lunes, 21 de septiembre de 2020

El origen político de las ciencias sociales

 

 

 


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Resumen:

En los márgenes de este escrito político se narra la historia de un error histórico y ontológico que tuvo a la larga consecuencias en el modo como se pensó nuestra sociedad y de como se actúo en ella. El desplazamiento político de la filosofía social en los años 60s no fue como se piensa un salto cualitativo, una lucha dialéctica, un progreso de nuestra inteligencia que tuvo ciertamente aplicaciones políticas en el cambio social que promovió la modernización social sino un fenómeno estricto de regresión civilizatoria. El lento derrumbe de las ideas matrices que diseño la modernización con sus matices en el desarrollismo, la dependencia, la democracia, y los estudios culturales son estadios de una profunda confusión, de un rotundo desacoplamiento entre la vida y el pensamiento, que llevo inscrita desde sus orígenes las ideas fuerza de las ciencias  sociales y el modo como interpretó su cientifización en nuestra realidad. Y este rasgo es expresión y causa precipitada de una cultura sin valores y sin base donde cobijar nuestra singularidad histórica.

Abstract:

In the margins of this political writing is the story of a historical error and ontological eventually had consequences in the way our society and thought of how I act on it. The political movement of social philosophy in the 60s was not as you think a qualitative leap, a struggle dialectical progress of our intelligence applications certainly had policies that promoted social change social modernization but a phenomenon civilizational regression strict . The slow collapse of matrices design ideas modernization with its nuances in developmentalism , dependency , democracy , and cultural studies are stages of deep confusion , a resounding decoupling between life and thought, I've been registered since its origins the key ideas of the social sciences and the way he played his scientization in our reality. And this feature has caused a culture without values ​​abruptly without shelter base where our historical uniqueness .

Palabras claves: modernización, epistemología, cultura, ciencia política, hermenéutica, desarrollo, ciencias sociales, democracia, renovación moral.

 

El origen de las ideas sociales en el Perú. La promesa de los padres de la patria.

La inserción de la reformas borbónicas dictaminadas por la administración regia a fines del s. XVIII introdujo en los macrocefálicos regímenes coloniales, un severo descontento social. La intención de modernizar y reforzar el control fiscal de España sobre sus colonias de ultramar, para revertir la seria crisis de civilización que padecía la península, concitó el reclamo de las clientelas y grupos de interés corporativo que habían vivido a sus anchas en medio de una cultura medieval y de castas burocráticas, profundamente errática.

Como bien se sabe, este descontento coincidió con el despliegue de la Ilustración y las ideas seculares de la revolución industrial, lo que le dio a la disconformidad reinante, una ideología más o menos organizada y coherente con los crecientes afanes separatistas de los sectores sociales subordinados a las administraciones españolas. No solo la ilustración y la ideologización política ingresaron en las castas con más ´poder  y estatus de las colonias, como fueron los criollos y mestizos, sino que también llego a los oídos y formación de los sectores menos favorecidos de la estructura social como lo fueron los curacas y diversos liderazgos profesionales asociados a las clases populares. Es esta difusión de la Ilustración y de la modernidad revolucionaria la que dotaría a los liderazgos criollos y curacazgos de elementos ideológicos para hacer una lectura sesuda de la situación colonial y de las profundas posibilidades históricas de una separación forzada.

Ya el descontento criollo había crecido producto de su fuerte ascenso social en las colonias, pero no conseguían consolidar dicho poder en control político y en el reconocimiento regio de sus interminables títulos y bondades nobiliarias. A fines del s XVIII la desconfianza hacia los criollos y mestizos con mayor poder había provocado el apartamiento político de los españoles de toda dirección de cargo público o virreinal, lo que los acercó a la necesidad de construirse una identidad social secularizada y revolucionaria. Es el despertar pre-nacional de las elites criollas, sobre todo con la expulsión de los jesuitas ilustrados, y la develación a sangre y fuego de las rebeliones indígenas en el sur del Perú, lo que les alentaría a reforzar sus afanes separatistas y alimentar en una estructura social engarrotada y conservadora ideas sociales acorde con el ascenso ideológico y político de sus principales líderes políticos[1].

Estas ideas vertidas en el periodismo embrionario y panfletario de la época, como lo fue el periódico “EL Mercurio Peruano”, órgano de la prensa liberal, en las discusiones de varias logias seculares, en el grito de rebelión de Vizcardo y Guzmán y en las enseñanzas del Convictorio de San Carlos, con el pensamiento de Toribio Rodríguez de Mendoza, lo que dotaría a los criollos ilustrados y a sus allegados de la suficiente cohesión ideológica para ir tomando una línea de mayor independencia con respecto a España. Si bien estas ideas rozaban muy precariamente tesis sociales, si estaban inyectadas de un fuerte condimento político, igualitario y anticlerical que otorgaba cierta modernidad y originalidad a la empresa emancipadora. A medida que España perdía poder, y las juntas de gobierno en apoyo a la constitución de Cádiz de 1812 eran aplastadas por el Virrey Abascal y Goyeneche, las ideas separatistas eran pregón obligado de la embrionaria ciudadanía criolla. Hay que añadir, como mencióna Castro, que ya el pensamiento escolástico que sostenía a la Colonia había sufrido una fuerte relajación y relativización con las posiciones modernistas de los jesuitas, los cuales fueron finalmente expulsados del Imperio en 1767.

Sin embargo, la coherencia entre el pregón y la acción política difería en el Virreynato del Perú, en relación a las otras colonias. Nuestra cultura por ser sede del Poder colonial y por desarrollar lazos culturales y comerciales más solidos con España, era profundamente conservadora, y era, por lo tanto, muy reacia a la independencia radical de España. A pesar que se alimentaba una vida cultural e intelectual de relativa cercanía con la ilustración Europea, existía un profundo desacuerdo y lejanía a tener que enfrentar el poder regio, pues la experiencia de las rebeliones indígenas y el crecimiento del miedo a las poblaciones de la negritud, como bien lo señala Flores Galindo, en su texto “la Ciudad Sumergida”, habían imprimido una cultura política muy reservada y no inclinada a reformas radicales de la colonia.

Por eso el apoyo a ideas sociales más seculares y radicales provenía de las periferias y de las otras colonias de ultramar. Si constatamos que las empresas bélicas separatistas que deciden la autonomía total de América Latina llegaron de Argentina y luego Venezuela, se puede asegurar que el centro del poder Virreynal era encerrado en concepciones políticas medievales y aún muy clericales. Ya decidida la independencia relativamente con San Martín, en Julio de 1821, y luego de las pugnas criollas en Lima entre Monteagudo y Riva Agüero, y los principales criollos por el sistema de gobierno más adecuado que debería asumir la Futura nación, se  puede mencionar que los serios vaivenes y complots en contra del naciente Perú certificaban el fuerte compromiso de las clases criollas, y de varios sectores sociales hacia la corona.

Aún cuando la promesa de los padres de la patria se acoplaría al republicanismo como forma de gobierno del futuro Perú, luego de la Victoria de Bolívar en 1824, es de mencionar que este decidido republicanismo escondía a la sazón el real proyecto de regresión civilizatoria y feudalizada que imprimirían los criollos luego de su separación con respecto a España. Las ideas seculares nunca calaron lo suficiente o no merecieron el verdadero compromiso de los letrados criollos como para establecer desde sus orígenes una república sobre bases ciudadanas e igualitarias. No solo este dilema no tenía una pronta solución en una cultura anarquizada por la guerra, y con precedentes institucionales muy lejanos a desarrollar una experiencia republicana, sino que en su misma base cultural estas discusiones sobre la civilidad de un pueblo sin Estado y desarticulado eran sólo retórica barata en una clase criolla que se beneficiaba de los latifundios crecientes en la ruralidad, y de una economía que había sido obligada a ingresar en la hegemonía comercial del Imperio Inglés a contracorriente.

A pesar de los interminables debates entre liberales y conservadores durante el S XIX, sobre la condición social y cultural del país que se les había entregado contra su voluntad, en la práctica se respiraban gobiernos que no tocaron ni llegaron a modernizar el Estado lo suficiente como para dar cobijo a las ideas seculares y republicanas que se difundieron durante la empresa emancipadora. Las ideas sociales permanecían confinadas en la literatura romántica, en la crónica de viajeros, en las fortalecidas posiciones de la escolástica colonial, y en una versión política de los temas sociales que ahogaba el descubrimiento de la sociedad como problema en específico. Es de recordar las restauraciones del pensamiento filosófico de la Colonia, con el Agustinismo de Bartolomé Herrera, señalamientos que fueron reforzados ante el ligero eclipsamiento del liberalismo, y el reforzarmiento del conservadurismo con la llegada del positivismo en América Latina que se torno en autoritarismo político. Agregando a ello, el positivismo en el Perú confundió la realidad con un progreso que nunca llegó. No paso de la retórica y del pregón pasudo científico. Fue una lectura que confundió las energías intelectuales y que dispenso de todo trabajo a las elites internas, responsables de la debacle posterior.

El continuismo social, aunque con enmascaramientos seculares obvio la necesidad de discutir con propiedad la naturaleza de nuestra identidad. Solo el sentimiento de nuestros desencuentros culturales lo captaría la poesía de Mariano Melgar, o de Salaverry, o las ironías del costumbrismo y la repintura de los paisajes coloniales de Ricardo Palma. Tendría que aguardarse a la debacle de la Guerra con Chile y a la descomposición política de la aristocracia civilista, para que se descubriera y se planteara un sesudo conocimiento social y antropológico de nuestra condición moderna, ahí donde insurgían nuevos actores y nuevas sensibilidades. En el s XIX la Costa era el Perú real, mientras que la sierra era el pasado, y la selva era sólo algo accesorio y exótico. El liberalismo criollo triunfante de los procesos independentistas fue radical en su desmembramiento de España, pero hacia adentro no democratizo, no renovó, ni consolido un Estado unificado.

El otro lado de la cara de la luna lo representaban los indios, las clases sociales más aplastadas durante el régimen colonial. Aunque en el proyecto separatista de los criollos los indios no aparecían sino como montoneros de sus ejércitos de liberación, como el sector necesario aunque despreciable de su aristocrática experiencia republicana, se puede objetar que las ideas libertarias de la Ilustración si calaron en los liderazgos indígenas más consolidados.

La necesidad de darle una orientación de mando a las masas indígenas, hizo que se conservara las instituciones curacales para administrar los territorios, y hacer un uso intensivo de la mano de obra para la mita y los obrajes. Esta indianidad dirigidas por territoriales curacazgos conservo en la mentalidad de sus dirigentes y nobles reconocidos la figura religiosa y telúrica del Imperio Incaico perdido pero no olvidado. A pesar de las reducciones coloniales, la aculturación religiosa, y las diversas reorganizaciones poblacionales que intentaba instaurar las haciendas y las mitas, la religiosidad andina y cosmológica de los indígenas pervivía en la figura de sus sincretismos y sus celebraciones rituales escondidas[2]. Los vitales Curacazgos, en este sentido, eran una correa de transmisión de los ánimos de restaurar el pasado perdido, en la medida que la Ilustración revolucionaria dotaba a su inteligencia curacal de un poderoso instrumento para conseguir dicho objetivo.

