martes, 16 de octubre de 2018

Insurgencia y traición a la cultura en el Perú contemporáneo.







Resumen:

Se hace un recorrido social de las situaciones históricas en donde se ha bloqueado toda democratización de las fuerzas subalternas y se lanza la conjetura  de que la violencia y la naturaleza autoritaria de nuestra cultura es un resultado del los desencuentros y de las promesas culturales que las políticas de desarrollo modernizante han obturado sobre la materialidad y sensibilidad de los procesos históricos. En síntesis hoy en día el desarrollo reflexivo y anárquico que padece nuestra civilización produce rivalidad y un resentimiento estructural que pone en paréntesis perpetuo las expectativas de la complejidad cultural.

Abstract:

There is a social tour of historical situations where democratization has blocked all subordinate forces and launched the assumption that violence and the authoritarian nature of our culture is a result of the misunderstandings and cultural policy promises modernizing development have blocked on the materiality and sensitivity of the historical process. Today In short reflective and anarchic development that our civilization have produced structural rivalry and resentment that perpetually places in parentheses expectations of cultural complexity.

Palabras claves.  Violencia, modernización, desarrollo, cultura, autoritarismo, resentimiento cultural, globalización.


Violencia y catástrofe cosmológica:

La colisión cultural que representó el encuentro entre el Incanato y la invasión española generó una asimetría ontológica entre la cultura subyugada y la dominación española que se tradujo en la construcción de un edificio colonial sumamente discriminador de las culturas aborígenes del pasado Tahuantinsuyo[1]. A pesar que la inserción hegemónica de la administración española fue el fiel reflejo de las alianzas y acuerdos a los que tuvo que llegar con las culturas subordinadas del Incanato para derrotarlo, la configuración sedentaria de la colonia limitó dichas confabulaciones a una convivencia civilizatoria francamente desigual y en  perjuicio de la diversidad del desaparecido Incanato. A medida que las jerarquías colonizadoras absorbían y se afincaban en las entrañas de las instituciones indígenas iban desdibujándose las diferencias étnicas y cosmológicas que la administración incaica había conservado, reduciendo todas las imágenes y representaciones étnicas  a un estrecho y vulgar concepto cultural de “indio”[2].

Si bien la coexistencia desigual entre ambas culturas permitió la preservación de las élites curacales de las culturas dominadas, lo cierto es que tal conservación institucional era para mantener la comunicación y la canalización de los intereses explotadores hacia la masa indígena indiferenciada. La violencia del reduccionismo colonial permitió un acceso segmentado y limitado a las castas oligárquicas de la cultura oficial en cierta medida para acallar las ambiciones políticas de los curacazgos que buscaron a lo largo de la colonia deshacerse del domino español sin perder las prerrogativas políticas e ideológicas sobre la masa indígena. El incremento del sojuzgamiento y de la explotación servil en el sistema productivo colonial fue desestimando los brotes de insurgencia de la población indígena en parte porque el desahogo religioso de las elites curacales le permitió conservar sus cultos y creencias tradicionales, y en parte porque la destrucción de imperio incaico fue concebida como una catástrofe cosmológica interpretada teológicamente desde la cosmovisión andina[3].

La violencia que soporto la sociedad andina de la superestructura colonial, que interfirió su plena síntesis cultural relegó el proceso de conformación de las identidades dominadas hacia los márgenes del principio de realidad impuesto, constituyendo un patrón de poder en activo sometimiento de las características fragmentadas de la civilización andina. Aún cuando la realidad colonial persiguió la adoración de idolatrías como una manera de barrer con las creencias y representaciones religiosas que se le oponían su aculturación desarrolló una convivencia hipócrita con las potencialidades míticas del mundo andino, como un modo de aprovecharse y dejar intactas las destrezas milenarias de la sociedad andina. El orden colonial expresó con su dominación semi-disciplinaria el propósito de incrustar una constelación del poder mecanicista y unilateral que sólo succionaba el plusvalor material de estas tierras, por lo que dejó conservadas en los reduccionismos racistas y discriminador de su política de coexistencia, la naturaleza arcaica de un espíritu avasallado[4]. Es la astucia sincrética de las culturas dominadas unida a  la flexibilización que desarrollaron para dar legitimidad al régimen feudal lo que dio validez a un régimen de poder colonial que basó su acomodamiento ideológico en el constante rechazo de las hibridaciones y mestizajes culturales, que se suscitaron en las entrañas de la sociedad colonial, por vía de la seducción  individualizadora de  su lógica cultural, que sirvió como un código de cautiverio criollo que deshizo la unidad política de las culturas dominadas[5].

A medida que la dominación real sintonizaba con la adaptación acriollada de las múltiples identidades que ambicionaban el reconocimiento noble de la corona española, se fue incubando en las profundidades del orden aparente una violencia física y simbólica de enormes proporciones, violencia sólo contenida por los gigantescos esfuerzos de dar una inclusión subordinada a la masa indígena. Si bien existió una inscripción progresiva de los mestizajes y de las elites indígenas a las coordenadas variopintas de la estructura colonial, la discriminación asolapada y la cruenta rigidez del sistema colonial eran de tanta contundencia biopolítica que disciplinaban agresivamente las conciencias y cuerpos de los explotados. En el seno de un sistema feudal anacrónico y que se enquistaba ideológicamente en la seducción del tradicionalismo barroco-estético surgió unas mentalidad plebeya y política lo suficientemente débil y humana para desear secretamente las ventajas socioculturales del estatus oficial, pero con las necesarias agallas para deshacerse de la herencia colonial que los aplastaba y explotaba, en la medida que la misión evangélica no podía vulnerar el odio a nuestra raza y cultura[6].

