El origen político de las ciencias sociales
.
Resumen:
En los márgenes de
este escrito político se narra la historia de un error histórico y ontológico
que tuvo a la larga consecuencias en el modo como se pensó nuestra sociedad y
de como se actúo en ella. El desplazamiento político de la filosofía social en
los años 60s no fue como se piensa un salto cualitativo, una lucha dialéctica,
un progreso de nuestra inteligencia que tuvo ciertamente aplicaciones políticas
en el cambio social que promovió la modernización social sino un fenómeno
estricto de regresión civilizatoria. El lento derrumbe de las ideas matrices
que diseño la modernización con sus matices en el desarrollismo, la
dependencia, la democracia, y los estudios culturales son estadios de una
profunda confusión, de un rotundo desacoplamiento entre la vida y el
pensamiento, que llevo inscrita desde sus orígenes las ideas fuerza de las
ciencias sociales y el modo como
interpretó su cientifización en nuestra realidad. Y este rasgo es expresión y
causa precipitada de una cultura sin valores y sin base donde cobijar nuestra
singularidad histórica.
Abstract:
In the margins of this political writing is the story
of a historical error and ontological eventually had consequences in the way
our society and thought of how I act on it. The political movement of social
philosophy in the 60s was not as you think a qualitative leap, a struggle
dialectical progress of our intelligence applications certainly had policies
that promoted social change social modernization but a phenomenon
civilizational regression strict . The slow collapse of matrices design ideas
modernization with its nuances in developmentalism , dependency , democracy ,
and cultural studies are stages of deep confusion , a resounding decoupling
between life and thought, I've been registered since its origins the key ideas
of the social sciences and the way he played his scientization in our reality.
And this feature has caused a culture without values abruptly without shelter
base where our historical uniqueness .
Palabras claves: modernización,
epistemología, cultura, ciencia política, hermenéutica, desarrollo, ciencias
sociales, democracia, renovación moral.
El origen de las ideas sociales en el Perú. La promesa de los padres de la
patria.
La inserción de la reformas
borbónicas dictaminadas por la administración regia a fines del s. XVIII
introdujo en los macrocefálicos regímenes coloniales, un severo descontento
social. La intención de modernizar y reforzar el control fiscal de España sobre
sus colonias de ultramar, para revertir la seria crisis de civilización que
padecía la península, concitó el reclamo de las clientelas y grupos de interés
corporativo que habían vivido a sus anchas en medio de una cultura medieval y
de castas burocráticas, profundamente errática.
Como bien se sabe, este descontento
coincidió con el despliegue de la Ilustración y las ideas seculares de la
revolución industrial, lo que le dio a la disconformidad reinante, una
ideología más o menos organizada y coherente con los crecientes afanes
separatistas de los sectores sociales subordinados a las administraciones
españolas. No solo la ilustración y la ideologización política ingresaron en
las castas con más ´poder y estatus de
las colonias, como fueron los criollos y mestizos, sino que también llego a los
oídos y formación de los sectores menos favorecidos de la estructura social como
lo fueron los curacas y diversos liderazgos profesionales asociados a las
clases populares. Es esta difusión de la Ilustración y de la modernidad
revolucionaria la que dotaría a los liderazgos criollos y curacazgos de
elementos ideológicos para hacer una lectura sesuda de la situación colonial y
de las profundas posibilidades históricas de una separación forzada.
Ya el descontento criollo había
crecido producto de su fuerte ascenso social en las colonias, pero no
conseguían consolidar dicho poder en control político y en el reconocimiento
regio de sus interminables títulos y bondades nobiliarias. A fines del s XVIII
la desconfianza hacia los criollos y mestizos con mayor poder había provocado
el apartamiento político de los españoles de toda dirección de cargo público o
virreinal, lo que los acercó a la necesidad de construirse una identidad social
secularizada y revolucionaria. Es el despertar pre-nacional de las elites
criollas, sobre todo con la expulsión de los jesuitas ilustrados, y la
develación a sangre y fuego de las rebeliones indígenas en el sur del Perú, lo
que les alentaría a reforzar sus afanes separatistas y alimentar en una
estructura social engarrotada y conservadora ideas sociales acorde con el
ascenso ideológico y político de sus principales líderes políticos[1].
Estas ideas vertidas en el
periodismo embrionario y panfletario de la época, como lo fue el periódico “EL
Mercurio Peruano”, órgano de la prensa liberal, en las discusiones de varias
logias seculares, en el grito de rebelión de Vizcardo y Guzmán y en las
enseñanzas del Convictorio de San Carlos, con el pensamiento de Toribio
Rodríguez de Mendoza, lo que dotaría a los criollos ilustrados y a sus
allegados de la suficiente cohesión ideológica para ir tomando una línea de
mayor independencia con respecto a España. Si bien estas ideas rozaban muy
precariamente tesis sociales, si estaban inyectadas de un fuerte condimento
político, igualitario y anticlerical que otorgaba cierta modernidad y
originalidad a la empresa emancipadora. A medida que España perdía poder, y las
juntas de gobierno en apoyo a la constitución de Cádiz de 1812 eran aplastadas
por el Virrey Abascal y Goyeneche, las ideas separatistas eran pregón obligado
de la embrionaria ciudadanía criolla. Hay que añadir, como mencióna Castro, que
ya el pensamiento escolástico que sostenía a la Colonia había sufrido una
fuerte relajación y relativización con las posiciones modernistas de los
jesuitas, los cuales fueron finalmente expulsados del Imperio en 1767.
Sin embargo, la coherencia entre el
pregón y la acción política difería en el Virreynato del Perú, en relación a
las otras colonias. Nuestra cultura por ser sede del Poder colonial y por
desarrollar lazos culturales y comerciales más solidos con España, era
profundamente conservadora, y era, por lo tanto, muy reacia a la independencia
radical de España. A pesar que se alimentaba una vida cultural e intelectual de
relativa cercanía con la ilustración Europea, existía un profundo desacuerdo y
lejanía a tener que enfrentar el poder regio, pues la experiencia de las
rebeliones indígenas y el crecimiento del miedo a las poblaciones de la
negritud, como bien lo señala Flores Galindo, en su texto “la Ciudad
Sumergida”, habían imprimido una cultura política muy reservada y no inclinada
a reformas radicales de la colonia.
Por eso el apoyo a ideas sociales
más seculares y radicales provenía de las periferias y de las otras colonias de
ultramar. Si constatamos que las empresas bélicas separatistas que deciden la
autonomía total de América Latina llegaron de Argentina y luego Venezuela, se
puede asegurar que el centro del poder Virreynal era encerrado en concepciones
políticas medievales y aún muy clericales. Ya decidida la independencia
relativamente con San Martín, en Julio de 1821, y luego de las pugnas criollas
en Lima entre Monteagudo y Riva Agüero, y los principales criollos por el
sistema de gobierno más adecuado que debería asumir la Futura nación, se puede mencionar que los serios vaivenes y
complots en contra del naciente Perú certificaban el fuerte compromiso de las
clases criollas, y de varios sectores sociales hacia la corona.
Aún cuando la promesa de los padres
de la patria se acoplaría al republicanismo como forma de gobierno del futuro
Perú, luego de la Victoria de Bolívar en 1824, es de mencionar que este
decidido republicanismo escondía a la sazón el real proyecto de regresión
civilizatoria y feudalizada que imprimirían los criollos luego de su separación
con respecto a España. Las ideas seculares nunca calaron lo suficiente o no
merecieron el verdadero compromiso de los letrados criollos como para
establecer desde sus orígenes una república sobre bases ciudadanas e
igualitarias. No solo este dilema no tenía una pronta solución en una cultura
anarquizada por la guerra, y con precedentes institucionales muy lejanos a
desarrollar una experiencia republicana, sino que en su misma base cultural
estas discusiones sobre la civilidad de un pueblo sin Estado y desarticulado
eran sólo retórica barata en una clase criolla que se beneficiaba de los
latifundios crecientes en la ruralidad, y de una economía que había sido
obligada a ingresar en la hegemonía comercial del Imperio Inglés a
contracorriente.
A pesar de los interminables debates
entre liberales y conservadores durante el S XIX, sobre la condición social y
cultural del país que se les había entregado contra su voluntad, en la práctica
se respiraban gobiernos que no tocaron ni llegaron a modernizar el Estado lo
suficiente como para dar cobijo a las ideas seculares y republicanas que se
difundieron durante la empresa emancipadora. Las ideas sociales permanecían
confinadas en la literatura romántica, en la crónica de viajeros, en las fortalecidas
posiciones de la escolástica colonial, y en una versión política de los temas
sociales que ahogaba el descubrimiento de la sociedad como problema en
específico. Es de recordar las restauraciones del pensamiento filosófico de la
Colonia, con el Agustinismo de Bartolomé Herrera, señalamientos que fueron
reforzados ante el ligero eclipsamiento del liberalismo, y el reforzarmiento
del conservadurismo con la llegada del positivismo en América Latina que se
torno en autoritarismo político. Agregando a ello, el positivismo en el Perú
confundió la realidad con un progreso que nunca llegó. No paso de la retórica y
del pregón pasudo científico. Fue una lectura que confundió las energías
intelectuales y que dispenso de todo trabajo a las elites internas,
responsables de la debacle posterior.
El continuismo social, aunque con
enmascaramientos seculares obvio la necesidad de discutir con propiedad la naturaleza
de nuestra identidad. Solo el sentimiento de nuestros desencuentros culturales
lo captaría la poesía de Mariano Melgar, o de Salaverry, o las ironías del
costumbrismo y la repintura de los paisajes coloniales de Ricardo Palma. Tendría
que aguardarse a la debacle de la Guerra con Chile y a la descomposición
política de la aristocracia civilista, para que se descubriera y se planteara
un sesudo conocimiento social y antropológico de nuestra condición moderna, ahí
donde insurgían nuevos actores y nuevas sensibilidades. En el s XIX la Costa
era el Perú real, mientras que la sierra era el pasado, y la selva era sólo
algo accesorio y exótico. El liberalismo criollo triunfante de los procesos
independentistas fue radical en su desmembramiento de España, pero hacia
adentro no democratizo, no renovó, ni consolido un Estado unificado.
El otro lado de la cara de la luna
lo representaban los indios, las clases sociales más aplastadas durante el
régimen colonial. Aunque en el proyecto separatista de los criollos los indios
no aparecían sino como montoneros de sus ejércitos de liberación, como el
sector necesario aunque despreciable de su aristocrática experiencia
republicana, se puede objetar que las ideas libertarias de la Ilustración si
calaron en los liderazgos indígenas más consolidados.
La necesidad de darle una
orientación de mando a las masas indígenas, hizo que se conservara las
instituciones curacales para administrar los territorios, y hacer un uso
intensivo de la mano de obra para la mita y los obrajes. Esta indianidad
dirigidas por territoriales curacazgos conservo en la mentalidad de sus
dirigentes y nobles reconocidos la figura religiosa y telúrica del Imperio
Incaico perdido pero no olvidado. A pesar de las reducciones coloniales, la
aculturación religiosa, y las diversas reorganizaciones poblacionales que
intentaba instaurar las haciendas y las mitas, la religiosidad andina y
cosmológica de los indígenas pervivía en la figura de sus sincretismos y sus
celebraciones rituales escondidas[2].
Los vitales Curacazgos, en este sentido, eran una correa de transmisión de los
ánimos de restaurar el pasado perdido, en la medida que la Ilustración
revolucionaria dotaba a su inteligencia curacal de un poderoso instrumento para
conseguir dicho objetivo.
Pero el descontento en forma de
proyecto político llegaría durante el S. XVIII con los levantamientos indígenas
en diversos lugares del Virreynato. En la rebeliones más netamente indígenas de
José Santos Atahualpa en 1742, y de Túpac Amaru II, en 1780-1781 se concitaba
no sólo un proyecto de reclamos y de reformas sociales a las instituciones
injustas y engorrosas de los corregimientos y las encomiendas, sino un espíritu
de rebelión de separatismo nacional indigenista frente a la explotación y las
humillaciones por parte del régimen colonial[3].
La severidad de las reformas
borbónicas deposito el grueso de la nueva fiscalidad regia en las ya amilanadas
clases indígenas, y en las prerrogativas de los Curacazgos, que se habían
enriquecido con el comercio desde la costa, la Sierra y el Alto Perú (Hoy Bolivia).
El descontento ante la nueva política del reino, cobró forma cuando la lectura
de los curacas fue apoyar rebeliones para reposicionarse en este nuevo
concierto que no les favorecía; pero dichos levantamiento cobrarían una forma
de mayor radicalismo en las masas indígenas que les siguieron, perdiendo el
apoyo de los criollos y mestizos ante la politización de la gesta rebelde. Se puede decir el develamiento de esta
rebelión en 1781, no sólo significo la desaparición posterior de las noblezas
indígenas, sino que impidió darle a los procesos criollos independentistas
posteriores una legitimidad cultural y política en las clases más explotadas,
cosa que nunca les importo en realidad.
El calculo de los criollos y luego
el retiro del apoyo a la rebelión indígena aborto la más originaria experiencia
de nacionalismo indígena que se despertó en 1780, en la sierra sur del Perú.
Desde luego la destrucción de la nobleza indígena, y el nuevo curso ideológico
que adoptaría los procesos emancipatorios posteriores, desconocerían la
necesidad de pensar la República junto al indio, y harían del diseño de los
nuevos gobiernos republicanos preocupación exclusiva de una elite que completó
y reforzó el legado colonial, aunque se distinguían de él. La confiscación de
las tierras y los curacazgos a los líderes indios, darían pie a las grandes
como improductivas extensiones latifundistas, y a una nueva concepción servil y
castiza del indio, como la rémora de la nación. Desde el eclipsamiento rápido
de estas rebeliones indígenas, se tendría que esperar a la campaña de
resistencia de la Breña, en la Guerra con Chile, y a los levantamientos
campesinos del S XX para hablar de la formación de una voz nacional propia de
la cultura andina, que los procesos políticos en ese entonces ahogarían en el
olvido de otras lecturas erradas de estas experiencias.
