sábado, 20 de octubre de 2018

Cultura de la trasgresión.









Genealogía de la trasgresión colonial.


Contrariamente a lo que se piensa todo síntoma de anomia en el devenir contemporáneo no obedece a raíces de una descomposición de la religiosidad popular, sino a la generalización de una tendencia al delito simbólico, que se originó con la incrustación de la elite colonial dominante, al desmantelar el edificio mimético de las culturas arcaicas. Cuanto más el diseño desgastado y anticuado  de los invasores españoles trasladaron su ethos feudal y oscurantista, obstaculizando la síntesis panandina, que estaba en proceso,  en el Tahuantinsuyo, tanto más la desadaptación psicológica a las viejas estructuras de la feudalidad descompusieron los cimientos alegóricos de la tradición andina, insertándose la vida sometida a las categorías subalternas y deshechos culturales que la invasión construyo por obra del encuentro civilizatorio.

 En posición subordinada la cultura andina consiguió sobrevivir sincréticamente, a pesar de ver diezmada su población y sus ritos religiosos, pero el costo de readaptación al principio de realidad de la colonia fue desastroso: nunca como antes los saberes arcaicos de la heterogénea sociedad indígena abrazaron y se reapropiaron de los esquemas eurocéntricos de la colonia, con el objetivo de ser incluidos en los vericuetos civilizatorios de la dominación española y así poder disfrutar del ethos barroco y trasgresor que delataban con descaro en el edificio colonial. No obstante, advertir la inmoralidad y degradación sociopsicológica, las elites indígenas aspiraban secretamente ser incorporadas en las desenfadadas manifestaciones orgiásticas de la administración colonial, lo que delataba, a pesar del racismo disimulado e hipócrita que soportaban las elites curacales, estas vivían apegadas al boato virreynal y dependían económicamente de los intrincados circuitos comerciales del Virreynato, a los cuales sólo querían ver más sofisticados, en la línea de sus intereses de sector social.

En cierta medida la parcializada integración de las  clases curacales no aseguraba la total democratización de la estructura colonial – pues en el fondo era una sociedad imperante de castas- sin embargo, esta ambigua convivencia simulada no dejaba de ocultar que subsisten mecanismos de filtración arribistas de movilidad social que evacuaban la dureza de un discurso oficial sumamente discriminador y agobiante. Gran parte de las lealtades y consentimiento cultural que lograban las administraciones coloniales de la diversidad indígena reposaban en la acriollada etnometodología trasgresora, que ponían en práctica con la inmediata consecuencia de dibujar una sociedad de castas que no era tan inmaculada, sino que permitía la mezcla y el mestizaje simbólico y racial, algo que deseaba y menospreciaba silenciosamente aunque se practicara cínicamente. Ayer como hoy son razones eminentemente psicohistóricas las  que legitiman esta hibridación antidemocrática de las identidades; a pesar que esta convivencia asolapada es desde ya un avance ontológico y pluralista, no deja de ser evidente que la sociedad peruana tolera hipócritamente una mosaico fragmentado, que es el reflejo estructural y funcionalista de un sistema cultural que deshoga el rencor y el descontento, a través de la trasgresión más delincuencial.

Realmente uno se pregunta lo tremendamente mortificante e indigno que debió de ser para las clases populares del Virreynato tener que soportar la explotación y aún más la exorbitante postergación etnocéntrica de la cultura oficial, que no sólo buscaba la aculturación teológica, sino que perseguía confirmar a las identidades a un principio de realidad francamente degradante y anticuado. No obstante, la vida licenciosa y el lujo despilfarrador era una prerrogativa de la elites coloniales, paulatinamente esa festividad trasgresora fue adoptada por toda la estratificación social, como el elemento cultural unificador que hacia posible el orden social, a pesar de ser un ingrediente de articulación que despabilaba frustración y disconformidad en todas las bases sociales. La razón de que se consintiera una ideología conservadora en la esfera religiosa, que secretamente era libertina y nihilista, era de que obraba como una suerte de filtro hibridante que posibilitaba la convivencia y la comprensión, desde el comienzo de la invasión colonial entre todas las identidades; articulaciones subalternas que sólo eran producto de una soportabilidad hipócrita y racista, pero que delataba la dependencia mortífera de las clases subordinadas a un edificio colonial que les permitía una vida trasgresora, y una cultura de la informalidad sociocultural francamente compensatoria.

Y esa dependencia adicta a una cultura oficial degradada y bañada de feudalismo, no sólo explicaba  el disciplinamiento silencioso de las masas explotadas y su irresistible y sistemático despoblamiento durante la colonia, sino que además ayudaba a comprender como la pluralidad de identidades arcaicas aceptaban el orden virreynal, como la consecuencia ineluctable de una catástrofe cosmológica, y por lo tanto, como un orden religioso y sincrético que permitía la reproducción asolapada de sus ritos y tradiciones al interior de la aculturización y de la persecución pedagógica de las misiones eclesiásticas.

La reinterpretación sincrética del principio de realidad feudal por parte de las clases subordinadas, no obedeció sólo a la complacencia mimética con el orden teológico, al cual se veneraba ambiguamente como reemplazo ideológico de la síntesis pananandina, sino que además tal estrategia operaba como un sistema de evasión ideológica que se reapropiaba de la moral trasgresora de las elites virreynales, adoptando paulatinamente una cultura del delito y de la anomia institucional, que descompuso la milenaria tradición de los códigos morales de la sociedad incaica. A medida que el feudalismo inmoral de la colonia era distribuido por los curacazgos hacia las posiciones más subordinadas de la estructura colonial, la hegemonía española encontraba los apuntalamientos culturales suficientes para acomodar las instituciones indígenas a sus requerimientos de explotación y saqueo mercantilista.