El orden colonial y su orgullosa alianza con el evangelismo cristiano deshizo la unidad precaria que había alcanzado el Tahuantinsuyo al precio de verse invadido por el desborde cultural de las identidades subalternas, que vigentes en la informalidad del sincretismo religioso y en los bordes de la explotación económica, lograron desarrollar prácticas legítimas de resistencia cultural que enriquecieron el desperdicio ontológico del edificio colonial. La agresividad psicológica del orden colonial, no obstante, haber depredado el patrimonio socioeconómico de la cultura andina, recibió la reacción deconstructiva de las heterogeneidades oprimidas que buscaron, a partir de las hibridaciones y tolerancia ilustrada que desarrolló la colonia hacia el fin de su existencia, una forma dialógica de apropiarse el discurso criollo de la cultura oficial. Es a medida que la sociedad colonial recibía el influjo estremecedor de las nuevas ideologías que su naturaleza autárquica y cerrada se fue abriendo a las influencias racionalistas y cientistas de la ilustración francesa, como una manera de originar en la rigidez de la estructura de castas una renovación institucional y más en interacción con las vanguardias intelectuales y económicas del eurocentrismo. Pero tal apertura ideológica sólo removió superficialmente la estratificación feudal, pues el conservadurismo monárquico del régimen colonial aunado a la sumisión autoritaria de la población andina favoreció la adicción a  la tradición colonial que se mantuvo intacta a pesar de la insurgencia de las ideas ilustradas[7].

En suma: la sincronización material y simbólica entre la sociedad andina y las garras regresivas del orden feudal colonial otorgó a la cultura oficial una fortaleza inmarcesible que pudo soportar los embates transformadores de la revolución burguesa, que se fue difuminando a medida  que los procesos de atomización regional no calaban en la petrificada formación socio-feudal de la colonia. Gran parte de la victoria que supuso la reinstauración de la ideología conservadora reposo en que la ilustración no llegó impregnada a estas tierras de un espíritu propiamente nacional, sino que inspiro lecturas sesgadas de un exhibicionismo modélico que sólo fue capaz de movilizar la conciencia de cierto sector ilustrado de los criollos independentistas. De algún modo el racionalismo revolucionario sirvió a los afanes separatistas de la clase criolla, pero no para introducir un espíritu propiamente republicano que sacara del atraso feudal a las categorías subordinadas – golpeadas por un modo de producción atrasado y extractivo- sino para fundar un modelo político de dominación que sólo favoreció a ciertas élites criollas que hundieron en la fragmentación rural a las clases populares que fueron movilizadas por la gesta emancipatoria[8].

 La violencia colonial que había guardado un lugar de cierta convivencia hipócrita con los discursos dominados se trastocó con la hegemonía criolla subsiguiente en la dureza refeudalizante del campo y del modo de producción. Un país cuyo movimiento ilustrado sólo sirvió para adornar algunas conciencias intelectuales de un republicanismo iluso y antidemocrático, siguió viviendo bajo el oscurantismo ideológico de lo tradicional y arcaico en cuyo centro la esperanza de una redención indígena se convirtió en un deseo de venganza irracional y milenarista, acorde con la explotación y la excesiva sumisión y dependencia del campo frente a la ciudad aristocrática[9]. La agresividad de un contrato de cascarón en medio de un fondo retrógrado y barbárico no fue suficiente canal ciudadano como para enfrentar la calamitosa persistencia de una estructura feudal que sólo beneficiaba a una aristocracia civilista parasitaria, que logró contener toda la utopía revolucionaria que había despertado la ideología ilustrada.

Ilustración  y violencia:

El cocinado cambio de administración criolla por el de la península, como sabemos, no involucró un cambio de paradigma político, menos económico[10]. En gran parte las desavenencias con la madre patria reposaban en la falta de reconocimiento cultural que padecían los criollos acaudalados y los mestizos en una sociedad jerárquica donde el indígena al ser derrotado, fue desplazado por los intereses criollos que se auto-atribuyeron los discursos de fundación del nacionalismo periférico a partir de la ideologización política que supuso las luchas por la independencia. En vez que las luchas populares maduraran en un proyecto subalterno de nación que incluyera la unidad de los pueblos internos, el nacionalismo criollo arraigó solamente en el sector ilustrado y pudiente de la sociedad colonial, por lo cual las rebeliones en curso y los cambios que se operaron en el diseño político no alteraron la estructura de castas, ni el modo legítimo como se reproducía la sociedad peruana, que al refeudalizarse ejerció una violencia y opresión indescriptible sobre las categorías populares serviles que ayudaron a la gesta independentista, curiosamente[11].