Es desde mi visión necesario
remontarse a estas época de origen de la experiencia republicana, para señalar
que el sujeto político que se buscó para el remozado como incompatible contrato
social republicano del S XIX, es la razón del desconocimiento de nuestra propia
condición como país y como cultura. Si no hemos poseído la lucidez necesaria
para conocer nuestras sociedades ha sido porque las herramientas cognoscitivas,
y los imaginarios intelectuales con la que hemos examinado nuestros procesos
históricos desde nuestros orígenes han carecido de las actitudes y de los
compromisos afectivos para pensar más allá de los intereses políticos nuestras
sensibilidades y profundidades culturales. Ubico que ha sido el esnobismo y el
vínculo secreto con la reacción y el poder las razones psico-históricas que
explican la prevalencia de lecturas políticas y de solo mero diseños jurídicos
e institucionalistas como miradas insuficientes para reconocernos como sujetos
y culturas vivas. Desde esa época de falaz ruptura independentista, pensar ha
sido un oficio de personajes que pregonan una ferocidad que no poseen, y que no
son sus verdaderos intereses reales. El indio dejo de pensarse a si mismo;
seria objeto literario y social de otros actores, que en su nombre arrogarían
malas conjeturas e ideas absurdas… La vida debe pensarse a si misma.
El arielismo y la idea de nación
Es la debacle política y
civilizatoria que significaría la Guerra con Chile, y en el contexto externo la
llegada del escepticismo ante los efectos culturales de la racionalización
industrial en Europa, la que precipitaría el surgimiento de una nueva
sensibilidad intelectual, y por ende, la aparición de nuevos actores que se
plantearían como solución política y cultural ante el derrotismo de la guerra.
El costo de la guerra no sólo había
abierto heridas organizativas y económicas dolorosas sino que había manifestado
el conflicto irresuelto hasta hoy en día de nuestra condición sociocultural.
Había puesto en la mesa de debate, de algunas conciencias ilustradas, como
Gonzales Prada, la Generación del 900, el indigenismo, el anarquismo y el primer
marxismo la pregunta ¿quién somos? y
¿que territorio habitamos? En ese sentido, había lanzado la idea de que había
que pensarnos e interactuar como nación, para que el inefable destino no nos
cogiera nuevamente desprevenidos y desunidos.
La respuesta ante el marasmo
institucional fue asombrosa. Mal que bien la remoción de los escombros de un
país ya en declive desde la bonanza de guano, había posibilitado la
recuperación económica del país, y su inserción amical en los nuevos circuitos
del poder capitalista, representados por EEUU. El Perú en base al reinado de la
república aristocrática pudo diseñar una economía de enclaves productivos, una
formación primario-exportadora que permitió la conservación y sofisticación de
la estructura social y política heredada desde el s XIX. Se consiguió una
resonada estabilidad política, pero con una inocultable exclusión social de los
sectores mayoritarios[4].
Es decir, el ingreso de la economía nacional en un escenario de libre mercado,
y de políticas liberales moldeo un sector externo muy diversificado donde eran
claves la exportación del petróleo, el azúcar, el algodón, y algunos productos
mineros como el cobre y la plata. El contexto de la I Guerra Mundial favoreció
los precios de materias primas en el mercado internacional, lo que fortaleció
el poder la República aristocrática. Estos enclaves estaban bajo el control de
algunas familias, y asociadas al capital extranjero, principalmente
norteamericano y europeo. El sector moderno de la economía era pequeño, y poco
insertado en el territorio nacional, dependiente de los vaivenes de los precios
y las ventajas comparativas del mercado internacional..
Esta formación social moderna
destacaba por su desconexión con las economías menos modernas del país, o
digámoslo así, tradicionales, y poco tecnificadas, como la agricultura de los
señoríos feudales de la sierra, los pequeños mercados regionales, y las
profesiones liberales que tímidamente crecían en las ciudades. Había aparecido
un pujante proletariado, pero era muy pequeño para ser expresión de una
industrialización o importante economía manufacturera que no existía sino
raudamente. Este perfil estructural y económico que examinó brillantemente José
Carlos Mariátegui en sus estudios sociales, fue la expresión más elevada de una
sociedad de castas inmovilizada, que
mantenía encerrada a casi el 90% de la sociedad en límites de servidumbre y de
economías de subsistencia que permitían, a su vez, la hegemonía de Lima, como
centro indiferente y moderno de un País irreconciliado. La estructura social
que había sido heredada del s. XIX, y que se debatía entre el hispanismo, el
pasadismo y la moda afrancesada, en Lima, y un bullente sector popular rural, y
de “mistis” y de profesiones liberales, como la medicina y la jurisprudencia,
anclados en la hipertrofia social y educativa, se mantuvo incólume hasta bien
entrado el s. XX.
Las fuerzas sociales que tambalearon
este orden social varado en el tiempo nacieron previamente en la imaginación de
intelectuales comprometidos, y en las acaloradas discusiones que se originaron
en las universidades y pujantes sindicatos obreros. El descrédito y la pésima
actitud de las clases altas ante el desenlace de la guerra con Chile, originó
un descontento singular en líderes anarquistas y una nueva generación de
jóvenes intelectuales de clase media, que bebieron de los discursos e
inflexiones políticas de Manuel Gonzales Prada, acervo crítico de la hipocresía
y la irresponsabilidad de la oligarquía ante la guerra. Es útil señalar que la
labor del periodismo contestatario y las relaciones desde el s XIX entre los
obreros y logias masonas prepararon el camino para el crecimiento ideológico de
ideas de corte social. La experiencia del partido radical Unión Nacional,
fundado por Gonzales Parada en 1891, los reclamos en el campo, y las protestas
del movimiento anarquista a propósito de la lucha por la jornada de las ocho
horas, cobijaron y socializaron preocupaciones por conocer un país cuya
inteligencia vivía en Lima, y que no conocía el Perú a cabalidad. La unidad
entre el obrero y el intelectual selló una época de marcada producción cultural
e intelectual, donde los discursos públicos y las publicaciones de prensa
anarquista introdujeron ideas de corte progresista; ideas donde el pensar la
sociedad como un organismo vinculaba las energías sociales a una idea de
sociedad o de proyecto nacional.
Esta línea anarquista se difuminaría
conforme la conquista por la jornada de las ocho horas se haría realidad, y los
aires comunistas desplazaban al pensamiento anarquista del control de los
sindicatos. La influencia decisiva de la revolución rusa en 1917, y la fuerza
de las ideas socialista permitieron el crecimiento del movimiento estudiantil
aunado a las protestas y la capacidad de organización del movimiento obrero
peruano. Las consecuencias al nivel del pensar fueron la conformación de
lecturas sociales cada vez más objetivas y eruditas, originadas no sólo en la
ferviente clase media intelectual, sino en las clases medias de varias ciudades
del interior del país como Puno, Chiclayo o Trujillo, por ejemplo. La unidad de
la clase media, sobre todo en la órbita de la reforma universitaria y su rol
dirigente en la conformación de agrupaciones políticas, como los frentes y
ulteriormente, permitirían la conformación de los partidos comunistas y el
APRA, expresiones organizativas de mayor calado de la lucha revolucionaria.
La fuerte vinculación entre la
política y las ideas asociadas a ella, daría el impulso para esfuerzos por
elaborar una fuente documentaria e interdisciplinaria de varias visiones
intelectuales, donde la apertura y la coexistencia de posiciones no siempre
coincidentes permitirían en los pensamientos de mayor elaboración y
sistematización como el marxismo y el antimperialismo del APRA una
interpretación sui generis del caso peruano en el contexto de la efervescencia
latinoamericana. Si esto pudo ser así, se debió a que la libertad en el pensar
y la búsqueda de pensar la singularidad nacional al calor de los debates
políticos vulneró a las contribuciones intelectuales de posibles dogmatismos y
visiones espartaqueanas de la realidad. Había el suficiente juicio para
resignificar lo externo, y con ello pensar y actuar acorde con nuestra propia
experiencia de sociedad. Expresión de este encuentro de saberes lo representó
el trabajo periodístico de aquel entonces como “El tiempo” y “La prensa” o la
labor editorial de la revista “Amauta” que aunque duro poco tiempo fue prueba
del intentó de llevar al público una visión integral del país.
El ser y el significado se acercaban
en esta época, la vida y el pensamiento trabajaban de forma cooperante debido a
que la influencia del Arielismo latinoamericano fundaba frente al escepticismo
de Europa un acercamiento al sujeto y a la vida, que negaba el determinismo y
la excesiva burocratización que describía Weber, con su idea de “la jaula de
hierro”. Se trataba de una manera nueva de entender la realidad que hallaba sus
fundamentos en la filosofía de la vida de Nietzsche, Dilthey y Bergson, que
valoraban frente a las cosificaciones del positivismo y de la racionalización
de la empresa capitalista la propiedad única de la vivencia, el milagro de
respirar y existir. En las artes se producía una explosión de creatividad con
las vanguardias, el surrealismo, el dadaísmo, etc. En el mismo campo de la
ciencia, la revolución científica que supuso el relativismo, o la física cuántica de Einstein que observaban
las apreciaciones unilineales de la física newtoniana, es decir, donde el papel
de la subjetividad y de lo cualitativo cumplía un rol protagónico.
En América Latina se trataba de un
cambio de perspectiva. Previo al giro de la filosofía social hacia el
repensamiento del continente se produce el movimiento artístico del modernismo
con las creaciones poéticas de Rubén Darío y José Santos Chocano en el Perú. El
descubrimiento de la sociedad con la aparición de nuevos actores provoca un
giro peculiar hacia la búsqueda de una nueva sensibilidad, una nueva cultura
que había sido opacada por el mecanicismo y pragmatismo de las sociedades
europeas y la norteamericana. Esta búsqueda de extraer de un continente
olvidado una cultura latinoamericana es descrita en la obra de José Enrique
Rodó, “El Ariel” donde Ariel es el espíritu latino, la libertad, la estética, y
Calibán es Occidente, y su tecnificación incipiente e imparable.
En ese sentido, la influencia de
esta obra, y los pensamientos poéticos de José Martí en la búsqueda de una
revitalización de América Latina, hacen que los intelectuales se lancen al estudio
de la sociedad desde una lectura hermenéutica y
la vez holística. Ante este objetivo se levanta el interés de armar
desde las propias peculiaridades del ser latinoamericano proyectos nacionales
que reconozcan a sus actores y nuevos ciudadanos, y poner los fundamentos
filosóficos sociales para el despegue cultural y a la vez industrial de las naciones
soberanas, y a la vez espirituales. En visiones tan disímiles como inquietantes
de Víctor Andrés Belaunde, Los Hermanos Ventura y Francisco García Calderón,
José de la Riva Agüero, y las posiciones del marxismo sui generis de Mariátegui
se recoge la influencia del Arielismo en el terreno de la construcción
política, donde antes que una arquitectura sombría de burocracias y
organizaciones extrañas la construcción de la nacionalidad es una creación
espiritual y a la vez heroica[5].
Todos ellos, pero con más éxito y renombre Mariátegui buscan el sujeto de esta
nueva institucionalidad imaginaria en la raíces históricas y geográficas del
Perú profundo, y a la vez real, llegando
a la conclusión que el Estado nación es obra de una autóctona
subjetividad que el tiempo y el caos han obviado. En Mariátegui este sujeto es
el indio, como lo fue para Gonzales Prada
La libertad en el sentido de los
arielistas, como en los estudios de Alejandro Deustua arribando el s XX es una
búsqueda de hacer de esta más que una conquista política o una prerrogativa
ciudadana, sino una condición para crear y vivir de modo estético. Ahí donde
campeaba la obligación de adecuar nuestro espíritu a las exigencias de la
racionalidad formal y del soberbio hombre cartesiano se persigue en la
manifestación estética la creación y expresión de nuevos valores que alcancen
la unidad de nuestras culturas, y les doten del reconocimiento, mancillado por
siglos de explotación y dominio, de una remozada identidad que reinterprete las
influencias de otras civilizaciones y que destaque por su autonomía política y
espiritual.
En el campo en estricto del nuevo
Perú que sale de la guerra, la preocupación sobre los efectos morales y
culturales de la guerra con Chile, preocuparon por primera vez a un sector
ilustrado de la Oligarquía. En la reflexión de la generación del 900, cuyos
máximos exponentes fueron Víctor Andrés Belaunde, los Hermanos Ventura y
Francisco García Calderón, y José de la
Riva Agüero, ya mencionados antes - referencia obligada para todos aquellos que
presumen hacer un estudio sesudo del Perú- se inicia propiamente bajo estudios
sistemáticos y globales del país un marco y una forma de pensar que intentaría
buscar los elementos ideológicos y espirituales iniciales para un proyecto
moderno de nación.
Ellos son los que en diversos planos
intelectuales y valoraciones instituyen los temas clásicos, que se han vuelto
horizonte reflexivo y cultural de muchas generaciones posteriormente: el tema
de la identidad nacional, el problema del indio, el problema de la injerencia
norteamericana, la industrialización y la necesidad de contar con un proyecto
nacional. Plantearon estos temas con un énfasis culturalista y de diversos
modos buscaron un acercamiento idealista a la comprensión de la identidad
peruana. Aunque sus preocupaciones como intelectuales cercanos a la elite eran
sedimentar las iniciales políticas y los procesos para modernizar al país, su preocupación
central era crear los valores y los motivos espirituales de la nueva nación. No
obstante, iniciar el horizonte cultural que las nuevas generaciones adoptarían
de modo radical y heroico, se puede sostener que su predica aún respira un
fuerte hispanismo y tradicionalismo, con ribetes positivistas, como señalaría
Luisa Alberto Sánchez, en su libro Balance y liquidación del Novecientos.
El descubrimiento de la sociedad es
paralelo al descubrimiento del indio. Aporte de ruptura que es sentenciada por el
grito de Gonzales Prada, voz que surge de la debacle moral de la guerra con
Chile y que aprovecha la condena de los responsables de dicha derrota para
señalar un nuevo comienzo. No solo sus discursos incisivos y su retórica
polémica poseían el propósito de dejar atrás el pasado y el hispanismo aún
incólume, a pesar de los estragos de la guerra, sino que incidían en la
necesidad de rescatar de los escombros de un país desunido y fragmentado a la
nueva subjetividad del proyecto nacional que se debía asimilar. Esta nueva
subjetividad había que deshacer los siglos de menoscabo y de exclusión que
habían soportado, y darle a esa concientización progresiva una identidad donde
el trabajo de los intelectuales, de los jóvenes, lo obreros y los indios
anunciaban la superación del pasado y de los motivos oligárquicos y criollos
que habían sido la causa de nuestra atrofia nacional. Su pensar aunque no es
claro ante las coordenadas centrales de esta nueva identidad, si es consciente
que había que generar una nueva sensibilidad, un nuevo ethos de renovación y de
fe cívica.