Si bien la revitalización de las identidades subordinadas a través del tráfico comercial consiguió desarrollar estructuras económicas paralelas  a la presuntuosa rigidez del orden colonial, nunca la floreciente hibridación y convivencia de los mestizajes alcanzó una integración cultural e idílica del gobierno colonial, debido en gran parte a la soberbia purificación ideológica de la concepción criolla, que veía las imperfecciones de su sociedad tradicional como defectos estructurales provenientes de la habitual degeneración y descomposición racial de sus gobernados. En tanto el régimen de poder facilitara el enriquecimiento del monopolio español, la desviadas intenciones de sus subordinados coloniales, eran tolerados como males necesarios que generaban el disciplinamiento y el consentimiento al orden colonial.

En vista que la derrota del incanato no se debió a una superioridad civilizatoria de los españoles por sobre el imponente imperio incaico, uno no se llega a explicar ¿cómo lo peor y más degradado del feudalismo europeo consiguió conquistar y ulteriormente administrar territorios miméticos que habitualmente se defendían de la opresión apelando a la guerra? Más allá de que el racionalismo bélico de los europeos aprovechó las  divisiones y antagonismos internos que padecía el Incanato, creemos que la ulterior aceptación de la hegemonía eurocéntrica no se debió sólo al mantenimiento y conservación interesada de las instituciones indígenas, como los curacazgos y favores a las etnias aliadas, sino a un más fino mecanismo de mestizaje cultural que descompuso la savia civilizatoria de la moral indígena, apelando a una adopción acriollada de la moral trasgresora cínica de los invasores, como una manera de ganar el compromiso cultural y devastar de paso la subjetividad arcaica de los dominados o colonizados. La trasgresión colonial como mecanismo que erosiona la solidez alegórica de las mentalidades indígenas a pesar de ser sólo un registro cultural difundido en las elites coloniales es la razón originaria que explica  la mutua convivencia cultural entre las instituciones indígenas y el empotramiento artificial de la administración feudalizada, pues sólo una invitación a ser como las fuerzas coloniales en el sentido comercial y hedonístico del término, ayuda a comprender como las matrices subalternas incorporaron el ethos barroco cultural de la colonia y  le demostraron su adhesión incondicional.

Hay que reconocerlo pero la raíces históricas de la gramática criolla y de la ulterior seducción modernizante hunden sus cimientos fenomenológicos en el enfermizo enraizamiento del programa virreynal de dominación; raíces subjetivas que ni el más atrevido desarrollismo revolucionario o deconstrucción secular han podido desactivar, porque es el complejo psicohistórico trasgresor que explica y constituye nuestra identidad fragmentada y con tendencia a la desviación.

Postmodernismo y trasgresión.

Algunos razonamientos sociológicos ubican la profundización de nuestras patologías estructurales en la crisis cultural que vivió el país en la convulsionada década de los 80s. El desdibujamiento del desarrollismo populista, que fue el último esfuerzo nacionalista de barrer con las estructuras coloniales y oligárquicas de la dominación peruana, encontró a la tradición cultural ante una dolorosa encrucijada ontológica. No sólo la cultura arrancada a las matrices gamonales no podía regresar concretamente a los enclaves y a los latifundios feudales, deshechos por la reforma agraria, sino que además el motivo historicista de su migración creativa y de su movilización política era destruida por la desregulación neoliberal, lo que trajo como consecuencia una desmaterialización accidentada de la cultura migrante, que ante la pérdida de la base económica industrial se las arregló desordenadamente para generar el autodesarrollo y pujantes economías populares como indicios claves del resurgimiento moderno de la tradición andina en escenarios seculares y presuntamente criollos.

Es decir, el desborde popular que sufrieron las ciudades oligárquicas  consiguió probar la tesis que se abría una modernización subalterna e hibridante, una democratización desde abajo que buscaba hacer suyos las conquistas de la aculturacion, sometiendo el ethos criollo a una escisión masificada, y confirmando que la emergencia de la cholificación construía un Perú de todas las sangres. El crisol de mutaciones étnico-culturales que provocó el mito de la educación acriollada y de las intactas oportunidades económicas si bien logró perennizar el mito productivo del caótico autodesarrollo micro-empresarial, expuso al orden cultural ante una tragedia de desencuentros y hegemonías asfixiantes, donde los dispositivos anómicos de la trasgresión cultural y del individualismo narcisista destruyeron las bases ontológicas de una impregnación nacional, pues a raíz del industrialismo modernizante, y posteriormente, con el impacto de las tecnologías de la información se desconfigura la posibilidad de parir una socialización saludable y normativa.

Ese es quizás el proceso interno, pues globalmente se desarrollaba un ataque furibundo a los macro-relatos de la modernidad racional, cuyos consecuencias, brevemente, fue la descomposición del sujeto cartesiano y de toda base moral y humanística donde recaer  los beneficios de la racionalidad económica. No sólo la sociedad de consumo, sino además la hiper-modernización personalista – de la que habla Lipovetsky[1]- sacudió terriblemente los idearios nacionales de la identidad chola, socavando desde entonces toda posibilidad de regenerar un individuo reflexivo, donde repose la arquitectura fiel de una sociedad racional o levemente orientada. Al difuminarse toda probabilidad de un discurso identitario, que se evapora en la vida impulsiva y en lo microrelatos de la subversión narcisista, asistimos a la concreción de una personalidad desarticulada, emocional y debilitada donde la ideología extrema del individualismo consumista, consolida el cancelamiento de la conciencia y la razón, y la substituye por el impulso trasgresor y absurdamente criminal, donde la vida no es más que pulsión reticular e intermitentes señales de juicio y banalidad.