La derrota de las rebeliones indígenas, anteriores al fortalecimiento de los intereses criollos, permitió el descabezamiento de las elites curacales, lo que provocó que las luchas por la emancipación social se vincularan a la dirección de las clases criollas ilustradas y a la fuerza de sectores intermedios como los mestizos y caciques ilustrados, que al conseguir la independencia de España reprodujeron una estructura feudal más represiva y más injusta que la convivencia civilizatoria colonial. El desgaste del milenarismo andino que en cierto momento de la sublevación alcanzó el presentimiento de que las categorías ruarles oprimidas alterarían todo tipo de rezagos coloniales y códigos de la dominación, fue disuelto con el concurso de los criollos y mestizos disidentes, pues el sólo hecho de que el levantamiento indígena hubiera llegado al poder hubiera significado el desarrollo de una nación democrática y subalterna, inconciliable con los intereses aristocráticos de la clase criolla y mestiza. Mas allá de que la ideología nacionalista fue usada para movilizar a las naciones colonizadas, en realidad sólo fue un vehículo ideológico en manos de los intereses de la ascendiente clase criolla, que fundó una república igualitaria y soberana sólo en el discurso, en un discurso que animaría el exhibicionismo de las discusiones entre liberales y conservadores, y que montaría una republiqueta acriollada sobre el fondo desigual de lo estamental y feudalizado. El contrato republicano que civilizó sólo aquellas que serían considerados clases oligárquicas en realidad dejo fuera de juego a los sectores populares que dicha propuesta no podía ni quería civilizar; la excepción que hicieron con el Perú real fue la excusa perfecta para justificar el atraso del desarrollo político y económico, la otredad de la barbarie que decían debía ser domesticada y aplastada por condenar al país a la desunión y división social[12].

De esta temprana incapacidad para asimilar democráticamente a las masas excluidas surgiría un debate iconoclasta entre liberales y conservadores a cerca del problema del indio y de su posible inclusión al ejercicio de una ciudadanía funcional con los intereses de la versada república. Si bien las concepciones de la diferencia antropológica del indígena eran escépticas en el punto esencial de coexistir culturalmente con grupos literalmente considerados inferiores y un lastre para la nación, lo cierto es que el humanitarismo criollo depositó en el proyecto de inserción educativa, elaborado tras casi un siglo de discusión, las esperanzas de resolver políticamente la fragmentación sociocultural de la república peruana. Conforme la unilateralidad del proyecto educativo oficial colisionaba negativamente con la heterogeneidad étnica de la nación embrionaria se constataban las reticencias discriminadoras al discurso oligárquico, que no llegaba a comprender que el problema de la inclusión del indio no consistía en adoctrinarlo pedagógicamente para que pensara de modo ciudadano, sino en que debía cambiarse su injusta posición en la atrasada y anacrónica estructura productiva que lo explotaba y lo confinaba al último lugar de la escala social[13].

En tanto el acriollamiento que proponía el orden aristocrático de Lima no atinaba en el real problema de transformación de la estructura social y económica sus buenas intenciones de inculcar educación y valores ciudadanos funcionaban como una domesticación salvaje de las identidades, no reconociendo más que de modo despreciativo la naturaleza ritualizada de la vida rural y ejerciendo violencia al núcleo plural y descentralizado de la cultura popular peruana. A pesar que tal adoctrinamiento significaba decirle a la vida rural que abandonara y destruyera sus ancestrales saberes subalternos, este fue promovido de un modo inescrupuloso e ideologizado como la única estrategia para unificar políticamente la enorme heterogeneidad y diversidad estructural que era el motivo supuestamente del atraso nacional.

En ciernes, el reduccionismo educativo que consistía en una igualación cultural sobre el fondo de una formación socio-histórica feudal, chocaba negativamente con la rica variedad de las culturas populares ejerciendo violencia simbólica homogeneizante y prejuiciosa de los valores culturales, por lo que se mantenía la solidez y monotonía de un régimen de producción que reproducía una cultura tradicionalista y francamente petrificada. Lo valores educativos modernos si bien eran contenidos por el carácter latifundista y hacendatario de la estructura tradicional supusieron un avance intercultural de enorme importancia que buscaba desactivar las estructuras coloniales del patrón de poder oligarca y gamonalista, pero sin querer reconocer que  la misma génesis simbólica de la  estratificación hegemónica no  deseaba sino perpetuar el cáncer de una  cultura desigual e inhumana. El proyecto educativo noblemente dirigido difundió valores de la clase dominante al amparo de una estructura social que impedía la reproducción sostenida de dicha cultura, pues las asfixiantes asimetrías de la violencia cultural que promovían los discursos oficiales impedían  todo intento de movilidad social alternativa a los estilos refinados de los sectores oligarcas, y relegaban toda lucha por alterar un edificio social injusto a la represión del racismo y la discriminación étnica. Sólo la mecánica de la dominación – de la que habla Julio Cotler[14]- admitía la inscripción subordinada de segmentos de las clases sometidas en la medida que asimilaran por vía del proyecto educativo, el carácter plástico y acriollado de la violencia criolla, desconociendo de este modo el carácter originario de las matrices étnicas y adaptándose a un patrón cultural de dominación que sólo rechaza todo lo que venga del pueblo[15].

Esta canalización segmentada de contingentes reducidos de las clases populares cumplía el propósito de dar legitimidad al rostro de un sistema político cerrado y antidemocrático. En sí, a pesar de los enormes cambios del horizonte cultural de mediados del s XX hacia delante la solidez de la estructura feudal y del dominio oligarca se mantuvieron intactos, no obstante, haberse producido movimientos campesinos, crecimientos sindicales y movimientos urbano-populares, migraciones y democratizaciones en curso que habían obligado operar cambios drásticos en el rostro de las sociedades nacionales. La violencia disciplinaria a la que se vio obligado a apelar los gobiernos elitistas, evidenció el rezago de una gobernabilidad autoritaria y unilateral en manos de la clase criolla que sólo bloqueó el desarrollo de las democratizaciones populistas porque entorpecían la estabilidad de su poder económico[16]. Mientras el movimiento de las relaciones sociales y culturales demandaba la configuración de una renovada estructura moderna, el comportamiento represivo de la oligarquía y de las aristocracias feudales demostraba el dominio de un discurso monocultural enmohecido que sólo perseguía cierta diversificación productiva en la medida que se preservara el carácter antimoderno de los enclaves económicos del campo y la ciudad.