Cercano al arielismo y al
radicalismo de su época se puede decir que las contribuciones de Gonzales Prada
beben de la necesidad de concebir una nueva identidad a un país sin ella- donde el conformismo y la tradición
anquilosada eran la norma enfermiza- pero a la vez confiaba en demasía en los
poderes subalternos que insurgían, y que a la larga no buscaban la renovación
nacional que tanto él ansiaba, sino la internacionalización de sus luchas.
Demás esta decir que el anarco-sindicalismo, del que fue uno de los
inspiradores, se agotaría al conseguir la jornada de las ocho horas en 1919, en
el gobierno de José Pardo y Barreda, y sería absorbido por tendencias más
propiamente socialistas, que desviarían las energías políticas hacia empresas
de menos contacto con la realidad circundante. El anarquismo peruano de
principios del s XX, era consecuente y honesto con sus ideales, partía de una
lectura y una necesidad apropiada; luego de ellos la praxis política no siempre
coincidiría con la inteligencia, o no siempre habría que creerle a la sabiduría
del libro. Con Manuel Gonzales Prada se abre el pensamiento social, y es el
primer momento lucido de la historia del país, como señaló Mariátegui, pero
estuvo limitado a no ver que las mismas fuerzas en las que deposito su
esperanza, estaban alejadas de toda posibilidad de conocer y gobernar con
propiedad un país tan complejo e indescifrable como el Perú. Su pensar aunque
comprometido con la imaginación de dicha causa es ya la quimera y el
voluntarismo inicial en que caería la intelectualidad posterior: imaginar un
país, sin que se supiera a ciencia cierta como intervenir en él.
La mirada compleja de José Carlos
Mariátegui es peculiar. No obstante, ser testigo y partícipe ocular de las
convulsiones obreras y anarco-sindicalistas de su época no se inclino del todo
a una lectura marcadamente socialista, como fue la experiencia practica de
otros intelectuales de la región. Su marxismo es sui generis no porque armó una
lectura romántica y a la vez revolucionaria que conecte con las masas en un
país sumido en el misticismo, sino porque captó debido a su propia experiencia
autodidacta y sensible que el país en el que vivió se hallaba atravesado por
factores culturales y alegóricos de antaño que era necesario incorporar en una
visión progresista. Su animo no es retórico o sólo estrategia de comunicación
como fue la intención subversiva de Gonzales Prada, sino que su visión se dio
cuenta tempranamente que la sola fuerza de la liberación no podía provenir de
un movimiento obrero pequeño y centralizado sólo en Lima y algunas ciudades de
la costa, sino que había que inscribir en su proyecto socialista otras
categorías sociales más propiamente peruanas, y sacrificiales de este
indescifrable Perú, aún inconsciente de si mismo. En su propósito de entender
este país con las herramientas del marxismo, se dio cuenta de su especificidad
cultural, a la que vio más allá de la literatura o del idealismo exótico sino
como ingrediente innegable de toda estrategia de desarrollo o de proyecto
político nacional Su intención fue realizar la filosofía social de su tiempo
inclinada al Arielismo, de modo práctico, pero a la vez dotar al materialismo y
a la política institucional de una sesuda identidad, cuya naturaleza
hermenéutica jamás desaparecería.
Mariátegui pertenece a la época
donde los valores y motivos del arielismo espiritualista están siendo
desplazados lentamente por posiciones y aires más revolucionarios, que intentan
llevar a la realización estos sentimientos culturales heroicos. De este
contexto multifacético y heterogéneos en cuanto a matices intelectuales y
disposiciones políticas bebe su pensamiento que hacía los años 1923-1928 intenta
radicalizar este ambiente dominado por planteamientos culturalistas y
reformistas, provocando el intento de síntesis y unificación de las luchas
sociales en la idea de mito revolucionario que toma de Georges Sorel. Si bien
su proyecto de ingresar la heterodoxia culturalista en un proyecto habla de un
uso explícito de construir un proceso socialista, nunca su propuesta abandona
el plano de la discusión, del entendimiento y de la traducción de saberes
diversos. Entiende que la materialización de un proceso político único aún
logrando su objetivo concreto debe renovar y cambiar los elementos
intersubjetivos que mantienen en la parálisis institucional y moral una
específica matriz cultural. No solo intuía la decadencia en las fuerzas que
buscaba liquidar y en las filas propias, sino que presumía que el socialismo no
conseguiría acabar con la cultura dominante y criolla que latía sólida en
nuestra cultura, si es que no superaba el idealismo como propaganda y pasaba a
la ética real y consecuente. Como sabemos su idealismo rebelde no produjo la
revolución del alma que tanto esperaba, sino que le dio consignas y sofismas al
conservadurismo marxista posterior, que desfiguro su pensamiento y reprodujo
los males políticos de la cultura dominante frente a la cual se celebra como alternativa.
Hacia los años 1930 se produce una
crisis de notable consecuencias en la política peruana. Partidos de masas
surgirían en un contexto donde la formas de hacer política en sentido moderno
nacerían. La crisis política de los años 31-33 en el Perú disputada por la
Unión revolucionaria de tendencia fascista, y el naciente partido aprista
peruano, de posiciones anti-imperialistas, representaría el arribo de
tendencias totalitarias, movilizaciones de masas, y los efectos de crisis de
modernización de la economía, producto de la crisis del capitalismo con el
Crack de 1929 en Nueva York. El civilismo había perdido terreno, debido al
embate de Leguía durante su oncenio de gobierno 1919-1930, y porque la orbita
en las inversiones foráneas provendría ya no de Inglaterra sino del capital
norteamericano, Cabe agregar que en el nuevo contexto de masas su apuesta
notabiliaria había caído en el descrédito, aprovechados por los discursos
anti-civilistas, y frente al radicalismo y la violencia tomaría el camino de la
represión y la dictadura para proteger sus intereses.
La represión con conatos de guerra
civil entre apristas y partidario de Sánchez Cerro, acabaría con la vida de
miles de militantes en ambos mandos, situación que eclipsaría un ciclo político
de crecimiento democratizador, y el poder tomaría la decisión de sacar del
juego al APRA y al partido comunista, agrupaciones proscritas desde ese
entonces. En este escenario las ideas sociales y la vida intelectual seguirían
su propio curso, pero no alimentarían la praxis política con tanto ahínco,
debido a la contra-violencia que se dictaminaría, y al restablecimiento de la
estabilidad política, lograda por el ejército y su alianza con los sectores
oligárquicos. Se empezaría una contracorriente conservadora que tendría efectos
negativos en la modernización del país, en un contexto de inicio de los
procesos por sustitución de importaciones en toda la región, y de protestas
obreras por al crisis económica y la carestía de alimentos.
En el marco de la II Guerra Mundial
en Europa, Perú se hallaba con una economía saneada, y había logrado sostener
su institucionalidad ante el avance de los reclamos sociales. Su inclinación
por los aliados, y su apoyo decisivo al capital norteamericano, alentarían
acuerdos comerciales que beneficiarían al sector moderno exportador de nuestra
economía. Esta estabilidad sumada a la desactivación de la actividad política
de los partidos de masas, permitirían la hegemonía nuevamente del civilismo con
Manuel Prado y Ugarteche, y representarían el no avance de la intelectualidad
social hacia posiciones de responsabilidad política y tecnificada, sino su
reubicación en idearios aún idealistas y literarios, cada vez más en
desconexión con el lento pero seguro proceso de modernización que se llevo a
cabo por las dictaduras, y sobre todo por la gestión de Manuel A. Odría en su
gobierno del Ochenio.
El patrón de crecimiento luego de
1945, en ese sentido, incorporaría la primera necesidad de diversificar las
producciones e iniciar un proceso de industrialización leve, que contrarrestaran
los avances sociales, el proceso de urbanización, el crecimiento demográfico, y
la aparición de nuevas necesidades y expectativas de modernidad, que todo esto
conlleva. En el Perú si bien este proceso es menos álgido, debido al cierre
político y la fuerte exclusión social de la Oligarquía se notan los límites
internos de las políticas liberales para lograr modernizaciones sociales más
vastas e integradas. Se avanza lentamente hacia la necesidad de introducir un
proteccionismo económico y una decisiva intervención del Estado, que superara
los atisbos de crisis del campo, y la marejada social de las décadas de los 60s
y 70s, ulteriormente. Construir un modelo de desarrollo social moderno acorde
con las nuevas sensibilidades y los perfiles sociales que insurgían.
La contrariedad de todo este proceso
social y cultural que culmina con el salto a la modernización desarrollista fue
que todo el proyecto intelectual y espiritualista que buscó construirnos una
identidad nacional, antes de que la modernidad se materializara institucional y
económicamente, residió en que los factores externos de complejización de la
economía mundial, ante los que nos vimos arrastrados, no permitieron la
maduración de una cultura soberana de sus procesos materiales e infraestructurales
internos. La primacía de la economía y de una concepción optimista que veía en
el desarrollismo la receta al porvenir, así como las veleidades de las elites
al retrasar por todos los medios este salto ontológico, arrebataron a las
nuevas subjetividades que ingresaron en este marco toda posibilidad de
resignificar y de expresar los contenidos étnico-culturales y alegóricos de
nuestra civilización. El resultado fue que el abismo entre la vida y el
proyecto de darle significado se truncaría, por el sueño de crear una cultura
calibanesca que nos extraviaría como sociedad.
El problema de esta línea de
pensamiento arielista que culmina con Arguedas es que en la intensidad de su
sensibilidad no se llegó a conectar o lo hizo muy precariamente su pensamiento
y reflexiones sociales con saberes cada vez más especializados y tecnificados
de la conducción del buen gobierno. Su búsqueda de la identidad antes que otra
cosa confundió su ánimo por el trabajo especializado y por el llevar sus ideas a la praxis
burocrática; por hacer de estas ideas organicidad institucional y técnica en el
sentido concreto del término. Este abismo trataría de ser conjurado por la
praxis política de la generación de los 60-70, pero en si misma las actitudes
mesocráticas de su voluntarismo histórico prolongarían el sentimentalismo y la
carencia de objetividad popular que desligan al intelectual de las voces que
defiende y representa. La carencia de una palabra propia y de una inteligencia
más allá de las deformaciones que las nobles
intenciones o las manipulaciones políticas han obturado en
las identidades subordinadas del campo y la ciudad, han hecho gravitar el
pensamiento y las disposiciones metodológicas y epistémicas de la reflexión
hacia sabidurías deshonestas que más han sentido la verborrea que la identificación
total con las entrañas de este aún enigmático país. Esta época anterior a la
modernización a secas perdería la oportunidad de cerrar las diferencias entre
la vida y el pensamiento, debido a que dicha escisión sería acrecentada por el
desarrollismo faústico, donde el interés práctico y las confianzas en el
estructuralismo mecanicista, expulsarían a la cultura y a los sentimientos
sublimes de las categorías de la historia.
Corte de aguas. Indigenismo vs ciencia social
Hacia los primeros años de la década
de 1960 se estaban dando las condiciones socioculturales para un esperanzador
cambio de época. Lo que finalizaba en Europa como la máxima expresión de las
luchas de liberación estudiantil de Mayo de 1968, representadas en el marxismo
libertario de aquel entonces, - y que prepararía la piscología para el
desencanto postmoderno posterior- se daba en nuestras sociedades como el
augurio de un nacimiento soberano de nuestros proyectos nacionales de identidad
latinoamericana. Por varios motivos que solo mencionaré de manera general, esa
esperanza cobraba forma en la decisión no sólo política sino encubiertamente
ontológica de apostar por un cambio estructural desarrollista, liderado por el
Estado. Los letrados de aquella época y las nuevas generaciones radicalizadas
de aquel entonces veían la necesidad de una ruptura epocal que llevara a la
practica todos los eruditos y rebuscados enunciados del periodo culturalista y
a la vez filosófico anterior; que sintetizaran y probaran los postulados y
sueños intelectuales de los arielistas en un proyecto socialista y la vez
modernista de sociedad peruana.
Es motivo de señalar que esta
traducción no se dio de modo enriquecedor para ambas partes. Sino que el avasallamiento
de las políticas de modernización, y los desubicados dogmatismos en que se
convertiría la política peruana de la década de los 70s imposibilitaron que la
alegórica experiencia de nuestra específica espiritualidad nacional, fueran
representadas de modo soberano en un proyecto político autoconsciente y con
robusta identidad propia. En más de la veces las buenas intenciones de dar el
salto cualitativo a una modernidad dirigida por visiones ortodoxas,
sacrificaron a la cultura que predicaban defender, imponiendo una versión
mecanicista y a la vez unilateral de estructura social que mataría la
oportunidad histórica de generar una renovación moral y cultural de nuestra
experiencia de nación. La forma en que se impuso la modernización que licuó la
sagrada tradición de nuestro Perú
diverso preparo a la piscología social para los desequilibrios y
fusiones sin coherencia de nuestros días, con el consiguiente resultado que esa
decisión histórica se tradujo en un error ontológico que nos expuso a la
explotación y a la perdida de valores nacionales de nuestra época contemporánea.
La lectura de las avanzadas
izquierdistas de la situación interna no fue la correcta. No obstante,
experimentarse las finales erosiones del mundo oligárquico, y el desplazamiento
de políticas de corte liberal por otras de orden proteccionista, el Perú no se
hallaba preparado de manera material para el cambio estructural que plantearía
el Populismo izquierdista, o por lo menos no ese tipo de reestructuración que
se obturó. No se puso en evidencia que la misma naturaleza infraestructural de
la formación social tenía el problema de que poseía una industria pequeña y muy
ligada al sector exportador, que teníamos una de las economías más abiertas al
comercio exterior de la región, teníamos un sector público pequeño y poco
sofisticado, carencia de una clase media educada y fuerte que se opusiera a la
oligarquía local, y que no se contaba con las destrezas burocráticas y los
recursos humanos competentes para reorientar el patrón de crecimiento
económico. Este abismo estructural fue la que dotó a la elite exportadora y a
sus socios extranjeros de una solidez política, a pesar que los reclamos en el
campo y el crecimiento organizado de una nueva sensibilidad generacional
demostraban una crisis cultural e institucional de enormes proporciones.
