Cultura de la trasgresión.
Genealogía de la trasgresión
colonial.
Contrariamente a lo que se piensa todo síntoma de anomia en el devenir
contemporáneo no obedece a raíces de una descomposición de la religiosidad
popular, sino a la generalización de una tendencia al delito simbólico, que se
originó con la incrustación de la elite colonial dominante, al desmantelar el
edificio mimético de las culturas arcaicas. Cuanto más el diseño desgastado y
anticuado de los invasores españoles
trasladaron su ethos feudal y oscurantista, obstaculizando la síntesis
panandina, que estaba en proceso, en el
Tahuantinsuyo, tanto más la desadaptación psicológica a las viejas estructuras
de la feudalidad descompusieron los cimientos alegóricos de la tradición
andina, insertándose la vida sometida a las categorías subalternas y deshechos
culturales que la invasión construyo por obra del encuentro civilizatorio.
En posición subordinada la
cultura andina consiguió sobrevivir sincréticamente, a pesar de ver diezmada su
población y sus ritos religiosos, pero el costo de readaptación al principio de
realidad de la colonia fue desastroso: nunca como antes los saberes arcaicos de
la heterogénea sociedad indígena abrazaron y se reapropiaron de los esquemas
eurocéntricos de la colonia, con el objetivo de ser incluidos en los vericuetos
civilizatorios de la dominación española y así poder disfrutar del ethos
barroco y trasgresor que delataban con descaro en el edificio colonial. No
obstante, advertir la inmoralidad y degradación sociopsicológica, las elites
indígenas aspiraban secretamente ser incorporadas en las desenfadadas
manifestaciones orgiásticas de la administración colonial, lo que delataba, a
pesar del racismo disimulado e hipócrita que soportaban las elites curacales,
estas vivían apegadas al boato virreynal y dependían económicamente de los
intrincados circuitos comerciales del Virreynato, a los cuales sólo querían ver
más sofisticados, en la línea de sus intereses de sector social.
En cierta medida la parcializada integración de las clases curacales no aseguraba la total
democratización de la estructura colonial – pues en el fondo era una sociedad
imperante de castas- sin embargo, esta ambigua convivencia simulada no dejaba
de ocultar que subsisten mecanismos de filtración arribistas de movilidad
social que evacuaban la dureza de un discurso oficial sumamente discriminador y
agobiante. Gran parte de las lealtades y consentimiento cultural que lograban
las administraciones coloniales de la diversidad indígena reposaban en la
acriollada etnometodología trasgresora, que ponían en práctica con la inmediata
consecuencia de dibujar una sociedad de castas que no era tan inmaculada, sino
que permitía la mezcla y el mestizaje simbólico y racial, algo que deseaba y
menospreciaba silenciosamente aunque se practicara cínicamente. Ayer como hoy
son razones eminentemente psicohistóricas las
que legitiman esta hibridación antidemocrática de las identidades; a
pesar que esta convivencia asolapada es desde ya un avance ontológico y
pluralista, no deja de ser evidente que la sociedad peruana tolera
hipócritamente una mosaico fragmentado, que es el reflejo estructural y
funcionalista de un sistema cultural que deshoga el rencor y el descontento, a
través de la trasgresión más delincuencial.
Realmente uno se pregunta lo tremendamente mortificante e indigno que
debió de ser para las clases populares del Virreynato tener que soportar la
explotación y aún más la exorbitante postergación etnocéntrica de la cultura
oficial, que no sólo buscaba la aculturación teológica, sino que perseguía
confirmar a las identidades a un principio de realidad francamente degradante y
anticuado. No obstante, la vida licenciosa y el lujo despilfarrador era una
prerrogativa de la elites coloniales, paulatinamente esa festividad trasgresora
fue adoptada por toda la estratificación social, como el elemento cultural
unificador que hacia posible el orden social, a pesar de ser un ingrediente de
articulación que despabilaba frustración y disconformidad en todas las bases
sociales. La razón de que se consintiera una ideología conservadora en la
esfera religiosa, que secretamente era libertina y nihilista, era de que obraba
como una suerte de filtro hibridante que posibilitaba la convivencia y la comprensión,
desde el comienzo de la invasión colonial entre todas las identidades;
articulaciones subalternas que sólo eran producto de una soportabilidad
hipócrita y racista, pero que delataba la dependencia mortífera de las clases
subordinadas a un edificio colonial que les permitía una vida trasgresora, y
una cultura de la informalidad sociocultural francamente compensatoria.
Y esa dependencia adicta a una cultura oficial degradada y bañada de
feudalismo, no sólo explicaba el
disciplinamiento silencioso de las masas explotadas y su irresistible y
sistemático despoblamiento durante la colonia, sino que además ayudaba a
comprender como la pluralidad de identidades arcaicas aceptaban el orden
virreynal, como la consecuencia ineluctable de una catástrofe cosmológica, y
por lo tanto, como un orden religioso y sincrético que permitía la reproducción
asolapada de sus ritos y tradiciones al interior de la aculturización y de la
persecución pedagógica de las misiones eclesiásticas.
La reinterpretación sincrética del principio de realidad feudal por
parte de las clases subordinadas, no obedeció sólo a la complacencia mimética
con el orden teológico, al cual se veneraba ambiguamente como reemplazo
ideológico de la síntesis pananandina, sino que además tal estrategia operaba
como un sistema de evasión ideológica que se reapropiaba de la moral
trasgresora de las elites virreynales, adoptando paulatinamente una cultura del
delito y de la anomia institucional, que descompuso la milenaria tradición de
los códigos morales de la sociedad incaica. A medida que el feudalismo inmoral
de la colonia era distribuido por los curacazgos hacia las posiciones más
subordinadas de la estructura colonial, la hegemonía española encontraba los
apuntalamientos culturales suficientes para acomodar las instituciones
indígenas a sus requerimientos de explotación y saqueo mercantilista.