A pesar de lo estricto que fue el régimen tradicional para contener la fuerza de los nuevos sectores, no pudieron impedir la reapropiación y redefinición de las instituciones feudales en clave progresista; en especial el sistema educativo que luego de enrostrarle su condición subordinada provocó en  las estructuras culturales un mandato generacional de progreso y revolución social que fue desplazando el mito de Inkarri de la venganza milenarista por un discurso de modernización e inclusión educativa que minaría las bases oligarcas de la tradición[17]. Aún cuando las evasiones elitistas insistían en la pervivencia de una jerarquía feudal, ya se habían producido un conjunto de mutaciones socioculturales que arrojaron a la subalternidad en los brazos de la dialéctica de la modernidad, debido a la promesa de una democracia popular y de ancha base que transformaría radicalmente el rostro de los espacios feudalizados. No es para nadie un secreto, pero estoy en lo correcto cuando afirmo que la evaporación desordenada y explosiva de la tradición en término culturales, sin antes haberse producido una economía política que estabilizara las  hibridaciones del tejido sociocultural y diera una economía base a dicha culturización arrojó a las mentalidades populares a las garras de la certidumbre dogmática y de la violencia revolucionaria, como aquel mito fundacional de sentido que daría seguridad cultural, ahí donde la tradición cultural se había hecho añicos.

Modernización autoritaria y revolución.

Digámoslo así, el socavamiento de  la estructura tradicional y de sus sistemas sólidos de significados eran las premisas necesarias para movilizar a las poblaciones oprimidas en contra de una gramática obsoleta y monocultural de la dominación que bloqueaba el desarrollo de una estructura racional e industrial[18]. Ahí donde las culturas orales del campo y la ciudad resistían aferradas en las corazas de un mundo antiguo que se hacia pedazos, la ideología seductora de los medios de comunicación predigitales auspiciaban la integración nacional-popular, como aquel cambio revolucionario que ofrecería reconciliación y bienestar económico y cultural para las categorías subalternas. Para destruir las bases productivas del antiguo poder aristocrático el discurso desarrollista tuvo que desactivar los enclaves sociales de la dominación, liberando la mano de obra, y dirigirla hacia los acantonamientos proletarios de la autoritaria y acelerada industrialización periférica, con el objetivo de construir un principio de ciudadanía igualitario basado en una justa redistribución de la riqueza social[19].

Parapetar una sociedad moderna representaba un enorme esfuerzo para las clases progresistas, ya que al no haber ya configurada cierta  base económica y tecnológica que aprovechar y que promover políticamente se tuvo que apelar a un voluntarismo fáctico y proselitista para cambiar aceleradamente la estructura productiva en la dirección del desarrollo social. No obstante, haberse producido mutaciones colectivas de creciente importancia en el escenario cultural del país – que hablaba a las claras de una evolución espontánea de la estructura social- la verdad es que tal movilización contestataria no era suficientemente relevante como para alterar progresistamente la naturaleza reacia de un poder tradicional que gozaba de buena salud, a pesar de las críticas justificadas y la pérdida de legitimidad ciudadana. A pesar que en la evolución histórica la república aristocrática dotó al país de una clase dirigente plutocrática que no supo más que diversificarse en la estructura económica de modo esporádico, lo cierto es que el concurso de una clase política vetusta y anticuada que levantó al país luego de la derrota en la Guerra del Pacífico, se fue desvaneciendo cuando esta clase dirigente no quiso hacer reformas sustanciales y democráticas en la estructura social que cambiaba por  la presión de las luchas de liberación nacional y la ideología desarrollista hacia el aplacamiento de todo rezago o división social que implicara origen o estatus idiosincrásico[20].

Cuando la convulsión sobredimensionada de los cambios revolucionarios deshizo progresivamente la estructura feudal, aún cuando las categorías populares dependían de la sumisión que demostraban ante las clases dominantes se fue evidenciando una escisión ontológica con respecto al apoyo que alcanzaba el paradigma desarrollista. En la efervescencia sobreideologizada de las grandes mutaciones estructurales que se suscitaron en la cultura peruana, se provocó una separación cultural entre un sector reformista y otro revolucionario. Mientras el primero percibió que una sociedad movilizada no otorgaba las garantías del caso para producir una reestructuración saludable de la economía, en la línea de un Estado populista, otro sector animado por la legitimidad democratizadora de los movimientos populares pronosticó que las luchas sociales no madurarían en cambios justos y saludables para las clases oprimidas en tanto el país no experimentara el radical paso de constituir una república socialista al estilo cubano. Como se vera, la sensatez de las reformas desarrollistas sólo perseguían construir un Estado capitalista que respondiera a las crecientes demandas materiales, a través de una dirección planificada e industrializante que estableciera una economía de guerra que soportara el embate reivindicacionista: esta fue la opción que abrazo el gobierno militar Velazquista, que si bien tuvo un carácter progresista no percibió que la modernización autoritaria que edificó para las clases populares no recibiría el complemento de una cultura nacional, claramente fragmentada y sumergida en conflictos de naturaleza étnica[21].