Fue al final esta la razón de la
debacle oligárquica: que su dominación había encerrado una desproporcionada
injusticia y falta de reconocimiento cultural en las clases populares,
incompatibles con los aires de industrialización y de modernización ciudadana
que hervían en toda América Latina. Las expectativas crecientes y el gran
descontento social habían producido levantamientos y grandes movilizaciones
agrarias por la toma de tierras, en una deficiente estructura agrícola, que
evidenciaban la expresión hacía fuera de nuevos deseos y ánimos de renovación
cultural, que fueron representados y organizados en las filas de una izquierda
renovada. La confianza en el desarrollismo y en las recetas economicistas de la
CEPAL (Comisión económica para América Latina) creyeron hallar en sus doctrinas
razones suficientes para asumir que el modelo liberal anterior era insostenible
como programa, y que estas ideas matrices conseguirían hallarle a la nueva
sociedad movilizada un nuevo contrato socioeconómico donde abandonar dicho
modelo liberal.
En si un cambio de horizonte
sociocultural fue potenciado como cambio político, y por lo tanto
malinterpretado como indicios de que era el socialismo garantía de autonomía y
desarrollo. El equívoco de apurar un cambio de enfoque no permitió ver con
propiedad las características que mostraba la formación social, y por lo tanto,
no se resignificó ni se operativizó las reformas estructurales que al parecer
funcionaban en toda la región. Había que dar el salto a la modernidad pero
reinventándola, sin matar lo nuestro. En su lugar se practicó una cirugía
irresponsable y romántica que nos hizo ingresar en los orígenes de la
internacionalización de la economía de modo desorganizado y sin haber dejado
atrás las eternas trabas socioculturales que se reforzaron aún más. Ni el
populismo tardío y sus reformas estructurales en que ingreso el país con el
gobierno militar pudieron reconstruir los cimientos de una modernización
autoconsciente, cayéndose en errores de gestión y de aplicación de la
industrialización y de la reforma agraria que evidenciaron el mal
aprovechamiento de las energías sociales que pretendía representar, y sin que
se haya podido dar forma a una economía nacional libre e integrada. El
historicismo exagerado, como mencionaba Nietzsche, desfiguró a la vida que quería liberar.
La creciente consciencia por la
realidad económica del país volcaron los esfuerzos organizados a generar un
desarrollo descentralizado y orgánico, que superara la pésima distribución de
la propiedad rural, el desigual desarrollo regional, lo mal que estaba
distribuido el ingreso personal, y que el desarrollo económico no llegaba a
todo el país. De este modo se estudio la realidad social y se intervino en ella
con una forma de pensar que ponía el acento en la modificación de las
estructuras sociales, y que con diversos matices hallaba en la metodología del
desarrollismo nacional del Gobierno militar del Velasco (1968-1975) y en las
posiciones más radicalizadas del marxismo ortodoxos los sentidos comunes para
dejar atrás el viejo régimen feudal y lograr así el progreso social. Pero en la
situación muy específica de nuestro sistema político dicha algarabía y
simplificación de la estrategia contestataria empobrecería la posibilidad de
comprender y a la vez consolidar el cambio modernista, como resultado de que el
reduccionismo de la violencia dialéctica que se imperaba arrojaría de los
análisis y de las lecturas políticas para la acción toda la riqueza
étnico-cultural que debió ser incorporada a una estrategia de traducción más
democrática y no tan autoritaria. El costo fue que la cultura política fue
arrastrada a una irracionalidad de consigna y de fragmentación de sectas que dispersó
las energías políticas y apelo a la
violencia y al autoritarismo para romper el esquema de fuerzas dominantes que
se enquistaba en el poder. Aquel misticismo que se pretendía negar con la
dialéctica retorno como dogma de violencia, perdiéndose la oportunidad de
hallar en los intersticios de una convulsionante modernización un espacio
seguro para el florecimiento de la identidad andina que se cholificó, o que se
ahogaría en el resentimiento de la violencia administrada de los 80s.
Pero antes de entrar a debatir este
proceso de lucha política irracional es necesario rastrear las causas que
produjeron este envilecimiento de la cultura de izquierdas. En otros ensayos he
examinado de modo estructural este derrotero, por lo que aquí sólo hare
referencia a lo que su inteligencia científica social pretendió negar, como
presunto mito fundador o salto cualitativo – me refiero al indigenismo- y a su
vez hacer una historia de las actitudes conceptuales que examinaron la realidad
social desde aquel entonces, y cuyas líneas de pensamiento son las responsables
directas o indirectas de la violencia política que asoló este país.
En relación a lo primero, la lectura
de los desarrollistas era que había que negar la estructura social calificada
de feudal e inoperante para poder ser modernos. No sólo había que erosionar las
condiciones materiales que atrapaban las energías sociales excluidas, sino que
había que dotarle a las representaciones culturales e intersubjetivas de nuevos
sentidos y referencias psíquicas que legitimaran el formidable como inevitable
cambio social. Por una razón de unilateralidad y de confianza irracional en la
razón modernista se pensó que era necesario también negar todas aquellas
lecturas arcaicas y subjetivas que deformaban la reflexión social. Había que
dar origen a la ciencia social, acorde a los requerimientos de la sociedad
faústica, y lo que había que negar era el idealismo tradicionalista y su
filosofía o metafísica; había que acercar la inteligencia a la experiencia
práctica, a la praxis real de los actores organizados y alejarla de la teorización o de la
especulación irracional. Uno de aquellos constructos que había que negar era
ese indigenismo literario o esa filología sentimental que desperdiciaba fuerzas
en el ensayismo literario o en el
culturalismo abstracto y alienado. El resultado con el tiempo no fue la
objetividad sino la desapasionante actitud técnica de dar énfasis al
diagnóstico politológico y a las grandes verdades sin prestar atención a los
motivos intersubjetivos que impulsan la acción. Como explicaré con más rigor en
otro acápite las preocupaciones cognoscitivas del pensar serían devoradas por
la politización absurda, y con menos fuerza por la restauración de un
culturalismo existencialista y despotenciado que aparecería en una época
posterior.
El mito fundador de las ciencias
sociales, en especial de la sociología[6],
tuvo su acontecimiento en la famosa mesa redonda de “Todas Las sangres” de José
María Arguedas, en donde un grupo de científicos sociales[7],
harían comentarios muy duros al carácter de verdad objetiva que representaba la
novela de Arguedas, con la intencionalidad clara de negar el influjo culturalista
de su pensar y de ese modo provocar un desplazamiento político de aquellos
pensadores y de su influjo filosófico que representaban un obstáculo al arribo
del marxismo y de sus herramientas políticas. Por diversas razones
pertenecientes a las sensibilidad de Arguedas estos señalamientos fueron
sentidos por él como una negación de sus aportes, de su vida – “He vivido en
vano”- y como el emplazamiento ideológico de las energías de la reflexión
literaria hacia preferencias más objetivas y científicas. Desde aquel entonces
los intereses de la política, de la lucha por el poder hablarían con conceptos
disforzados y abstractos de la vida, que se empobrecería en la sociedad
modernizada. El sentimiento debería ser sólo combustible de la lucha de clases.
La mesocracia pensante, y sus ciencias sociales mesocráticas deberían liderar y
conducir el cambio histórico que tanto ansiaban producir.
El indigenismo que tanto se preocupo
en conocer y expresar en la conciencia social del país la realidad dormida de
las sociedades rurales, había sido una rama del saber arielista, una visión de
los intelectuales mesocráticos o de tendencia urbana que se acercaron a esta
problemática, para cambiarla o incorporarla al proyecto de nación que se ideaba[8].
Con la vivencia de Arguedas del mundo andino él se propuso conocer y superar
las interminables desfiguraciones que el indigenismo criollo obturaba en la
realidad indígena. Él fue testigo sintiente y a la vez pensante de los cambios
que se estaban produciendo en el mundo rural, que él tanto se había forzado en
interpretar y liberar, por lo que ya entrando la década de los 60s y siendo
testigo del proceso de modernización que se aceleraba con los levantamientos
campesinos y los primeros atisbos de la reforma agraria, se dio cuenta que lo
indígena que tanto amaba podía probablemente ser devorado por la modernización
y que sus tesoros y tradiciones se perderían. En ese sentido, el aspiraba a una
reorientación de la modernización que resignificara lo andino en lo moderno sin
que se perdiera soberanía y se incrementara en vida. Su intención en “Todas las
Sangres”[9]
como en su novelas y obra antropológica era aludir a lo múltiple, pero orgánico
y armónico, que expulsara hacia fuera toda la riqueza del mundo andino, y no a
lo multicultural actual donde prima el caos, la falta de identidad y los
conflictos.
Por eso su observación a las tesis
de las ciencias sociales que desnaturalizan y entienden al indio solo como
campesino, sujeto formal y económico. Su premura no era detener el tiempo, o negar la modernización. El consideraba que
era un proceso positivo pero que había que reconocer en su esencialidad aquello
que se invitaba a modernizarse. Su idea era un “indio liberado” en su idea de
mestizaje, donde se debía hablar el castellano desde el quechua, resignificar
la modernidad bajo el poder de lo andino. La modernización que tanto le
preocupaba hacía perder la inocencia al indio, desorganizaba su cultura y lo
entregaba a una categoría de “cholo” que lo volvía sujeto de la revolución del
campo, un sujeto urbanizado, un anexo o compañero bastardo de la revolución
obrera. Su intención era no perder la inocencia de un niño que, sin embargo, debía
saber manejarse en un medio de masas y de muchos elementos disimiles y
amenazantes. Su entrada u ojo crítico no bebía de la conceptualización
afilosófica e insensible de las ciencias sociales, que no va más allá del
hecho, no lo siente o no lo interpreta como vivencia, sino que busca expresar
lo intransferible, lo único en forma intersubjetiva y potenciadora, de modo que
la vida hable por sí misma. Sentir para Arguedas no era mera protesta dentro de
uno mismo o vivenciar sólo lo que se ama, sino acrecentar lo interno, lo que
encierra una comunidad no de modo existencial o melancólico, sino trágico.
Por ello la protesta de Arguedas, y
de su esfuerzo porque cobren vida aquello que iba a ser encerrado luego en lo
que lo negaba, con la promesa de la ciudadanía asalariada. El mundo de ahora en
que la globalización ha devorado nuestra constitución social, y la vida
cultural es una copia caótica de múltiples fusiones sin lógica alguna ha hecho
que el proyecto de cholificación, acuñado por Aníbal Quijano, entre en una
franca decadencia o fracaso rotundo. La modernidad que solo se ha vuelto
individualización y locura organizativa sólo invita y adiestra al migrante como
sujeto económico y formal, negando su singularidad o trastocándola en la
persecución de querer ser individuo postmoderno a toda costa, sin poder llegar
a serlo. El mundo de nuestra cultura se vestirá con las formalidades de la modernización organizativa, pero sigue
siendo una aldea donde las prerrogativas del mundo criollo y sus ficciones
siguen excluyendo a las clases populares bajo razones de piel, de etnia, de
clase, de género o de cultura. Incluso la competitividad actual traduce un
racismo de la inteligencia que condena a la cultura honrada a la delincuencia y
a la trasgresión como mecanismo de sobrevivencia, de goce y de protesta
subterránea. Nuestra identidad conflictiva es la prueba de que los manantiales
de los que vive y respira nuestro espíritu se hallan totalmente bloqueados, y
toda la felicidad de los motivos ideales no llega a expresarse en el mundo
administrado actual. La naturaleza reprimida, no sublimada de modo
institucional ha tomado la senda del cinismo y la anomia como lógica de vida
social[10].
He señalado parte del proceso cultural
en que caería la sociedad peruana. Como aquello que fue lanzado como utopía y
destino culminaría en informalidad, caos y pérdida de identidad cultural. La
escisión entre vida y significado que la modernización prometió cerrar en base
a la razón autoconsciente ha generado un mundo producido y extrañado, donde la
cultura se privatiza o huye a las fauces de la marginalidad o de lo
clandestino, como ruta de escape a su sensibilidad solipsista. Pero frente a
este evento se desarrollan otras razones, conceptos o hechos políticos que
permiten comprender como esta escisión o abismo fue porfiadamente neblinado,
con un conjunto de verdades e ideas fuerza que han modelado nuestra psicología,
nuestras representaciones colectivas, nuestros imaginarios más íntimos y nuestra
arquitectura organizacional con el resultado perverso que la autodestrucción
creativa, para usar una categoría de Shumpetter, en que ha ingresado el modelo
de desarrollo actual ha enfermado culturalmente a nuestra formación social y
singularidad. Las verdaderas configuraciones vitales y las reales luchas
interiores que subyacen a esta falsa institucionalidad han sido ocultadas por
mixtificaciones e ideologías que parten de este proceso de origen de las
Ciencias sociales. Lo quiero decir con una fina expresión diplomática, pero la
estructuración de nuestras sociedades desde aquel entonces, y su
individualización o personalización postmoderna parten de una específica
orientación política hacia el mundo moderno, de una misma raíz ontológica que
luego retomaría la reacción neoliberal. Los conceptos que sirven para
comprender el Perú esconden o han sido movilizados para orientar objetivos
políticos privados, que han ahogado la vida en algo innombrable pero aun
viviente, y tanta es la acumulación de mentiras que el ser ha sido
olvidado por sus propios protagonistas.
Antes estas ideas, expresadas en el
párrafo anterior, hay dos disposiciones o estados de ánimo sustanciales que han
recorrido la historia de nuestra inteligencia, y que en plena década del 70 asumirían
la confección de consignas o acuñación de específicas formas de pensar, con las
que ha sido pensado erróneamente el Perú y su historia. Uno es la raíz más
propiamente latinoamericana, mariateguiana y guevarista del marxismo, que
arranca con el MIR (Movimiento de izquierda revolucionaria) y ELN (Ejército de
Liberación Nacional); y el otro es el marxismo ortodoxo, popular y gremial que
parte de las concepciones más ortodoxas del marxismo, como lo fue el PCP
(Partido comunista del Perú) pro chino y pro soviético. Aunque estoy lejos de
sostener que había cierta coincidencia y
consciencia entre la construcción de conceptos y la epistemología social, y las
formas prácticas de acción política de las izquierdas, se desea inquirir que si
hubo cierta correspondencia indirecta, y que hay ciertas psicohistoria de los
saberes de izquierdas que arranca en este período. La caústica rivalidad entre
una actitud hacia la vida en las biografías intelectuales de Manuel Gonzales
Prada, y Ricardo Palma, uno realista y severo, y el otro lúcido pero
despreocupado se reproduciría en esta época en la inteligencia social bajo los
moldes de un marxismo ortodoxo y otro más heterodoxo.
Ahí donde la derecha no se había
preocupado de sistematizar orgánicamente su longevo liberalismo, esta
psicología de cuño arielista e hispanista había sobrevivido, en su vertiente
libertaria y romántica, en las concepciones más heterodoxas del marxismo de los
70s, como específica forma de pensamiento mesocrática y rebelde. Su programa
fue hallar en el marxismo la comprobación científica y operativa de las
premisas de la tradición arielista, que como señalé antes, culmina con Arguedas.
