial otorgó a la cultura oficial una fortaleza inmarcesible que pudo
soportar los embates transformadores de la revolución burguesa, que se fue
difuminando a medida que los procesos de
atomización regional no calaban en la petrificada formación socio-feudal de la
colonia. Gran parte de la victoria que supuso la reinstauración de la ideología
conservadora reposo en que la ilustración no llegó impregnada a estas tierras
de un espíritu propiamente nacional, sino que inspiro lecturas sesgadas de un
exhibicionismo modélico que sólo fue capaz de movilizar la conciencia de cierto
sector ilustrado de los criollos independentistas. De algún modo el
racionalismo revolucionario sirvió a los afanes separatistas de la clase
criolla, pero no para introducir un espíritu propiamente republicano que sacara
del atraso feudal a las categorías subordinadas – golpeadas por un modo de
producción atrasado y extractivo- sino para fundar un modelo político de
dominación que sólo favoreció a ciertas élites criollas que hundieron en la
fragmentación rural a las clases populares que fueron movilizadas por la gesta
emancipatoria[8].
La violencia colonial que había guardado un
lugar de cierta convivencia hipócrita con los discursos dominados se trastocó
con la hegemonía criolla subsiguiente en la dureza refeudalizante del campo y
del modo de producción. Un país cuyo movimiento ilustrado sólo sirvió para
adornar algunas conciencias intelectuales de un republicanismo iluso y
antidemocrático, siguió viviendo bajo el oscurantismo ideológico de lo
tradicional y arcaico en cuyo centro la esperanza de una redención indígena se
convirtió en un deseo de venganza irracional y milenarista, acorde con la
explotación y la excesiva sumisión y dependencia del campo frente a la ciudad
aristocrática[9].
La agresividad de un contrato de cascarón en medio de un fondo retrógrado y
barbárico no fue suficiente canal ciudadano como para enfrentar la calamitosa
persistencia de una estructura feudal que sólo beneficiaba a una aristocracia
civilista parasitaria, que logró contener toda la utopía revolucionaria que
había despertado la ideología ilustrada.
Ilustración y
violencia:
El cocinado cambio de
administración criolla por el de la península, como sabemos, no involucró un
cambio de paradigma político, menos económico[10].
En gran parte las desavenencias con la madre patria reposaban en la falta de
reconocimiento cultural que padecían los criollos acaudalados y los mestizos en
una sociedad jerárquica donde el indígena al ser derrotado, fue desplazado por
los intereses criollos que se auto-atribuyeron los discursos de fundación del
nacionalismo periférico a partir de la ideologización política que supuso las
luchas por la independencia. En vez que las luchas populares maduraran en un
proyecto subalterno de nación que incluyera la unidad de los pueblos internos,
el nacionalismo criollo arraigó solamente en el sector ilustrado y pudiente de
la sociedad colonial, por lo cual las rebeliones en curso y los cambios que se
operaron en el diseño político no alteraron la estructura de castas, ni el modo
legítimo como se reproducía la sociedad peruana, que al refeudalizarse ejerció
una violencia y opresión indescriptible sobre las categorías populares serviles
que ayudaron a la gesta independentista, curiosamente[11].
La derrota de las
rebeliones indígenas, anteriores al fortalecimiento de los intereses criollos,
permitió el descabezamiento de las elites curacales, lo que provocó que las
luchas por la emancipación social se vincularan a la dirección de las clases
criollas ilustradas y a la fuerza de sectores intermedios como los mestizos y
caciques ilustrados, que al conseguir la independencia de España reprodujeron
una estructura feudal más represiva y más injusta que la convivencia
civilizatoria colonial. El desgaste del milenarismo andino que en cierto
momento de la sublevación alcanzó el presentimiento de que las categorías
ruarles oprimidas alterarían todo tipo de rezagos coloniales y códigos de la
dominación, fue disuelto con el concurso de los criollos y mestizos disidentes,
pues el sólo hecho de que el levantamiento indígena hubiera llegado al poder
hubiera significado el desarrollo de una nación democrática y subalterna,
inconciliable con los intereses aristocráticos de la clase criolla y mestiza.
Mas allá de que la ideología nacionalista fue usada para movilizar a las
naciones colonizadas, en realidad sólo fue un vehículo ideológico en manos de
los intereses de la ascendiente clase criolla, que fundó una república
igualitaria y soberana sólo en el discurso, en un discurso que animaría el
exhibicionismo de las discusiones entre liberales y conservadores, y que
montaría una republiqueta acriollada sobre el fondo desigual de lo estamental y
feudalizado. El contrato republicano que civilizó sólo aquellas que serían
considerados clases oligárquicas en realidad dejo fuera de juego a los sectores
populares que dicha propuesta no podía ni quería civilizar; la excepción que
hicieron con el Perú real fue la excusa perfecta para justificar el atraso del
desarrollo político y económico, la otredad de la barbarie que decían debía ser
domesticada y aplastada por condenar al país a la desunión y división social[12].