Si bien la revitalización de las identidades subordinadas a través del
tráfico comercial consiguió desarrollar estructuras económicas paralelas a la presuntuosa rigidez del orden colonial,
nunca la floreciente hibridación y convivencia de los mestizajes alcanzó una
integración cultural e idílica del gobierno colonial, debido en gran parte a la
soberbia purificación ideológica de la concepción criolla, que veía las imperfecciones
de su sociedad tradicional como defectos estructurales provenientes de la
habitual degeneración y descomposición racial de sus gobernados. En tanto el
régimen de poder facilitara el enriquecimiento del monopolio español, la
desviadas intenciones de sus subordinados coloniales, eran tolerados como males
necesarios que generaban el disciplinamiento y el consentimiento al orden
colonial.
En vista que la derrota del incanato no se debió a una superioridad
civilizatoria de los españoles por sobre el imponente imperio incaico, uno no
se llega a explicar ¿cómo lo peor y más degradado del feudalismo europeo
consiguió conquistar y ulteriormente administrar territorios miméticos que
habitualmente se defendían de la opresión apelando a la guerra? Más allá de que
el racionalismo bélico de los europeos aprovechó las divisiones y antagonismos internos que
padecía el Incanato, creemos que la ulterior aceptación de la hegemonía
eurocéntrica no se debió sólo al mantenimiento y conservación interesada de las
instituciones indígenas, como los curacazgos y favores a las etnias aliadas,
sino a un más fino mecanismo de mestizaje cultural que descompuso la savia
civilizatoria de la moral indígena, apelando a una adopción acriollada de la
moral trasgresora cínica de los invasores, como una manera de ganar el
compromiso cultural y devastar de paso la subjetividad arcaica de los dominados
o colonizados. La trasgresión colonial como mecanismo que erosiona la solidez
alegórica de las mentalidades indígenas a pesar de ser sólo un registro
cultural difundido en las elites coloniales es la razón originaria que
explica la mutua convivencia cultural
entre las instituciones indígenas y el empotramiento artificial de la
administración feudalizada, pues sólo una invitación a ser como las fuerzas
coloniales en el sentido comercial y hedonístico del término, ayuda a
comprender como las matrices subalternas incorporaron el ethos barroco cultural
de la colonia y le demostraron su
adhesión incondicional.
Hay que reconocerlo pero la raíces históricas de la gramática criolla y
de la ulterior seducción modernizante hunden sus cimientos fenomenológicos en
el enfermizo enraizamiento del programa virreynal de dominación; raíces
subjetivas que ni el más atrevido desarrollismo revolucionario o deconstrucción
secular han podido desactivar, porque es el complejo psicohistórico trasgresor
que explica y constituye nuestra identidad fragmentada y con tendencia a la
desviación.
Postmodernismo y trasgresión.
Algunos razonamientos sociológicos ubican la profundización de nuestras
patologías estructurales en la crisis cultural que vivió el país en la
convulsionada década de los 80s. El desdibujamiento del desarrollismo
populista, que fue el último esfuerzo nacionalista de barrer con las
estructuras coloniales y oligárquicas de la dominación peruana, encontró a la
tradición cultural ante una dolorosa encrucijada ontológica. No sólo la cultura
arrancada a las matrices gamonales no podía regresar concretamente a los
enclaves y a los latifundios feudales, deshechos por la reforma agraria, sino
que además el motivo historicista de su migración creativa y de su movilización
política era destruida por la desregulación neoliberal, lo que trajo como
consecuencia una desmaterialización accidentada de la cultura migrante, que
ante la pérdida de la base económica industrial se las arregló desordenadamente
para generar el autodesarrollo y pujantes economías populares como indicios
claves del resurgimiento moderno de la tradición andina en escenarios seculares
y presuntamente criollos.
Es decir, el desborde popular que sufrieron las ciudades
oligárquicas consiguió probar la tesis
que se abría una modernización subalterna e hibridante, una democratización
desde abajo que buscaba hacer suyos las conquistas de la aculturacion,
sometiendo el ethos criollo a una escisión masificada, y confirmando que la
emergencia de la cholificación construía un Perú de todas las sangres. El
crisol de mutaciones étnico-culturales que provocó el mito de la educación
acriollada y de las intactas oportunidades económicas si bien logró perennizar
el mito productivo del caótico autodesarrollo micro-empresarial, expuso al
orden cultural ante una tragedia de desencuentros y hegemonías asfixiantes,
donde los dispositivos anómicos de la trasgresión cultural y del individualismo
narcisista destruyeron las bases ontológicas de una impregnación nacional, pues
a raíz del industrialismo modernizante, y posteriormente, con el impacto de las
tecnologías de la información se desconfigura la posibilidad de parir una
socialización saludable y normativa.
Ese es quizás el proceso interno, pues globalmente se desarrollaba un
ataque furibundo a los macro-relatos de la modernidad racional, cuyos
consecuencias, brevemente, fue la descomposición del sujeto cartesiano y de
toda base moral y humanística donde recaer
los beneficios de la racionalidad económica. No sólo la sociedad de
consumo, sino además la hiper-modernización personalista – de la que habla
Lipovetsky[1]-
sacudió terriblemente los idearios nacionales de la identidad chola, socavando
desde entonces toda posibilidad de regenerar un individuo reflexivo, donde
repose la arquitectura fiel de una sociedad racional o levemente orientada. Al
difuminarse toda probabilidad de un discurso identitario, que se evapora en la
vida impulsiva y en lo microrelatos de la subversión narcisista, asistimos a la
concreción de una personalidad desarticulada, emocional y debilitada donde la
ideología extrema del individualismo consumista, consolida el cancelamiento de
la conciencia y la razón, y la substituye por el impulso trasgresor y
absurdamente criminal, donde la vida no es más que pulsión reticular e intermitentes
señales de juicio y banalidad.