Pero el descontento en forma de proyecto político llegaría durante el S. XVIII con los levantamientos indígenas en diversos lugares del Virreynato. En la rebeliones más netamente indígenas de José Santos Atahualpa en 1742, y de Túpac Amaru II, en 1780-1781 se concitaba no sólo un proyecto de reclamos y de reformas sociales a las instituciones injustas y engorrosas de los corregimientos y las encomiendas, sino un espíritu de rebelión de separatismo nacional indigenista frente a la explotación y las humillaciones por parte del régimen colonial[3].

La severidad de las reformas borbónicas deposito el grueso de la nueva fiscalidad regia en las ya amilanadas clases indígenas, y en las prerrogativas de los Curacazgos, que se habían enriquecido con el comercio desde la costa, la Sierra y el Alto Perú (Hoy Bolivia). El descontento ante la nueva política del reino, cobró forma cuando la lectura de los curacas fue apoyar rebeliones para reposicionarse en este nuevo concierto que no les favorecía; pero dichos levantamiento cobrarían una forma de mayor radicalismo en las masas indígenas que les siguieron, perdiendo el apoyo de los criollos y mestizos ante la politización de la gesta rebelde.  Se puede decir el develamiento de esta rebelión en 1781, no sólo significo la desaparición posterior de las noblezas indígenas, sino que impidió darle a los procesos criollos independentistas posteriores una legitimidad cultural y política en las clases más explotadas, cosa que nunca les importo en realidad.

El calculo de los criollos y luego el retiro del apoyo a la rebelión indígena aborto la más originaria experiencia de nacionalismo indígena que se despertó en 1780, en la sierra sur del Perú. Desde luego la destrucción de la nobleza indígena, y el nuevo curso ideológico que adoptaría los procesos emancipatorios posteriores, desconocerían la necesidad de pensar la República junto al indio, y harían del diseño de los nuevos gobiernos republicanos preocupación exclusiva de una elite que completó y reforzó el legado colonial, aunque se distinguían de él. La confiscación de las tierras y los curacazgos a los líderes indios, darían pie a las grandes como improductivas extensiones latifundistas, y a una nueva concepción servil y castiza del indio, como la rémora de la nación. Desde el eclipsamiento rápido de estas rebeliones indígenas, se tendría que esperar a la campaña de resistencia de la Breña, en la Guerra con Chile, y a los levantamientos campesinos del S XX para hablar de la formación de una voz nacional propia de la cultura andina, que los procesos políticos en ese entonces ahogarían en el olvido de otras lecturas erradas de estas experiencias.

Es desde mi visión necesario remontarse a estas época de origen de la experiencia republicana, para señalar que el sujeto político que se buscó para el remozado como incompatible contrato social republicano del S XIX, es la razón del desconocimiento de nuestra propia condición como país y como cultura. Si no hemos poseído la lucidez necesaria para conocer nuestras sociedades ha sido porque las herramientas cognoscitivas, y los imaginarios intelectuales con la que hemos examinado nuestros procesos históricos desde nuestros orígenes han carecido de las actitudes y de los compromisos afectivos para pensar más allá de los intereses políticos nuestras sensibilidades y profundidades culturales. Ubico que ha sido el esnobismo y el vínculo secreto con la reacción y el poder las razones psico-históricas que explican la prevalencia de lecturas políticas y de solo mero diseños jurídicos e institucionalistas como miradas insuficientes para reconocernos como sujetos y culturas vivas. Desde esa época de falaz ruptura independentista, pensar ha sido un oficio de personajes que pregonan una ferocidad que no poseen, y que no son sus verdaderos intereses reales. El indio dejo de pensarse a si mismo; seria objeto literario y social de otros actores, que en su nombre arrogarían malas conjeturas e ideas absurdas… La vida debe pensarse a si misma.

El arielismo y la idea de nación

Es la debacle política y civilizatoria que significaría la Guerra con Chile, y en el contexto externo la llegada del escepticismo ante los efectos culturales de la racionalización industrial en Europa, la que precipitaría el surgimiento de una nueva sensibilidad intelectual, y por ende, la aparición de nuevos actores que se plantearían como solución política y cultural ante el derrotismo de la guerra.

El costo de la guerra no sólo había abierto heridas organizativas y económicas dolorosas sino que había manifestado el conflicto irresuelto hasta hoy en día de nuestra condición sociocultural. Había puesto en la mesa de debate, de algunas conciencias ilustradas, como Gonzales Prada, la Generación del 900, el indigenismo, el anarquismo y el primer marxismo la pregunta  ¿quién somos? y ¿que territorio habitamos? En ese sentido, había lanzado la idea de que había que pensarnos e interactuar como nación, para que el inefable destino no nos cogiera nuevamente desprevenidos y desunidos.

La respuesta ante el marasmo institucional fue asombrosa. Mal que bien la remoción de los escombros de un país ya en declive desde la bonanza de guano, había posibilitado la recuperación económica del país, y su inserción amical en los nuevos circuitos del poder capitalista, representados por EEUU. El Perú en base al reinado de la república aristocrática pudo diseñar una economía de enclaves productivos, una formación primario-exportadora que permitió la conservación y sofisticación de la estructura social y política heredada desde el s XIX. Se consiguió una resonada estabilidad política, pero con una inocultable exclusión social de los sectores mayoritarios[4]. Es decir, el ingreso de la economía nacional en un escenario de libre mercado, y de políticas liberales moldeo un sector externo muy diversificado donde eran claves la exportación del petróleo, el azúcar, el algodón, y algunos productos mineros como el cobre y la plata. El contexto de la I Guerra Mundial favoreció los precios de materias primas en el mercado internacional, lo que fortaleció el poder la República aristocrática. Estos enclaves estaban bajo el control de algunas familias, y asociadas al capital extranjero, principalmente norteamericano y europeo. El sector moderno de la economía era pequeño, y poco insertado en el territorio nacional, dependiente de los vaivenes de los precios y las ventajas comparativas del mercado internacional..

Esta formación social moderna destacaba por su desconexión con las economías menos modernas del país, o digámoslo así, tradicionales, y poco tecnificadas, como la agricultura de los señoríos feudales de la sierra, los pequeños mercados regionales, y las profesiones liberales que tímidamente crecían en las ciudades. Había aparecido un pujante proletariado, pero era muy pequeño para ser expresión de una industrialización o importante economía manufacturera que no existía sino raudamente. Este perfil estructural y económico que examinó brillantemente José Carlos Mariátegui en sus estudios sociales, fue la expresión más elevada de una sociedad de castas  inmovilizada, que mantenía encerrada a casi el 90% de la sociedad en límites de servidumbre y de economías de subsistencia que permitían, a su vez, la hegemonía de Lima, como centro indiferente y moderno de un País irreconciliado. La estructura social que había sido heredada del s. XIX, y que se debatía entre el hispanismo, el pasadismo y la moda afrancesada, en Lima, y un bullente sector popular rural, y de “mistis” y de profesiones liberales, como la medicina y la jurisprudencia, anclados en la hipertrofia social y educativa, se mantuvo incólume hasta bien entrado el s. XX.

Las fuerzas sociales que tambalearon este orden social varado en el tiempo nacieron previamente en la imaginación de intelectuales comprometidos, y en las acaloradas discusiones que se originaron en las universidades y pujantes sindicatos obreros. El descrédito y la pésima actitud de las clases altas ante el desenlace de la guerra con Chile, originó un descontento singular en líderes anarquistas y una nueva generación de jóvenes intelectuales de clase media, que bebieron de los discursos e inflexiones políticas de Manuel Gonzales Prada, acervo crítico de la hipocresía y la irresponsabilidad de la oligarquía ante la guerra. Es útil señalar que la labor del periodismo contestatario y las relaciones desde el s XIX entre los obreros y logias masonas prepararon el camino para el crecimiento ideológico de ideas de corte social. La experiencia del partido radical Unión Nacional, fundado por Gonzales Parada en 1891, los reclamos en el campo, y las protestas del movimiento anarquista a propósito de la lucha por la jornada de las ocho horas, cobijaron y socializaron preocupaciones por conocer un país cuya inteligencia vivía en Lima, y que no conocía el Perú a cabalidad. La unidad entre el obrero y el intelectual selló una época de marcada producción cultural e intelectual, donde los discursos públicos y las publicaciones de prensa anarquista introdujeron ideas de corte progresista; ideas donde el pensar la sociedad como un organismo vinculaba las energías sociales a una idea de sociedad o de proyecto nacional.

Esta línea anarquista se difuminaría conforme la conquista por la jornada de las ocho horas se haría realidad, y los aires comunistas desplazaban al pensamiento anarquista del control de los sindicatos. La influencia decisiva de la revolución rusa en 1917, y la fuerza de las ideas socialista permitieron el crecimiento del movimiento estudiantil aunado a las protestas y la capacidad de organización del movimiento obrero peruano. Las consecuencias al nivel del pensar fueron la conformación de lecturas sociales cada vez más objetivas y eruditas, originadas no sólo en la ferviente clase media intelectual, sino en las clases medias de varias ciudades del interior del país como Puno, Chiclayo o Trujillo, por ejemplo. La unidad de la clase media, sobre todo en la órbita de la reforma universitaria y su rol dirigente en la conformación de agrupaciones políticas, como los frentes y ulteriormente, permitirían la conformación de los partidos comunistas y el APRA, expresiones organizativas de mayor calado de la lucha revolucionaria.

La fuerte vinculación entre la política y las ideas asociadas a ella, daría el impulso para esfuerzos por elaborar una fuente documentaria e interdisciplinaria de varias visiones intelectuales, donde la apertura y la coexistencia de posiciones no siempre coincidentes permitirían en los pensamientos de mayor elaboración y sistematización como el marxismo y el antimperialismo del APRA una interpretación sui generis del caso peruano en el contexto de la efervescencia latinoamericana. Si esto pudo ser así, se debió a que la libertad en el pensar y la búsqueda de pensar la singularidad nacional al calor de los debates políticos vulneró a las contribuciones intelectuales de posibles dogmatismos y visiones espartaqueanas de la realidad. Había el suficiente juicio para resignificar lo externo, y con ello pensar y actuar acorde con nuestra propia experiencia de sociedad. Expresión de este encuentro de saberes lo representó el trabajo periodístico de aquel entonces como “El tiempo” y “La prensa” o la labor editorial de la revista “Amauta” que aunque duro poco tiempo fue prueba del intentó de llevar al público una visión integral del país.