De esta temprana
incapacidad para asimilar democráticamente a las masas excluidas surgiría un
debate iconoclasta entre liberales y conservadores a cerca del problema del
indio y de su posible inclusión al ejercicio de una ciudadanía funcional con los
intereses de la versada república. Si bien las concepciones de la diferencia
antropológica del indígena eran escépticas en el punto esencial de coexistir
culturalmente con grupos literalmente considerados inferiores y un lastre para
la nación, lo cierto es que el humanitarismo criollo depositó en el proyecto de
inserción educativa, elaborado tras casi un siglo de discusión, las esperanzas
de resolver políticamente la fragmentación sociocultural de la república
peruana. Conforme la unilateralidad del proyecto educativo oficial colisionaba
negativamente con la heterogeneidad étnica de la nación embrionaria se
constataban las reticencias discriminadoras al discurso oligárquico, que no
llegaba a comprender que el problema de la inclusión del indio no consistía en
adoctrinarlo pedagógicamente para que pensara de modo ciudadano, sino en que
debía cambiarse su injusta posición en la atrasada y anacrónica estructura
productiva que lo explotaba y lo confinaba al último lugar de la escala social[13].
En tanto el acriollamiento
que proponía el orden aristocrático de Lima no atinaba en el real problema de
transformación de la estructura social y económica sus buenas intenciones de
inculcar educación y valores ciudadanos funcionaban como una domesticación
salvaje de las identidades, no reconociendo más que de modo despreciativo la
naturaleza ritualizada de la vida rural y ejerciendo violencia al núcleo plural
y descentralizado de la cultura popular peruana. A pesar que tal
adoctrinamiento significaba decirle a la vida rural que abandonara y destruyera
sus ancestrales saberes subalternos, este fue promovido de un modo
inescrupuloso e ideologizado como la única estrategia para unificar
políticamente la enorme heterogeneidad y diversidad estructural que era el
motivo supuestamente del atraso nacional.
En ciernes, el
reduccionismo educativo que consistía en una igualación cultural sobre el fondo
de una formación socio-histórica feudal, chocaba negativamente con la rica
variedad de las culturas populares ejerciendo violencia simbólica
homogeneizante y prejuiciosa de los valores culturales, por lo que se mantenía
la solidez y monotonía de un régimen de producción que reproducía una cultura
tradicionalista y francamente petrificada. Lo valores educativos modernos si
bien eran contenidos por el carácter latifundista y hacendatario de la
estructura tradicional supusieron un avance intercultural de enorme importancia
que buscaba desactivar las estructuras coloniales del patrón de poder oligarca
y gamonalista, pero sin querer reconocer que
la misma génesis simbólica de la
estratificación hegemónica no
deseaba sino perpetuar el cáncer de una
cultura desigual e inhumana. El proyecto educativo noblemente dirigido
difundió valores de la clase dominante al amparo de una estructura social que
impedía la reproducción sostenida de dicha cultura, pues las asfixiantes
asimetrías de la violencia cultural que promovían los discursos oficiales
impedían todo intento de movilidad social
alternativa a los estilos refinados de los sectores oligarcas, y relegaban toda
lucha por alterar un edificio social injusto a la represión del racismo y la
discriminación étnica. Sólo la mecánica de la dominación – de la que habla
Julio Cotler[14]-
admitía la inscripción subordinada de segmentos de las clases sometidas en la
medida que asimilaran por vía del proyecto educativo, el carácter plástico y
acriollado de la violencia criolla, desconociendo de este modo el carácter
originario de las matrices étnicas y adaptándose a un patrón cultural de
dominación que sólo rechaza todo lo que venga del pueblo[15].
Esta canalización
segmentada de contingentes reducidos de las clases populares cumplía el
propósito de dar legitimidad al rostro de un sistema político cerrado y
antidemocrático. En sí, a pesar de los enormes cambios del horizonte cultural
de mediados del s XX hacia delante la solidez de la estructura feudal y del
dominio oligarca se mantuvieron intactos, no obstante, haberse producido
movimientos campesinos, crecimientos sindicales y movimientos urbano-populares,
migraciones y democratizaciones en curso que habían obligado operar cambios
drásticos en el rostro de las sociedades nacionales. La violencia disciplinaria
a la que se vio obligado a apelar los gobiernos elitistas, evidenció el rezago
de una gobernabilidad autoritaria y unilateral en manos de la clase criolla que
sólo bloqueó el desarrollo de las democratizaciones populistas porque
entorpecían la estabilidad de su poder económico[16].