El ser fracturado, succionado por la red inconmensurable del mundo digital – que es la precondición cultural para aceptar la hostilidad del mundo administrado- asimila afirmativamente la permanencia de esta realidad crítica y enferma, aprendiendo a apuntalar los residuos benignos de su personalidad en la incertidumbre y el caos ontológico, lo que quiere decir, que se adapta ante la facticidad de los efímero y obsoleto en la vida social. Como la biocultura sufre las amenazas cosificadoras de la complejidad organizativa, aprende a intimar instrumentalmente con la trasgresión cultural, como un medio gramatical de reconstruir la agresividad de los escenarios reticulares, que experimentan la magia desestructurante de  una vida individual, sumamente adaptada al delito y al cinismo cultural. Si bien esta  realidad cultural de trasgresores sólo es posible ahí donde la autoconservación de electores racionales la precisan como un remedio ubicuo para defender las bondades de su mundo de la vida, la verdad es que esta legitimidad común de un mecanismo inmoral e infrahumano no deja de esconder una crítica severa a la violencia cultural del mundo capitalista, donde la base acriollada de este patrón de acumulación sólo descansa en la constante desviación etnocéntrica de las mismas conciencias que padecen su impacto degradante.

Si bien el estímulo de consolidar un comportamiento trasgresor se deja sentir por el impacto indirecto de la mass media y la diseminación digital, la verdad es que el Perú urbano, y presumo en el ámbito rural, este suceso cultural alcanza altos niveles de metástasis social, que se deja ver en tres tipos de subjetividad que aperturan este mundo nihilista[2]:

  1. Los brutos: en este tipo de trasgresión moral tanta es la acción irracional de desgastar la conciencia, que uno adopta patrones bárbaros de calificación del significado anulándola o simplemente erosionándola, hasta no ver la daga que te hiere tan sólo por hacer más soportable la existencia que es frecuentemente agresiva y dolorosa. Aquí la estupidez adquirida socialmente por la pobreza de la experiencia individual consigue cancelar la reflexión y el yo pensante, pero al precio de convertirse en un ser anómico que evade constantemente lo prohibido, y que perjudica la interacción con el otro por la sarta de torpezas ingenuas y ocurrencias disparatadas que es capaz de producir una existencia embrutecida. La moral no es abandonada tan sólo por ser una contranaturalaza – como sostiene Nietzsche[3] -  sino porque la estructura cínica que pretende no consigue sublimar eróticamente un goce trasgresor que se rebela como incontenible y despiadadamente libertino. En tanto la ley moral se destaque como un imperativo que le pone muros al alma, no podrá curar más que interrumpir abruptamente un deseo ciego y estúpido que se ha vuelto en la contemporaneidad absolutamente deseable y aceptado.
  2. Una segunda trasgresión moral es la distorsión sofista, que si bien constituye un desahogo y espontaneidad lingüística en el manejo estilístico del diálogo muchas veces no termina siendo un instrumento al servicio de la comunicación de la verdad objetiva, sino un conjunto retórico y cosmético de falsas verdades, que no sólo buscan movilizar las emociones, sino imponer máscaras gramaticales que producen y controlan identidades. El lenguaje en vez de comportarse como un aclarador transparente de nuestra soberbia moral, un dispositivo que nos libre de las corazas seductoras de las astutas ideologías, se convierte en un recurso semántico para el engaño y la corrupción moral. En  una realidad de máscaras e ideologías permanentes el sujeto cínico, consciente del embaucamiento publicitario de las industrias culturales, se deja empantanar por la seducción ideológica, pues la identidad estable y diferente no reside en la obligación a un imperativo moral o legal, sino en probar el  delicioso néctar de lo oculto y misterioso. Un ejemplo de esto resulta la estrategia cínica del cortejo, en donde la fémina acepta el ritual retórico de la seducción, la química siempre cautivadora del enamoramiento, y aunque sabe que lo único que quiere el hombre es literalmente “tirársela”, aunque sabe que todo es falso e ideológico cede ante los caprichos sexuales del galán, pues lo que a ella le importa es el impacto de la agresión verbal y estilística, mas que el contenido moral de la persona a la cual elige y ama. El amor para la mujer es retórica fenoménica, en verdad rechaza las pocas virtudes ontológicas de la personalidad masculina, aunque se presuma que ella amaría y respetaría a un hombre serio y moral, cuando en  realidad le parece tremendamente aburrido y poco entretenido.
  3. Un último tipo de trasgresión es el acontecimiento de convertir el arte en una ideología. Si bien sabemos que la contemplación extática del arte fue una prerrogativa celosa de la alta cultura  aristocrática, desde que las industrias del goce y la comunicación han expandido el espectro estético del arte de vanguardia moderno a las clases populares, se asiste a una constante realización esteticista de las interacciones cotidianas. Si bien los ropajes publicitarios de la sociedad de consumo y el impulso ideológico de expandir una cultura de la  politización de los cuerpos hablan de un reencantamiento mitológico y politeísta de la dominación estética, no es para nadie un secreto que este bombardeo esteticista oculta un mundo de interacciones arruinadas y hostiles, y en  todo caso potencia solitariamente una existencia amenazada por el cáncer cultural y la insignificancia ontológica. En este sentido, la trasgresión estética representaría el mecanismo exitoso de aparecer lo insoportable de la voluntad dolida en algo cosméticamente presentable y devorable. Sólo un arte absoluto puede darse en la absoluta violencia de la sociedad de mercado[4].