El ser y el significado se acercaban en esta época, la vida y el pensamiento trabajaban de forma cooperante debido a que la influencia del Arielismo latinoamericano fundaba frente al escepticismo de Europa un acercamiento al sujeto y a la vida, que negaba el determinismo y la excesiva burocratización que describía Weber, con su idea de “la jaula de hierro”. Se trataba de una manera nueva de entender la realidad que hallaba sus fundamentos en la filosofía de la vida de Nietzsche, Dilthey y Bergson, que valoraban frente a las cosificaciones del positivismo y de la racionalización de la empresa capitalista la propiedad única de la vivencia, el milagro de respirar y existir. En las artes se producía una explosión de creatividad con las vanguardias, el surrealismo, el dadaísmo, etc. En el mismo campo de la ciencia, la revolución científica que supuso el relativismo, o  la física cuántica de Einstein que observaban las apreciaciones unilineales de la física newtoniana, es decir, donde el papel de la subjetividad y de lo cualitativo cumplía un rol protagónico.

En América Latina se trataba de un cambio de perspectiva. Previo al giro de la filosofía social hacia el repensamiento del continente se produce el movimiento artístico del modernismo con las creaciones poéticas de Rubén Darío y José Santos Chocano en el Perú. El descubrimiento de la sociedad con la aparición de nuevos actores provoca un giro peculiar hacia la búsqueda de una nueva sensibilidad, una nueva cultura que había sido opacada por el mecanicismo y pragmatismo de las sociedades europeas y la norteamericana. Esta búsqueda de extraer de un continente olvidado una cultura latinoamericana es descrita en la obra de José Enrique Rodó, “El Ariel” donde Ariel es el espíritu latino, la libertad, la estética, y Calibán es Occidente, y su tecnificación incipiente e imparable.

En ese sentido, la influencia de esta obra, y los pensamientos poéticos de José Martí en la búsqueda de una revitalización de América Latina, hacen que los intelectuales se lancen al estudio de la sociedad desde una lectura hermenéutica y  la vez holística. Ante este objetivo se levanta el interés de armar desde las propias peculiaridades del ser latinoamericano proyectos nacionales que reconozcan a sus actores y nuevos ciudadanos, y poner los fundamentos filosóficos sociales para el despegue cultural y  a la vez industrial de las naciones soberanas, y a la vez espirituales. En visiones tan disímiles como inquietantes de Víctor Andrés Belaunde, Los Hermanos Ventura y Francisco García Calderón, José de la Riva Agüero, y las posiciones del marxismo sui generis de Mariátegui se recoge la influencia del Arielismo en el terreno de la construcción política, donde antes que una arquitectura sombría de burocracias y organizaciones extrañas la construcción de la nacionalidad es una creación espiritual y a la vez heroica[5]. Todos ellos, pero con más éxito y renombre Mariátegui buscan el sujeto de esta nueva institucionalidad imaginaria en la raíces históricas y geográficas del Perú profundo, y a la vez real, llegando  a la conclusión que el Estado nación es obra de una autóctona subjetividad que el tiempo y el caos han obviado. En Mariátegui este sujeto es el indio, como lo fue para Gonzales Prada

La libertad en el sentido de los arielistas, como en los estudios de Alejandro Deustua arribando el s XX es una búsqueda de hacer de esta más que una conquista política o una prerrogativa ciudadana, sino una condición para crear y vivir de modo estético. Ahí donde campeaba la obligación de adecuar nuestro espíritu a las exigencias de la racionalidad formal y del soberbio hombre cartesiano se persigue en la manifestación estética la creación y expresión de nuevos valores que alcancen la unidad de nuestras culturas, y les doten del reconocimiento, mancillado por siglos de explotación y dominio, de una remozada identidad que reinterprete las influencias de otras civilizaciones y que destaque por su autonomía política y espiritual.

En el campo en estricto del nuevo Perú que sale de la guerra, la preocupación sobre los efectos morales y culturales de la guerra con Chile, preocuparon por primera vez a un sector ilustrado de la Oligarquía. En la reflexión de la generación del 900, cuyos máximos exponentes fueron Víctor Andrés Belaunde, los Hermanos Ventura y Francisco García Calderón,  y José de la Riva Agüero, ya mencionados antes - referencia obligada para todos aquellos que presumen hacer un estudio sesudo del Perú- se inicia propiamente bajo estudios sistemáticos y globales del país un marco y una forma de pensar que intentaría buscar los elementos ideológicos y espirituales iniciales para un proyecto moderno de nación.

Ellos son los que en diversos planos intelectuales y valoraciones instituyen los temas clásicos, que se han vuelto horizonte reflexivo y cultural de muchas generaciones posteriormente: el tema de la identidad nacional, el problema del indio, el problema de la injerencia norteamericana, la industrialización y la necesidad de contar con un proyecto nacional. Plantearon estos temas con un énfasis culturalista y de diversos modos buscaron un acercamiento idealista a la comprensión de la identidad peruana. Aunque sus preocupaciones como intelectuales cercanos a la elite eran sedimentar las iniciales políticas y los procesos para modernizar al país, su preocupación central era crear los valores y los motivos espirituales de la nueva nación. No obstante, iniciar el horizonte cultural que las nuevas generaciones adoptarían de modo radical y heroico, se puede sostener que su predica aún respira un fuerte hispanismo y tradicionalismo, con ribetes positivistas, como señalaría Luisa Alberto Sánchez, en su libro Balance y liquidación del Novecientos.

El descubrimiento de la sociedad es paralelo al descubrimiento del indio. Aporte de ruptura que es sentenciada por el grito de Gonzales Prada, voz que surge de la debacle moral de la guerra con Chile y que aprovecha la condena de los responsables de dicha derrota para señalar un nuevo comienzo. No solo sus discursos incisivos y su retórica polémica poseían el propósito de dejar atrás el pasado y el hispanismo aún incólume, a pesar de los estragos de la guerra, sino que incidían en la necesidad de rescatar de los escombros de un país desunido y fragmentado a la nueva subjetividad del proyecto nacional que se debía asimilar. Esta nueva subjetividad había que deshacer los siglos de menoscabo y de exclusión que habían soportado, y darle a esa concientización progresiva una identidad donde el trabajo de los intelectuales, de los jóvenes, lo obreros y los indios anunciaban la superación del pasado y de los motivos oligárquicos y criollos que habían sido la causa de nuestra atrofia nacional. Su pensar aunque no es claro ante las coordenadas centrales de esta nueva identidad, si es consciente que había que generar una nueva sensibilidad, un nuevo ethos de renovación y de fe cívica.

Cercano al arielismo y al radicalismo de su época se puede decir que las contribuciones de Gonzales Prada beben de la necesidad de concebir una nueva identidad a un país sin ella-  donde el conformismo y la tradición anquilosada eran la norma enfermiza- pero a la vez confiaba en demasía en los poderes subalternos que insurgían, y que a la larga no buscaban la renovación nacional que tanto él ansiaba, sino la internacionalización de sus luchas. Demás esta decir que el anarco-sindicalismo, del que fue uno de los inspiradores, se agotaría al conseguir la jornada de las ocho horas en 1919, en el gobierno de José Pardo y Barreda, y sería absorbido por tendencias más propiamente socialistas, que desviarían las energías políticas hacia empresas de menos contacto con la realidad circundante. El anarquismo peruano de principios del s XX, era consecuente y honesto con sus ideales, partía de una lectura y una necesidad apropiada; luego de ellos la praxis política no siempre coincidiría con la inteligencia, o no siempre habría que creerle a la sabiduría del libro. Con Manuel Gonzales Prada se abre el pensamiento social, y es el primer momento lucido de la historia del país, como señaló Mariátegui, pero estuvo limitado a no ver que las mismas fuerzas en las que deposito su esperanza, estaban alejadas de toda posibilidad de conocer y gobernar con propiedad un país tan complejo e indescifrable como el Perú. Su pensar aunque comprometido con la imaginación de dicha causa es ya la quimera y el voluntarismo inicial en que caería la intelectualidad posterior: imaginar un país, sin que se supiera a ciencia cierta como intervenir en él.

La mirada compleja de José Carlos Mariátegui es peculiar. No obstante, ser testigo y partícipe ocular de las convulsiones obreras y anarco-sindicalistas de su época no se inclino del todo a una lectura marcadamente socialista, como fue la experiencia practica de otros intelectuales de la región. Su marxismo es sui generis no porque armó una lectura romántica y a la vez revolucionaria que conecte con las masas en un país sumido en el misticismo, sino porque captó debido a su propia experiencia autodidacta y sensible que el país en el que vivió se hallaba atravesado por factores culturales y alegóricos de antaño que era necesario incorporar en una visión progresista. Su animo no es retórico o sólo estrategia de comunicación como fue la intención subversiva de Gonzales Prada, sino que su visión se dio cuenta tempranamente que la sola fuerza de la liberación no podía provenir de un movimiento obrero pequeño y centralizado sólo en Lima y algunas ciudades de la costa, sino que había que inscribir en su proyecto socialista otras categorías sociales más propiamente peruanas, y sacrificiales de este indescifrable Perú, aún inconsciente de si mismo. En su propósito de entender este país con las herramientas del marxismo, se dio cuenta de su especificidad cultural, a la que vio más allá de la literatura o del idealismo exótico sino como ingrediente innegable de toda estrategia de desarrollo o de proyecto político nacional Su intención fue realizar la filosofía social de su tiempo inclinada al Arielismo, de modo práctico, pero a la vez dotar al materialismo y a la política institucional de una sesuda identidad, cuya naturaleza hermenéutica jamás desaparecería.

Mariátegui pertenece a la época donde los valores y motivos del arielismo espiritualista están siendo desplazados lentamente por posiciones y aires más revolucionarios, que intentan llevar a la realización estos sentimientos culturales heroicos. De este contexto multifacético y heterogéneos en cuanto a matices intelectuales y disposiciones políticas bebe su pensamiento  que hacía los años 1923-1928 intenta radicalizar este ambiente dominado por planteamientos culturalistas y reformistas, provocando el intento de síntesis y unificación de las luchas sociales en la idea de mito revolucionario que toma de Georges Sorel. Si bien su proyecto de ingresar la heterodoxia culturalista en un proyecto habla de un uso explícito de construir un proceso socialista, nunca su propuesta abandona el plano de la discusión, del entendimiento y de la traducción de saberes diversos. Entiende que la materialización de un proceso político único aún logrando su objetivo concreto debe renovar y cambiar los elementos intersubjetivos que mantienen en la parálisis institucional y moral una específica matriz cultural. No solo intuía la decadencia en las fuerzas que buscaba liquidar y en las filas propias, sino que presumía que el socialismo no conseguiría acabar con la cultura dominante y criolla que latía sólida en nuestra cultura, si es que no superaba el idealismo como propaganda y pasaba a la ética real y consecuente. Como sabemos su idealismo rebelde no produjo la revolución del alma que tanto esperaba, sino que le dio consignas y sofismas al conservadurismo marxista posterior, que desfiguro su pensamiento y reprodujo los males políticos de la cultura dominante frente a la cual  se celebra como alternativa.