Mientras el movimiento de las relaciones sociales y culturales demandaba la
configuración de una renovada estructura moderna, el comportamiento represivo
de la oligarquía y de las aristocracias feudales demostraba el dominio de un
discurso monocultural enmohecido que sólo perseguía cierta diversificación
productiva en la medida que se preservara el carácter antimoderno de los
enclaves económicos del campo y la ciudad.
A pesar de lo estricto que
fue el régimen tradicional para contener la fuerza de los nuevos sectores, no
pudieron impedir la reapropiación y redefinición de las instituciones feudales
en clave progresista; en especial el sistema educativo que luego de enrostrarle
su condición subordinada provocó en las
estructuras culturales un mandato generacional de progreso y revolución social
que fue desplazando el mito de Inkarri de la venganza milenarista por un
discurso de modernización e inclusión educativa que minaría las bases oligarcas
de la tradición[17].
Aún cuando las evasiones elitistas insistían en la pervivencia de una jerarquía
feudal, ya se habían producido un conjunto de mutaciones socioculturales que
arrojaron a la subalternidad en los brazos de la dialéctica de la modernidad,
debido a la promesa de una democracia popular y de ancha base que transformaría
radicalmente el rostro de los espacios feudalizados. No es para nadie un
secreto, pero estoy en lo correcto cuando afirmo que la evaporación desordenada
y explosiva de la tradición en término culturales, sin antes haberse producido
una economía política que estabilizara las
hibridaciones del tejido sociocultural y diera una economía base a dicha
culturización arrojó a las mentalidades populares a las garras de la
certidumbre dogmática y de la violencia revolucionaria, como aquel mito
fundacional de sentido que daría seguridad cultural, ahí donde la tradición
cultural se había hecho añicos.
Modernización autoritaria y revolución.
Digámoslo así, el
socavamiento de la estructura
tradicional y de sus sistemas sólidos de significados eran las premisas
necesarias para movilizar a las poblaciones oprimidas en contra de una
gramática obsoleta y monocultural de la dominación que bloqueaba el desarrollo
de una estructura racional e industrial[18].
Ahí donde las culturas orales del campo y la ciudad resistían aferradas en las
corazas de un mundo antiguo que se hacia pedazos, la ideología seductora de los
medios de comunicación predigitales auspiciaban la integración nacional-popular,
como aquel cambio revolucionario que ofrecería reconciliación y bienestar
económico y cultural para las categorías subalternas. Para destruir las bases
productivas del antiguo poder aristocrático el discurso desarrollista tuvo que
desactivar los enclaves sociales de la dominación, liberando la mano de obra, y
dirigirla hacia los acantonamientos proletarios de la autoritaria y acelerada
industrialización periférica, con el objetivo de construir un principio de
ciudadanía igualitario basado en una justa redistribución de la riqueza social[19].
Parapetar una sociedad
moderna representaba un enorme esfuerzo para las clases progresistas, ya que al
no haber ya configurada cierta base
económica y tecnológica que aprovechar y que promover políticamente se tuvo que
apelar a un voluntarismo fáctico y proselitista para cambiar aceleradamente la
estructura productiva en la dirección del desarrollo social. No obstante,
haberse producido mutaciones colectivas de creciente importancia en el
escenario cultural del país – que hablaba a las claras de una evolución
espontánea de la estructura social- la verdad es que tal movilización
contestataria no era suficientemente relevante como para alterar
progresistamente la naturaleza reacia de un poder tradicional que gozaba de
buena salud, a pesar de las críticas justificadas y la pérdida de legitimidad
ciudadana. A pesar que en la evolución histórica la república aristocrática
dotó al país de una clase dirigente plutocrática que no supo más que
diversificarse en la estructura económica de modo esporádico, lo cierto es que
el concurso de una clase política vetusta y anticuada que levantó al país luego
de la derrota en la Guerra del Pacífico, se fue desvaneciendo cuando esta clase
dirigente no quiso hacer reformas sustanciales y democráticas en la estructura
social que cambiaba por la presión de
las luchas de liberación nacional y la ideología desarrollista hacia el
aplacamiento de todo rezago o división social que implicara origen o estatus
idiosincrásico[20].