La virtual descomposición trasgresora de la identidad periférica, que es en el fondo la lógica cultural de nuestro capitalismo primario-exportador, no es sólo un proceso complotado por la globalización digital, para arruinar la eticidad democrática y solidaria de la sociedad civil, sino una procesualidad interna y vernacular de rechazo y adaptación al diseño demoliberal de la razón de mercado, cuando éste en nuestra pobreza civilizatoria nos conmina a adaptarnos a un mundo racional y burocratizado que es sólo el constructo succionador de nuestro plusvalor material al gran capital. Cuanto más el biopoder sistémico nos cosifica y nos empuja a llevar los vestidos de la mercantilización técnica, tanto más la vida domesticada asimila la violencia del exterior capitalista con el embadurnamiento populista de la trasgresión; como un mecanismo de resistencia cultural que conduce al sistemático desmoronamiento de la identidad, pero que es la única receta de traducción cultural con que cuentan las categorías subordinadas para sobrevivir absolutamente en esta realidad capitalista profundamente relativizada.

Teoría del asesinato.

El derecho a la vida es un principio intangible que hace posible el orden civilizado. Sin esta premisa jurídica que funda el valor del individualismo burgués es imposible la vida social y la libertad de los ciudadanos de contratar y practicar relaciones de intercambio. Si bien la mercantilización deshace los lazos humanos previos a toda acción contractual, pronto el frío vínculo del dinero deposita en los cuerpos una interacción cosificada y agresiva, donde hasta el lenguaje más agradable está instrumentalmente dirigido. Una especie de muerte sistémica que no elimina la vida pero la torna inútil y trivial ante los ojos de la explotación.

En la experiencia trasgresora y autoritaria – que no es sino una conducta producida por la incisión fracturante que produce el mercado en la cultura – es donde posa el empobrecimiento de la cultura, que al quedar secuestrada la capacidad de juicio y reflexión se produce una personalidad emocional y resensorializada que todo lo selecciona, según el apetito o el humor que posea en cada acción. El secuestro de la capacidad de juicio o sensatez que conduce a una exposición sobreexcitada de las emociones, que se posesionan en ideologías sensoriales, es el resultado del desabastecimiento de una cultura cargada de valores, de una razón debilitada que es incapaz de gobernar un campo irresistible de fuerzas internas que al no ser sublimado en acciones con significado estallan de un modo agresivo y violento.  La razón liquida el subconsciente caótico y energético cuando lo invade con su cuota de normatividad y orden lógico, pero el resultado no es una personalidad domesticada y juiciosa, sino un carácter colonizado y reprimido que aplasta el fuego interno que produce la resensorialización de la cultura por intermedio del bombardeo audiovisual, lo cual conduce a una sobreexcitación de fuerzas activas, que no logran ser controladas y las vuelven impulsivas y violentas. El esfuerzo por expandir la represión como una manera de acallar la sublevación de los sentidos estimulados por el impacto digital conduce al efecto contrario: volver mórbida a una conducta que sólo destruye y se torna delincuencial por no saber darle un registro cultural al espíritu.

Es este empobrecimiento racional de la sociedad o su descomposición en un mecanismo autorepresivo de domesticación y selección lo que lleva al triunfo de la insignificancia o a su constante elitización monopólica. En vez que la variedad de la  vida social enriquezca con su savia vivencial al mundo de la vida que se atrofia al carecer de significado, se convierte en una realidad alienada cargada de fragmentación y hostilidad donde el espíritu empobrecido no logra conseguir cobijo y todo se torna desolado y extraño de manera ontológica. El empobrecimiento del juicio que atrofia las bondades de una razón comunicativa, incapaz de neutralizar un espacio repleto de conflicto y degradación, es lo que produce un ser que ante la ausencia de compensaciones emocionales y de resguardo comprensivo se entrega a la embriaguez del nihilismo sensorial, como una manera de llenar con el goce anecdótico y diferencial una identidad vacía de significado que se deshace en el autoritarismo y la violencia social.

Es de este empobrecimiento consumado que nace el asesino. Este no es sólo producto de una  racionalización policíaca y represora, como en las sociedades avanzadas, sino el producto de una realidad sensorial que no haya salida cognoscitiva en el mundo administrado, y que decide la ejecución del delito como una explosión de desahogo, ante la imposibilidad de sublimar sus impulsos embotados, y simultáneamente alterados. Ahí donde el juicio y la interacción comunicativa no rehacen simbólicamente los vínculos sentimentales rotos por a mercantilización, se desarrolla una personalidad mórbida, que halla en la naturaleza violenta y en la tortura asesina de la otredad la excusa perfecta para incrementar su diferencia; es decir, se mata, se trasgrede el derecho a la vida  porque se lo encuentra placentero e identificante, un magma de violencia y agresividad que es el resultado histórico y contingente por pacificar la sociedad, con la silenciosa y amenazante violencia simbólica. Tal vez en la vida mixtificada agobiada por una historia de abstinencia y represión, testimonios dolorosos de existencias aplastadas por el olvido y la explotación, el asesinato es un accidente incontrolable explicado por el desabastecimiento del juicio y de  razón dialógica, lo que hace natural y socializable el autoritarismo y la violencia, como evento emergentes de furia arcaica que sale como  producto del abandono educativo de las poblaciones y su ingreso en los juegos del lenguaje autoritarios de la postmodernidad.