Hacia los años 1930 se produce una crisis de notable consecuencias en la política peruana. Partidos de masas surgirían en un contexto donde la formas de hacer política en sentido moderno nacerían. La crisis política de los años 31-33 en el Perú disputada por la Unión revolucionaria de tendencia fascista, y el naciente partido aprista peruano, de posiciones anti-imperialistas, representaría el arribo de tendencias totalitarias, movilizaciones de masas, y los efectos de crisis de modernización de la economía, producto de la crisis del capitalismo con el Crack de 1929 en Nueva York. El civilismo había perdido terreno, debido al embate de Leguía durante su oncenio de gobierno 1919-1930, y porque la orbita en las inversiones foráneas provendría ya no de Inglaterra sino del capital norteamericano, Cabe agregar que en el nuevo contexto de masas su apuesta notabiliaria había caído en el descrédito, aprovechados por los discursos anti-civilistas, y frente al radicalismo y la violencia tomaría el camino de la represión y la dictadura para proteger sus intereses.

La represión con conatos de guerra civil entre apristas y partidario de Sánchez Cerro, acabaría con la vida de miles de militantes en ambos mandos, situación que eclipsaría un ciclo político de crecimiento democratizador, y el poder tomaría la decisión de sacar del juego al APRA y al partido comunista, agrupaciones proscritas desde ese entonces. En este escenario las ideas sociales y la vida intelectual seguirían su propio curso, pero no alimentarían la praxis política con tanto ahínco, debido a la contra-violencia que se dictaminaría, y al restablecimiento de la estabilidad política, lograda por el ejército y su alianza con los sectores oligárquicos. Se empezaría una contracorriente conservadora que tendría efectos negativos en la modernización del país, en un contexto de inicio de los procesos por sustitución de importaciones en toda la región, y de protestas obreras por al crisis económica y la carestía de alimentos.

En el marco de la II Guerra Mundial en Europa, Perú se hallaba con una economía saneada, y había logrado sostener su institucionalidad ante el avance de los reclamos sociales. Su inclinación por los aliados, y su apoyo decisivo al capital norteamericano, alentarían acuerdos comerciales que beneficiarían al sector moderno exportador de nuestra economía. Esta estabilidad sumada a la desactivación de la actividad política de los partidos de masas, permitirían la hegemonía nuevamente del civilismo con Manuel Prado y Ugarteche, y representarían el no avance de la intelectualidad social hacia posiciones de responsabilidad política y tecnificada, sino su reubicación en idearios aún idealistas y literarios, cada vez más en desconexión con el lento pero seguro proceso de modernización que se llevo a cabo por las dictaduras, y sobre todo por la gestión de Manuel A. Odría en su gobierno del Ochenio.

El patrón de crecimiento luego de 1945, en ese sentido, incorporaría la primera necesidad de diversificar las producciones e iniciar un proceso de industrialización leve, que contrarrestaran los avances sociales, el proceso de urbanización, el crecimiento demográfico, y la aparición de nuevas necesidades y expectativas de modernidad, que todo esto conlleva. En el Perú si bien este proceso es menos álgido, debido al cierre político y la fuerte exclusión social de la Oligarquía se notan los límites internos de las políticas liberales para lograr modernizaciones sociales más vastas e integradas. Se avanza lentamente hacia la necesidad de introducir un proteccionismo económico y una decisiva intervención del Estado, que superara los atisbos de crisis del campo, y la marejada social de las décadas de los 60s y 70s, ulteriormente. Construir un modelo de desarrollo social moderno acorde con las nuevas sensibilidades y los perfiles sociales que insurgían.

La contrariedad de todo este proceso social y cultural que culmina con el salto a la modernización desarrollista fue que todo el proyecto intelectual y espiritualista que buscó construirnos una identidad nacional, antes de que la modernidad se materializara institucional y económicamente, residió en que los factores externos de complejización de la economía mundial, ante los que nos vimos arrastrados, no permitieron la maduración de una cultura soberana de sus procesos materiales e infraestructurales internos. La primacía de la economía y de una concepción optimista que veía en el desarrollismo la receta al porvenir, así como las veleidades de las elites al retrasar por todos los medios este salto ontológico, arrebataron a las nuevas subjetividades que ingresaron en este marco toda posibilidad de resignificar y de expresar los contenidos étnico-culturales y alegóricos de nuestra civilización. El resultado fue que el abismo entre la vida y el proyecto de darle significado se truncaría, por el sueño de crear una cultura calibanesca que nos extraviaría como sociedad.

El problema de esta línea de pensamiento arielista que culmina con Arguedas es que en la intensidad de su sensibilidad no se llegó a conectar o lo hizo muy precariamente su pensamiento y reflexiones sociales con saberes cada vez más especializados y tecnificados de la conducción del buen gobierno. Su búsqueda de la identidad antes que otra cosa confundió su ánimo por el trabajo especializado y  por el llevar sus ideas a la praxis burocrática; por hacer de estas ideas organicidad institucional y técnica en el sentido concreto del término. Este abismo trataría de ser conjurado por la praxis política de la generación de los 60-70, pero en si misma las actitudes mesocráticas de su voluntarismo histórico prolongarían el sentimentalismo y la carencia de objetividad popular que desligan al intelectual de las voces que defiende y representa. La carencia de una palabra propia y de una inteligencia más  allá de las deformaciones que las nobles intenciones  o  las manipulaciones políticas han obturado en las identidades subordinadas del campo y la ciudad, han hecho gravitar el pensamiento y las disposiciones metodológicas y epistémicas de la reflexión hacia sabidurías deshonestas que más han sentido la verborrea que la identificación total con las entrañas de este aún enigmático país. Esta época anterior a la modernización a secas perdería la oportunidad de cerrar las diferencias entre la vida y el pensamiento, debido a que dicha escisión sería acrecentada por el desarrollismo faústico, donde el interés práctico y las confianzas en el estructuralismo mecanicista, expulsarían a la cultura y a los sentimientos sublimes de las categorías de la historia.

Corte de aguas. Indigenismo vs ciencia social

Hacia los primeros años de la década de 1960 se estaban dando las condiciones socioculturales para un esperanzador cambio de época. Lo que finalizaba en Europa como la máxima expresión de las luchas de liberación estudiantil de Mayo de 1968, representadas en el marxismo libertario de aquel entonces, - y que prepararía la piscología para el desencanto postmoderno posterior- se daba en nuestras sociedades como el augurio de un nacimiento soberano de nuestros proyectos nacionales de identidad latinoamericana. Por varios motivos que solo mencionaré de manera general, esa esperanza cobraba forma en la decisión no sólo política sino encubiertamente ontológica de apostar por un cambio estructural desarrollista, liderado por el Estado. Los letrados de aquella época y las nuevas generaciones radicalizadas de aquel entonces veían la necesidad de una ruptura epocal que llevara a la practica todos los eruditos y rebuscados enunciados del periodo culturalista y a la vez filosófico anterior; que sintetizaran y probaran los postulados y sueños intelectuales de los arielistas en un proyecto socialista y la vez modernista de sociedad peruana.

Es motivo de señalar que esta traducción no se dio de modo enriquecedor para ambas partes. Sino que el avasallamiento de las políticas de modernización, y los desubicados dogmatismos en que se convertiría la política peruana de la década de los 70s imposibilitaron que la alegórica experiencia de nuestra específica espiritualidad nacional, fueran representadas de modo soberano en un proyecto político autoconsciente y con robusta identidad propia. En más de la veces las buenas intenciones de dar el salto cualitativo a una modernidad dirigida por visiones ortodoxas, sacrificaron a la cultura que predicaban defender, imponiendo una versión mecanicista y a la vez unilateral de estructura social que mataría la oportunidad histórica de generar una renovación moral y cultural de nuestra experiencia de nación. La forma en que se impuso la modernización que licuó la sagrada tradición de nuestro Perú  diverso preparo a la piscología social para los desequilibrios y fusiones sin coherencia de nuestros días, con el consiguiente resultado que esa decisión histórica se tradujo en un error ontológico que nos expuso a la explotación y a la perdida de valores nacionales de nuestra época contemporánea.

La lectura de las avanzadas izquierdistas de la situación interna no fue la correcta. No obstante, experimentarse las finales erosiones del mundo oligárquico, y el desplazamiento de políticas de corte liberal por otras de orden proteccionista, el Perú no se hallaba preparado de manera material para el cambio estructural que plantearía el Populismo izquierdista, o por lo menos no ese tipo de reestructuración que se obturó. No se puso en evidencia que la misma naturaleza infraestructural de la formación social tenía el problema de que poseía una industria pequeña y muy ligada al sector exportador, que teníamos una de las economías más abiertas al comercio exterior de la región, teníamos un sector público pequeño y poco sofisticado, carencia de una clase media educada y fuerte que se opusiera a la oligarquía local, y que no se contaba con las destrezas burocráticas y los recursos humanos competentes para reorientar el patrón de crecimiento económico. Este abismo estructural fue la que dotó a la elite exportadora y a sus socios extranjeros de una solidez política, a pesar que los reclamos en el campo y el crecimiento organizado de una nueva sensibilidad generacional demostraban una crisis cultural e institucional de enormes proporciones.

Fue al final esta la razón de la debacle oligárquica: que su dominación había encerrado una desproporcionada injusticia y falta de reconocimiento cultural en las clases populares, incompatibles con los aires de industrialización y de modernización ciudadana que hervían en toda América Latina. Las expectativas crecientes y el gran descontento social habían producido levantamientos y grandes movilizaciones agrarias por la toma de tierras, en una deficiente estructura agrícola, que evidenciaban la expresión hacía fuera de nuevos deseos y ánimos de renovación cultural, que fueron representados y organizados en las filas de una izquierda renovada. La confianza en el desarrollismo y en las recetas economicistas de la CEPAL (Comisión económica para América Latina) creyeron hallar en sus doctrinas razones suficientes para asumir que el modelo liberal anterior era insostenible como programa, y que estas ideas matrices conseguirían hallarle a la nueva sociedad movilizada un nuevo contrato socioeconómico donde abandonar dicho modelo liberal.

En si un cambio de horizonte sociocultural fue potenciado como cambio político, y por lo tanto malinterpretado como indicios de que era el socialismo garantía de autonomía y desarrollo. El equívoco de apurar un cambio de enfoque no permitió ver con propiedad las características que mostraba la formación social, y por lo tanto, no se resignificó ni se operativizó las reformas estructurales que al parecer funcionaban en toda la región. Había que dar el salto a la modernidad pero reinventándola, sin matar lo nuestro. En su lugar se practicó una cirugía irresponsable y romántica que nos hizo ingresar en los orígenes de la internacionalización de la economía de modo desorganizado y sin haber dejado atrás las eternas trabas socioculturales que se reforzaron aún más. Ni el populismo tardío y sus reformas estructurales en que ingreso el país con el gobierno militar pudieron reconstruir los cimientos de una modernización autoconsciente, cayéndose en errores de gestión y de aplicación de la industrialización y de la reforma agraria que evidenciaron el mal aprovechamiento de las energías sociales que pretendía representar, y sin que se haya podido dar forma a una economía nacional libre e integrada. El historicismo exagerado, como mencionaba Nietzsche, desfiguró  a la vida que quería liberar.