El ser fracturado, succionado por la red inconmensurable del mundo
digital – que es la precondición cultural para aceptar la hostilidad del mundo
administrado- asimila afirmativamente la permanencia de esta realidad crítica y
enferma, aprendiendo a apuntalar los residuos benignos de su personalidad en la
incertidumbre y el caos ontológico, lo que quiere decir, que se adapta ante la
facticidad de los efímero y obsoleto en la vida social. Como la biocultura
sufre las amenazas cosificadoras de la complejidad organizativa, aprende a
intimar instrumentalmente con la trasgresión cultural, como un medio gramatical
de reconstruir la agresividad de los escenarios reticulares, que experimentan
la magia desestructurante de una vida
individual, sumamente adaptada al delito y al cinismo cultural. Si bien esta realidad cultural de trasgresores sólo es
posible ahí donde la autoconservación de electores racionales la precisan como
un remedio ubicuo para defender las bondades de su mundo de la vida, la verdad
es que esta legitimidad común de un mecanismo inmoral e infrahumano no deja de
esconder una crítica severa a la violencia cultural del mundo capitalista,
donde la base acriollada de este patrón de acumulación sólo descansa en la
constante desviación etnocéntrica de las mismas conciencias que padecen su
impacto degradante.
Si bien el estímulo de consolidar un comportamiento trasgresor se deja
sentir por el impacto indirecto de la mass media y la diseminación digital, la
verdad es que el Perú urbano, y presumo en el ámbito rural, este suceso
cultural alcanza altos niveles de metástasis social, que se deja ver en tres
tipos de subjetividad que aperturan este mundo nihilista[2]:
- Los brutos:
en este tipo de trasgresión moral tanta es la acción irracional de
desgastar la conciencia, que uno adopta patrones bárbaros de calificación
del significado anulándola o simplemente erosionándola, hasta no ver la
daga que te hiere tan sólo por hacer más soportable la existencia que es
frecuentemente agresiva y dolorosa. Aquí la estupidez adquirida
socialmente por la pobreza de la experiencia individual consigue cancelar
la reflexión y el yo pensante, pero al precio de convertirse en un ser
anómico que evade constantemente lo prohibido, y que perjudica la
interacción con el otro por la sarta de torpezas ingenuas y ocurrencias
disparatadas que es capaz de producir una existencia embrutecida. La moral
no es abandonada tan sólo por ser una contranaturalaza – como sostiene
Nietzsche[3] - sino porque la estructura cínica que
pretende no consigue sublimar eróticamente un goce trasgresor que se
rebela como incontenible y despiadadamente libertino. En tanto la ley
moral se destaque como un imperativo que le pone muros al alma, no podrá
curar más que interrumpir abruptamente un deseo ciego y estúpido que se ha
vuelto en la contemporaneidad absolutamente deseable y aceptado.
- Una segunda
trasgresión moral es la distorsión sofista, que si bien constituye un
desahogo y espontaneidad lingüística en el manejo estilístico del diálogo
muchas veces no termina siendo un instrumento al servicio de la
comunicación de la verdad objetiva, sino un conjunto retórico y cosmético
de falsas verdades, que no sólo buscan movilizar las emociones, sino
imponer máscaras gramaticales que producen y controlan identidades. El
lenguaje en vez de comportarse como un aclarador transparente de nuestra
soberbia moral, un dispositivo que nos libre de las corazas seductoras de
las astutas ideologías, se convierte en un recurso semántico para el
engaño y la corrupción moral. En
una realidad de máscaras e ideologías permanentes el sujeto cínico,
consciente del embaucamiento publicitario de las industrias culturales, se
deja empantanar por la seducción ideológica, pues la identidad estable y
diferente no reside en la obligación a un imperativo moral o legal, sino
en probar el delicioso néctar de lo
oculto y misterioso. Un ejemplo de esto resulta la estrategia cínica del
cortejo, en donde la fémina acepta el ritual retórico de la seducción, la
química siempre cautivadora del enamoramiento, y aunque sabe que lo único
que quiere el hombre es literalmente “tirársela”, aunque sabe que todo es
falso e ideológico cede ante los caprichos sexuales del galán, pues lo que
a ella le importa es el impacto de la agresión verbal y estilística, mas
que el contenido moral de la persona a la cual elige y ama. El amor para
la mujer es retórica fenoménica, en verdad rechaza las pocas virtudes
ontológicas de la personalidad masculina, aunque se presuma que ella
amaría y respetaría a un hombre serio y moral, cuando en realidad le parece tremendamente aburrido
y poco entretenido.
- Un último
tipo de trasgresión es el acontecimiento de convertir el arte en una
ideología. Si bien sabemos que la contemplación extática del arte fue una
prerrogativa celosa de la alta cultura
aristocrática, desde que las industrias del goce y la comunicación
han expandido el espectro estético del arte de vanguardia moderno a las
clases populares, se asiste a una constante realización esteticista de las
interacciones cotidianas. Si bien los ropajes publicitarios de la sociedad
de consumo y el impulso ideológico de expandir una cultura de la politización de los cuerpos hablan de un
reencantamiento mitológico y politeísta de la dominación estética, no es
para nadie un secreto que este bombardeo esteticista oculta un mundo de
interacciones arruinadas y hostiles, y en
todo caso potencia solitariamente una existencia amenazada por el
cáncer cultural y la insignificancia ontológica. En este sentido, la
trasgresión estética representaría el mecanismo exitoso de aparecer lo
insoportable de la voluntad dolida en algo cosméticamente presentable y
devorable. Sólo un arte absoluto puede darse en la absoluta violencia de
la sociedad de mercado[4].