Pero  fuera  de este panorama de dolor y opresión policíaca, en las clases dominantes, donde la armonía entre el espíritu y el cuerpo es posibilitada por una historia distinciones y anécdotas, el asesinato halla un motivo no en la irracionalidad de la acción, sino en la supremacía de un delito que no es castigado por estar más allá de bien y del mal. Es el poder consagrado a venerar una vida llena de empoderamientos y de excesos legitimados, como en toda la sociedad, lo que justifica muestras presuntuosas de decidir sobre el derecho a la vida de otros; ya que es la posición social que se ostenta suficiente protección legal contra acciones delincuenciales necesarias para acrecentar su dominio o simplemente mantenerlo. El asesinato más allá de ser producto del desorden social ocasionado por una modernización accidentada, es un recurso que resalta lo endeble que es la institucionalidad penal para corregir o revertir ideológicamente una acción desviada que halla su desbocamiento impune en una realidad caótica y empobrecida. El fuerte posicionamiento de una historia de gobiernos autoritarios, es la premisa objetiva necesaria pata evidenciar como el asesinato es un recurso político para eliminar las aberraciones del poder, y que ahí donde hay corrupción y demostración de poder político este recurso es visto como un sacrificio necesario para asentar y estabilizar gobiernos. El sólo yugo denostativo de las clases populares, sólo frena en su intención de imponer el principio histórico-democrático cuando comete genocidios y masacres como estrategias para contener los ánimos de regeneración democratizante, pero más allá de ser actos instrumentales para sembrar el miedo son rituales sacrificiales modernos con los que  se demuestra el poder complejo de las oligarquías financieras, son cuotas de sangre necesarias para la refundación del acto político soberano. Es el miedo al rupturamiento de la hegemonía eternizante de las clases dominantes el que empuja a echar mano del asesinato político; no sólo basta un acto de represión de la protesta, sino un derramamiento terrible de sangre inocente como un medio de delatar los propósitos dictatoriales del poder, que suele castigar al asesino pero no penaliza el esquema arrogante que lo genera. El crimen impune se acostumbra como expresión refleja de una individualidad arrogante que no tiene límites, que sólo es persuadida con la prevención y no por medio del ennoblecimiento educativo-

En fin se podrían dar tres razones estructurales y de contexto que explican la promoción cínica del asesinato en este mundo administrado:

  1. El asesinato sería causado por un exceso de biopoder represor en las estructuras de la subjetividad: en vez que la razón organice a las fuerzas activas del organismo psíquico se convierte en un muro represor que castiga cualquier evasión dionisiaca del poder corporal con una estructura libidinal reprimida que invita a la explosión desublimadora.
  2. En un segundo momento complementando el argumento anterior, el asesinato es provocado por una sobrestimulación mórbida y libertina de los sentidos que ante la oferta deliciosa de la sociedad  de consumo y el impacto de la publicidad digital, constituyen una energía individual sumamente incontrolable que no se puede institucionalizar más que desahogar en le goce renovador. El desmarque de la individualidad de las referencias morales comunes invitaría  a transgredir la ley social que es vista como una camisa de fuerza que cohíbe la plena liberación de los sentidos.
  3. En un tercer momento, el asesinato expresaría la lógica irracional de perturbaciones ontológicas más profundas debido a la presencia distorsionante de la civilización humana. El hombre en su afán de liberar zonas artificiales para la  expansión de su particular naturaleza cultural habría acelerado el proceso de degradación de sus condiciones instintivas que al ser atrofiadas por los proyectos de domesticación racional habrían tomado una forma explosiva y caótica, una naturaleza interna salvaje y misteriosa incapaz de ser domada por la modernización autoritaria.

A cerca de la violación y el abuso sexual.

Muchos celebran como una evolución cultural el creciente poder social que vienen obteniendo las mujeres. Nadie sospecha – so pena de ser autoritario o idiota sensual- que este conjunto de atributos simbólicos y feministas que se condensa en la atmósfera social esconde una guerra silenciosa por sobre el control del principio productor de los sexos. Sigilosamente el ataque al principio sólido del machismo no está generando una equidad civilizada entre los géneros, sino un caos relativista de los sentidos, ahí donde la identidad sexual era moldeada con seguridad, lo que quiere decir, que esta tan comentada liberación sexual es una máscara para ocultar el debilitamiento en la configuración de la sexualidad cuando el sexo es culturizado brutalmente. Si bien la introyección del amor cortesano le había otorgado a la formación de los sexos un mecanismo de sublimación idealista culturizando el goce animal y dándole una figura respetada por la sexualización religiosa a través de la conformación del matrimonio, la verdad es que esta figura socializada de la pasión amorosa pronto daría paso con la emancipación del individuo de las fauces de la tradición a una configuración más liberal de la sexualidad que empezaría a ser vista como un saber de sublevación de los rígidos alcances de la socialización tradicional y autoritaria.