Pero su intento de modernizar o hacer más sofisticado las técnicas y los medios
institucionales de la reflexión social, desvió su atención paulatinamente hacia
las concepciones más propiamente formales de la acción social, con el objetivo
de construir los fundamentos científicos y epistemológicos del proyecto de
cambio estructural que deseaban movilizar y legitimar. Su apego al marxismo no
fue como se piensa incipiente y esquemático sino que era parte de una forma de
razonar que intentaba repensar las herramientas conceptuales de esta teoría en
clave latinoamericana y descolonizada en toda la región.
Buena parte de esta intelectualidad
pertenecía a una generación de jóvenes de clase media que se había sentido
identificada con la revolución cubana de 1958, que se había nutrido de las
teorías del desarrollo y que se había acercado a resignificaciones del marxismo
como los enfoques de la dependencia, como fue el aporte sociológico en el Perú
de Aníbal Quijano y Julio Cotler. De manera muy singular su intento de
reconvertir los idearios del arielismo sólo fue retórica e intencional, pues a
pesar que en esta época los análisis de esta mesocracia intelectual si
elaboraban visiones globales y sistemáticas pronto la politización asfixiante
de los centros universitarios y del espacio público los arrastro a
declaraciones radicales que sólo veían la solución a los problemas de nuestra
historia en la insurgencia armada, y en la ruda protesta social. El resultado
fue el lento empobrecimiento del análisis social, la real ceguera de las
específicas mutaciones que adoptaba nuestra modernización y el abandono del
nacionalismo metodológico como geocultura de sus razonamientos, por un cisma
socialista al que visualizaban como solución absoluta.
En las concepciones más peculiares
de clase, de marginalidad, de enclaves productivos, de populismo, luego de
informalidad, de socialismo, de mercados internos y toda la batería de
categorías del Keynesianismo que asimilaron de la CEPAL y de los enfoques de la
dependencia latinoamericana se advirtió un esfuerzo por hacer calzar nuestra
compleja singularidad cultural y material en la visión estructuralista del
marxismo. Al no poder hacerlo por las irresistibles incompatibilidades entre
una viviente cultura sacrificial como la peruana, y las plantillas mecanicistas
del desarrollo- ¡la inconsistencia entre el marxismo y América Latina!, que no
reconoce Arico[11]-
se fue revelando una conflictividad y desacuerdos tan irreconciliables al nivel
de la interpretación marxista, y por supuesto en las luchas sociales, que se
fue expresando silenciosamente el reduccionismo politológico y economicista que
los define como clase política, silenciando los abismos entre la teoría y la
realidad e interponiendo conceptos convenidos y subjetivos ah donde se requería
lucidez y claridad sociológica.
El daño ontológico ha sido de tanta
magnitud que el descontento y la dureza de la vida no ha sabido reconocerse sin
tener que apelar a estas ideas primigenias, con la consecuencia que pensar se
ha vuelto en este país una profesión cada vez más desconectada de la vida que
vive, y que alimenta un compromiso y consejos que no se practican. Dado el
apoyo de su leyenda infundada estos pensadores han sabido reciclarse a través
del tiempo, en las teorías de la democracia de los 80s, en la teorías
anti-globalizadores, y en los estudios culturales y ahora en los estudios de la
colonialidad del saber logrando un prestigio que nubla los enormes esfuerzos
que se requieren para pensar con propiedad este país y sus transformaciones.
Los abismos que se suceden entre la vida y el pensamiento no son sólo producto
de un pensamiento ya neutralizado por el poder, sino que la
institucionalización de su forma de pensar e interacción política que les ha
reportado credibilidad y estatus a través del tiempo, también hacen
responsables a esta clase intelectual. Esta ha devaluado en el prejuicio y el
olvido la posibilidad de una urgente revolución de la ideas, y de que la noble
tarea de pensar corra a cargo de un nuevo espíritu y sensibilidad.
La otra rama del marxismo más
gremial y subalterno, tuvo como orientaciones epistémicas las visiones más
retrógradas del pensamiento comunista. Aunque las inconsistencias entre las
ramas del marxismo ortodoxo y los enfoques más heterodoxos si existieron, estás
fueron irrelevantes en la medida que las contribuciones académicas de este
último no influyeron de modo político en la otra rama que se convirtió en una
pastoral tosca y pragmática de como obtener el poder, generalizada en ese
entonces. De algún modo trágico los descontentos históricos y la rabia
acumulada a medida que se desmoronaba el viejo orden oligárquico hallaron en
las proclamas comunistas una suerte de religiosidad política que venerar y
seguir, ante el cambio ontológico. La buena acogida del marxismo en las clases
subordinadas lo convirtió en un horizonte cultural que les dio seguridad
fundamentalista, y esto porque transfirió al mundo moderno la enorme rabia y
los rencores que la tradición colonial había introyectado en la sociedad
peruana, que en ese momento se movilizaba. Este rencor ya organizado, se tradujo
en una seriedad pragmática, en fe ciega a una pasión que recompuso la seguridad
cultural perdida, pero que proyecto sobre la violencia un proyecto político de
ira, que se convirtió rápidamente en lucha de clases, en guerra popular. Este
pensamiento insano aún se enseña en los sindicatos y en diversas organizaciones
populares y políticas, y es la razón de que el pueblo lentamente se ha apartado
decepcionado. Esa fe es preferible a que se reconozca la propia miseria.
La modernización se tambaleaba y los
enormes esfuerzos de reforma estructural del gobierno militar de Velasco
Alvarado y la reacción conservadora de Morales Bermúdez, no consiguieron dar
forma con autonomía a una economía nacional soberana. La escena autoritaria de
los 70s, se empeoro, cuando los síntomas de crisis económica interna se
revirtieron en pobreza y en la restauración de los enormes males de nuestra
escena contemporánea. El poder se reagrupó y la cultura que fue invitada a ser
parte de un modelo sinceramente absurdo y autodestructivo huyó a las fauces de
la informalidad y de la anomia institucionalizada. La crisis fue sentida como
parálisis de una promesa, como cancelación abrupta de todo un horizonte
cultural y la vez político. La incertidumbre que sobrevino se convirtió en violencia,
en necesidad para algunos de retomar el control de una modernidad que se
desmantelaba, y que a la vez era la razón originaria de dicha inseguridad y
desesperación. El camino fue la lucha armada, del Partido comunista Sendero
Luminoso, y luego el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru). Esta
historia de la que no mencionare su proceso, fue a mi juicio, la consecuencia
lógica de la irresponsable acumulación de pregones de ira y de celebración de
la revolución del período de los 70s, así como de las inconsistencias morales y
las ficciones estúpidas que se regaron al interior de una izquierda que no
reconoce hasta ahora su gran insensatez. No quiero detenerme en este análisis,
pero si hasta ahora esa ira política sigue viva aprovechando la discordia que
desarrolla este sistema de civilización que sostenemos, es porque hay una falla
de origen en el modo como se respira la felicidad y el bienestar a nuestro
alrededor. El niño que se ha extraviado en las ilusiones del progreso al perder
la inocencia no halla en la madurez, ni en los apócrifos malabares
comunicativos de la democracia, ni en las políticas de concordia que
consumimos, la promesa segura y libre de su propio crecimiento y realización.
Ese niño que crece se ha transfigurado en el mal que nos consume y nos acecha a
todos, porque no se le deja vivir.
La politología y la democracia.
Serían dos corrientes o estados de
ánimo precisos que partirían con la asunción del sistema democrático como forma
de gobierno. Una que se centraría en el optimismo de las ciencias políticas,
para sostener las bases institucionales de la naciente democracia, y otra los
iniciales estudios culturales e indagaciones psicoanalistas, que hallarían un
terreno propicio en los enfoques de desarrollo de capacidades de las ONGs
(Organizaciones no gubernamentales). En este acápite me ocupare de la primera
corriente intelectual. Pero antes de desarrollar esta idea, quisiera precisar
que ambas corrientes corresponden al sector de la intelectualidad del marxismo
heterodoxo de los 70s, que salió más ilesa de la guerra interna y que no tomo
partido por esta decisión.
Las consecuencias de la
ideologización modernizante aniquilaron de sus planteamientos reflexivos a los
sujetos que deseaban redimir. Como al principio de la república la reflexión
social cometió el error de depositar la fuerza del análisis social en el formalismo
político, sin tomar en cuenta a los miembros y a las subjetividades que son
parte del contrato social. La sociedad desapareció de nuevo o se le arrogaron
títulos organizativos y estructurales que desconocen sus mutaciones internas y
sus imprevisibles mentalidades colectivas. El sujeto al que no toman en cuenta
es definido al estilo de la razón
cartesiana, como una mónada autoconsciente que posee razón y juzga, elige y
participa. ¡Craso error¡ Ayer la equivocación fue ignorar la identidad porque la
política era el todo; ahora la ignorancia es consciente y perjudicial, pues la
sociedad existe, y requiere tener una identidad, para ser contrato social y
político. De similar forma nuestro proyecto político y ¿porque no? nuestra
ciencia política no conoce lo que pretende incorporar. Confía en demasía en la
ingeniería política para producir las subjetividades que necesita su idea de
comunidad política. Bajo la idea de Giovanni Sartori, o los institucionalistas
norteamericanos creen ciegamente que las instituciones políticas deben
sembrarse en la cultura, y producir desde el Estado a la sociedad que requiere
la división social del trabajo y el sistema económico. ¡Nada más autoritario¡
Esta confianza en el diseño antes
que en la acción social para producir por si sola su propia configuración de
comunidad política, es similar –aunque ellos crean distinguirse- de aquellos
politólogos que ponen el acento en las condiciones históricos sociales de la
constitución de instituciones políticas. Si bien no es similar en la forma en
la que construyen la política, si son equivalentes en la idea que tienen de los depositarios del poder. El sujeto en
los marxistas y en las posiciones republicanas europeas es un producto social,
donde el sentido practico de estos esta cargado de racionalidad, pero en su
definición éstos reproducen la arquitectura de un orden social que se tecnifica
y especializa de modo organizado. Esta dialéctica no es tan real en las
sociedades de naturaleza sacrificial como la peruana. Aquí no hay sujeto en el
sentido clásico del término, sino culturas e identidades que son forzadas a
serlo con el resultado de la fatídica erosión de sus tradiciones y saberes
ancestrales. Al modelar una subjetividad individual hallan al ciudadano de su
glorioso contrato social como clase o grupo de interés diluyendo los orígenes
culturales de esta ciudadanía, y arrancando a las personas de sus raíces
culturales por construir una autonomía y libertad negativa o positiva que no
lleva a nada
El primer fenómeno de abandono de la
subjetividad recayó en el abandono paulatino del análisis de las formaciones
económicas y el carácter social de la producción. La preocupación por darle
vigor a los planeamientos sobre las transiciones a la democracia, luego de 12
años de dictadura y de severos conflictos de intereses hizo que se pusiera
énfasis en los mecanismos formales de consolidación del régimen democrático,
basado sobre todo en la partidocracia que emanaba de la reciente promulgada
Constitución de 1979, situación que puso el acento en las relaciones de diálogo
y de consenso como procedimiento para evitar conflictos y limar políticas
públicas en ese sentido. La partidocracia que proponía la Constitución del 79,
buscaba la consolidación de un régimen democrático que no fuera producto de una
imposición de leyes ejecutorias no consultadas o discutidas, sino que sentaba
las bases para una real convivencia de fuerzas políticas que antes buscaban
eliminarse entre sí. Hubo lo que se dice una plataforma mínima de acuerdos de
desarrollo que garantizaban la aquiescencia de la gobernabilidad y el
equilibrio de poderes. Pero el problema es que la confianza en este marco
democrático con ponderaciones de procedimiento y jurídicas, afianzo la
disgregación estructural del país, porque la política cedería fuerzas a las
sectores privados en el control de la economía, y ya los serias deudas
estructurales, las pugnas internas en los partidos, y el ingreso con fuerza de
la economía del país en un largo ciclo de recesión y de pobreza estructural
ahondaron las distancia entre la cultura y la política que se sentía como sólo
retórica y desorganización interna.
Luego de un fuerte ciclo
dictatorial, donde el fracaso del reformismo militar devino en modificación
sustancial de los basamentos políticos y
económicos de la sociedad peruana, se ingresa a un período donde la democracia
es sentida como la oportunidad de alivianar el severo conflicto de clases, las
pugnas y la crisis en la modernización que las reformas provocaron en la
economía. Las dos corrientes marxistas que hasta entonces habían interpretado a
su modo el país y que hegemonizaban el conflicto de clases y la idea de
revolución, como lógica de cambio pierden terreno en la medida que la dictadura
y la politización interna generan las condiciones para el empobrecimiento de la
vida académica y el alejamiento paulatino de la reflexión social de los nuevos
actores que surgen. Una de ellas, conocemos la historia, se lanza al inicio de
la lucha armada, y la otra corriente abandona el economicismo y las búsqueda de
razones estructurales para explicar nuestra dependencia, y se lanza a pensar la
necesidad de democratizar la sociedad, como mecanismo de reconciliación de las
fuerzas políticas. En esta decisión la inteligencia abandona institucionalmente
la posibilidad de pensar de manera autónoma nuestro carácter estructural, y por
la presión relativa de la cooperación internacional, se lanzan a la fundación
de centros privados de investigación, donde el énfasis en el análisis será un
cambio radical en los temas y concepciones teóricas usadas. De cierto modo el
pensar se vuelve un instrumento pragmático, donde la sociedad desaparece y
prima el resultado de conseguir objetivos acorde a dogmas que no se cuestionan,
y a su vez la inteligencia pierde cierta independencia para resignificar las
modas teoréticas que llegan, y termina razonando en términos de conveniencias
políticas, y no escuchando a las nuevas subjetividades.
En el período previo, la necesidad
de evidenciar las razones estructurales del atraso, preparaban el terreno
ideológico para revolucionar las estructuras, que bloqueaban tal consumación de
la modernidad y de la autonomía social. Se creyó hallar en el diagnóstico de la
economía la fuerza explicativa para conseguir tal objetivo, en la medida que se
contaba con la fuerza política en actores organizados para generar el cambio
social. El excesivo énfasis en la economía y en las clases sociales, alejo de
su razonamiento la importancia de pensar la democracia y los sujetos y las
identidades que la integraban, pues se creía que el cambio social los generaba
automáticamente. Cuando las estrategias del desarrollismo y las lecturas
dependentistas son disciplinadas junto con los actores que buscaban la
revolución, de produce un giro hacia la política, hacia el estudio de los
movimientos sociales, la cultura política, la sociedad civil y las transiciones
a la democracia[12].