La creciente consciencia por la realidad económica del país volcaron los esfuerzos organizados a generar un desarrollo descentralizado y orgánico, que superara la pésima distribución de la propiedad rural, el desigual desarrollo regional, lo mal que estaba distribuido el ingreso personal, y que el desarrollo económico no llegaba a todo el país. De este modo se estudio la realidad social y se intervino en ella con una forma de pensar que ponía el acento en la modificación de las estructuras sociales, y que con diversos matices hallaba en la metodología del desarrollismo nacional del Gobierno militar del Velasco (1968-1975) y en las posiciones más radicalizadas del marxismo ortodoxos los sentidos comunes para dejar atrás el viejo régimen feudal y lograr así el progreso social. Pero en la situación muy específica de nuestro sistema político dicha algarabía y simplificación de la estrategia contestataria empobrecería la posibilidad de comprender y a la vez consolidar el cambio modernista, como resultado de que el reduccionismo de la violencia dialéctica que se imperaba arrojaría de los análisis y de las lecturas políticas para la acción toda la riqueza étnico-cultural que debió ser incorporada a una estrategia de traducción más democrática y no tan autoritaria. El costo fue que la cultura política fue arrastrada a una irracionalidad de consigna y de fragmentación de sectas que dispersó las energías políticas y apelo  a la violencia y al autoritarismo para romper el esquema de fuerzas dominantes que se enquistaba en el poder. Aquel misticismo que se pretendía negar con la dialéctica retorno como dogma de violencia, perdiéndose la oportunidad de hallar en los intersticios de una convulsionante modernización un espacio seguro para el florecimiento de la identidad andina que se cholificó, o que se ahogaría en el resentimiento de la violencia administrada de los 80s.

Pero antes de entrar a debatir este proceso de lucha política irracional es necesario rastrear las causas que produjeron este envilecimiento de la cultura de izquierdas. En otros ensayos he examinado de modo estructural este derrotero, por lo que aquí sólo hare referencia a lo que su inteligencia científica social pretendió negar, como presunto mito fundador o salto cualitativo – me refiero al indigenismo- y a su vez hacer una historia de las actitudes conceptuales que examinaron la realidad social desde aquel entonces, y cuyas líneas de pensamiento son las responsables directas o indirectas de la violencia política que asoló este país.

En relación a lo primero, la lectura de los desarrollistas era que había que negar la estructura social calificada de feudal e inoperante para poder ser modernos. No sólo había que erosionar las condiciones materiales que atrapaban las energías sociales excluidas, sino que había que dotarle a las representaciones culturales e intersubjetivas de nuevos sentidos y referencias psíquicas que legitimaran el formidable como inevitable cambio social. Por una razón de unilateralidad y de confianza irracional en la razón modernista se pensó que era necesario también negar todas aquellas lecturas arcaicas y subjetivas que deformaban la reflexión social. Había que dar origen a la ciencia social, acorde a los requerimientos de la sociedad faústica, y lo que había que negar era el idealismo tradicionalista y su filosofía o metafísica; había que acercar la inteligencia a la experiencia práctica, a la praxis real de los actores organizados y  alejarla de la teorización o de la especulación irracional. Uno de aquellos constructos que había que negar era ese indigenismo literario o esa filología sentimental que desperdiciaba fuerzas en el ensayismo literario o  en el culturalismo abstracto y alienado. El resultado con el tiempo no fue la objetividad sino la desapasionante actitud técnica de dar énfasis al diagnóstico politológico y a las grandes verdades sin prestar atención a los motivos intersubjetivos que impulsan la acción. Como explicaré con más rigor en otro acápite las preocupaciones cognoscitivas del pensar serían devoradas por la politización absurda, y con menos fuerza por la restauración de un culturalismo existencialista y despotenciado que aparecería en una época posterior.

El mito fundador de las ciencias sociales, en especial de la sociología[6], tuvo su acontecimiento en la famosa mesa redonda de “Todas Las sangres” de José María Arguedas, en donde un grupo de científicos sociales[7], harían comentarios muy duros al carácter de verdad objetiva que representaba la novela de Arguedas, con la intencionalidad clara de negar el influjo culturalista de su pensar y de ese modo provocar un desplazamiento político de aquellos pensadores y de su influjo filosófico que representaban un obstáculo al arribo del marxismo y de sus herramientas políticas. Por diversas razones pertenecientes a las sensibilidad de Arguedas estos señalamientos fueron sentidos por él como una negación de sus aportes, de su vida – “He vivido en vano”- y como el emplazamiento ideológico de las energías de la reflexión literaria hacia preferencias más objetivas y científicas. Desde aquel entonces los intereses de la política, de la lucha por el poder hablarían con conceptos disforzados y abstractos de la vida, que se empobrecería en la sociedad modernizada. El sentimiento debería ser sólo combustible de la lucha de clases. La mesocracia pensante, y sus ciencias sociales mesocráticas deberían liderar y conducir el cambio histórico que tanto ansiaban producir.

El indigenismo que tanto se preocupo en conocer y expresar en la conciencia social del país la realidad dormida de las sociedades rurales, había sido una rama del saber arielista, una visión de los intelectuales mesocráticos o de tendencia urbana que se acercaron a esta problemática, para cambiarla o incorporarla al proyecto de nación que se ideaba[8]. Con la vivencia de Arguedas del mundo andino él se propuso conocer y superar las interminables desfiguraciones que el indigenismo criollo obturaba en la realidad indígena. Él fue testigo sintiente y a la vez pensante de los cambios que se estaban produciendo en el mundo rural, que él tanto se había forzado en interpretar y liberar, por lo que ya entrando la década de los 60s y siendo testigo del proceso de modernización que se aceleraba con los levantamientos campesinos y los primeros atisbos de la reforma agraria, se dio cuenta que lo indígena que tanto amaba podía probablemente ser devorado por la modernización y que sus tesoros y tradiciones se perderían. En ese sentido, el aspiraba a una reorientación de la modernización que resignificara lo andino en lo moderno sin que se perdiera soberanía y se incrementara en vida. Su intención en “Todas las Sangres”[9] como en su novelas y obra antropológica era aludir a lo múltiple, pero orgánico y armónico, que expulsara hacia fuera toda la riqueza del mundo andino, y no a lo multicultural actual donde prima el caos, la falta de identidad y los conflictos.

Por eso su observación a las tesis de las ciencias sociales que desnaturalizan y entienden al indio solo como campesino, sujeto formal y económico. Su premura no era detener el tiempo,  o negar la modernización. El consideraba que era un proceso positivo pero que había que reconocer en su esencialidad aquello que se invitaba a modernizarse. Su idea era un “indio liberado” en su idea de mestizaje, donde se debía hablar el castellano desde el quechua, resignificar la modernidad bajo el poder de lo andino. La modernización que tanto le preocupaba hacía perder la inocencia al indio, desorganizaba su cultura y lo entregaba a una categoría de “cholo” que lo volvía sujeto de la revolución del campo, un sujeto urbanizado, un anexo o compañero bastardo de la revolución obrera. Su intención era no perder la inocencia de un niño que, sin embargo, debía saber manejarse en un medio de masas y de muchos elementos disimiles y amenazantes. Su entrada u ojo crítico no bebía de la conceptualización afilosófica e insensible de las ciencias sociales, que no va más allá del hecho, no lo siente o no lo interpreta como vivencia, sino que busca expresar lo intransferible, lo único en forma intersubjetiva y potenciadora, de modo que la vida hable por sí misma. Sentir para Arguedas no era mera protesta dentro de uno mismo o vivenciar sólo lo que se ama, sino acrecentar lo interno, lo que encierra una comunidad no de modo existencial o melancólico, sino trágico.

Por ello la protesta de Arguedas, y de su esfuerzo porque cobren vida aquello que iba a ser encerrado luego en lo que lo negaba, con la promesa de la ciudadanía asalariada. El mundo de ahora en que la globalización ha devorado nuestra constitución social, y la vida cultural es una copia caótica de múltiples fusiones sin lógica alguna ha hecho que el proyecto de cholificación, acuñado por Aníbal Quijano, entre en una franca decadencia o fracaso rotundo. La modernidad que solo se ha vuelto individualización y locura organizativa sólo invita y adiestra al migrante como sujeto económico y formal, negando su singularidad o trastocándola en la persecución de querer ser individuo postmoderno a toda costa, sin poder llegar a serlo. El mundo de nuestra cultura se vestirá con las formalidades  de la modernización organizativa, pero sigue siendo una aldea donde las prerrogativas del mundo criollo y sus ficciones siguen excluyendo a las clases populares bajo razones de piel, de etnia, de clase, de género o de cultura. Incluso la competitividad actual traduce un racismo de la inteligencia que condena a la cultura honrada a la delincuencia y a la trasgresión como mecanismo de sobrevivencia, de goce y de protesta subterránea. Nuestra identidad conflictiva es la prueba de que los manantiales de los que vive y respira nuestro espíritu se hallan totalmente bloqueados, y toda la felicidad de los motivos ideales no llega a expresarse en el mundo administrado actual. La naturaleza reprimida, no sublimada de modo institucional ha tomado la senda del cinismo y la anomia como lógica de vida social[10].

He señalado parte del proceso cultural en que caería la sociedad peruana. Como aquello que fue lanzado como utopía y destino culminaría en informalidad, caos y pérdida de identidad cultural. La escisión entre vida y significado que la modernización prometió cerrar en base a la razón autoconsciente ha generado un mundo producido y extrañado, donde la cultura se privatiza o huye a las fauces de la marginalidad o de lo clandestino, como ruta de escape a su sensibilidad solipsista. Pero frente a este evento se desarrollan otras razones, conceptos o hechos políticos que permiten comprender como esta escisión o abismo fue porfiadamente neblinado, con un conjunto de verdades e ideas fuerza que han modelado nuestra psicología, nuestras representaciones colectivas, nuestros imaginarios más íntimos y nuestra arquitectura organizacional con el resultado perverso que la autodestrucción creativa, para usar una categoría de Shumpetter, en que ha ingresado el modelo de desarrollo actual ha enfermado culturalmente a nuestra formación social y singularidad. Las verdaderas configuraciones vitales y las reales luchas interiores que subyacen a esta falsa institucionalidad han sido ocultadas por mixtificaciones e ideologías que parten de este proceso de origen de las Ciencias sociales. Lo quiero decir con una fina expresión diplomática, pero la estructuración de nuestras sociedades desde aquel entonces, y su individualización o personalización postmoderna parten de una específica orientación política hacia el mundo moderno, de una misma raíz ontológica que luego retomaría la reacción neoliberal. Los conceptos que sirven para comprender el Perú esconden o han sido movilizados para orientar objetivos políticos privados, que han ahogado la vida en algo innombrable pero aun viviente, y tanta es la acumulación de mentiras que el ser ha sido olvidado  por sus propios protagonistas.