En tanto el otro sector más radical no vio que su responsabilidad utópica no era más que el desastre de una lectura de consigna inapropiada para las características socio-periféricas de la  formación social peruana que no se decidió a transitar hacia un racionalismo escribal que desconociera las profundidades sagradas de las culturas orales. El revanchismo que supuso la visión dogmática del marxismo-leninismo-maoísmo no quiso ver que si la cultura popular se precipitó por la decisión de apoyar su causa combativa y de vanguardia fue porque en determinado momento la interpretación marxista del mundo significó para las clases oprimidas un discurso de modernidad y de desarrollo cultural más allá de los tintes doctrinarios del mismo discurso negativo. En otra palabras, el mensaje de redención que prometió el marxismo funcionó como un culto fundamentalista que ocupo el lugar dejado por una tradición transmutada y redefinida por el lenguaje seductor de los medios de comunicación de primera generación[22].

De forma general, el agotamiento del paradigma desarrollista que ponía en el ojo de la tormenta el carácter cada vez más ingobernable de las sociedades populares cooptaría de un modo brusco la naturaleza esperanzadora del mensaje moderno para transitar hacia el estadio irreconocible e imprevisible de la culturización de la estructura productiva de un capitalismo informacional y del conocimiento. Quiero decirlo con palabras entendibles, pero creo que la interferencia ontológica de la metafísica desarrollista, por obra de las dictaduras disciplinarias, no buscaba crear un clima de gobernabilidad que garantizara el crecimiento de la estructura industrial, sino realmente detener y ahogar en la persecución la naturaleza revolucionaria y desgarradora del discurso socialista peruano, que comandaba el romanticismo y la juventud verdadera de las clases populares. El haber redirigido de un modo renovado la promesa republicana hacia la construcción de una sociedad sin clases y reconciliada con las urgencias de la clase trabajadora era el discurso que se contuvo con la llegada de las dictaduras y de las estructuras institucionales de la democracia burguesa. Al redefinirse de una manera violenta la relación entre el Estado y la sociedad para darle mayor vitalidad al protagonismo individual de los liderazgos empresariales y economicistas no se consideró lo difícil que supuso para las culturas subalternas acondicionarse a una artificialidad ideológica que cancelaba de plano las voluptuosas utopías colectivas de la modernidad sólida[23]. De ahí que se comprenda que el inicio de la ruptura secular con las tradiciones populistas de la izquierda radical deviniera en una “insecularidad”[24] y regresión ideológica de grandes proporciones que fueron excluidas y se autoexcluyeron de las falsedades genéricas del proceso de personalización nominalista, de  la que habla Lipovetsky[25]. Lo que discuto en mis argumentaciones con el concepto de “insecularidad” del profesor Castillo es que según mis intenciones,  la segunda secularización racional-individualista que experimento la cultura real fue tan devastadora e irracional con las clases populares, que  fue percibida por éstas como el salto a lo absurdo y vacío, diferente a la concepción de la falta de un Estado o de la teoría de privación relativa, que supone que la violencia política se debió al excesivo centralismo cultural del discurso oficial. Deacuerdo a mis objetivos, la regresiva tradicionalización desestabilizadora que padecieron las élites rurales, regionales y locales al acercarse el rostro racionalizante de la modernidad líquida recogió en la demencial violencia política el descontento popular con un régimen de producción cultural que abandonaría a la subjetividad a los submundos olvidados de la soledad y de la libertad negativa[26].

Estoy en lo cierto cuando sostengo que la liberación desublimada de la violencia desquiciada que asoló al país no fue producto de un accidente estructural o resultado de un cuello de botella ideológico, sino que tal agresividad se debió a que la excesiva aceleración autoritaria de los cambios modernos desembocaría en un cancelamiento sorpresivo e impactante de toda promesa de la cultura, y por consiguiente, en el  desconocimiento injusto e inmoral de todos los grandes sueños e ilusiones que habían despertado las grandes democratizaciones en curso. Sin que las variaciones estructurales y materiales estuvieran acompañadas al  mismo ritmo por las relaciones socioculturales, se produjo una situación parecida al fascismo alemán donde el desatamiento de un Estado totalitario se debió a que los acelerados modernizaciones en curso que se operaron en la estructura social alemana, desestructurando violentamente la vida cotidiana tradicional, empujaron a la cultura a ejercer violencia de Estado por sobre todo aquello que se considerara inauténtico o contrario a la raza aria. Lo que concluyo es que la no espontaneidad de la modernización peruana arrojó a ciertos sectores, desadaptados al caos y a los procesos de personalización individualista, a una opción sin salida y de venganza con la nueva dominación compleja que se enquistaría[27].

La democracia liberal como traición a la cultura.

El ingreso de la cultura peruana a un escenario de fuerte interdependencia ontológica entre las naciones y agentes trasnacionalizados, donde el capitalismo ya no buscaría conciliar la acumulación productiva con el bienestar universal, sino que se recrearía sobre la base de las iniciativa simbólica de las singularidades voluntaristas, desembocaría en una escandalosa exclusión y una pavorosa pobreza estructural de los grupos sociales que no supieron embarcarse en el yate de la competencia y del giro lingüístico y digital. El gran mecanismo de naturaleza procedimental y civilizatorio que inauguraría la democracia liberal para ofrecer un orden saludable para el desarrollo de la vida individual y asociativa, impondría a su vez, un orden heterónomo donde la subjetividad tendría que ir deshaciéndose de la ventajas socializadoras del Estado proteccionista, para transitar a un escenario de fuerte descomposición social e incertidumbre psicoafectiva.