El desclasamiento que se produce en la sociedad, y la aparición de nuevas
subjetividades, acordes con la desintegración que esta sufre desvinculan a la
cultura, que muta de forma imprevista, de la construcción de institucionalidad
política.
Surgen las identidades juveniles,
los reclamos feministas, los ecologistas y los movimientos de pobladores, que
desentonan de las organizaciones sindicales y de partidos, en un contexto donde
tal desarticulación del poder político deviene en la multiplicación de
intereses y de representación de demandas producto de la pobreza estructural y
de las expectativas que la modernización despertó en la sociedad movilizada. Se
pasa de un análisis que pierde poder de influencia en la economía, y por tanto,
en la conducción de la modernización, a un reduccionismo político, que abandona
las visiones generales y que destaca los aspectos formales de la democracia. En
esta preocupación el pensamiento social pierde injerencia real, y se vuelve en
consejero institucional de las formas que debe adquirir la democracia, como
mecanismo de convivencia política. Esto expresa una forma de sobrevivir como
clientela, pero ya denota la incapacidad de las ideas para modelar una
formación social en donde el poder de los actores privados es central.
Al aparecer la democracia como
fórmula de consensos se obvia las condiciones estructurales para su ejercicio.
No se piensa en los actores que la involucran, ni en los marcos generales en
donde depositan sus intereses y despliegan sus esfuerzos, sino que se avistan
sólo los procedimientos y marcos normativos que modelan a los miembros que
requieren, no pensándose a la sociedad,
ni el tipo de sociedad que se quiere construir. Se produce un proceso
por el cual la política se explica a sí misma y se pasa a tener una confianza
ciega en modelos políticos e institucionales que no se condicen con sociedades
donde los niveles de desintegración, alarmante desigualdad social, distribución
del ingreso, marginación económica, y de carencia de cultura ciudadana hacen de
la democracia, y de su individualismo racional una fórmula del todo irreal e
impositiva. El consenso que se explícita como mecanismo de negociación en una
sociedad que se vuelve profundamente heterogénea hace que el discurso de la
democratización se muestre como promesa perpetua, más que como herramienta real
de resolución de conflictos y de gestión de necesidades. El conservadurismo de
la política niebla las razones reales que generan el desmantelamiento de la
sociedad, y pone el acento apócrifo en espacios de discusión y de toma de
acuerdos, que no poseen real incidencia o vinculación política. Nuestro primer
contacto con la socialdemocracia como fórmula de convergencia de intereses
posee desde este real ejercicio de democratización a principio de los 80s, un
marcado acento de improvisación que incorpora, incluye, pero no es capaz de
construir, tomar decisiones o de gestionar materialmente el desarrollo que
tanto oferta.
Por eso la naciente democracia que
se instala en los 80s, luego de promulgada la constitución de 1979, no
consiguió postularse como espacio público porque, como sabemos el desmantelamiento
de la modernización, y el posterior ajuste estructural en los 90s que viviría la sociedad darían vida
a la insurgencia como salida autoritaria. Ahí donde la democracia es
defenestrada por la guerra interna, y por los serios reveses materiales e
institucionales que sufriría el país esta terminaría arrinconada por dictadura
y por el decisionismo Fujimorista que limpió el panorama estructural y a la vez
psicológico para el reinado de un tejido atomizado y de un escenario de
organizaciones privadas, donde la sociedad y sus culturas diversas quedan fuera
de juego y olvidadas en la carencia de reconocimiento. La incapacidad de la
democracia para unificar un conglomerado interminable de demandas y de
intereses diversos se vuelve en un escenario donde ésta pierde legitimidad y se
bate en la ingobernabilidad, donde es irrelevante la socialización de las
personas y éstas son vistas a la fuerza como una multitud de individuos-votos
coordinados en un mercado hegemónico. Nuestra democracia no es sólo insuficiente
desde sus orígenes porque impone una realidad marcadamente diferente en cuanto
a la recepción cultural y construcción de subjetividad, sino porque su partida
de nacimiento es parte en nuestra historia de una postergación silenciosa del
ser social plural que somos, que inquietó tanto a Arguedas. El error de la
modernización que se impuso con el discurso economicista y de revolución, es
similar al que comete la subordinación de los intereses a la gobernabilidad
política: olvidar que la cultura no es un producto automático de esquemas y de
administraciones diversas sino que ya de por sí es el elemento que hay que
tomar en cuenta en sus raíces para lograr el compromiso de los ciudadanos, y a
la vez permitir la consolidación de un sistema de vida basado en bases
presuntamente modernas.
Y esta es la razón, del discurso
anti-político, que usaría Fujimori para permitirse la tarea de desmantelar
todas las condiciones sólidas de la modernización populista. No sólo se arrogó
la tarea de criminalizar la sociedad como estrategia para obstruir el
renacimiento de la sociedad civil y favorecer la multiplicación de los agentes
privados, sino que demolió toda posibilidad de reencuentro entre la sociedad y
los sistemas político y económico; colonizando a la primera de una racionalidad
empresarial que hace legítimo el poder del capitalismo aunque se sepa que la
cultura no tiene sitio en él. El desencanto con la democracia, con los
políticos y la política ante la incapacidad de los gobiernos por resolver
nuestros males estructurales es también un desencanto histórico con el dolor
acumulado en la idea soberana pero inconclusa de nuestra individualidad.
Nuestra democracia ha vivido bajo el signo de la esperanza, pero también ha
sido origen último de una gran frustración, porque la idea que sirve de columna
vertical al capitalismo y la democracia
burguesa, basada en la mónada individual, es un proyecto que atrae pero a la
vez decepciona. Nuestra singularidad ha hallado en su expresión individual una
sabia receta para desfogar sus elementos catárticos, con tanta intensidad que
la fuerza alegórica y plural de nuestra realidad sacrificial no se reconoce más
que en ella, a pesar que mantiene con eso en el olvido perpetuo nuestra oriunda
felicidad étnico-cultural. En tanto la democracia no se ingenie el compromiso
de la cultura con los sistemas más sofisticados que vienen de la vida y que la
hacen posible, seguirá ahuyentándola hacia los submundos de la ilegalidad y de
la violencia sin límites. El problema no es sólo que el capitalismo no es
coincidente con nuestra frágil democracia erosionando sus promesas y políticas
sociales, sino que en su misma base la forma en que ingresa el capital hace
imposible el enraizamiento de formas democrática de vida social, porque la
cultura ha huido hacia lo clandestino y lo deforme como lógica que protege el
desarrollo de su privacidad
Es menester decir que la pérdida de
nuestra democracia en los 90s, y el inicio de la dictadura cívico-militar
durante una década, fue el resultado del colapso de una forma de concebirnos
como civilización moderna. La violencia terrorista, la corrupción generalizada,
la debacle económica, la pobreza
estructural, la crisis moral-cultural que asolaban el país son la prueba que no
somos capaces de constituirnos como modernización técnica y la vez cultural.
Desde la dictadura, los frutos del espíritu se verán cancelados por una cultura
degradada e inculta que elegirá el protagonismo individual como ruta de
expresión, mientras que las mutaciones
económicas y organizativas perderán todo su interés y se privatizarán
dramáticamente. El arrojo de la singularidad cultural en los confines del
mercado y de su emblemático sistema de consumo será expresión de un cruel como
ineluctable divorcio de la cultura con toda forma de organización que se
presuma gobernarla. A pesar que los acuerdos y las discusiones legales seguirán
su curso la política como telos de la
historia y de construcción de la realidad perderán su eficacia, en la medida
que las personalidades serán el resultado de una cruel violencia trasgresora y
generalizada, donde la reafirmación a toda costa y agresiva del individuo serán
la prueba de que la democracia ha abandonado toda concepción ética de sociedad,
y se revela como dispositivos y procedimientos que defienden al individuo
posesivo.
Demás esta decir, que la vuelta del
estado de derecho en el 2001, y la recuperación de la democracia no han
solucionado los graves reveses históricos que nos definen como civilización. El
acuerdo nacional y los esfuerzos del gobierno de transición por erigir 31
políticas de Estado, como horizonte de desarrollo compartido no han eliminado
la penetración del Estado por intereses privados. En nuestra época la ciencia
política que piensa y repiensa las condiciones del ejercicio democrático siguen
sin pensar el lugar de las subjetividades y de un proyecto de sociedad en ese
marco político. Tanto las propuestas institucionalistas que ponen el peso de su
esfuerzo en los rigores administrativos, como las propuestas
histórico-estructurales que demandan una refundación del proyecto republicano,
cometen el error en creer que la sociedad está devorada por el Estado, que la
solución es hacer lo más parecido el Estado a las sociedades modernas.[13]
El centro de esta sociedad, cada vez más desarticulada y habitada por una
racionalidad de mercado, ya no está en el Estado. En él se dan cita todos los
mecanismos y dispositivos legales que buscan ventajas privadas, pero en sí la
vida se ha diferenciado tanto que la presencia represiva e institucionalizada
del Estado solo está presente para desmoronar por medio de la modernización la
vida que presume gobernar. Una reconfiguración de la sociedad por medio de una
redefinición del Estado, es tarde ya, porque la vida que ha hecho posible y las
nuevas subjetividades que ha hecho nacer el crecimiento económico en la última
década han desbordado con creces su capacidad de regulación. Si actualmente el
estado tiene que hacer frente a un número interminable de conflictos y
violencia común es porque el ámbito de la modernización que siguen inoculando
los agentes privados, llámese empresas extractivas o de todo tipo, escapa a su
control, y hasta lo permite.
Nuestro territorio y nuestra cultura
queda grande ya para practicar en él una integración a la usanza de las
sociedades modernas. No sólo como dije al principio de este acápite la idea de
sujeto que posee la democracia moderna desconoce olímpicamente los submundos de
la vida que gobierna, sino que además las sofisticaciones y las cirugías
modernizantes que practica en su extensión ahuyentan a las culturas de su
naturalidad ritualizada, disolviéndolas en una racionalidad del individuo donde
cada quien es enemigo de los otros. La diferenciación que se obtiene con el
saqueo modernizante, en medios antaño olvidados por el Estado, ha provocado un
caos de representaciones y un espacio de poderes tan disímiles y con demandas
tan heterogéneas que la forma de Estado que nuestra inteligencia moderna quiere
sustraer a su estudio es del todo insuficiente para dar una unidad plural y más
o menos gobernable a nuestra cultura. Es urgente en esta época en que los
reclamos son álgidos y la modernización destruye las condiciones sobre todo
culturales para el desarrollo de la vida, que la forma de Estado cobre
autonomía de las formas del conservadurismo neoliberal, y de las
recomendaciones Keynesianas que nuestros partidos inorgánicos expanden como
solución.
En su lugar es imprescindible
recuperar el examen de las condiciones vitales, de las nuevos imaginarios
culturales que surgen, y de los submundos culturales, en si de toda aquello que
la politología llama cultura política para hallar los fundamentos perdidos de
aquel cuerpo magullado y aplastado que es la peruanidad. Es necesario restaurar
las raíces culturales donde todo ejercicio del poder se afirma, para ofrecer a
la vida un compromiso de evolución donde el control, el castigo y la vigilancia
sean expulsados como mecanismos de consecución de resultados, donde la palabra
gobierno sea la expresión incrementada y vital de los millones de lazos que
laten y respiran, o acercarse tímidamente a este propósito. De no hacerse así
la vida quedará atrapada en la apariencia de una institucionalidad que le
obliga a regularse y a la que saca la vuelta, y sentidos que acumulan rabia y
anarquía por no se sentirse expresados en el exterior extrañado. El poder debe
ser el resultado del encuentro armónico y de expresión libertaria de las
múltiples configuraciones culturales que una sociedad halla en su seno, una
consecuencia de un espíritu que halla en sus entramados institucionales y su
Estado, una forma organizativa y administrativa conducente con su vida libre y
realizada. En este sentido, el Estado es la racionalización de todo lo que la
interioridad cultural expulsa hacia afuera, y
a la vez la obra de arte de los sentidos que han huido a su cautiverio
administrado.
Los estudios culturales y el giro hermenéutico.
La llegada de la democracia, y la
despreocupación de la cultura en los cada vez más sofisticados moldes
institucionales de ésta, expresarían el hallazgo de una veta que recuperaría
motivos del período arielista, pero en un contexto de sociedades de mercado y
de franco abandono de las bases materiales que hacen posible todo proceso de
constitución cultural. El redescubrimiento de la cultura, sería postulado en un
momento donde la neurosis de la vida individual sería el resultado del
incremento de organizaciones de control y de las consecuencias de estas, para
la creación y la espontaneidad de una vida muy monótona y aburrida. En un contexto
totalmente diferente las creaciones de la sensibilidad y del humanismo cederían
su importancia ante un tejido social donde los tesoros de la cultura no
hallarían más ubicación que ser combustible de un individuo atomizado que buscaría
incesantemente reafirmarse.
La importancia por examinar las
estructuras de la cultura, de las mentalidades colectivas y de los múltiples
rostros de la subjetividad popular reposaría en la necesidad de guarecerlas de
la erosión que sufrirían con la modernización mercantil, con el propósito de
recrearlas y legitimarlas en una realidad profundamente estandarizada y
empobrecida. Como nunca la mirada hacia la cultura amenazada por el
avasallamiento de organizaciones y de las manipulaciones que la cultura de
masas provocaría buscaría potenciar y salvar en nombre del desarrollo de
capacidades, las grandes cualidades sensoriales encerradas en su seno, con el
objetivo de incorporarlas y sofisticar el mundo de la plusvalía y del
capitalismo cultural. Donde se abre un capitalismo de servicios que desmorona y
confunde los cimientos culturales de la identidad en las sociedades populares,
las posibilidades para reorientar la imaginación y los productos de la cultura
se hacen escasas y paupérrimas, debido a que la misma noción de cultura y de su
expresión concreta el individuo se desestabilizaría peligrosamente.