Antes estas ideas, expresadas en el párrafo anterior, hay dos disposiciones o estados de ánimo sustanciales que han recorrido la historia de nuestra inteligencia, y que en plena década del 70 asumirían la confección de consignas o acuñación de específicas formas de pensar, con las que ha sido pensado erróneamente el Perú y su historia. Uno es la raíz más propiamente latinoamericana, mariateguiana y guevarista del marxismo, que arranca con el MIR (Movimiento de izquierda revolucionaria) y ELN (Ejército de Liberación Nacional); y el otro es el marxismo ortodoxo, popular y gremial que parte de las concepciones más ortodoxas del marxismo, como lo fue el PCP (Partido comunista del Perú) pro chino y pro soviético. Aunque estoy lejos de sostener que había cierta coincidencia  y consciencia entre la construcción de conceptos y la epistemología social, y las formas prácticas de acción política de las izquierdas, se desea inquirir que si hubo cierta correspondencia indirecta, y que hay ciertas psicohistoria de los saberes de izquierdas que arranca en este período. La caústica rivalidad entre una actitud hacia la vida en las biografías intelectuales de Manuel Gonzales Prada, y Ricardo Palma, uno realista y severo, y el otro lúcido pero despreocupado se reproduciría en esta época en la inteligencia social bajo los moldes de un marxismo ortodoxo y otro más heterodoxo.

Ahí donde la derecha no se había preocupado de sistematizar orgánicamente su longevo liberalismo, esta psicología de cuño arielista e hispanista había sobrevivido, en su vertiente libertaria y romántica, en las concepciones más heterodoxas del marxismo de los 70s, como específica forma de pensamiento mesocrática y rebelde. Su programa fue hallar en el marxismo la comprobación científica y operativa de las premisas de la tradición arielista, que como señalé antes, culmina con Arguedas. Pero su intento de modernizar o hacer más sofisticado las técnicas y los medios institucionales de la reflexión social, desvió su atención paulatinamente hacia las concepciones más propiamente formales de la acción social, con el objetivo de construir los fundamentos científicos y epistemológicos del proyecto de cambio estructural que deseaban movilizar y legitimar. Su apego al marxismo no fue como se piensa incipiente y esquemático sino que era parte de una forma de razonar que intentaba repensar las herramientas conceptuales de esta teoría en clave latinoamericana y descolonizada en toda la región.

Buena parte de esta intelectualidad pertenecía a una generación de jóvenes de clase media que se había sentido identificada con la revolución cubana de 1958, que se había nutrido de las teorías del desarrollo y que se había acercado a resignificaciones del marxismo como los enfoques de la dependencia, como fue el aporte sociológico en el Perú de Aníbal Quijano y Julio Cotler. De manera muy singular su intento de reconvertir los idearios del arielismo sólo fue retórica e intencional, pues a pesar que en esta época los análisis de esta mesocracia intelectual si elaboraban visiones globales y sistemáticas pronto la politización asfixiante de los centros universitarios y del espacio público los arrastro a declaraciones radicales que sólo veían la solución a los problemas de nuestra historia en la insurgencia armada, y en la ruda protesta social. El resultado fue el lento empobrecimiento del análisis social, la real ceguera de las específicas mutaciones que adoptaba nuestra modernización y el abandono del nacionalismo metodológico como geocultura de sus razonamientos, por un cisma socialista al que visualizaban como solución absoluta.

En las concepciones más peculiares de clase, de marginalidad, de enclaves productivos, de populismo, luego de informalidad, de socialismo, de mercados internos y toda la batería de categorías del Keynesianismo que asimilaron de la CEPAL y de los enfoques de la dependencia latinoamericana se advirtió un esfuerzo por hacer calzar nuestra compleja singularidad cultural y material en la visión estructuralista del marxismo. Al no poder hacerlo por las irresistibles incompatibilidades entre una viviente cultura sacrificial como la peruana, y las plantillas mecanicistas del desarrollo- ¡la inconsistencia entre el marxismo y América Latina!, que no reconoce Arico[11]- se fue revelando una conflictividad y desacuerdos tan irreconciliables al nivel de la interpretación marxista, y por supuesto en las luchas sociales, que se fue expresando silenciosamente el reduccionismo politológico y economicista que los define como clase política, silenciando los abismos entre la teoría y la realidad e interponiendo conceptos convenidos y subjetivos ah donde se requería lucidez y claridad sociológica.

El daño ontológico ha sido de tanta magnitud que el descontento y la dureza de la vida no ha sabido reconocerse sin tener que apelar a estas ideas primigenias, con la consecuencia que pensar se ha vuelto en este país una profesión cada vez más desconectada de la vida que vive, y que alimenta un compromiso y consejos que no se practican. Dado el apoyo de su leyenda infundada estos pensadores han sabido reciclarse a través del tiempo, en las teorías de la democracia de los 80s, en la teorías anti-globalizadores, y en los estudios culturales y ahora en los estudios de la colonialidad del saber logrando un prestigio que nubla los enormes esfuerzos que se requieren para pensar con propiedad este país y sus transformaciones. Los abismos que se suceden entre la vida y el pensamiento no son sólo producto de un pensamiento ya neutralizado por el poder, sino que la institucionalización de su forma de pensar e interacción política que les ha reportado credibilidad y estatus a través del tiempo, también hacen responsables a esta clase intelectual. Esta ha devaluado en el prejuicio y el olvido la posibilidad de una urgente revolución de la ideas, y de que la noble tarea de pensar corra a cargo de un nuevo espíritu y sensibilidad.

La otra rama del marxismo más gremial y subalterno, tuvo como orientaciones epistémicas las visiones más retrógradas del pensamiento comunista. Aunque las inconsistencias entre las ramas del marxismo ortodoxo y los enfoques más heterodoxos si existieron, estás fueron irrelevantes en la medida que las contribuciones académicas de este último no influyeron de modo político en la otra rama que se convirtió en una pastoral tosca y pragmática de como obtener el poder, generalizada en ese entonces. De algún modo trágico los descontentos históricos y la rabia acumulada a medida que se desmoronaba el viejo orden oligárquico hallaron en las proclamas comunistas una suerte de religiosidad política que venerar y seguir, ante el cambio ontológico. La buena acogida del marxismo en las clases subordinadas lo convirtió en un horizonte cultural que les dio seguridad fundamentalista, y esto porque transfirió al mundo moderno la enorme rabia y los rencores que la tradición colonial había introyectado en la sociedad peruana, que en ese momento se movilizaba. Este rencor ya organizado, se tradujo en una seriedad pragmática, en fe ciega a una pasión que recompuso la seguridad cultural perdida, pero que proyecto sobre la violencia un proyecto político de ira, que se convirtió rápidamente en lucha de clases, en guerra popular. Este pensamiento insano aún se enseña en los sindicatos y en diversas organizaciones populares y políticas, y es la razón de que el pueblo lentamente se ha apartado decepcionado. Esa fe es preferible a que se reconozca la propia miseria.

La modernización se tambaleaba y los enormes esfuerzos de reforma estructural del gobierno militar de Velasco Alvarado y la reacción conservadora de Morales Bermúdez, no consiguieron dar forma con autonomía a una economía nacional soberana. La escena autoritaria de los 70s, se empeoro, cuando los síntomas de crisis económica interna se revirtieron en pobreza y en la restauración de los enormes males de nuestra escena contemporánea. El poder se reagrupó y la cultura que fue invitada a ser parte de un modelo sinceramente absurdo y autodestructivo huyó a las fauces de la informalidad y de la anomia institucionalizada. La crisis fue sentida como parálisis de una promesa, como cancelación abrupta de todo un horizonte cultural y la vez político. La incertidumbre que sobrevino se convirtió en violencia, en necesidad para algunos de retomar el control de una modernidad que se desmantelaba, y que a la vez era la razón originaria de dicha inseguridad y desesperación. El camino fue la lucha armada, del Partido comunista Sendero Luminoso, y luego el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru). Esta historia de la que no mencionare su proceso, fue a mi juicio, la consecuencia lógica de la irresponsable acumulación de pregones de ira y de celebración de la revolución del período de los 70s, así como de las inconsistencias morales y las ficciones estúpidas que se regaron al interior de una izquierda que no reconoce hasta ahora su gran insensatez. No quiero detenerme en este análisis, pero si hasta ahora esa ira política sigue viva aprovechando la discordia que desarrolla este sistema de civilización que sostenemos, es porque hay una falla de origen en el modo como se respira la felicidad y el bienestar a nuestro alrededor. El niño que se ha extraviado en las ilusiones del progreso al perder la inocencia no halla en la madurez, ni en los apócrifos malabares comunicativos de la democracia, ni en las políticas de concordia que consumimos, la promesa segura y libre de su propio crecimiento y realización. Ese niño que crece se ha transfigurado en el mal que nos consume y nos acecha a todos, porque no se le deja vivir.

La politología y la democracia.

Serían dos corrientes o estados de ánimo precisos que partirían con la asunción del sistema democrático como forma de gobierno. Una que se centraría en el optimismo de las ciencias políticas, para sostener las bases institucionales de la naciente democracia, y otra los iniciales estudios culturales e indagaciones psicoanalistas, que hallarían un terreno propicio en los enfoques de desarrollo de capacidades de las ONGs (Organizaciones no gubernamentales). En este acápite me ocupare de la primera corriente intelectual. Pero antes de desarrollar esta idea, quisiera precisar que ambas corrientes corresponden al sector de la intelectualidad del marxismo heterodoxo de los 70s, que salió más ilesa de la guerra interna y que no tomo partido por esta decisión.

Las consecuencias de la ideologización modernizante aniquilaron de sus planteamientos reflexivos a los sujetos que deseaban redimir. Como al principio de la república la reflexión social cometió el error de depositar la fuerza del análisis social en el formalismo político, sin tomar en cuenta a los miembros y a las subjetividades que son parte del contrato social. La sociedad desapareció de nuevo o se le arrogaron títulos organizativos y estructurales que desconocen sus mutaciones internas y sus imprevisibles mentalidades colectivas. El sujeto al que no toman en cuenta es definido  al estilo de la razón cartesiana, como una mónada autoconsciente que posee razón y juzga, elige y participa. ¡Craso error¡ Ayer la equivocación fue ignorar la identidad porque la política era el todo; ahora la ignorancia es consciente y perjudicial, pues la sociedad existe, y requiere tener una identidad, para ser contrato social y político. De similar forma nuestro proyecto político y ¿porque no? nuestra ciencia política no conoce lo que pretende incorporar. Confía en demasía en la ingeniería política para producir las subjetividades que necesita su idea de comunidad política. Bajo la idea de Giovanni Sartori, o los institucionalistas norteamericanos creen ciegamente que las instituciones políticas deben sembrarse en la cultura, y producir desde el Estado a la sociedad que requiere la división social del trabajo y el sistema económico. ¡Nada más autoritario¡

Esta confianza en el diseño antes que en la acción social para producir por si sola su propia configuración de comunidad política, es similar –aunque ellos crean distinguirse- de aquellos politólogos que ponen el acento en las condiciones históricos sociales de la constitución de instituciones políticas. Si bien no es similar en la forma en la que construyen la política, si son equivalentes en la idea que tienen  de los depositarios del poder. El sujeto en los marxistas y en las posiciones republicanas europeas es un producto social, donde el sentido practico de estos esta cargado de racionalidad, pero en su definición éstos reproducen la arquitectura de un orden social que se tecnifica y especializa de modo organizado. Esta dialéctica no es tan real en las sociedades de naturaleza sacrificial como la peruana. Aquí no hay sujeto en el sentido clásico del término, sino culturas e identidades que son forzadas a serlo con el resultado de la fatídica erosión de sus tradiciones y saberes ancestrales. Al modelar una subjetividad individual hallan al ciudadano de su glorioso contrato social como clase o grupo de interés diluyendo los orígenes culturales de esta ciudadanía, y arrancando a las personas de sus raíces culturales por construir una autonomía y libertad negativa o positiva que no lleva a nada