Es decir, al perderse la  forma de la sexualidad polarizada que había instaurado la modernidad se asiste a la celebración postmoderna e hipersensorial de la sexualidad;  que a través de la excitación de la cultura de la publicidad y del consumo encontrará los impulsos necesarios para acumular una identidad más acostumbrada a la sociedad del riesgo global. Tal vez el costo de dar paso a una realidad reencantada es que se provocarían la aparición de socializaciones morales reaccionarias, que no aprobarían esta liberalización erótica de los sentidos, porque se comportaría como un saber de vanguardia que debelaría lo inadaptado de los cuerpos  individuales para mantener el equilibrio identitario en una realidad profundamente erotizada. Este descontento con la emancipación sexual no sólo resucitaría discursos comprometidos con el fundamentalismo religioso moral, sino que además se provocaría un clima de violencia social como expresión de la crueldad maquínica de la que hace demostración la ideología sexual, una energía flexibilizada que levanta aristocracias y razas  del goce auténtico, que despierta la disconformidad de la vida oprimida ante la imposibilidad de alcanzar una experiencia del goce desestresada cuando este ese elitiza despiadadamente. Es sin lugar a dudas, la desmaterialización radical del sexo y su alianza estrecha con la soberanía erótica lo que estaría ocasionando una pobreza pasional de la experiencia sexual, en la medida que las oligarquías del placer estético concentran los usos y costumbres legítimos del goce auténtico y se transfiere hacia estas regiones todos los defectos simbólicos de la esfera cultural, lo que confirma el empobrecimiento de la vivencia amorosa y erótica.

El hecho de que la propiedad simbólica de la esfera erótica delate la incapacidad somática de los sexos para resistir la obligación de mantener en equilibrio la capacidad de seducción y satisfacer las excitaciones del cuerpo, ejemplifica que esta brutal culturización de la sexualidad hiere en el núcleo de su discurso romántico al amor individual, predisponiendo la conformación de identidades sexuales que hallan en la agresión destructiva el escape perfecto para liberar todas las energías extáticas estimuladas por el bombardeo audiovisual y publicitario. Como es imposible ser sublimada la energía social producida por el éxtasis postmoderno, a través del amor idealizado, toda esta irracionalidad jovial no conoce salida que la violencia autodestructiva, que halla entre sus principales víctimas a todas aquellas poblaciones menores que significan una fijación mórbida para psicópatas y perturbados.

Es tanta la exigencia sensorial que pesa sobre una realidad jerarquizada, que el amor es abandonado como experiencia máxima y se prefiere apelar a una vida llena de hostilidad sexual y hedonismo sobrelimitado, como expresión de una identidad que no quiere delatar su no poder responsabilizarse del estallido amoroso En la medida que el amor se convierte en una capacidad incontrolable, al cual se remite su anticipado control de los símbolos, asistimos a un manejo desigual de la cultura y del poder simbólico, que pesa entra las clases así como entre los géneros sexuales. Esta distribución asimétrica del poder erótico esta siendo movilizada biopolíticamente por el feminismo reconstructivo, que aprovechando la validez de su cruzada tecnocultural, impone un control prosumidor[5] de la experiencia íntima, que debilita el machismo en el control gendarme de la sexualidad. Esta debilidad y vulnerabilidad de la masculinidad que se ha erosionado con la emancipación del rol femenino del ámbito domestico y su irrupción hacia la esfera pública, donde pierde terreno biopolítico, esta expandiendo el poder cualitativo de la esfera femenina a todos los espacios subalternos de la cultura oficial, volviendo relativo y a veces fundamentalista el control masculino del principio de  realidad. La mayor disposición simbólica para gerenciar hábitos culturales del conocimiento productivo y su mayor habilidad para sublimarse en un capitalismo esquizofrénico y reticular dotan a la féminas de un poder político lo suficientemente feroz para reconstruir las fortalezas unidimensionales y autoritarias de la racionalidad masculina, que al debilitarse tiene que aceptar el relativismo sexual que este ataque ontológico ocasiona y ser rechazado hacia los submundos clandestinos de la violencia y de la ociosidad. Es la mayor complejidad biopolítica de la sexualidad femenina la que torna difícil la rápida adaptación de la virilidad masculina a una especie de cortejo más sofisticado y de mayores exigencias, por lo que el discurso masculino se deteriora y es fácilmente asimilado por la voracidad femenina, si desarrolla una retórica del embaucamiento y de la persuasión  seductora.

Como obviamente la avanzada despolarización de los sexos empobrece y desublima la vivencia masculina muchas veces ante la desventaja de no ser un experto y taimado seductor, la identidad no halla mecanismos de evasión suficientes y contundentes para evadir la regresión bárbara y cultural que experimenta el sexo masculino. El mayor despliegue simbólico del discurso femenino, y unido a ello, el complot sofístico de la tolerancia biopolítica y relativista que las vuele incriticables ante cualquier argumento racional – so pena de ser calificados como reprimidos o bárbaros machistas- convierte a la virilidad masculina en una selva agresora e irracional, en sus propios déficit emocionales y corporales. No defiendo para nada la violencia física  y sexual de estos individuos – que no saben ser hombres y lo confunden con ser agresivos y mantener el control autoritario de sus hogares, a través del miedo y la manipulación- sólo trato de reconstruir y comprender el estallido emocional de la violencia física, psicológica y sexual de estos residuales hombres. En su subjetividad arruinada y autoritaria ejercer violencia sobre la mujer es lo mismo que afirmar el dominio pírrico sobre el amor de sus parejas, cuando en verdad tal actitud primaria demuestra el ablandamiento psicológico de lo masculino, que ante la imposibilidad de maniobrar racionalmente en un mundo de máscaras simbólicas y etnolingüísticas tiene que soportar la sagacidad y conducta escurridiza de la mujer, que ante la vehemencia de lo concreto plantea la superioridad de su indiferencia y cálculo simbólico, su arsenal semántico. En realidad el abuso sexual es condenable desde todo punto de vista, pues saca a relucir la supervivencia de registros violentistas en plena era del diálogo y del giro hermenéutico, rezagos problemáticos que no hacen sino evidenciar los límites y el empobrecimiento racional de una sociedad de mercado que encarga la peligrosa facultad de ser individuos  a las masas cuando éstas no han pasado por una segura y exitosa secularización educativa.