La virtual descomposición trasgresora de la identidad periférica, que es
en el fondo la lógica cultural de nuestro capitalismo primario-exportador, no
es sólo un proceso complotado por la globalización digital, para arruinar la
eticidad democrática y solidaria de la sociedad civil, sino una procesualidad
interna y vernacular de rechazo y adaptación al diseño demoliberal de la razón
de mercado, cuando éste en nuestra pobreza civilizatoria nos conmina a
adaptarnos a un mundo racional y burocratizado que es sólo el constructo
succionador de nuestro plusvalor material al gran capital. Cuanto más el
biopoder sistémico nos cosifica y nos empuja a llevar los vestidos de la
mercantilización técnica, tanto más la vida domesticada asimila la violencia
del exterior capitalista con el embadurnamiento populista de la trasgresión;
como un mecanismo de resistencia cultural que conduce al sistemático desmoronamiento
de la identidad, pero que es la única receta de traducción cultural con que
cuentan las categorías subordinadas para sobrevivir absolutamente en esta
realidad capitalista profundamente relativizada.
Teoría del asesinato.
El derecho a la vida es un principio intangible que hace posible el
orden civilizado. Sin esta premisa jurídica que funda el valor del
individualismo burgués es imposible la vida social y la libertad de los
ciudadanos de contratar y practicar relaciones de intercambio. Si bien la mercantilización
deshace los lazos humanos previos a toda acción contractual, pronto el frío
vínculo del dinero deposita en los cuerpos una interacción cosificada y
agresiva, donde hasta el lenguaje más agradable está instrumentalmente
dirigido. Una especie de muerte sistémica que no elimina la vida pero la torna
inútil y trivial ante los ojos de la explotación.
En la experiencia trasgresora y autoritaria – que no es sino una
conducta producida por la incisión fracturante que produce el mercado en la
cultura – es donde posa el empobrecimiento de la cultura, que al quedar
secuestrada la capacidad de juicio y reflexión se produce una personalidad
emocional y resensorializada que todo lo selecciona, según el apetito o el
humor que posea en cada acción. El secuestro de la capacidad de juicio o
sensatez que conduce a una exposición sobreexcitada de las emociones, que se
posesionan en ideologías sensoriales, es el resultado del desabastecimiento de
una cultura cargada de valores, de una razón debilitada que es incapaz de
gobernar un campo irresistible de fuerzas internas que al no ser sublimado en
acciones con significado estallan de un modo agresivo y violento. La razón liquida el subconsciente caótico y
energético cuando lo invade con su cuota de normatividad y orden lógico, pero
el resultado no es una personalidad domesticada y juiciosa, sino un carácter
colonizado y reprimido que aplasta el fuego interno que produce la
resensorialización de la cultura por intermedio del bombardeo audiovisual, lo
cual conduce a una sobreexcitación de fuerzas activas, que no logran ser
controladas y las vuelven impulsivas y violentas. El esfuerzo por expandir la
represión como una manera de acallar la sublevación de los sentidos estimulados
por el impacto digital conduce al efecto contrario: volver mórbida a una
conducta que sólo destruye y se torna delincuencial por no saber darle un
registro cultural al espíritu.
Es este empobrecimiento racional de la sociedad o su descomposición en
un mecanismo autorepresivo de domesticación y selección lo que lleva al triunfo
de la insignificancia o a su constante elitización monopólica. En vez que la
variedad de la vida social enriquezca
con su savia vivencial al mundo de la vida que se atrofia al carecer de
significado, se convierte en una realidad alienada cargada de fragmentación y
hostilidad donde el espíritu empobrecido no logra conseguir cobijo y todo se
torna desolado y extraño de manera ontológica. El empobrecimiento del juicio
que atrofia las bondades de una razón comunicativa, incapaz de neutralizar un
espacio repleto de conflicto y degradación, es lo que produce un ser que ante
la ausencia de compensaciones emocionales y de resguardo comprensivo se entrega
a la embriaguez del nihilismo sensorial, como una manera de llenar con el goce anecdótico
y diferencial una identidad vacía de significado que se deshace en el
autoritarismo y la violencia social.
Es de este empobrecimiento consumado que nace el asesino. Este no es
sólo producto de una racionalización
policíaca y represora, como en las sociedades avanzadas, sino el producto de
una realidad sensorial que no haya salida cognoscitiva en el mundo
administrado, y que decide la ejecución del delito como una explosión de
desahogo, ante la imposibilidad de sublimar sus impulsos embotados, y simultáneamente
alterados. Ahí donde el juicio y la interacción comunicativa no rehacen
simbólicamente los vínculos sentimentales rotos por a mercantilización, se
desarrolla una personalidad mórbida, que halla en la naturaleza violenta y en
la tortura asesina de la otredad la excusa perfecta para incrementar su
diferencia; es decir, se mata, se trasgrede el derecho a la vida porque se lo encuentra placentero e
identificante, un magma de violencia y agresividad que es el resultado
histórico y contingente por pacificar la sociedad, con la silenciosa y
amenazante violencia simbólica. Tal vez en la vida mixtificada agobiada por una
historia de abstinencia y represión, testimonios dolorosos de existencias
aplastadas por el olvido y la explotación, el asesinato es un accidente
incontrolable explicado por el desabastecimiento del juicio y de razón dialógica, lo que hace natural y
socializable el autoritarismo y la violencia, como evento emergentes de furia
arcaica que sale como producto del
abandono educativo de las poblaciones y su ingreso en los juegos del lenguaje
autoritarios de la postmodernidad.