La cobertura universal del Estado providencialista si bien había garantizado el resguardo y el desarrollo pleno de la vida social en un sujeto sin iniciativa y emprendimiento creativo, en un contexto donde el camino para construir una sociedad desarrollada requería del esfuerzo material y simbólico de los pueblos. Quizás el dilema de este orden contractual es que permitió el regreso de una visión elitista de la democracia, debido a la imposición de una plantilla antropológica colonial y eurocéntrica que sólo promovía aquellas trayectorias simbólicas que más se acercaban a comportarse como individualidades competentes y autosuficientes[28]. El imperativo de presentar una realidad con individuos atomizados, y hacer funcionar las instituciones sociales como si esta fuera una tautología indiscutible crea un déficit cultural con respecto a esta concepción antropológica: que tal colonialidad del poder simbólico terminaría convirtiéndose en un proyecto de dominación cultural incompatible con una especificidad histórico-cultural ajena a las tradiciones liberales del individuo autoafirmante. El efecto de descomposición social que padeciera la estructura  social en los 80s no se debería, según esto, a la desestructuración atosigante del paradigma desarrollista, cuando todavía no se había completado el ciclo de formación de nuestra economía nacional, sino a la silenciosa disconformidad cultural con un patrón ideológico que destruiría todas las bases soberanas y productividades locales para instalar un territorio gobernado por flujos desterritorializados y organicidades complejas y aceleradas, donde ninguna subjetividad halla alguna conexión fija o certidumbre identitaria.

Ahí donde el poder policíaco del Estado demoliberal arraigó en instituciones sociales que sólo invitaban a la seducción del individuo, mientras toda seguridad ontológica se desvanecía, se volvió a producir un divorcio social entre biografías culturales que asimilaron convenientemente el cambio cultural nominalista y una inconmensurable población migrante y no migrante que presionaba con sus reclamos y reivindicaciones sobre la esfera pública para arrancarle ventajas materiales a un sistema político claramente cerrado y elitista. En la medida que el inmaculado acorazamiento de la democracia representativa y del estado de derecho procedimental otorgaba una libertad negativa acorde con el desarrollo espontáneo y natural de la vida social se iría gestando una situación de adaptación paradójica. Mientras en la práctica el florecimiento de las organizaciones civiles del tercer sector daban una base económica, proporcional a los insospechadas mutaciones del tejido social, se fue produciendo una suerte de asimetría cultural y amor-odio con una cultura de la felicidad mediática que integraba ciertamente al individuo a la esfera tecnocultural, pero que hacía oídos sordos a los múltiples sufrimientos y diferencias emocionales que se producían en las profundidades del ser popular[29]. La no conexión sensorial con un orden heterónomo que infectaba todo de un salvajismo cosificador decidió  a la cultura popular a huir y reproducirse en los submundos informales del caos interior, como la única estrategia para escapar a una racionalidad instrumental que todo lo salpicaba de eficacia y exigencia administrativa. Es decir, si bien en el papel la colonialidad del mundo de la vida es compensada con la evasión exterior de las hibridaciones populares, que se atreven a reencantar la experiencia social, este aguantamiento mitológico de las identidades populares no logra borrar la sospecha de que el éxito individual no es la felicidad soñada, de que existe algo falso en el reconocimiento objetivador que nos sacude y estremece de un modo injusto y endemoniado. A  pesar que la cultura subalterna ha aprendido a lidiar extraordinariamente con las convulsiones del capitalismo desorganizado, existe una desilusión cultural con la esclavitud burocratizada del mundo sistémico a la  cual se le esquiva dulcemente y con sagacidad pero a la cual se halla uno aferrado por mor de la sobrevivencia. Cuanto más la violencia objetivadora de la razón estratégica oprime las conciencias con el propósito de succionar el plusvalor cognoscitivo tanto mas la cultura devorada responde con al huída hacia a la ideología que tercamente ponen delante de sus ojos para no ver el desastre de un mundo vaciado de sentido y de razón.

No obstante, haberse ganado cierto orden civilizatorio con la llegada de la democracia burguesa elitista, y ante el enfriamiento de las rutas alternativas al contractualismo individual, se reproduce de modo estructural un ciclo perverso de violencia política autoritaria que no sería el resultado de la “insecularidad” de ciertas regiones del país afectadas por el atraso y la pobreza sino producto de la desaceleración histórica que se generaría con el trituramiento y desterritorialización de la cultura, al ingresar ésta en una vida embadurnada por la mentira persistente del consumo y la publicidad. El divorcio relativo entre una cultura popular que se avienta a los mundos plastificados de la seducción mediática – aunque presiente que tal expresión no lo completa como individuo- y una racionalidad organizacional que solicita constante esfuerzo e irracionalidad tecnológica, es la razón de que actualmente  el muro que contiene el desarrollo de nuestra formación sociocultural resida en la profusión de un discursivismo postmoderno, que sólo desvía la identidad de su papel de desatar el nudo de la dominación y la ideología ahistórica[30].