El primer fenómeno de abandono de la subjetividad recayó en el abandono paulatino del análisis de las formaciones económicas y el carácter social de la producción. La preocupación por darle vigor a los planeamientos sobre las transiciones a la democracia, luego de 12 años de dictadura y de severos conflictos de intereses hizo que se pusiera énfasis en los mecanismos formales de consolidación del régimen democrático, basado sobre todo en la partidocracia que emanaba de la reciente promulgada Constitución de 1979, situación que puso el acento en las relaciones de diálogo y de consenso como procedimiento para evitar conflictos y limar políticas públicas en ese sentido. La partidocracia que proponía la Constitución del 79, buscaba la consolidación de un régimen democrático que no fuera producto de una imposición de leyes ejecutorias no consultadas o discutidas, sino que sentaba las bases para una real convivencia de fuerzas políticas que antes buscaban eliminarse entre sí. Hubo lo que se dice una plataforma mínima de acuerdos de desarrollo que garantizaban la aquiescencia de la gobernabilidad y el equilibrio de poderes. Pero el problema es que la confianza en este marco democrático con ponderaciones de procedimiento y jurídicas, afianzo la disgregación estructural del país, porque la política cedería fuerzas a las sectores privados en el control de la economía, y ya los serias deudas estructurales, las pugnas internas en los partidos, y el ingreso con fuerza de la economía del país en un largo ciclo de recesión y de pobreza estructural ahondaron las distancia entre la cultura y la política que se sentía como sólo retórica y desorganización interna.

Luego de un fuerte ciclo dictatorial, donde el fracaso del reformismo militar devino en modificación sustancial de los basamentos  políticos y económicos de la sociedad peruana, se ingresa a un período donde la democracia es sentida como la oportunidad de alivianar el severo conflicto de clases, las pugnas y la crisis en la modernización que las reformas provocaron en la economía. Las dos corrientes marxistas que hasta entonces habían interpretado a su modo el país y que hegemonizaban el conflicto de clases y la idea de revolución, como lógica de cambio pierden terreno en la medida que la dictadura y la politización interna generan las condiciones para el empobrecimiento de la vida académica y el alejamiento paulatino de la reflexión social de los nuevos actores que surgen. Una de ellas, conocemos la historia, se lanza al inicio de la lucha armada, y la otra corriente abandona el economicismo y las búsqueda de razones estructurales para explicar nuestra dependencia, y se lanza a pensar la necesidad de democratizar la sociedad, como mecanismo de reconciliación de las fuerzas políticas. En esta decisión la inteligencia abandona institucionalmente la posibilidad de pensar de manera autónoma nuestro carácter estructural, y por la presión relativa de la cooperación internacional, se lanzan a la fundación de centros privados de investigación, donde el énfasis en el análisis será un cambio radical en los temas y concepciones teóricas usadas. De cierto modo el pensar se vuelve un instrumento pragmático, donde la sociedad desaparece y prima el resultado de conseguir objetivos acorde a dogmas que no se cuestionan, y a su vez la inteligencia pierde cierta independencia para resignificar las modas teoréticas que llegan, y termina razonando en términos de conveniencias políticas, y no escuchando a las nuevas subjetividades.

En el período previo, la necesidad de evidenciar las razones estructurales del atraso, preparaban el terreno ideológico para revolucionar las estructuras, que bloqueaban tal consumación de la modernidad y de la autonomía social. Se creyó hallar en el diagnóstico de la economía la fuerza explicativa para conseguir tal objetivo, en la medida que se contaba con la fuerza política en actores organizados para generar el cambio social. El excesivo énfasis en la economía y en las clases sociales, alejo de su razonamiento la importancia de pensar la democracia y los sujetos y las identidades que la integraban, pues se creía que el cambio social los generaba automáticamente. Cuando las estrategias del desarrollismo y las lecturas dependentistas son disciplinadas junto con los actores que buscaban la revolución, de produce un giro hacia la política, hacia el estudio de los movimientos sociales, la cultura política, la sociedad civil y las transiciones a la democracia[12]. El desclasamiento que se produce en la sociedad, y la aparición de nuevas subjetividades, acordes con la desintegración que esta sufre desvinculan a la cultura, que muta de forma imprevista, de la construcción de institucionalidad política.

Surgen las identidades juveniles, los reclamos feministas, los ecologistas y los movimientos de pobladores, que desentonan de las organizaciones sindicales y de partidos, en un contexto donde tal desarticulación del poder político deviene en la multiplicación de intereses y de representación de demandas producto de la pobreza estructural y de las expectativas que la modernización despertó en la sociedad movilizada. Se pasa de un análisis que pierde poder de influencia en la economía, y por tanto, en la conducción de la modernización, a un reduccionismo político, que abandona las visiones generales y que destaca los aspectos formales de la democracia. En esta preocupación el pensamiento social pierde injerencia real, y se vuelve en consejero institucional de las formas que debe adquirir la democracia, como mecanismo de convivencia política. Esto expresa una forma de sobrevivir como clientela, pero ya denota la incapacidad de las ideas para modelar una formación social en donde el poder de los actores privados es central.

Al aparecer la democracia como fórmula de consensos se obvia las condiciones estructurales para su ejercicio. No se piensa en los actores que la involucran, ni en los marcos generales en donde depositan sus intereses y despliegan sus esfuerzos, sino que se avistan sólo los procedimientos y marcos normativos que modelan a los miembros que requieren, no pensándose a la sociedad,  ni el tipo de sociedad que se quiere construir. Se produce un proceso por el cual la política se explica a sí misma y se pasa a tener una confianza ciega en modelos políticos e institucionales que no se condicen con sociedades donde los niveles de desintegración, alarmante desigualdad social, distribución del ingreso, marginación económica, y de carencia de cultura ciudadana hacen de la democracia, y de su individualismo racional una fórmula del todo irreal e impositiva. El consenso que se explícita como mecanismo de negociación en una sociedad que se vuelve profundamente heterogénea hace que el discurso de la democratización se muestre como promesa perpetua, más que como herramienta real de resolución de conflictos y de gestión de necesidades. El conservadurismo de la política niebla las razones reales que generan el desmantelamiento de la sociedad, y pone el acento apócrifo en espacios de discusión y de toma de acuerdos, que no poseen real incidencia o vinculación política. Nuestro primer contacto con la socialdemocracia como fórmula de convergencia de intereses posee desde este real ejercicio de democratización a principio de los 80s, un marcado acento de improvisación que incorpora, incluye, pero no es capaz de construir, tomar decisiones o de gestionar materialmente el desarrollo que tanto oferta.

Por eso la naciente democracia que se instala en los 80s, luego de promulgada la constitución de 1979, no consiguió postularse como espacio público porque, como sabemos el desmantelamiento de la modernización, y el posterior ajuste estructural  en los 90s que viviría la sociedad darían vida a la insurgencia como salida autoritaria. Ahí donde la democracia es defenestrada por la guerra interna, y por los serios reveses materiales e institucionales que sufriría el país esta terminaría arrinconada por dictadura y por el decisionismo Fujimorista que limpió el panorama estructural y a la vez psicológico para el reinado de un tejido atomizado y de un escenario de organizaciones privadas, donde la sociedad y sus culturas diversas quedan fuera de juego y olvidadas en la carencia de reconocimiento. La incapacidad de la democracia para unificar un conglomerado interminable de demandas y de intereses diversos se vuelve en un escenario donde ésta pierde legitimidad y se bate en la ingobernabilidad, donde es irrelevante la socialización de las personas y éstas son vistas a la fuerza como una multitud de individuos-votos coordinados en un mercado hegemónico. Nuestra democracia no es sólo insuficiente desde sus orígenes porque impone una realidad marcadamente diferente en cuanto a la recepción cultural y construcción de subjetividad, sino porque su partida de nacimiento es parte en nuestra historia de una postergación silenciosa del ser social plural que somos, que inquietó tanto a Arguedas. El error de la modernización que se impuso con el discurso economicista y de revolución, es similar al que comete la subordinación de los intereses a la gobernabilidad política: olvidar que la cultura no es un producto automático de esquemas y de administraciones diversas sino que ya de por sí es el elemento que hay que tomar en cuenta en sus raíces para lograr el compromiso de los ciudadanos, y a la vez permitir la consolidación de un sistema de vida basado en bases presuntamente modernas.

Y esta es la razón, del discurso anti-político, que usaría Fujimori para permitirse la tarea de desmantelar todas las condiciones sólidas de la modernización populista. No sólo se arrogó la tarea de criminalizar la sociedad como estrategia para obstruir el renacimiento de la sociedad civil y favorecer la multiplicación de los agentes privados, sino que demolió toda posibilidad de reencuentro entre la sociedad y los sistemas político y económico; colonizando a la primera de una racionalidad empresarial que hace legítimo el poder del capitalismo aunque se sepa que la cultura no tiene sitio en él. El desencanto con la democracia, con los políticos y la política ante la incapacidad de los gobiernos por resolver nuestros males estructurales es también un desencanto histórico con el dolor acumulado en la idea soberana pero inconclusa de nuestra individualidad. Nuestra democracia ha vivido bajo el signo de la esperanza, pero también ha sido origen último de una gran frustración, porque la idea que sirve de columna vertical al capitalismo y  la democracia burguesa, basada en la mónada individual, es un proyecto que atrae pero a la vez decepciona. Nuestra singularidad ha hallado en su expresión individual una sabia receta para desfogar sus elementos catárticos, con tanta intensidad que la fuerza alegórica y plural de nuestra realidad sacrificial no se reconoce más que en ella, a pesar que mantiene con eso en el olvido perpetuo nuestra oriunda felicidad étnico-cultural. En tanto la democracia no se ingenie el compromiso de la cultura con los sistemas más sofisticados que vienen de la vida y que la hacen posible, seguirá ahuyentándola hacia los submundos de la ilegalidad y de la violencia sin límites. El problema no es sólo que el capitalismo no es coincidente con nuestra frágil democracia erosionando sus promesas y políticas sociales, sino que en su misma base la forma en que ingresa el capital hace imposible el enraizamiento de formas democrática de vida social, porque la cultura ha huido hacia lo clandestino y lo deforme como lógica que protege el desarrollo de su privacidad

Es menester decir que la pérdida de nuestra democracia en los 90s, y el inicio de la dictadura cívico-militar durante una década, fue el resultado del colapso de una forma de concebirnos como civilización moderna. La violencia terrorista, la corrupción generalizada, la debacle económica,  la pobreza estructural, la crisis moral-cultural que asolaban el país son la prueba que no somos capaces de constituirnos como modernización técnica y la vez cultural. Desde la dictadura, los frutos del espíritu se verán cancelados por una cultura degradada e inculta que elegirá el protagonismo individual como ruta de expresión, mientras que las mutaciones  económicas y organizativas perderán todo su interés y se privatizarán dramáticamente. El arrojo de la singularidad cultural en los confines del mercado y de su emblemático sistema de consumo será expresión de un cruel como ineluctable divorcio de la cultura con toda forma de organización que se presuma gobernarla. A pesar que los acuerdos y las discusiones legales seguirán su  curso la política como telos de la historia y de construcción de la realidad perderán su eficacia, en la medida que las personalidades serán el resultado de una cruel violencia trasgresora y generalizada, donde la reafirmación a toda costa y agresiva del individuo serán la prueba de que la democracia ha abandonado toda concepción ética de sociedad, y se revela como dispositivos y procedimientos que defienden al individuo posesivo.