A pesar que al inicio el ingreso de
los estudios culturales sería una preocupación por reservar un espacio de
resistencia para las potencialidades intelectuales expulsadas del control y
manejo de las estructuras económicas, pronto se convertirían en una actividad
que mal-utilizada serviría de refugio para habilidades intelectuales
recreativas y completamente alejadas de todo compromiso con el desarrollo
objetivo de la sociedad. La idea era dar fuerza a las experiencias micro-culturales
y locales en un medio donde el fin de la historia y la realidad administrada
parecían hacer de la economía una fuerza incontenible. Potenciando a estas minorías se podía coordinar
espacios y reservorios donde la vida social se rehiciera de la atomización y de
la homogeneización que amenaza a la vida social. La cultura era un terreno de
oposición en la medida que la modernización sólida, de la que hablaba Bauman[14],
se desdibujaba y el peso de la dominación y de las nuevas tecnologías
productivas se trasladaría a la psicología para hacer de la personalidad un
espacio seguro de explotación y de manipulación de nuevas necesidades.
Reorientar la producción de las subjetividades en un mundo donde las estructuras
se diluyen o no mantienen la preocupación de las personas se convertía en un
espacio de contra-hegemonía que permitía a la cultura crítica ampliar su campo
de análisis del poder, así como desarrollar estrategias de intervención social
más complejas e interdisciplinarias. Si la lógica cultural del capitalismo era
a su modo de ver el campo de simulaciones más eficaces que mantienen a las
conciencias ciudadanas alejadas de los manejos reales del poder, la
inteligencia debía no sólo diagnosticar los nuevos rostros de la dominación
simbólica sino deconstruir en favor de la concientización y de la resistencia
organizada los poderes culturales que mantienen desviadas las energías de la
diferencia y de la creación.
Lo que señala Boaventura de Sousa
Santos[15]
era que en cierto período de su origen los estudios culturales cumplieron el
papel de hacer necesaria y útil las energías de la actividad intelectual,
frente al descrédito en que cayeron los intelectuales cuando las visiones
tecnocráticas ganaron una fuerte legitimidad, pero pronto la posición de sus análisis desviaron y alejaron a la
inteligencia del estudio de los fundamentos de la sociedad, y de las
estructuras económicas en poder de los sectores privados. A pesar que la
politización de la cultura con los estudios postcoloniales abandona posiciones
celebratorias e intransigentes en el análisis de la realidad socio-cultural
estas reflexiones seguían empapadas en promocionar la heterogeneidad del poder
sin preocuparse en construir las bases de un nuevo poder institucional que haga
posible tal diversidad cultural. Tanto las miradas interculturales
desarrolladas en las reflexiones de la Amazonía, de la educación, como lo
estudios de las culturas urbanas y antropológicas generaron y generan aún un
abanico muy rico estudios de casos locales que carecen de grandes miradas o de
panoramas de integración social, y que en especial, no se conectan con la tarea
tan urgente de hacer de esas culturas indagadas diseños concretos de
institucionalidad y de organización política. Mantener el estudio de la cultura
en un humanismo ramplón no es sólo expresión de una hermenéutica que nunca ha
poseído un gran conocimiento de como tecnificar las fuerzas de la creación del
arte y de la sensibilidad, sino que además es una prueba de que la reflexión de
la cultura legitima el poder de ciertas clientelas y de centros privados de
investigación que se dedican a acumular prestigio, sin ocuparse en que sus
diagnósticos sean ejecutados o aplicados de modo real.
Y esta actitud hacia las humanidades
y la cultura, no es sólo el abismo que separó ayer como hoy a la cultura y la
racionalidad del arte de toda injerencia en los destinos estructurales del
país, sino que hacia la década del 90 es expresión de un cambio psicológico en
los intelectuales y en la clase media que antaño se arrogaron los privilegios
del análisis estructural y del pensamiento revolucionario. La cultura se ha
convertido en un refugio para una
cultura de clase media o de intelectuales en retirada que demuestran los
síntomas iniciales de una gran depresión interna, y que hallaron o hallan en
la inspección de la cultura una forma de
lograr un renacimiento a sus visiones reflexivas, sin tener en realidad que
intervenir o influenciar en verdad en los rostros del poder. El problema que
visualizo es que nuestras preferencias en el estudio de la cultura están
determinadas por cierta actitud existencial hacia la vida, que desconecta a la
inteligencia de todo compromiso con la realidad, la desfiguran en provecho de
sus clientelas y que han construido una forma de razonar donde prima el
emotivismo, y el desconocimiento real de la naturaleza alegórica y popular de
nuestra sociedad. La definición despotenciada de la cultura que posee nuestra
hermenéutica contemporánea se basa en que han ontologizado como algo
insuperable la idea de un sujeto desconectado de las estructuras, depresivo y
profundamente desequilibrado, trasponiendo en la construcción de los conceptos
y de las técnicas cualitativas con que se aborda la sociedad una forma de
razonar que hace un excesivo énfasis en la fragmentación, en la descripción y
en el testimonio subjetivista como modo de pensar la realidad.
El modo tradicional como ha sido
construida nuestra subjetividad con
fuertes matices religiosos y a la vez festivos, ha sido trasladada a nuestros
tiempos modernos, con el resultado que la inteligencia que la piensa esta
influenciada subconscientemente por una forma de razonar que vive en valores
etéreos e idealistas, que hacen del estudio humanista una cuasi crónica fenomenológica
de la acción social. Es decir, el estudio de la cultura, así como la vida
cotidiana en nuestras sociedades postmodernas esta separada del contacto real
con las mutaciones de la sociedad objetiva y de las estructuras, produciendo
una individualidad que a medida que la sociedad se descompone o se convierte en
un paraje caótico de organizaciones imperantes esta dispuesta a aceptar como
realidad toda la gama de simulaciones e ideologías que fabrica el sistema
audiovisual para distraernos. Nuestros sentidos no sólo están negados por una
realidad administrada y de poderes envolventes que aceptamos como orden social,
sino que las vigilancias y los sistemas de control que nos moldean y
resocializan son el pretexto perfecto para la manifestación histórica de una
identidad que halla en la fiesta, y en los sentidos desequilibrados un modo de
evadir su responsabilidad con un mundo que padece la carencia de referencias, y
por lo tanto, el dolor remoto de no tener raíces. El arte en ese mismo sentido,
y las tendencias más organizadas de los estudios culturales hallan en la
inspección de la cultura un modo de expresar subjetivamente la carga de un
individualismo desconectado de todo proceso real, que hace de su dolor vital el
fundamento para la expresión de una catarsis irresponsable e ideológica que no
incrementa a los sentimientos, sino que
los recluye en la emocionalidad y en la crisis absoluta.
El arielismo y en forma más
genealógica la pluma de Arguedas intentaron conectar a esa vida sintiente que
adolece de fundamentos con la edificación de un orden objetivo y soberano,
expresión de un espíritu libre. El problema que acaeció fue que las condiciones
objetivas para una resignificación de la
modernidad de modo auténticamente peruano y con alcance nacional hallaron su
fenecimiento prematuro en la transposición política de una forma de razonar
cientificista y decadente en los 70s que mató una subjetividad y un
conocimiento propio y oriundo del Perú. Si bien el concepto de cultura del
arielismo no abandonó nunca el pregón esteticista e idealista que ha
caracterizado a nuestro pensamiento social, lo cierto es que busco compenetrarse
con la indagación holística y con la búsqueda permanente de una espiritualidad
nacional, que vivía esperanzada con ser incluida en la praxis política; y de
ese modo impregnar a la modernidad de motivos propios y auténticos que no
deshicieran el sentimiento de vivir. No sólo las lecturas posteriores nos
hablan de un concepto de cultura teñido de desfiguraciones clasistas o
funcionales, sino que en la cara narcisista y humanista la cultura que late
está cargada de una actitud alienada y doliente, como expresión trágica de una
individualidad sin base, y carcomida por la soledad y la violencia del mundo
moderno. Nuestra hermenéutica no fue resignificada pensando en nuestro
particular carácter nacional sino que fue implantada para testimoniar los dolores
de un sujeto extraviado y exhibicionista, que aunque sufre no tiene ni la más
mínima intención de reconstruir nuestro orden social, y que suele a veces hacer
un uso trasgresor del poder para poder predominar.
Nuestro supuesto giro hacia el
lenguaje y hacia la vida en los discursos, no es tal. A diferencia de otras
realidades donde la cultura a pesar de sus frivolidades y tendencias
individualistas sigue conectada con el desarrollo de la economía y la política,
en nuestros países el exagerado énfasis en el análisis coyuntural y biográfico
del actor queda al servicio de un sistema de poder que requiere una idea
fantasmal y emocional de la personalidad. La presumible traducción e
interacción de saberes que postula la hermenéutica para hacer de la verdad y la
sociedad una construcción negociada provoca una gran confusión en el
reordenamiento de la realidad social, pues la rimbombante comunicación que
sugiere para esquivar el conflicto y la mentira, no consiguen desactivar un
espacio público y privado donde la máscara y el cinismo campean incontenibles,
donde la idea de comunicación es más un postulado que una practica real. De ese
modo las técnicas comprensivas que se despliegan para hallar a los
interlocutores de un mundo anegado de lenguajes y discursos, se convierten en
materia de entrampamientos y conversaciones interminables donde la real acción
social es someter al otro, y hacer de la subjetividad una construcción
traumática de poder. Nuestro mundo de la comunicación generalizada oculta los
reales poderes que nos determinan, y a la vez obstruye el poder decisorio de
una renovación moral y cultural que es tan necesaria en la actualidad. Los
severos divorcios estructurales entre la cultura, sus singularidades y el mundo
más complejo de la economía y de la técnica representan, hoy en día, el poco
poder de supervivencia de una identidad común ante el determinismo de la tecnología
y las fuerzas economicistas del poder global.
Hoy el acercamiento de los estudios
culturales a metas de intervención social, hallan en los estudios
postcoloniales y en los aportes de la interculturalidad, dos de las
epistemologías más poderosas para comprometer a la cultura con el desarrollo
objetivo. Por diversas razones que trato en otro ensayo, las observaciones
sobre la colonialidad del saber carecen en nuestro país de un acertado
conocimiento real de la cultura peruana, y por lo tanto, son lecturas más que
todo proselitistas que reproducen los intereses políticos de una facción. El
peso del análisis en el determinismo del poder para producir a las
subjetividades oprimidas que deben rebasarlo, comete el error de hacer de la
concientización o debelación de este poder simbólico un asunto de confrontación
exclusiva, que desconoce que la cultura es más plástica y que en el caso del
Perú nunca lo ha necesitado para
acontecer. De cierta manera la inclusión de la cultura en este nueva plataforma
epistémica se revela como un proyecto particular de poder, que es expresión
cínica y decadente de una forma de razonar que se viene reciclando desde los
70s y que ha muerto hace tiempo.
En cuanto a los aportes de los
maestros amazónicos, y con menos rigor de los pueblos andinos, su lectura de
desbordar de manera cultural la vigilancia del poder es correcta y propuesta de
modo político, pero comete los errores de mover esta resistencia cultural en
ámbitos aún locales, y que de cierto modo no han aterrizado las categorías de
su horizonte cultural a proyectos materiales e institucionales de envergadura
nacional. La victoria del fantasma selvático requiere pensarse como una
resignificación de la modernidad, ahí donde la astucia de su racionalidad ya
los ha erosionado. En cuanto a los Andes es menester señalar que el proyecto
arguediano del mito quechua como sangre vital de una nacionalidad auténtica se
ha visto desdibujado en la violencia y en el extrañamiento de la ignorancia de
si mismo, y de una ciudad que habitan pero que los rehúye. En los Andes la coyuntura
del conflicto es generalmente la única formula de resistencia ante el
detenimiento del tiempo.
Nihilismo y pragmatismo.
Hoy asistimos a un vacío
intelectual. La inmoralidad que cunde en el corazón mismo de nuestro tejido
social ha alcanzado a los campos del saber, con el resultado que su denigración
y corrupción preanuncia la decadencia y el empobrecimiento del análisis social.
La preocupación por restaurar el orden social luego de asonadas revolucionarias
y aires de anarquía – madurez intelectual declaman- ha devaluado la noble
misión de pensar con certidumbre y compromiso la realidad. Lo que empezó como
un sueño, hoy se troca en decadencia y en empequeñecimiento del alma. Nuestro
intelectual debido a su poco reconocimiento en la sociedad ha tenido que
acercarse a la política para afianzar sus ideas, o sencillamente intervenir,
creando la consecuencia que las ideas se subordinan a conveniencias políticas,
que no se discuten y no generan un campo del saber definido. La marcada
oralidad de nuestra cultura, los bajos índices de ciudadanía y la
desinformación de las personas debido al impacto de la era digital y de la
cultura de masas han hecho que las ideas se muevan en un terreno donde reina el
statu quo y los sectarismos de todo tipo. No hay renovación en las ideas, y estas quedan
osificadas en dogmas y consignas que favorecen ciertos intereses, y que a la
vez comprometen seriamente la vitalidad del pensamiento para acercarse a la
sociedad a la que desconocen olímpicamente.
La urgencia en los últimos tiempos
de acoplar el pensamiento a necesidades prácticas ha fragmentado las energías
de la reflexión social, dejando, de este modo, visiones globales en una
realidad que avanza de modo desarticulado. De cierto modo la influencia de una
vida disociada y en permanente descomposición ha afectado las miradas
intelectuales, y con ello ha generado que sólo de desarrollen miradas de casos
y focales, que no permiten la
acumulación del saber y la formación de ideas profundas. Hoy el debate que
existe no es de calidad, se privilegia el pragmatismo en la difusión de las
ideas debido a que no existen medios periodísticos que difundan y promuevan las
ideas, y despierten así el interés de la sociedad. El desarrollo de la política
ha obstruido históricamente la acumulación del saber y del debate,
empobreciendo la formación de intelectuales, ya que la conformación de los
conceptos y las preferencias en el pensar son delictivamente determinadas por
una esfera política que no desea críticas y que reorienta la inteligencia en
favor de intereses privados. De este modo, la labor intelectual es muy
egocéntrica y a la vez dogmática en su accionar, ya que los pocos círculos
intelectuales que se desarrollan en el país no promueven el debate y la
interdisciplinariedad, lo que hace posible el poder de los sectarismos y de las
vacas sagradas se afiance, de este modo, la renovación disidente en las
estructuras del pensar. Esta determinación política en las ideas hace que el
profesional se aleje de todo vínculo afectivo con las comunidades y culturas
diversas que examina, y por lo tanto, se permite el desarrollo de una
subjetividad que piensa como una diversión y que hace que el análisis no
sienta, y por lo tanto no razone con audacia y erudición la realidad nacional.