Cuando la convulsión
sobredimensionada de los cambios revolucionarios deshizo progresivamente la
estructura feudal, aún cuando las categorías populares dependían de la sumisión
que demostraban ante las clases dominantes se fue evidenciando una escisión
ontológica con respecto al apoyo que alcanzaba el paradigma desarrollista. En
la efervescencia sobreideologizada de las grandes mutaciones estructurales que
se suscitaron en la cultura peruana, se provocó una separación cultural entre
un sector reformista y otro revolucionario. Mientras el primero percibió que
una sociedad movilizada no otorgaba las garantías del caso para producir una
reestructuración saludable de la economía, en la línea de un Estado populista,
otro sector animado por la legitimidad democratizadora de los movimientos
populares pronosticó que las luchas sociales no madurarían en cambios justos y
saludables para las clases oprimidas en tanto el país no experimentara el
radical paso de constituir una república socialista al estilo cubano. Como se
vera, la sensatez de las reformas desarrollistas sólo perseguían construir un
Estado capitalista que respondiera a las crecientes demandas materiales, a
través de una dirección planificada e industrializante que estableciera una
economía de guerra que soportara el embate reivindicacionista: esta fue la
opción que abrazo el gobierno militar Velazquista, que si bien tuvo un carácter
progresista no percibió que la modernización autoritaria que edificó para las
clases populares no recibiría el complemento de una cultura nacional,
claramente fragmentada y sumergida en conflictos de naturaleza étnica[21].
En tanto el otro sector más
radical no vio que su responsabilidad utópica no era más que el desastre de una
lectura de consigna inapropiada para las características socio-periféricas de
la formación social peruana que no se
decidió a transitar hacia un racionalismo escribal que desconociera las
profundidades sagradas de las culturas orales. El revanchismo que supuso la
visión dogmática del marxismo-leninismo-maoísmo no quiso ver que si la cultura
popular se precipitó por la decisión de apoyar su causa combativa y de
vanguardia fue porque en determinado momento la interpretación marxista del
mundo significó para las clases oprimidas un discurso de modernidad y de
desarrollo cultural más allá de los tintes doctrinarios del mismo discurso
negativo. En otra palabras, el mensaje de redención que prometió el marxismo
funcionó como un culto fundamentalista que ocupo el lugar dejado por una
tradición transmutada y redefinida por el lenguaje seductor de los medios de
comunicación de primera generación[22].
De forma general, el
agotamiento del paradigma desarrollista que ponía en el ojo de la tormenta el
carácter cada vez más ingobernable de las sociedades populares cooptaría de un
modo brusco la naturaleza esperanzadora del mensaje moderno para transitar
hacia el estadio irreconocible e imprevisible de la culturización de la
estructura productiva de un capitalismo informacional y del conocimiento.
Quiero decirlo con palabras entendibles, pero creo que la interferencia
ontológica de la metafísica desarrollista, por obra de las dictaduras disciplinarias,
no buscaba crear un clima de gobernabilidad que garantizara el crecimiento de
la estructura industrial, sino realmente detener y ahogar en la persecución la
naturaleza revolucionaria y desgarradora del discurso socialista peruano, que
comandaba el romanticismo y la juventud verdadera de las clases populares. El
haber redirigido de un modo renovado la promesa republicana hacia la
construcción de una sociedad sin clases y reconciliada con las urgencias de la
clase trabajadora era el discurso que se contuvo con la llegada de las
dictaduras y de las estructuras institucionales de la democracia burguesa. Al
redefinirse de una manera violenta la relación entre el Estado y la sociedad
para darle mayor vitalidad al protagonismo individual de los liderazgos empresariales
y economicistas no se consideró lo difícil que supuso para las culturas
subalternas acondicionarse a una artificialidad ideológica que cancelaba de
plano las voluptuosas utopías colectivas de la modernidad sólida[23].
De ahí que se comprenda que el inicio de la ruptura secular con las tradiciones
populistas de la izquierda radical deviniera en una “insecularidad”[24]
y regresión ideológica de grandes proporciones que fueron excluidas y se
autoexcluyeron de las falsedades genéricas del proceso de personalización
nominalista, de la que habla Lipovetsky[25].
Lo que discuto en mis argumentaciones con el concepto de “insecularidad” del
profesor Castillo es que según mis intenciones,
la segunda secularización racional-individualista que experimento la
cultura real fue tan devastadora e irracional con las clases populares,
que fue percibida por éstas como el
salto a lo absurdo y vacío, diferente a la concepción de la falta de un Estado
o de la teoría de privación relativa, que supone que la violencia política se
debió al excesivo centralismo cultural del discurso oficial. Deacuerdo a mis
objetivos, la regresiva tradicionalización desestabilizadora que padecieron las
élites rurales, regionales y locales al acercarse el rostro racionalizante de
la modernidad líquida recogió en la demencial violencia política el descontento
popular con un régimen de producción cultural que abandonaría a la subjetividad
a los submundos olvidados de la soledad y de la libertad negativa[26].