Pero fuera de este panorama de dolor y opresión
policíaca, en las clases dominantes, donde la armonía entre el espíritu y el
cuerpo es posibilitada por una historia distinciones y anécdotas, el asesinato
halla un motivo no en la irracionalidad de la acción, sino en la supremacía de
un delito que no es castigado por estar más allá de bien y del mal. Es el poder
consagrado a venerar una vida llena de empoderamientos y de excesos
legitimados, como en toda la sociedad, lo que justifica muestras presuntuosas
de decidir sobre el derecho a la vida de otros; ya que es la posición social
que se ostenta suficiente protección legal contra acciones delincuenciales
necesarias para acrecentar su dominio o simplemente mantenerlo. El asesinato
más allá de ser producto del desorden social ocasionado por una modernización
accidentada, es un recurso que resalta lo endeble que es la institucionalidad
penal para corregir o revertir ideológicamente una acción desviada que halla su
desbocamiento impune en una realidad caótica y empobrecida. El fuerte
posicionamiento de una historia de gobiernos autoritarios, es la premisa
objetiva necesaria pata evidenciar como el asesinato es un recurso político
para eliminar las aberraciones del poder, y que ahí donde hay corrupción y
demostración de poder político este recurso es visto como un sacrificio
necesario para asentar y estabilizar gobiernos. El sólo yugo denostativo de las
clases populares, sólo frena en su intención de imponer el principio
histórico-democrático cuando comete genocidios y masacres como estrategias para
contener los ánimos de regeneración democratizante, pero más allá de ser actos
instrumentales para sembrar el miedo son rituales sacrificiales modernos con
los que se demuestra el poder complejo
de las oligarquías financieras, son cuotas de sangre necesarias para la
refundación del acto político soberano. Es el miedo al rupturamiento de la
hegemonía eternizante de las clases dominantes el que empuja a echar mano del
asesinato político; no sólo basta un acto de represión de la protesta, sino un
derramamiento terrible de sangre inocente como un medio de delatar los
propósitos dictatoriales del poder, que suele castigar al asesino pero no
penaliza el esquema arrogante que lo genera. El crimen impune se acostumbra
como expresión refleja de una individualidad arrogante que no tiene límites,
que sólo es persuadida con la prevención y no por medio del ennoblecimiento
educativo-
En fin se podrían dar tres razones estructurales y de contexto que
explican la promoción cínica del asesinato en este mundo administrado:
- El asesinato
sería causado por un exceso de biopoder represor en las estructuras de la
subjetividad: en vez que la razón organice a las fuerzas activas del
organismo psíquico se convierte en un muro represor que castiga cualquier
evasión dionisiaca del poder corporal con una estructura libidinal
reprimida que invita a la explosión desublimadora.
- En un segundo
momento complementando el argumento anterior, el asesinato es provocado por
una sobrestimulación mórbida y libertina de los sentidos que ante la
oferta deliciosa de la sociedad de
consumo y el impacto de la publicidad digital, constituyen una energía
individual sumamente incontrolable que no se puede institucionalizar más
que desahogar en le goce renovador. El desmarque de la individualidad de
las referencias morales comunes invitaría
a transgredir la ley social que es vista como una camisa de fuerza
que cohíbe la plena liberación de los sentidos.
- En un tercer
momento, el asesinato expresaría la lógica irracional de perturbaciones
ontológicas más profundas debido a la presencia distorsionante de la
civilización humana. El hombre en su afán de liberar zonas artificiales
para la expansión de su particular
naturaleza cultural habría acelerado el proceso de degradación de sus
condiciones instintivas que al ser atrofiadas por los proyectos de
domesticación racional habrían tomado una forma explosiva y caótica, una
naturaleza interna salvaje y misteriosa incapaz de ser domada por la
modernización autoritaria.
A cerca de la violación y el
abuso sexual.
Muchos celebran como una evolución cultural el creciente poder social
que vienen obteniendo las mujeres. Nadie sospecha – so pena de ser autoritario
o idiota sensual- que este conjunto de atributos simbólicos y feministas que se
condensa en la atmósfera social esconde una guerra silenciosa por sobre el
control del principio productor de los sexos. Sigilosamente el ataque al
principio sólido del machismo no está generando una equidad civilizada entre
los géneros, sino un caos relativista de los sentidos, ahí donde la identidad
sexual era moldeada con seguridad, lo que quiere decir, que esta tan comentada
liberación sexual es una máscara para ocultar el debilitamiento en la
configuración de la sexualidad cuando el sexo es culturizado brutalmente. Si
bien la introyección del amor cortesano le había otorgado a la formación de los
sexos un mecanismo de sublimación idealista culturizando el goce animal y
dándole una figura respetada por la sexualización religiosa a través de la
conformación del matrimonio, la verdad es que esta figura socializada de la
pasión amorosa pronto daría paso con la emancipación del individuo de las
fauces de la tradición a una configuración más liberal de la sexualidad que
empezaría a ser vista como un saber de sublevación de los rígidos alcances de
la socialización tradicional y autoritaria.