Las ideas que se promueven son
locales, de alcance pequeño, dejando su tarea de defender la democracia y de
crear la identidad nacional a un lado. La inconveniencia de ser desacreditado o
de perder la inestable carrera de educador en las universidades, ha hecho que
el intelectual desarrolle visiones conservadoras, que se ajustan a la
reproducción de una esfera política que vive en la completa privatización de su
ejercicio. En el Perú no hay un campo intelectual constituido con una cerrera
noble y sincera, sino que éste se halla capturado por clientelas que no reciben
el talento sino que se basan en el amiguismo; de este modo interrumpen la
aparición de la crítica de los nuevos valores y los incorporan de modo
despolitizado. El nihilismo de la sociedad que he hecho que se pierdan los
valores cívicos, afecta también al campo intelectual donde el modo como se
mantiene el intelectual es en base a tribus particulares que desdicen con su
vida y con sus acciones inmorales en las universidades y en los centros
privados la noble tarea del pensar. Se mantiene diagnosticada la sociedad hasta
el hartazgo, pero existe un abismo estructural consentido por los intelectuales
que no les obliga a intervenir de manera racional en la sociedad. En este
sentido, las universidades no producen intelectuales sino sectas de ideas muy
primitivas que no se toman el trabajo de comunicarse entre sí, no debaten y
sólo producen estudios risibles, de baja calidad académica y que se mueven
entre consignas políticas absurdas. La publicidad barata domina el oficio del
pensar la sociedad.
El Estado en este sentido, no
promueve una carrera pública del investigador, que permitiría el acercamiento
de las ideas a la creación de ciencia y tecnología. Si bien esta medida
alteraría las condiciones económicas en que se mueve la vida intelectual,
promoviendo la meritocracia, y el aporte de estipendios a su labor de
investigador, dicha medida coaccionaría la urgencia de libre pensadores en una
realidad donde hace falta reencontrar las bases sentimentales a ideales de
nuestra democracia y contrato social. La sola tecnificación del pensamiento
forzaría la realidad a dictados particulares y a favores políticos que
alejarían aún mas el oficio del pensador de razonar los fundamentos de una
revolución en las ideas y en la cultura, tan necesaria para involucrar a la
vida que siente con el desarrollo objetivo de la sociedad. El estado actual de
los intelectuales donde su actividad neblina también la descolonización de
nuestro saber, es una de las trabas estructurales que mantiene en la agonía al
sistema de universidades, y que ha hecho de la conformación de las ideas un
oficio atravesado por una tara ideológica que no permite la resignificación y
las síntesis en el pensamiento. Es urgente un reencuentro de las ideas con el
movimiento concreto de nuestra espiritualidad social, pero esto no se hace,
pues tanto a derechas como izquierdas la reflexión sigue atrapada en la
insistencia de repintar una y otra vez sistemas de ideas como el marxismo, y el
liberalismo que hacen y han hecho mucho daño al país y a la labor del
intelectual.
La crisis de valores que enfrenta el
país, no es sólo un síntoma reducido de lo que sucede a nivel mundial, donde la
ideología del progreso pierde terreno, y la vida huye hacia el sinsentido de la
existencia. Además es la prueba saltante de que las dos ideologías más
poderosas -el marxismo y el liberalismo- que han conducido la reforma de
nuestra formación social se han agotado o pierden la atención de los sujetos
políticos en nombre de los cuales pretenden gobernar este país. Desde sus
orígenes estos horizontes políticos han ignorado duramente el movimiento real
de nuestras culturas, imponiendo una modernidad en los 70s con el
desarrollismo, y en los 90s con el consenso de Washington que han evaporado en
la frustración y en el nihilismo actual toda esperanza de conciliación entre la
cultura y la conformación de una sana economía nacional. Como dije
anteriormente, nuestro mundo sin atributos, para usar una expresión de Robert
Musil[16],
vive aferrado a una frágil película de ideologías y de simulaciones que es el
resultado de la irresponsable como errado ingreso de nuestra vida heterogénea
en las coordenadas desequilibradas de la modernización que ejecutamos como
niños de pecho. Todas la fórmulas que se han pensado ejecutar, y que no son muy
distintas entre las fuerzas políticas de todo tipo han colisionado
negativamente con una cultura a la que no se le permite reorientar la
modernidad y sus poderes técnicos de construcción de la socialidad.
El cinismo que campea y una socialización
que pierde vínculos perpetuos con el desarrollo de la sociedad son expresiones
de una modernidad que devora los propios cimientos estructurales donde reposan
ligeramente las organizaciones privadas y saqueadoras del capital
internacional. El agotamiento de la modernidad, que se manifiesta en los
estudios testimoniales y depresivos de las ciencias de la cultura, como en el
coyunturalismo de la politología, estuvo contenido ocultamente en el proyecto
de modernidad que se ejecuto en los 60s. En vez que la racionalidad lograra el
compromiso de la cultura con la institucionalidad y los sistemas de gobierno
que en su nombre se han erigido, la ha alejado de todo afán de construir una
sociedad ordenada. El caos que experimenta la realidad, donde la vivencia roza
la ilegalidad y la violencia desmesurada, donde lo irracional y el
policentrismo reinan, es consecuencia de una modernización que sólo es
postulada como mecanismo de sujeción porque permite la reproducción de los
grupos de poder, y de todos los proyectos políticos que lo desean. Es urgente
una redefinición de la modernidad, más que una sola buena reingeniería, pero
sobre bases que rompan con las recetas del mundo occidental, tanto a derechas
como a izquierdas.
El vacío doctrinal que se siente en
nuestras letras, ante la terquedad de no adecuar el pensamiento social a las
actuales directrices de la realidad, es parte de la miseria de quienes la
integran. La huida hacia la literatura, al arte protestatario, o hacia un
pensamiento de etiquetas, que hacen fácil el adoctrinamiento y la confrontación,
vuelven casi imposibles el surgimiento de
nuevas sensibilidades que deberían repensar la sociedad y las
condiciones del pensamiento mismo. Tal parece que la heteronomía de la
tecnología y de las fuerzas de la economía vuelve inservibles las nuevas ideas
y la sensibilidad de la cultura, ya que la sociedad se auto-reproduce y ya nada se puede hacer en ella. La cultura
se convierte en un decorado o una justificación ideológica que sirve al poder,
y que se vuelve tan banal como la cultura de masas a la que crítica
iracundamente. La realidad se fragmenta y con ella las curiosidades de las
ideas se fracturan con ella, acomodándose un mundo donde el show y la
publicidad neutralizan los poderes libertarios del pensamiento.
La nada nos sumerge en la frivolidad
y en el presentismo sin límites, pero tales actitudes son síntomas de una
imposición ideológica más que de un destino de culminación o juicio final. La
impotencia del saber hoy en día es la mascara de una agonía interminable que no
permite nacer lo nuevo, y de que lo nuevo no tome el poder de la construcción
de la realidad social. La perfección del poder y de sus sacerdotes a izquierda
y derechas es la prueba de un gran miedo
a que acontezca un gran descontento, un renacimiento que rebase sus intereses y
que nos devuelva el control sobre la dirección de la sociedad. Mientras tanto
el nihilismo y la estupidez que reinan en el pensar sigan interponiéndose a las
grandes tareas de las nuevas generaciones, las condiciones intelectuales del
saber seguirán distraídas en banalidades y en estudios sin real importancia. Y
porque no el miedo nos evitará vivir la experiencia de obtener una sociedad
redimida y sin violencia Nuestra falta de valores es la agresión en contra de
la misma sociedad, donde las energías de la reflexión padecen hoy en día una
regresión espantosa, pero que nadie se atreve a enfrentar con honestidad y
sabiduría.
Conclusiones.
1.
En la actualidad una de las formas que
enmascara las deformaciones del poder se halla en la inteligencia que nos
piensa. Su hiper-intelectualismo y las
clientelas a las que sirve son una prueba fidedigna de que sus postulados
arrogantes son grandes globos de aire sin contenido real No sólo no conocen la
realidad sino que además han aplastado la posibilidad de que nuevas fuerzas
surjan. El pragmatismo de los orgullosos ejecutivos y de los sacerdotes de la
rebeldía son expresión de un gran muro de ideas apócrifas e irreales que no
permiten a las nuevas generaciones tomar el rumbo de su propia vida y de su
derecho a pensarse con claridad.
2.
Ahí donde era necesario pensar la
realidad de modo fiel y haciendo hablar a la vida se ha impuesto cada cierto
tiempo conveniencias políticas y grandes intereses que han debilitado y han
hecho perder la fuerza de la cultura crítica. En los 60s y 70s esta forma de
pensar la realidad de modo disidente, pero con otras intenciones personales es
la responsable de la decadencia de la cultura y de la miseria en la reflexión
actual, pues abrieron nuestro espíritu a un gran engaño donde hoy gobiernan
proyectos de poder que desfiguran y destruyen la vitalidad de nuestra vida.
3.
De cierto modo las fórmulas políticas e
ideológicas que han organizado al pueblo y le han dado un liderazgo a sus
demandas han obstruido de modo permanente la posibilidad de que la vida se
piense a sí misma, y se autorecree. Como nunca esa posibilidad de que los
frutos del espíritu se encarnaran a fines de los 60s, fueron estúpidamente
coaccionadas con la modernización y el desarrollo que se aplicó. Desde entonces
el pueblo desorganizado, y consumido por un asociativismo despolitizado que
favorece la corrupción y el mercantilismo es la consecuencia de que la clase media
jamás se arrogó el afecto de entender nuestra sociedad de modo real. La leyenda
de su esfuerzo político ha devenido en la ceguera de los representados que aún
piensan que la disidencia existe.
4.
Las fuerzas del arielismo y la
necesidad de pensar la identidad nacional deben ser recuperadas como
preocupaciones de las ciencias sociales. La razón de esta premisa es que la
devaluación y el nihilismo en el que vive nuestro Estado y la sociedad en
general, requieren repensar las necesidades de un nuevo contrato social. Todo
aquello se mantiene en la fragmentación y la violencia es la prueba de que el
espíritu de nuestros pueblos y culturas se halla destruido y descoyunturado.
Ese idealismo y holismo que antaño imaginó una identidad debe volverse
movimiento de renovación cultural y moral, y a su vez una energía que redefina
nuestra modernización sin modernidad.
5.
El ser y el significado se separaron
con violencia con la decisión de dar el salto a una modernización que nunca fue resignificada. Los tropiezos y los
errores que la ingeniería social del populismo y del ajuste estructural han
encontrado para moldear nuestra cultura
reposan en que nunca se ha pensado debido al coyunturalismo, a las
conveniencias y a la estupidez de nuestros gobernantes los fundamentos globales
de nuestro espíritu social.
6.
Tanto el liberalismo y el marxismo son
formas de razonar que nunca han sido impregnadas de nuestra alicaído
sentimiento nacional. La particular dificultad para hallar esta identidad en
sus proyectos económicos y políticos no es similar a la que se han gestado en
otras latitudes del continente. El Marx de la Europa de clases no fue sólo
malinterpretado como se ´piensa, sino que
ha sido muy difícil conciliar sus recetas de politización y de
revolución con una realidad sociocultural a la que nunca se quiso comprender.
Lo ritual y mítico no calza con la idea de clases.
7.
Hoy vivimos un período de decisiones
cruciales. La desconfianza en nuestras propias ideas y el conformismo que reina
en nuestra elite nos nublan el esfuerzo de encontrarnos como nación y cultura
en la inmensa globalidad. Hoy como en el período de Mariátegui y del Perú
previo al gobierno militar de Velasco, es urgente decidirnos por un curso
autónomo y cabal donde se esquive el destructivismo del mercado y las proezas
irracionales del Keynesianismo. Es necesario un reordenamiento de nuestras
instituciones y la búsqueda de nuevos fundamentos que le den espacio a las
nuevas generaciones que surgen, y esto a nivel material e infraestructural. Por
ello, al nivel del pensamiento es necesario hacer una síntesis acorde con la
planificación y la complejización de las políticas de Estado del gobierno.
Aunque la ceguera nos va seguramente desviar de esta responsabilidad, en las
manifestaciones protestatarias de la calle o en el egoísmo del ciudadano de a
pie, es menester recuperar la dignidad de encontrarnos por primera vez. Cultura
y Estado deben hallarse de nuevo, y rescatar de los submundos de la historia
una identidad de coexistencia y de incremento de nuestra vida social.
[1]
FLORES GALINDO Alberto. La ciudad Sumergida. Aristocracia y plebe (1760-1830).
Editorial Horizonte. 1991.
[3] WALKER Charles. La rebellion de
Tupac Amaru. IEP. 2015.
[4] NEYRA Hugo. ¿Qué es nación?. Cauces
Editores. 2016
[6]
En buena parte la modernización de las ciencias de la sociedad, no sería
coincidente con otras disciplinas que ya venían desarrollándose antes de la
sociologización, y que tenían una inobjetable tradición. La historia, la
antropología y la arqueología que ya tenían desplazamientos autónomos antes de
la modernización que arranca con más fuerza en los 60-70s, pero es en esta
época donde se dejan influenciar por una forma de razonar propiamente cartesiana
y cientificista.
[7]
Esta mesa redonda tuvo lugar en 1965 en el local del IEP (Instituto de Estudios
Peruanos) y los miembros de la mesa redonda fueron José Matos Mar, Salazar
Bondy, Arturo Escobar, José Miguel Oviedo, Henrie Favre, Gustavo Bresani, y
Aníbal Quijano que intervino desde el público.
[8]
FAVRE Henrie. El Indigenismo. FCE. 1998.
[9] Arguedas José María. Todas las Sangres.
Editorial Horizonte. 1998
[10]
PORTOCARRERO Gonzalo. Los rostros criollos del mal. Red para el Desarrollo de
las Ciencias Sociales en el Perú, 2004
[11]
ARICO. Marx y América Latina. Nueva sociedad. 1983.
[12]
OSORIO Jaime. Las dos caras del espejo. Triana Editores. 1995.
[13]
Estos afanes reduccionistas se registran con mucha propiedad en las columnas
politológicas de los principales diarios de circulación nacional, donde la
coyuntura prevalece sobre el análisis de las estructuras sociales. De estos
análisis esta ausente la sociedad, y
toda fundamentación cultural de la política.
[14]
BAUMAN Zygmunt. Modernidad líquida. FCE. 2016.
[15]
DE SOUSA SANTOS Boaventura. Conocer desde el sur. Fondo Editorial de la
Facultad de Ciencias Sociales / Unidad de Post Grado. 2006.
[16]
MUSIL Robert. El hombre sin atributos. Seix Barral.Barcelona. 1998.
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