Estoy en lo cierto cuando
sostengo que la liberación desublimada de la violencia desquiciada que asoló al
país no fue producto de un accidente estructural o resultado de un cuello de
botella ideológico, sino que tal agresividad se debió a que la excesiva
aceleración autoritaria de los cambios modernos desembocaría en un
cancelamiento sorpresivo e impactante de toda promesa de la cultura, y por
consiguiente, en el desconocimiento
injusto e inmoral de todos los grandes sueños e ilusiones que habían despertado
las grandes democratizaciones en curso. Sin que las variaciones estructurales y
materiales estuvieran acompañadas al
mismo ritmo por las relaciones socioculturales, se produjo una situación
parecida al fascismo alemán donde el desatamiento de un Estado totalitario se
debió a que los acelerados modernizaciones en curso que se operaron en la
estructura social alemana, desestructurando violentamente la vida cotidiana
tradicional, empujaron a la cultura a ejercer violencia de Estado por sobre
todo aquello que se considerara inauténtico o contrario a la raza aria. Lo que
concluyo es que la no espontaneidad de la modernización peruana arrojó a
ciertos sectores, desadaptados al caos y a los procesos de personalización
individualista, a una opción sin salida y de venganza con la nueva dominación
compleja que se enquistaría[27].
La democracia liberal como traición a la cultura.
El ingreso de la cultura
peruana a un escenario de fuerte interdependencia ontológica entre las naciones
y agentes trasnacionalizados, donde el capitalismo ya no buscaría conciliar la acumulación
productiva con el bienestar universal, sino que se recrearía sobre la base de
las iniciativa simbólica de las singularidades voluntaristas, desembocaría en
una escandalosa exclusión y una pavorosa pobreza estructural de los grupos
sociales que no supieron embarcarse en el yate de la competencia y del giro
lingüístico y digital. El gran mecanismo de naturaleza procedimental y
civilizatorio que inauguraría la democracia liberal para ofrecer un orden
saludable para el desarrollo de la vida individual y asociativa, impondría a su
vez, un orden heterónomo donde la subjetividad tendría que ir deshaciéndose de
la ventajas socializadoras del Estado proteccionista, para transitar a un
escenario de fuerte descomposición social e incertidumbre psicoafectiva.
La cobertura universal del
Estado providencialista si bien había garantizado el resguardo y el desarrollo
pleno de la vida social en un sujeto sin iniciativa y emprendimiento creativo,
en un contexto donde el camino para construir una sociedad desarrollada
requería del esfuerzo material y simbólico de los pueblos. Quizás el dilema de
este orden contractual es que permitió el regreso de una visión elitista de la
democracia, debido a la imposición de una plantilla antropológica colonial y
eurocéntrica que sólo promovía aquellas trayectorias simbólicas que más se
acercaban a comportarse como individualidades competentes y autosuficientes[28].
El imperativo de presentar una realidad con individuos atomizados, y hacer
funcionar las instituciones sociales como si esta fuera una tautología
indiscutible crea un déficit cultural con respecto a esta concepción
antropológica: que tal colonialidad del poder simbólico terminaría
convirtiéndose en un proyecto de dominación cultural incompatible con una
especificidad histórico-cultural ajena a las tradiciones liberales del
individuo autoafirmante. El efecto de descomposición social que padeciera la
estructura social en los 80s no se
debería, según esto, a la desestructuración atosigante del paradigma
desarrollista, cuando todavía no se había completado el ciclo de formación de
nuestra economía nacional, sino a la silenciosa disconformidad cultural con un
patrón ideológico que destruiría todas las bases soberanas y productividades
locales para instalar un territorio gobernado por flujos desterritorializados y
organicidades complejas y aceleradas, donde ninguna subjetividad halla alguna
conexión fija o certidumbre identitaria.
Ahí donde el poder policíaco
del Estado demoliberal arraigó en instituciones sociales que sólo invitaban a
la seducción del individuo, mientras toda seguridad ontológica se desvanecía,
se volvió a producir un divorcio social entre biografías culturales que
asimilaron convenientemente el cambio cultural nominalista y una inconmensurable
población migrante y no migrante que presionaba con sus reclamos y
reivindicaciones sobre la esfera pública para arrancarle ventajas materiales a
un sistema político claramente cerrado y elitista. En la medida que el
inmaculado acorazamiento de la democracia representativa y del estado de
derecho procedimental otorgaba una libertad negativa acorde con el desarrollo
espontáneo y natural de la vida social se iría gestando una situación de
adaptación paradójica. Mientras en la práctica el florecimiento de las
organizaciones civiles del tercer sector daban una base económica, proporcional
a los insospechadas mutaciones del tejido social, se fue produciendo una suerte
de asimetría cultural y amor-odio con una cultura de la felicidad mediática que
integraba ciertamente al individuo a la esfera tecnocultural, pero que hacía
oídos sordos a los múltiples sufrimientos y diferencias emocionales que se
producían en las profundidades del ser popular[29].