 La ausencia de una estable diferenciación, y unido a ello, el empobrecimiento desgarrador de esta sociedad digital de los afectos, arroja a la vida reprimida a negar la nada del entorno con la violencia depravada. Es decir, aquel que racionaliza y coge placer en trasgredir lo intangible comete el crimen de no respetar la vida de mujeres y niños, es una conciencia amenazante para el principio de realidad, y por tanto, irrecuperable desde todo punto de vista; porque ha elegido que violentar y cosificar es algo que se puede hacer impunemente sin desparpajo alguno, es que  puede la sociedad deshacer de él, pues toda conciencia que vive ultrajando y no respetando la soberanía de los cuerpos y psicologías de la comunidad es sinceramente un rezago incomunicable e irracional, un peligro para la sociedad civil,  ya que hace un uso indebido de su libertad individual.

Acerca de la corrupción pública.

De entrada la conjetura que propongo para entender el fenómeno de la corrupción en las instituciones públicas, pasa por comprender la naturaleza sociogenética de la formación profesional, y como asentamiento ideológico de la profesión, un fenómeno más complicado y resistente de la cultura organizacional y tradicional.  Ambos impasses estratégicos de la cultura han sido complementarios del ajuste estructural y sociocultural en fin, que ha padecido la formación social peruana, consolidando  una gramática burocrática que no es sino producto de la desestructuración de la tradición patrimonial y su descarada conservación culturizada en el seno del Estado.

Para empezar hay que examinar la genealogía histórica de las profesiones. Lo que actualmente destacamos como una transformación tecnocrática exitosa del recurso humano ha posibilitado el despliegue de la acumulación capitalista no es sino una forma más aberrante de la tradicional cultura profesional que deviene desde la introducción de la colonia. Como bien lo atestigua Mariátegui[6] la empresa colonial no trajo a estas tierras elementos empresariales del embrionario capitalismo protestante, sino una legión de vividores, clérigos, militares, médicos y juristas que administraron clientelarmente la colonia, pero que no imprimieron un desarrollo burgués a la estructura económica, porque pertenecían a una clase social feudalizada, que poseía una mentalidad rentista y parasitaria. Como prácticamente su cultura profesional carecía del hábito de invención y productividad, durante los tres siglos del Virreynato y durante el oscurantismo latifundista de la República oligárquica el perfil profesional de nuestro recurso humano tendió a girar sobre el cultivo de una personalidad humanistoide y barroca, cercana a la mística criolla y heredera de ese ethos bohemio y cucufato, que sería la base cultural para la expresión de un pensamiento culturalista y filosófico de reflexión sobre la realidad nacional del país. Como es difícil romper con el registro profesional heredado de la colonia gran parte del imaginario cognoscitivo que sirve de base moral para el desarrollo de un profesional responsable fue abandonado por la tecnificación especializada del nuevo perfil profesional, que conjuro la poca productividad y excesivo humanismo manierista del profesional con una estructura meritocrática y mercantilista a la que sólo le importaba recoger resultados y soluciones gerenciales.

A medida que el mercado de trabajo profesional y el sistema superior de educación se subordinaban  a las demandas tecnocráticas de este nuevo rostro empresarial se fue amputando la base moral humanista que bloqueaba la fría especialización y se fue constituyendo un funcionario preparado para las convulsiones administrativas del mundo empresarial, que responde al dinero del mejor postor y completamente desalmado para ser eficiente y barrer con los conflictos y turbulencias gerenciales. Así sin cultura, sin moldeamientos psicológicos y educativos gravitantes se fue conformando un profesional mercantilista dotado para maniobrar con los etnométodos estratégicos de la cultura organizacional y carente de la necesaria reflexión y energía crítica para valorizar y calificar ese ejecutivismo nihilista de cultura del vacío burocrática y capitalista. Así la voluntad de cultura en un mundo de pragmáticos embrutecidos y reformistas se convierte en combustible de la maquinaria administrativa desposeída de las obligaciones  y consecuencias morales de su incursión, fácilmente aliad de una corrupción organizativa que no es sino el otro rostro de un cruel egocentrismo y exhibicionismo individual. Ahí donde no hay valores, ni autocrítica no hay sentido de culpa ni límites para el delito moral, lo que a larga erosiona la habilidad funcional de su labor profesional y nos condiciona al error y al retraso cognoscitivo.