A pesar  que la creatividad subalterna ha sabido asimilar mágicamente la inflexible trampa de  cascarón economicista, redefiniendo  inteligentemente las economías populares y los saberes tradicionales en la dirección del progreso material, tal avance material contrae curiosamente el desarrollo espontáneo de la vida cultural real, exhibiéndose la manifestación de una cultura autoritaria y violenta que aminora toda expresión de armonía y reconocimiento cultural. El Hecho de que el diseño político democrático se desentienda de la conducta de las estructuras culturales explica que la cara opuesta de la individualidad tolerante y cosmopolita, que propagandea la cultura del mercado, sea el desarrollo de un fundamentalismo cotidiano que sólo desperdiga resentimiento y odio hacia lo que sí logra flexibilizarse y adaptarse. Cuando el desaforamiento revolucionario es desactivado como razón política y se contiene su violencia antimoderna éste se fragmenta en el desarrollote un individualismo delictivo y cínico, que infecta el entramado sociocultural de un egotismo desviado y enfermo capaz de ya no arrebatar el poder estatal pero si de transgredir todo orden social con la amenaza física y simbólica para el derecho de propiedad y la integridad humana[31]. La descentralización de la cultura autoritaria es la táctica que hallan las culturas populares para reservarse sentido, cuando el vacío sistémico del cosmopolitismo hipócrita le arrebata a  la subjetividad  porciones significativas de certeza y seguridad ontológica. Aun cuando tal existencialismo defensivo es ideológico y autodestructivo se prefiere su dominio regresivo e ignorante a tener que acostumbrarse a los torbellinos inciertos de la modernización reflexiva, o la postmodernidad individualizante, porque la velocidad de la vida moderna desenmascararía que esta en realidades no tiene sentido, que todo es vacío y efímero[32].

Mercado y resentimiento estructural.

Con la llegada del mercado irrestricto como principio de organización monetaria de todas las relaciones sociales, se producirían grandes mutaciones de orden cultural que desvanecerían el peligro de la violencia política pero que gestaría nuevos atascamientos de raíz gramatical que dificultan hoy en día el acomodamiento democrático e institucional de la diversidad social. La fuerza de la democracia representativa se desvanece en la medida que la economía de mercado liberada divide y fragmenta a las sociedades populares, y por consiguiente, vuelve en irrepresentables a las necesidades de los actores democráticos que perecen relegados en la pobreza y en la conducta radicalista[33], Cuanto más el contractualismo homogeneizante expulsa de modo inhumano a la pluralidad cultural, que dice representar, porque su sola inclusión significaría reformular una democracia de bienestar incompatible con los intereses empresariales, tanto más le otorga a la razón mercantil la legitimidad para disolver y utilizar los marcos de socialización que dicho mercado dice favorecer.

La sociedad segregada por el mismo mecanismo apátrida y desterritorializado que debería combatir dicha segregación, es subordinada con todas sus riquezas y sistemas de significación a un patrón de acumulación que concentra poder económico y destruye las capacidades productivas de las naciones. Es la guerra que se ha gestado contra el centro de la vida cultural, hundiéndola en las profundidades de la imprevisible industria cultural para transformarla en conocimiento gerencial y administrativo, que sólo reproduce el poder de la muerte, lo que debe poner en guardia a la vigilancia democrática para no caer en el hechizo del placer desbordado que sólo genera traición y egoísmo. En otras palabras, la decadencia de la sociedad y de su rica ontología solidaria es la que entrega  a la vida inclasificable en las manos de la atomización cosmética e hipócrita – donde todo es frívolo, diplomático y pragmático- o en el rencor de los fundamentalismos moralistas donde cada quien se hunde en la fuerza autodestructiva de la falsa comunidad[34].

La globalización económica no sólo le arrebata a las sociedades el derecho de autodeterminarse y conducirse soberanamente – con la internacionalización de las decisiones en materia de política económica- sino que además obliga a la cultura sometida a acostumbrarse a los vientos huracanados del caos ontológico que provoca el socavamiento digital y la destradicionalización de las biografías vitales. Es esta constante desestabilización y metástasis sociocultural a la cual se ha acostumbrado la parte empresarializada de la vida subalterna, cuando se trata de sobrevivir y reproducir el patrón de acumulación, lo que empuja a la vida sentirse descontenta con el perpetuo paréntesis en que se halla la cultura. Es la propia vida que se ha integrado a las fauces del capitalismo informacional lo que provoca ese resentimiento nihilista hacia aquel sistema anarquizado que defendería como enajenados que son. El contentamiento ejecutivo con la oscuridad de la mercancía se trastoca impunemente en rechazo a la sensoriedad honrada que es calificada de sentimentaloide y débil; el liberalismo cultural que publicita desvergonzadamente una individualidad que debe acostumbrarse a la mayor prostitución de la cultura es el pretexto  que encuentra el moralismo sectario para defender cerradamente a la cultura de las provocaciones del cosmopolitismo. El libertino y el cínico que entregan las costumbres a la mayor de las manipulaciones son combatidos por la envidia o su flexibilidad bohemia o hedonismo placentero. El no poder ser un individuo completo luego de tantos embelesamientos  despavoridos es el motivo que empuja a romper el juego falso de ser un individuo atiborrado de ideologías por el regreso de un moralismo represivo que le dice no a los sentidos desbocados. El ascenso y la caída  del ser individuo que experimentan las identidades persuadidas a aceptar el liberalismo antropológico es el precio que hay que pagar por sofisticar la autoconservación. A mayor cosmopolitismo autocultural mayor es el odio que le reporta la cultura de los que quedan rezagados en la lucha económico-cultural[35].