La no conexión sensorial con un orden heterónomo que infectaba todo de un
salvajismo cosificador decidió a la
cultura popular a huir y reproducirse en los submundos informales del caos
interior, como la única estrategia para escapar a una racionalidad instrumental
que todo lo salpicaba de eficacia y exigencia administrativa. Es decir, si bien
en el papel la colonialidad del mundo de la vida es compensada con la evasión
exterior de las hibridaciones populares, que se atreven a reencantar la
experiencia social, este aguantamiento mitológico de las identidades populares
no logra borrar la sospecha de que el éxito individual no es la felicidad
soñada, de que existe algo falso en el reconocimiento objetivador que nos
sacude y estremece de un modo injusto y endemoniado. A pesar que la cultura subalterna ha aprendido
a lidiar extraordinariamente con las convulsiones del capitalismo
desorganizado, existe una desilusión cultural con la esclavitud burocratizada
del mundo sistémico a la cual se le
esquiva dulcemente y con sagacidad pero a la cual se halla uno aferrado por mor
de la sobrevivencia. Cuanto más la violencia objetivadora de la razón
estratégica oprime las conciencias con el propósito de succionar el plusvalor
cognoscitivo tanto mas la cultura devorada responde con al huída hacia a la
ideología que tercamente ponen delante de sus ojos para no ver el desastre de
un mundo vaciado de sentido y de razón.
No obstante, haberse ganado
cierto orden civilizatorio con la llegada de la democracia burguesa elitista, y
ante el enfriamiento de las rutas alternativas al contractualismo individual,
se reproduce de modo estructural un ciclo perverso de violencia política
autoritaria que no sería el resultado de la “insecularidad” de ciertas regiones
del país afectadas por el atraso y la pobreza sino producto de la
desaceleración histórica que se generaría con el trituramiento y
desterritorialización de la cultura, al ingresar ésta en una vida embadurnada
por la mentira persistente del consumo y la publicidad. El divorcio relativo
entre una cultura popular que se avienta a los mundos plastificados de la
seducción mediática – aunque presiente que tal expresión no lo completa como
individuo- y una racionalidad organizacional que solicita constante esfuerzo e
irracionalidad tecnológica, es la razón de que actualmente el muro que contiene el desarrollo de nuestra
formación sociocultural resida en la profusión de un discursivismo postmoderno,
que sólo desvía la identidad de su papel de desatar el nudo de la dominación y
la ideología ahistórica[30].
A pesar que la creatividad subalterna ha sabido
asimilar mágicamente la inflexible trampa de cascarón economicista, redefiniendo inteligentemente las economías populares y
los saberes tradicionales en la dirección del progreso material, tal avance
material contrae curiosamente el desarrollo espontáneo de la vida cultural real,
exhibiéndose la manifestación de una cultura autoritaria y violenta que aminora
toda expresión de armonía y reconocimiento cultural. El Hecho de que el diseño
político democrático se desentienda de la conducta de las estructuras
culturales explica que la cara opuesta de la individualidad tolerante y
cosmopolita, que propagandea la cultura del mercado, sea el desarrollo de un
fundamentalismo cotidiano que sólo desperdiga resentimiento y odio hacia lo que
sí logra flexibilizarse y adaptarse. Cuando el desaforamiento revolucionario es
desactivado como razón política y se contiene su violencia antimoderna éste se
fragmenta en el desarrollote un individualismo delictivo y cínico, que infecta
el entramado sociocultural de un egotismo desviado y enfermo capaz de ya no
arrebatar el poder estatal pero si de transgredir todo orden social con la
amenaza física y simbólica para el derecho de propiedad y la integridad humana[31].
La descentralización de la cultura autoritaria es la táctica que hallan las
culturas populares para reservarse sentido, cuando el vacío sistémico del
cosmopolitismo hipócrita le arrebata a
la subjetividad porciones
significativas de certeza y seguridad ontológica. Aun cuando tal
existencialismo defensivo es ideológico y autodestructivo se prefiere su
dominio regresivo e ignorante a tener que acostumbrarse a los torbellinos
inciertos de la modernización reflexiva, o la postmodernidad individualizante,
porque la velocidad de la vida moderna desenmascararía que esta en realidades
no tiene sentido, que todo es vacío y efímero[32].
Mercado y resentimiento estructural.