Es decir, al perderse la forma de
la sexualidad polarizada que había instaurado la modernidad se asiste a la
celebración postmoderna e hipersensorial de la sexualidad; que a través de la excitación de la cultura
de la publicidad y del consumo encontrará los impulsos necesarios para acumular
una identidad más acostumbrada a la sociedad del riesgo global. Tal vez el
costo de dar paso a una realidad reencantada es que se provocarían la aparición
de socializaciones morales reaccionarias, que no aprobarían esta liberalización
erótica de los sentidos, porque se comportaría como un saber de vanguardia que
debelaría lo inadaptado de los cuerpos
individuales para mantener el equilibrio identitario en una realidad
profundamente erotizada. Este descontento con la emancipación sexual no sólo
resucitaría discursos comprometidos con el fundamentalismo religioso moral,
sino que además se provocaría un clima de violencia social como expresión de la
crueldad maquínica de la que hace demostración la ideología sexual, una energía
flexibilizada que levanta aristocracias y razas
del goce auténtico, que despierta la disconformidad de la vida oprimida
ante la imposibilidad de alcanzar una experiencia del goce desestresada cuando
este ese elitiza despiadadamente. Es sin lugar a dudas, la desmaterialización
radical del sexo y su alianza estrecha con la soberanía erótica lo que estaría
ocasionando una pobreza pasional de la experiencia sexual, en la medida que las
oligarquías del placer estético concentran los usos y costumbres legítimos del
goce auténtico y se transfiere hacia estas regiones todos los defectos
simbólicos de la esfera cultural, lo que confirma el empobrecimiento de la
vivencia amorosa y erótica.
El hecho de que la propiedad simbólica de la esfera erótica delate la
incapacidad somática de los sexos para resistir la obligación de mantener en equilibrio
la capacidad de seducción y satisfacer las excitaciones del cuerpo, ejemplifica
que esta brutal culturización de la sexualidad hiere en el núcleo de su
discurso romántico al amor individual, predisponiendo la conformación de
identidades sexuales que hallan en la agresión destructiva el escape perfecto
para liberar todas las energías extáticas estimuladas por el bombardeo
audiovisual y publicitario. Como es imposible ser sublimada la energía social
producida por el éxtasis postmoderno, a través del amor idealizado, toda esta
irracionalidad jovial no conoce salida que la violencia autodestructiva, que
halla entre sus principales víctimas a todas aquellas poblaciones menores que
significan una fijación mórbida para psicópatas y perturbados.
Es tanta la exigencia sensorial que pesa sobre una realidad
jerarquizada, que el amor es abandonado como experiencia máxima y se prefiere apelar
a una vida llena de hostilidad sexual y hedonismo sobrelimitado, como expresión
de una identidad que no quiere delatar su no poder responsabilizarse del
estallido amoroso En la medida que el amor se convierte en una capacidad
incontrolable, al cual se remite su anticipado control de los símbolos,
asistimos a un manejo desigual de la cultura y del poder simbólico, que pesa entra
las clases así como entre los géneros sexuales. Esta distribución asimétrica
del poder erótico esta siendo movilizada biopolíticamente por el feminismo
reconstructivo, que aprovechando la validez de su cruzada tecnocultural, impone
un control prosumidor[5] de la
experiencia íntima, que debilita el machismo en el control gendarme de la
sexualidad. Esta debilidad y vulnerabilidad de la masculinidad que se ha
erosionado con la emancipación del rol femenino del ámbito domestico y su
irrupción hacia la esfera pública, donde pierde terreno biopolítico, esta
expandiendo el poder cualitativo de la esfera femenina a todos los espacios
subalternos de la cultura oficial, volviendo relativo y a veces fundamentalista
el control masculino del principio de
realidad. La mayor disposición simbólica para gerenciar hábitos
culturales del conocimiento productivo y su mayor habilidad para sublimarse en
un capitalismo esquizofrénico y reticular dotan a la féminas de un poder
político lo suficientemente feroz para reconstruir las fortalezas
unidimensionales y autoritarias de la racionalidad masculina, que al
debilitarse tiene que aceptar el relativismo sexual que este ataque ontológico
ocasiona y ser rechazado hacia los submundos clandestinos de la violencia y de
la ociosidad. Es la mayor complejidad biopolítica de la sexualidad femenina la
que torna difícil la rápida adaptación de la virilidad masculina a una especie
de cortejo más sofisticado y de mayores exigencias, por lo que el discurso
masculino se deteriora y es fácilmente asimilado por la voracidad femenina, si
desarrolla una retórica del embaucamiento y de la persuasión seductora.
Como obviamente la avanzada despolarización de los sexos empobrece y
desublima la vivencia masculina muchas veces ante la desventaja de no ser un
experto y taimado seductor, la identidad no halla mecanismos de evasión
suficientes y contundentes para evadir la regresión bárbara y cultural que
experimenta el sexo masculino. El mayor despliegue simbólico del discurso
femenino, y unido a ello, el complot sofístico de la tolerancia biopolítica y
relativista que las vuele incriticables ante cualquier argumento racional – so
pena de ser calificados como reprimidos o bárbaros machistas- convierte a la
virilidad masculina en una selva agresora e irracional, en sus propios déficit
emocionales y corporales. No defiendo para nada la violencia física y sexual de estos individuos – que no saben
ser hombres y lo confunden con ser agresivos y mantener el control autoritario
de sus hogares, a través del miedo y la manipulación- sólo trato de reconstruir
y comprender el estallido emocional de la violencia física, psicológica y
sexual de estos residuales hombres. En su subjetividad arruinada y autoritaria
ejercer violencia sobre la mujer es lo mismo que afirmar el dominio pírrico
sobre el amor de sus parejas, cuando en verdad tal actitud primaria demuestra
el ablandamiento psicológico de lo masculino, que ante la imposibilidad de
maniobrar racionalmente en un mundo de máscaras simbólicas y etnolingüísticas
tiene que soportar la sagacidad y conducta escurridiza de la mujer, que ante la
vehemencia de lo concreto plantea la superioridad de su indiferencia y cálculo
simbólico, su arsenal semántico. En realidad el abuso sexual es condenable
desde todo punto de vista, pues saca a relucir la supervivencia de registros
violentistas en plena era del diálogo y del giro hermenéutico, rezagos
problemáticos que no hacen sino evidenciar los límites y el empobrecimiento
racional de una sociedad de mercado que encarga la peligrosa facultad de ser
individuos a las masas cuando éstas no
han pasado por una segura y exitosa secularización educativa.