Aunque gracias al agotamiento de la modernidad disciplinaria se ha aprendido a desarrollar una visión reduccionista de la naturaleza humana, sino un panorama que atrape las diferentes dimensiones enriquecidas de ésta, la verdad es que tal personalismo ideológico que auspicia el progreso de un enfoque etnocéntrico ha representado un retroceso para el completamiento estructural de los espacios periféricos. Es decir, mientras el proyecto inacabado de la modernidad cedió el paso en los centros hegemónicos a una versión cualitativamente superior del vitalismo postmoderno – por lo que se puede decir que ahí se anida concretamente un multiculturalismo conciliado con la reflexividad del sistema complejo – aquí en los ámbitos subdesarrollados la adopción de la sensualidad postmoderna sin que se lograra expresar una conciencia social medianamente racional ha devenido en la siembra de una culturización narcisista que desconecta al individuo funcional de su responsabilidad con la totalidad social, ahí donde toda racionalización empresarial implica la destrucción de un multiculturalismo fracturado y agresivo[36]. Quiero decirlo con todas sus letras: el postmodernismo como fase cultural del capitalismo tardío e informacional en las sociedades periféricas funciona como una gran ideología que estimula la hibridación consumista de las categorías populares y todo con el objetivo de fabricar una gran gramática de la dominación que evite la evolución de la estructura económica, ahí  donde este queda atrapada en la vida reticular de las economías solidarias[37]. La razón del fracaso de la nación como organismo unificado reside en que el sistema productivo primario-exportador del cual depende la población peruana, paradójicamente bloquea el ciclo natural de  desarrollo de la formación socio-histórica atascada, por consiguiente en la ceguera ideológica de las identidades digitales y de las organicidades complejas.

Conclusiones: dogmatismo y proyecto subalterno.

La fragmentación egocéntrica de la totalidad social o su redefinición en una red compleja de conexiones efímeras, que no alcanzan a consolidar relaciones fijadas, delatan los sinsabores de aquellas identidades que no saben acondicionarse a los inciertos rumbos espasmódicos del ser global. El dogma y la certeza ideológica se instalan como los escudos simbólicos que despliegan las identidades disconformes con la celeridad caótica del mundo administrado, porque es la desigualdad en la cobertura de asegurar el desarrollo de la individualidad la que genera subjetividades proclives a no saberse desenvolver con astucia en el desorden global. Aferrarse a un plan predeterminado durante toda una vida, por el propósito de no extraviar el sentido que a uno lo llena, es la colonialidad ideológica que no deja que el individuo sepa adaptarse a las variadas circunstancias del mundo capitalista. Como nada debe tener un origen que no sea expresado de modo monetario se hace difícil para el sujeto echar raíces en algún lugar que no sea deshecho por los procesos de modernización cultural; a pesar que  cada quien anhela un destino doméstico donde poder atrincherarse existencialmente, lo cierto es que la vida se ve obligada a tener que acomodarse a los paisajes organizativos del ser funcional, porque de no hacerlo, al no politizar su propia biografía todo aquello que más adora terminaría siendo una mentira. La necesidad de evadir el dolor, de garantizarse algo fijo donde reconocerse lo hunde a uno en la edificación de una suerte falsa que no nos llevaremos cuando fenecemos; aún cuando sabemos que un escepticismo terapéutico aliviaría de modo decente el tránsito hacia la nada, se persigue agigantar los impulsos culturales del individuo como un modo estrecho de inmortalizarse, cuando tal ideología destruye y cohíbe el real imperativo de una vida conforme consigo misma. La destrucción que despliega el sujeto para defender su nicho cotidiano lo hace esclavo de sus propias fabricaciones ideológicas, ya que la facticidad y crueldad de los parajes sistémicos es desviada de las reales preocupaciones cotidianas que aún se centran en las susodichas políticas de reconocimiento cultural, cuando todavía se enmascara la problemática de la desigualdad material.

Aún cuando en la incompletud ontológica que experimentamos todos, sobrevive la sospecha de que la cultura también es un hecho inacabado que se recrea ideológicamente – pareciendo de este modo realizada-  se sigue promoviendo como síntoma de la derrota simbólica un orden de significados vacíos que lo único que desatan es una violencia social incontrolable, pues en la concreción del trauma físico sobrevive la idea incuestionada de que si existe y se posee un poder transitorio. En tanto la dicha del capitalismo sea reproducirse sobre la gestión de su anarquía cultural que despoja a la subjetividad de toda seguridad axiológica,  y que funciona como una muralla metafísica, la individualidad seguirá experimentando  que los valores que la guían y la determinan son insignificantes y vacíos. Porque la vida contaminada por el hechizo de lo abstracto es la clave de toda esclavitud ontológica, se debe apelar a aquellas partes del orden social que poseen residuos de una existencia incontaminada, como parte de una creación de nuevos valores que ayuden a persuadir  que la plasticidad cosmética del hombre burgués es sólo detenerse y subdesarrollarse a sí mismo. Mientras todo colisione contra las barreras ideológicas de los discursos monoculturales, no haciendo más que enquistarnos en la ilusión del poder no podremos ver que la naturaleza de éste no reside en la represión desublimada sino en el libertinaje de corporalidades que llevan fragmentariamente la modelación de lo ideológico. Sólo un proyecto subalterno que atraviese la solidez de los discursos cotidianos, donde la vida se identifica con la muerte, con la guerra cultural, es capaz de deconstruir la violencia que nos ha perseguido como lo contrario a la falsedad de lo civilizatorio y lo cosmopolita.


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