Con la llegada del mercado
irrestricto como principio de organización monetaria de todas las relaciones
sociales, se producirían grandes mutaciones de orden cultural que desvanecerían
el peligro de la violencia política pero que gestaría nuevos atascamientos de
raíz gramatical que dificultan hoy en día el acomodamiento democrático e
institucional de la diversidad social. La fuerza de la democracia
representativa se desvanece en la medida que la economía de mercado liberada
divide y fragmenta a las sociedades populares, y por consiguiente, vuelve en
irrepresentables a las necesidades de los actores democráticos que perecen
relegados en la pobreza y en la conducta radicalista[33],
Cuanto más el contractualismo homogeneizante expulsa de modo inhumano a la
pluralidad cultural, que dice representar, porque su sola inclusión
significaría reformular una democracia de bienestar incompatible con los
intereses empresariales, tanto más le otorga a la razón mercantil la
legitimidad para disolver y utilizar los marcos de socialización que dicho
mercado dice favorecer.
La sociedad segregada por
el mismo mecanismo apátrida y desterritorializado que debería combatir dicha
segregación, es subordinada con todas sus riquezas y sistemas de significación
a un patrón de acumulación que concentra poder económico y destruye las
capacidades productivas de las naciones. Es la guerra que se ha gestado contra
el centro de la vida cultural, hundiéndola en las profundidades de la
imprevisible industria cultural para transformarla en conocimiento gerencial y
administrativo, que sólo reproduce el poder de la muerte, lo que debe poner en
guardia a la vigilancia democrática para no caer en el hechizo del placer
desbordado que sólo genera traición y egoísmo. En otras palabras, la decadencia
de la sociedad y de su rica ontología solidaria es la que entrega a la vida inclasificable en las manos de la
atomización cosmética e hipócrita – donde todo es frívolo, diplomático y
pragmático- o en el rencor de los fundamentalismos moralistas donde cada quien
se hunde en la fuerza autodestructiva de la falsa comunidad[34].
La globalización económica
no sólo le arrebata a las sociedades el derecho de autodeterminarse y
conducirse soberanamente – con la internacionalización de las decisiones en
materia de política económica- sino que además obliga a la cultura sometida a
acostumbrarse a los vientos huracanados del caos ontológico que provoca el
socavamiento digital y la destradicionalización de las biografías vitales. Es
esta constante desestabilización y metástasis sociocultural a la cual se ha
acostumbrado la parte empresarializada de la vida subalterna, cuando se trata
de sobrevivir y reproducir el patrón de acumulación, lo que empuja a la vida sentirse
descontenta con el perpetuo paréntesis en que se halla la cultura. Es la propia
vida que se ha integrado a las fauces del capitalismo informacional lo que
provoca ese resentimiento nihilista hacia aquel sistema anarquizado que
defendería como enajenados que son. El contentamiento ejecutivo con la
oscuridad de la mercancía se trastoca impunemente en rechazo a la sensoriedad
honrada que es calificada de sentimentaloide y débil; el liberalismo cultural
que publicita desvergonzadamente una individualidad que debe acostumbrarse a la
mayor prostitución de la cultura es el pretexto
que encuentra el moralismo sectario para defender cerradamente a la
cultura de las provocaciones del cosmopolitismo. El libertino y el cínico que
entregan las costumbres a la mayor de las manipulaciones son combatidos por la
envidia o su flexibilidad bohemia o hedonismo placentero. El no poder ser un
individuo completo luego de tantos embelesamientos despavoridos es el motivo que empuja a romper
el juego falso de ser un individuo atiborrado de ideologías por el regreso de
un moralismo represivo que le dice no a los sentidos desbocados. El ascenso y
la caída del ser individuo que
experimentan las identidades persuadidas a aceptar el liberalismo antropológico
es el precio que hay que pagar por sofisticar la autoconservación. A mayor
cosmopolitismo autocultural mayor es el odio que le reporta la cultura de los
que quedan rezagados en la lucha económico-cultural[35].
Aunque gracias al
agotamiento de la modernidad disciplinaria se ha aprendido a desarrollar una
visión reduccionista de la naturaleza humana, sino un panorama que atrape las
diferentes dimensiones enriquecidas de ésta, la verdad es que tal personalismo
ideológico que auspicia el progreso de un enfoque etnocéntrico ha representado
un retroceso para el completamiento estructural de los espacios periféricos. Es
decir, mientras el proyecto inacabado de la modernidad cedió el paso en los
centros hegemónicos a una versión cualitativamente superior del vitalismo
postmoderno – por lo que se puede decir que ahí se anida concretamente un multiculturalismo
conciliado con la reflexividad del sistema complejo – aquí en los ámbitos
subdesarrollados la adopción de la sensualidad postmoderna sin que se lograra
expresar una conciencia social medianamente racional ha devenido en la siembra
de una culturización narcisista que desconecta al individuo funcional de su
responsabilidad con la totalidad social, ahí donde toda racionalización
empresarial implica la destrucción de un multiculturalismo fracturado y
agresivo[36].