Por otra parte, si la degradación de nuestra cultura burocrática y  organizacional se debe a la resistencia de discursos profesionales ineficientes e inmorales, otro tanto sucede con la interioridad de nuestra estructura estatal. La tesis que persigo es que la supervivencia sincrética de una cultura patrimonial en el seno del Estado no sólo ha debilitado los esfuerzos pro regular la actividad soberana de las instituciones políticas a lo largo del territorio nacional, sino que además la personalidad burocrática se ha visto asaltada por una  red mafiosa de clientelas partidarias y gerontocráticas que desangran el Estado y lo convierten en un aparato de sirvientes gerenciales, que defienden os intereses del gran capital, desperdigando una voluntad policíaca y disciplinaria sobre la sociedad civil organizada. La subordinación antidemocrática del Estado a los intereses empresariales del poder económico lo hace permeable a la privatización de las demandas públicas y poco receptivas ante las reivindicaciones sociales, que son en más de las veces para las frívolas autoridades ruidos desestabilizadores y una fiscalización que entorpece los negociados y las componendas que se maquinan al interior del Estado. Yo diría que un aparato estatal que es filtrado por la delincuencia de cuello y corbata es de todo conveniente para los intereses erosionantes de los  poderes trasnacionales, pues un Estado deslegitimado anta las sociedad invadida de mafias y clientelas corporativas es más fácil  de influir y corromper por el poder del dinero. La poca voluntad que demuestra el Estado actualmente para reformarse y hacerse más ágil a las peticiones y solicitudes de la sociedad civil, delata que la carrera pública esta invadida de una lógica empresarial por servir al gran capital, incapaz,  por lo tanto, de representar las reivindicaciones populares que se tornan antagónicas y obstaculizantes de las autoridades corrompidas.

Si históricamente el Estado ha respondido a los clamores desarrollistas del pueblo y ha sido prácticamente inexistente  para las sociedades populares que han elegido el autodesarrollo autárquico y fragmentario, es porque en su enraizamiento organizacional siempre ha existido una estructura jurídica y cognoscitiva que ha defendido la propiedad privada y el derecho negativo de los poderosos. A espaldas de las reivindicaciones ciudadanas el Estado autocrático siempre ha hecho alianza con los poderes fácticos, reprimiendo sin excusas toda manifestación de descontento, y aún cuando ha habido ciertas refundaciones institucionales de su arquitectura interna que han tratado de poner la legalidad al servicio del bienestar social, siempre el Estado moderno se ha rebelado como una entidad disciplinaria incrustada en un mundo heterogéneo y  desarticulado, incompatible y sin capacidad de sintetizar nacionalmente una pluralidad que es la panacea del desarrollo y el motivo severo de nuestros desencuentros culturales.

En síntesis, la corrupción no es el síntoma más amplio de la degradación de la moral cotidiana -estimulada hoy en día por la vulgaridad pragmatista del mercado- sino además la prueba fidedigna que el Estado peruano es una identidad extraña a nuestra idiosincrasia, que nos gobierna y regula descaradamente para sembrar la instrumentalización de los agentes privados, mientras las autoridades se comportan como empresarios que se levantan nuestro patrimonio a expensas de un cuerpo social descoyunturado y en guerra cultural. Las sociedades sin Estado, o en donde  éste cumple labores policíacas, sufren el cáncer de la corrupción pública como expresión de un agigantamiento individual que no conoce límites, ni temor a las penalidades sociales del pueblo sublevado, que en el fondo por el camino privado se comportarían similarmente.

Perspectivas.

Actualmente la cultura trasgresora corroe despiadadamente todo lo que queda del edificio social. Paradójicamente se diría que la lógica cultural que hace posible nuestro particular patrón de acumulación es esta gramática de la trasgresión, por lo que el hecho de desconectarla resulta particularmente contraproducente y moralista. Más allá de  que la educación institucional y la pedagogía familiar hagan noble esfuerzos por deshacerse de esta anomia institucionalizada la verdad es que nuestra energía civilizatoria la nutre y la promueve, como una idiosincrasia cultural que trasciende discretamente cualquier proyecto social que trate de cambiar nuestra identidad corrupta e inmoral.

Ahora en plena  sociedad de mercado y a lo largo de toda nuestra historia, se dan evidencias suficientes para sostener que la trasgresión cultural ha sido el resultado de la articulación accidentada de nuestra cultura al esquema cosmopolita y presumido de a colonización racional. Bajo otras palabras, la gramática trasgresora de la pervertida sociedad española del s XVI, y a lo largo de toda su administración se masifica como subjetividad de resistencia a la rígida y severa cultura oficial, y con el paso del tiempo se convirtió en el sello de fábrica de nuestra particularidad civilizatoria. En contra del dominio del poderoso y de su colonización biopolítica las clases populares y en particular todas aquellas mentalidades que padecían la condición subalterna se las arreglaron para expandir la cultura trasgresora como signo de sobrevivencia cultural, dañando y enfermando con su informalidad social todo aquello que resulta inmarcesible y ordenado. Más allá de que el ethos postmoderno desentierre desde los misterios de la sensoriedad una irracionalidad del goce desbordado que simpatiza y sobrestimula nuestra trasgresión civilizatoria, la verdad es que ésta red de la clandestinidad y la piratería cultural resulta muy difícil de desactivar, pues no sólo ha alcanzado niveles globales con su entramado popular, sino que además se rebelan como as estrategias de supervivencia semántica con que cuentan as clases populares para soportar los torbellinos de la mundialización y vivir con éxito en las fauces infinitas de a sociedad digital y de la información.

En la medida que el cambio cultural y la ruptura epocal con el nacionalismo metodológico se acrecientan Toda estrategia de reconstruir los vínculos deshechos por la instrumentalización desde el esfuerzo regresivo del Estado no desembocará más que en la violenta culturización y en la perdición tecnologizada, lo que es lo mismo decir que nuestro espíritu mutilado se desterritorializará y naufragará en la vida arcaica y mitológica que resucita pérfidamente la mass media. No soy profeta, espero estar equivocado, pero esta sutil resistencia de las culturas populares a lo largo de la historia para evadir creativamente el poder, decide hoy en día su elección por el mundo espectral del ciberespacio, donde todo destino colectivo es postergado o cruelmente congelado en los recuerdos de la historia de la razón.


























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