La ausencia de una estable
diferenciación, y unido a ello, el empobrecimiento desgarrador de esta sociedad
digital de los afectos, arroja a la vida reprimida a negar la nada del entorno
con la violencia depravada. Es decir, aquel que racionaliza y coge placer en
trasgredir lo intangible comete el crimen de no respetar la vida de mujeres y
niños, es una conciencia amenazante para el principio de realidad, y por tanto,
irrecuperable desde todo punto de vista; porque ha elegido que violentar y
cosificar es algo que se puede hacer impunemente sin desparpajo alguno, es
que puede la sociedad deshacer de él,
pues toda conciencia que vive ultrajando y no respetando la soberanía de los
cuerpos y psicologías de la comunidad es sinceramente un rezago incomunicable e
irracional, un peligro para la sociedad civil,
ya que hace un uso indebido de su libertad individual.
Acerca de la corrupción pública.
De entrada la conjetura que propongo para entender el fenómeno de la
corrupción en las instituciones públicas, pasa por comprender la naturaleza
sociogenética de la formación profesional, y como asentamiento ideológico de la
profesión, un fenómeno más complicado y resistente de la cultura organizacional
y tradicional. Ambos impasses
estratégicos de la cultura han sido complementarios del ajuste estructural y
sociocultural en fin, que ha padecido la formación social peruana,
consolidando una gramática burocrática
que no es sino producto de la desestructuración de la tradición patrimonial y
su descarada conservación culturizada en el seno del Estado.
Para empezar hay que examinar la genealogía histórica de las
profesiones. Lo que actualmente destacamos como una transformación tecnocrática
exitosa del recurso humano ha posibilitado el despliegue de la acumulación
capitalista no es sino una forma más aberrante de la tradicional cultura
profesional que deviene desde la introducción de la colonia. Como bien lo atestigua
Mariátegui[6] la
empresa colonial no trajo a estas tierras elementos empresariales del
embrionario capitalismo protestante, sino una legión de vividores, clérigos,
militares, médicos y juristas que administraron clientelarmente la colonia,
pero que no imprimieron un desarrollo burgués a la estructura económica, porque
pertenecían a una clase social feudalizada, que poseía una mentalidad rentista
y parasitaria. Como prácticamente su cultura profesional carecía del hábito de
invención y productividad, durante los tres siglos del Virreynato y durante el
oscurantismo latifundista de la
República oligárquica el perfil profesional de nuestro
recurso humano tendió a girar sobre el cultivo de una personalidad humanistoide
y barroca, cercana a la mística criolla y heredera de ese ethos bohemio y
cucufato, que sería la base cultural para la expresión de un pensamiento
culturalista y filosófico de reflexión sobre la realidad nacional del país.
Como es difícil romper con el registro profesional heredado de la colonia gran
parte del imaginario cognoscitivo que sirve de base moral para el desarrollo de
un profesional responsable fue abandonado por la tecnificación especializada
del nuevo perfil profesional, que conjuro la poca productividad y excesivo
humanismo manierista del profesional con una estructura meritocrática y
mercantilista a la que sólo le importaba recoger resultados y soluciones
gerenciales.
A medida que el mercado de trabajo profesional y el sistema superior de
educación se subordinaban a las demandas
tecnocráticas de este nuevo rostro empresarial se fue amputando la base moral
humanista que bloqueaba la fría especialización y se fue constituyendo un
funcionario preparado para las convulsiones administrativas del mundo
empresarial, que responde al dinero del mejor postor y completamente desalmado
para ser eficiente y barrer con los conflictos y turbulencias gerenciales. Así
sin cultura, sin moldeamientos psicológicos y educativos gravitantes se fue
conformando un profesional mercantilista dotado para maniobrar con los
etnométodos estratégicos de la cultura organizacional y carente de la necesaria
reflexión y energía crítica para valorizar y calificar ese ejecutivismo
nihilista de cultura del vacío burocrática y capitalista. Así la voluntad de
cultura en un mundo de pragmáticos embrutecidos y reformistas se convierte en
combustible de la maquinaria administrativa desposeída de las obligaciones y consecuencias morales de su incursión,
fácilmente aliad de una corrupción organizativa que no es sino el otro rostro
de un cruel egocentrismo y exhibicionismo individual. Ahí donde no hay valores,
ni autocrítica no hay sentido de culpa ni límites para el delito moral, lo que
a larga erosiona la habilidad funcional de su labor profesional y nos
condiciona al error y al retraso cognoscitivo.