Quiero decirlo con todas sus letras: el postmodernismo como fase cultural del
capitalismo tardío e informacional en las sociedades periféricas funciona como
una gran ideología que estimula la hibridación consumista de las categorías populares
y todo con el objetivo de fabricar una gran gramática de la dominación que
evite la evolución de la estructura económica, ahí donde este queda atrapada en la vida
reticular de las economías solidarias[37].
La razón del fracaso de la nación como organismo unificado reside en que el
sistema productivo primario-exportador del cual depende la población peruana,
paradójicamente bloquea el ciclo natural de
desarrollo de la formación socio-histórica atascada, por consiguiente en
la ceguera ideológica de las identidades digitales y de las organicidades
complejas.
Conclusiones: dogmatismo y proyecto subalterno.
La fragmentación
egocéntrica de la totalidad social o su redefinición en una red compleja de
conexiones efímeras, que no alcanzan a consolidar relaciones fijadas, delatan
los sinsabores de aquellas identidades que no saben acondicionarse a los
inciertos rumbos espasmódicos del ser global. El dogma y la certeza ideológica
se instalan como los escudos simbólicos que despliegan las identidades disconformes
con la celeridad caótica del mundo administrado, porque es la desigualdad en la
cobertura de asegurar el desarrollo de la individualidad la que genera
subjetividades proclives a no saberse desenvolver con astucia en el desorden
global. Aferrarse a un plan predeterminado durante toda una vida, por el
propósito de no extraviar el sentido que a uno lo llena, es la colonialidad
ideológica que no deja que el individuo sepa adaptarse a las variadas
circunstancias del mundo capitalista. Como nada debe tener un origen que no sea
expresado de modo monetario se hace difícil para el sujeto echar raíces en
algún lugar que no sea deshecho por los procesos de modernización cultural; a
pesar que cada quien anhela un destino
doméstico donde poder atrincherarse existencialmente, lo cierto es que la vida
se ve obligada a tener que acomodarse a los paisajes organizativos del ser funcional,
porque de no hacerlo, al no politizar su propia biografía todo aquello que más
adora terminaría siendo una mentira. La necesidad de evadir el dolor, de
garantizarse algo fijo donde reconocerse lo hunde a uno en la edificación de
una suerte falsa que no nos llevaremos cuando fenecemos; aún cuando sabemos que
un escepticismo terapéutico aliviaría de modo decente el tránsito hacia la
nada, se persigue agigantar los impulsos culturales del individuo como un modo
estrecho de inmortalizarse, cuando tal ideología destruye y cohíbe el real
imperativo de una vida conforme consigo misma. La destrucción que despliega el
sujeto para defender su nicho cotidiano lo hace esclavo de sus propias
fabricaciones ideológicas, ya que la facticidad y crueldad de los parajes sistémicos
es desviada de las reales preocupaciones cotidianas que aún se centran en las
susodichas políticas de reconocimiento cultural, cuando todavía se enmascara la
problemática de la desigualdad material.
Aún cuando en la incompletud
ontológica que experimentamos todos, sobrevive la sospecha de que la cultura también
es un hecho inacabado que se recrea ideológicamente – pareciendo de este modo
realizada- se sigue promoviendo como
síntoma de la derrota simbólica un orden de significados vacíos que lo único
que desatan es una violencia social incontrolable, pues en la concreción del
trauma físico sobrevive la idea incuestionada de que si existe y se posee un
poder transitorio. En tanto la dicha del capitalismo sea reproducirse sobre la
gestión de su anarquía cultural que despoja a la subjetividad de toda seguridad
axiológica, y que funciona como una
muralla metafísica, la individualidad seguirá experimentando que los valores que la guían y la determinan
son insignificantes y vacíos. Porque la vida contaminada por el hechizo de lo
abstracto es la clave de toda esclavitud ontológica, se debe apelar a aquellas
partes del orden social que poseen residuos de una existencia incontaminada,
como parte de una creación de nuevos valores que ayuden a persuadir que la plasticidad cosmética del hombre
burgués es sólo detenerse y subdesarrollarse a sí mismo. Mientras todo
colisione contra las barreras ideológicas de los discursos monoculturales, no
haciendo más que enquistarnos en la ilusión del poder no podremos ver que la naturaleza
de éste no reside en la represión desublimada sino en el libertinaje de
corporalidades que llevan fragmentariamente la modelación de lo ideológico.
Sólo un proyecto subalterno que atraviese la solidez de los discursos
cotidianos, donde la vida se identifica con la muerte, con la guerra cultural,
es capaz de deconstruir la violencia que nos ha perseguido como lo contrario a
la falsedad de lo civilizatorio y lo cosmopolita.
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