Por otra parte, si la degradación de nuestra cultura burocrática y organizacional se debe a la resistencia de
discursos profesionales ineficientes e inmorales, otro tanto sucede con la
interioridad de nuestra estructura estatal. La tesis que persigo es que la
supervivencia sincrética de una cultura patrimonial en el seno del Estado no
sólo ha debilitado los esfuerzos pro regular la actividad soberana de las
instituciones políticas a lo largo del territorio nacional, sino que además la personalidad
burocrática se ha visto asaltada por una
red mafiosa de clientelas partidarias y gerontocráticas que desangran el
Estado y lo convierten en un aparato de sirvientes gerenciales, que defienden
os intereses del gran capital, desperdigando una voluntad policíaca y
disciplinaria sobre la sociedad civil organizada. La subordinación
antidemocrática del Estado a los intereses empresariales del poder económico lo
hace permeable a la privatización de las demandas públicas y poco receptivas
ante las reivindicaciones sociales, que son en más de las veces para las
frívolas autoridades ruidos desestabilizadores y una fiscalización que
entorpece los negociados y las componendas que se maquinan al interior del
Estado. Yo diría que un aparato estatal que es filtrado por la delincuencia de
cuello y corbata es de todo conveniente para los intereses erosionantes de
los poderes trasnacionales, pues un
Estado deslegitimado anta las sociedad invadida de mafias y clientelas
corporativas es más fácil de influir y
corromper por el poder del dinero. La poca voluntad que demuestra el Estado
actualmente para reformarse y hacerse más ágil a las peticiones y solicitudes
de la sociedad civil, delata que la carrera pública esta invadida de una lógica
empresarial por servir al gran capital, incapaz, por lo tanto, de representar las
reivindicaciones populares que se tornan antagónicas y obstaculizantes de las
autoridades corrompidas.
Si históricamente el Estado ha respondido a los clamores desarrollistas
del pueblo y ha sido prácticamente inexistente
para las sociedades populares que han elegido el autodesarrollo
autárquico y fragmentario, es porque en su enraizamiento organizacional siempre
ha existido una estructura jurídica y cognoscitiva que ha defendido la propiedad
privada y el derecho negativo de los poderosos. A espaldas de las
reivindicaciones ciudadanas el Estado autocrático siempre ha hecho alianza con
los poderes fácticos, reprimiendo sin excusas toda manifestación de
descontento, y aún cuando ha habido ciertas refundaciones institucionales de su
arquitectura interna que han tratado de poner la legalidad al servicio del
bienestar social, siempre el Estado moderno se ha rebelado como una entidad
disciplinaria incrustada en un mundo heterogéneo y desarticulado, incompatible y sin capacidad
de sintetizar nacionalmente una pluralidad que es la panacea del desarrollo y
el motivo severo de nuestros desencuentros culturales.
En síntesis, la corrupción no es el síntoma más amplio de la degradación
de la moral cotidiana -estimulada hoy en día por la vulgaridad pragmatista del
mercado- sino además la prueba fidedigna que el Estado peruano es una identidad
extraña a nuestra idiosincrasia, que nos gobierna y regula descaradamente para
sembrar la instrumentalización de los agentes privados, mientras las
autoridades se comportan como empresarios que se levantan nuestro patrimonio a
expensas de un cuerpo social descoyunturado y en guerra cultural. Las
sociedades sin Estado, o en donde éste
cumple labores policíacas, sufren el cáncer de la corrupción pública como
expresión de un agigantamiento individual que no conoce límites, ni temor a las
penalidades sociales del pueblo sublevado, que en el fondo por el camino
privado se comportarían similarmente.
Perspectivas.
Actualmente la cultura trasgresora corroe despiadadamente todo lo que
queda del edificio social. Paradójicamente se diría que la lógica cultural que
hace posible nuestro particular patrón de acumulación es esta gramática de la
trasgresión, por lo que el hecho de desconectarla resulta particularmente
contraproducente y moralista. Más allá de
que la educación institucional y la pedagogía familiar hagan noble
esfuerzos por deshacerse de esta anomia institucionalizada la verdad es que
nuestra energía civilizatoria la nutre y la promueve, como una idiosincrasia
cultural que trasciende discretamente cualquier proyecto social que trate de
cambiar nuestra identidad corrupta e inmoral.
Ahora en plena sociedad de
mercado y a lo largo de toda nuestra historia, se dan evidencias suficientes
para sostener que la trasgresión cultural ha sido el resultado de la
articulación accidentada de nuestra cultura al esquema cosmopolita y presumido
de a colonización racional. Bajo otras palabras, la gramática trasgresora de la
pervertida sociedad española del s XVI, y a lo largo de toda su administración
se masifica como subjetividad de resistencia a la rígida y severa cultura
oficial, y con el paso del tiempo se convirtió en el sello de fábrica de
nuestra particularidad civilizatoria. En contra del dominio del poderoso y de
su colonización biopolítica las clases populares y en particular todas aquellas
mentalidades que padecían la condición subalterna se las arreglaron para
expandir la cultura trasgresora como signo de sobrevivencia cultural, dañando y
enfermando con su informalidad social todo aquello que resulta inmarcesible y
ordenado. Más allá de que el ethos postmoderno desentierre desde los misterios
de la sensoriedad una irracionalidad del goce desbordado que simpatiza y
sobrestimula nuestra trasgresión civilizatoria, la verdad es que ésta red de la
clandestinidad y la piratería cultural resulta muy difícil de desactivar, pues
no sólo ha alcanzado niveles globales con su entramado popular, sino que además
se rebelan como as estrategias de supervivencia semántica con que cuentan as
clases populares para soportar los torbellinos de la mundialización y vivir con
éxito en las fauces infinitas de a sociedad digital y de la información.
En la medida que el cambio cultural y la ruptura epocal con el
nacionalismo metodológico se acrecientan Toda estrategia de reconstruir los
vínculos deshechos por la instrumentalización desde el esfuerzo regresivo del
Estado no desembocará más que en la violenta culturización y en la perdición
tecnologizada, lo que es lo mismo decir que nuestro espíritu mutilado se
desterritorializará y naufragará en la vida arcaica y mitológica que resucita
pérfidamente la mass media. No soy profeta, espero estar equivocado, pero esta
sutil resistencia de las culturas populares a lo largo de la historia para
evadir creativamente el poder, decide hoy en día su elección por el mundo
espectral del ciberespacio, donde todo destino colectivo es postergado o
cruelmente congelado en los recuerdos de la historia de la razón.
Comentarios
Publicar un comentario