Demás esta decir, que la vuelta del estado de derecho en el 2001, y la recuperación de la democracia no han solucionado los graves reveses históricos que nos definen como civilización. El acuerdo nacional y los esfuerzos del gobierno de transición por erigir 31 políticas de Estado, como horizonte de desarrollo compartido no han eliminado la penetración del Estado por intereses privados. En nuestra época la ciencia política que piensa y repiensa las condiciones del ejercicio democrático siguen sin pensar el lugar de las subjetividades y de un proyecto de sociedad en ese marco político. Tanto las propuestas institucionalistas que ponen el peso de su esfuerzo en los rigores administrativos, como las propuestas histórico-estructurales que demandan una refundación del proyecto republicano, cometen el error en creer que la sociedad está devorada por el Estado, que la solución es hacer lo más parecido el Estado a las sociedades modernas.[13] El centro de esta sociedad, cada vez más desarticulada y habitada por una racionalidad de mercado, ya no está en el Estado. En él se dan cita todos los mecanismos y dispositivos legales que buscan ventajas privadas, pero en sí la vida se ha diferenciado tanto que la presencia represiva e institucionalizada del Estado solo está presente para desmoronar por medio de la modernización la vida que presume gobernar. Una reconfiguración de la sociedad por medio de una redefinición del Estado, es tarde ya, porque la vida que ha hecho posible y las nuevas subjetividades que ha hecho nacer el crecimiento económico en la última década han desbordado con creces su capacidad de regulación. Si actualmente el estado tiene que hacer frente a un número interminable de conflictos y violencia común es porque el ámbito de la modernización que siguen inoculando los agentes privados, llámese empresas extractivas o de todo tipo, escapa a su control, y hasta lo permite.

Nuestro territorio y nuestra cultura queda grande ya para practicar en él una integración a la usanza de las sociedades modernas. No sólo como dije al principio de este acápite la idea de sujeto que posee la democracia moderna desconoce olímpicamente los submundos de la vida que gobierna, sino que además las sofisticaciones y las cirugías modernizantes que practica en su extensión ahuyentan a las culturas de su naturalidad ritualizada, disolviéndolas en una racionalidad del individuo donde cada quien es enemigo de los otros. La diferenciación que se obtiene con el saqueo modernizante, en medios antaño olvidados por el Estado, ha provocado un caos de representaciones y un espacio de poderes tan disímiles y con demandas tan heterogéneas que la forma de Estado que nuestra inteligencia moderna quiere sustraer a su estudio es del todo insuficiente para dar una unidad plural y más o menos gobernable a nuestra cultura. Es urgente en esta época en que los reclamos son álgidos y la modernización destruye las condiciones sobre todo culturales para el desarrollo de la vida, que la forma de Estado cobre autonomía de las formas del conservadurismo neoliberal, y de las recomendaciones Keynesianas que nuestros partidos inorgánicos expanden como solución.

En su lugar es imprescindible recuperar el examen de las condiciones vitales, de las nuevos imaginarios culturales que surgen, y de los submundos culturales, en si de toda aquello que la politología llama cultura política para hallar los fundamentos perdidos de aquel cuerpo magullado y aplastado que es la peruanidad. Es necesario restaurar las raíces culturales donde todo ejercicio del poder se afirma, para ofrecer a la vida un compromiso de evolución donde el control, el castigo y la vigilancia sean expulsados como mecanismos de consecución de resultados, donde la palabra gobierno sea la expresión incrementada y vital de los millones de lazos que laten y respiran, o acercarse tímidamente a este propósito. De no hacerse así la vida quedará atrapada en la apariencia de una institucionalidad que le obliga a regularse y a la que saca la vuelta, y sentidos que acumulan rabia y anarquía por no se sentirse expresados en el exterior extrañado. El poder debe ser el resultado del encuentro armónico y de expresión libertaria de las múltiples configuraciones culturales que una sociedad halla en su seno, una consecuencia de un espíritu que halla en sus entramados institucionales y su Estado, una forma organizativa y administrativa conducente con su vida libre y realizada. En este sentido, el Estado es la racionalización de todo lo que la interioridad cultural expulsa hacia afuera, y  a la vez la obra de arte de los sentidos que han huido a su cautiverio administrado.

Los estudios culturales y el giro hermenéutico.

La llegada de la democracia, y la despreocupación de la cultura en los cada vez más sofisticados moldes institucionales de ésta, expresarían el hallazgo de una veta que recuperaría motivos del período arielista, pero en un contexto de sociedades de mercado y de franco abandono de las bases materiales que hacen posible todo proceso de constitución cultural. El redescubrimiento de la cultura, sería postulado en un momento donde la neurosis de la vida individual sería el resultado del incremento de organizaciones de control y de las consecuencias de estas, para la creación y la espontaneidad de una vida muy monótona y aburrida. En un contexto totalmente diferente las creaciones de la sensibilidad y del humanismo cederían su importancia ante un tejido social donde los tesoros de la cultura no hallarían más ubicación que ser combustible de un individuo atomizado que buscaría incesantemente reafirmarse.

La importancia por examinar las estructuras de la cultura, de las mentalidades colectivas y de los múltiples rostros de la subjetividad popular reposaría en la necesidad de guarecerlas de la erosión que sufrirían con la modernización mercantil, con el propósito de recrearlas y legitimarlas en una realidad profundamente estandarizada y empobrecida. Como nunca la mirada hacia la cultura amenazada por el avasallamiento de organizaciones y de las manipulaciones que la cultura de masas provocaría buscaría potenciar y salvar en nombre del desarrollo de capacidades, las grandes cualidades sensoriales encerradas en su seno, con el objetivo de incorporarlas y sofisticar el mundo de la plusvalía y del capitalismo cultural. Donde se abre un capitalismo de servicios que desmorona y confunde los cimientos culturales de la identidad en las sociedades populares, las posibilidades para reorientar la imaginación y los productos de la cultura se hacen escasas y paupérrimas, debido a que la misma noción de cultura y de su expresión concreta el individuo se desestabilizaría peligrosamente.

A pesar que al inicio el ingreso de los estudios culturales sería una preocupación por reservar un espacio de resistencia para las potencialidades intelectuales expulsadas del control y manejo de las estructuras económicas, pronto se convertirían en una actividad que mal-utilizada serviría de refugio para habilidades intelectuales recreativas y completamente alejadas de todo compromiso con el desarrollo objetivo de la sociedad. La idea era dar fuerza a las experiencias micro-culturales y locales en un medio donde el fin de la historia y la realidad administrada parecían hacer de la economía una fuerza incontenible.  Potenciando a estas minorías se podía coordinar espacios y reservorios donde la vida social se rehiciera de la atomización y de la homogeneización que amenaza a la vida social. La cultura era un terreno de oposición en la medida que la modernización sólida, de la que hablaba Bauman[14], se desdibujaba y el peso de la dominación y de las nuevas tecnologías productivas se trasladaría a la psicología para hacer de la personalidad un espacio seguro de explotación y de manipulación de nuevas necesidades. Reorientar la producción de las subjetividades en un mundo donde las estructuras se diluyen o no mantienen la preocupación de las personas se convertía en un espacio de contra-hegemonía que permitía a la cultura crítica ampliar su campo de análisis del poder, así como desarrollar estrategias de intervención social más complejas e interdisciplinarias. Si la lógica cultural del capitalismo era a su modo de ver el campo de simulaciones más eficaces que mantienen a las conciencias ciudadanas alejadas de los manejos reales del poder, la inteligencia debía no sólo diagnosticar los nuevos rostros de la dominación simbólica sino deconstruir en favor de la concientización y de la resistencia organizada los poderes culturales que mantienen desviadas las energías de la diferencia y de la creación.

Lo que señala Boaventura de Sousa Santos[15] era que en cierto período de su origen los estudios culturales cumplieron el papel de hacer necesaria y útil las energías de la actividad intelectual, frente al descrédito en que cayeron los intelectuales cuando las visiones tecnocráticas ganaron una fuerte legitimidad, pero pronto la posición de  sus análisis desviaron y alejaron a la inteligencia del estudio de los fundamentos de la sociedad, y de las estructuras económicas en poder de los sectores privados. A pesar que la politización de la cultura con los estudios postcoloniales abandona posiciones celebratorias e intransigentes en el análisis de la realidad socio-cultural estas reflexiones seguían empapadas en promocionar la heterogeneidad del poder sin preocuparse en construir las bases de un nuevo poder institucional que haga posible tal diversidad cultural. Tanto las miradas interculturales desarrolladas en las reflexiones de la Amazonía, de la educación, como lo estudios de las culturas urbanas y antropológicas generaron y generan aún un abanico muy rico estudios de casos locales que carecen de grandes miradas o de panoramas de integración social, y que en especial, no se conectan con la tarea tan urgente de hacer de esas culturas indagadas diseños concretos de institucionalidad y de organización política. Mantener el estudio de la cultura en un humanismo ramplón no es sólo expresión de una hermenéutica que nunca ha poseído un gran conocimiento de como tecnificar las fuerzas de la creación del arte y de la sensibilidad, sino que además es una prueba de que la reflexión de la cultura legitima el poder de ciertas clientelas y de centros privados de investigación que se dedican a acumular prestigio, sin ocuparse en que sus diagnósticos sean ejecutados o aplicados de modo real.

Y esta actitud hacia las humanidades y la cultura, no es sólo el abismo que separó ayer como hoy a la cultura y la racionalidad del arte de toda injerencia en los destinos estructurales del país, sino que hacia la década del 90 es expresión de un cambio psicológico en los intelectuales y en la clase media que antaño se arrogaron los privilegios del análisis estructural y del pensamiento revolucionario. La cultura se ha convertido en un  refugio para una cultura de clase media o de intelectuales en retirada que demuestran los síntomas iniciales de una gran depresión interna, y que hallaron o hallan en la  inspección de la cultura una forma de lograr un renacimiento a sus visiones reflexivas, sin tener en realidad que intervenir o influenciar en verdad en los rostros del poder. El problema que visualizo es que nuestras preferencias en el estudio de la cultura están determinadas por cierta actitud existencial hacia la vida, que desconecta a la inteligencia de todo compromiso con la realidad, la desfiguran en provecho de sus clientelas y que han construido una forma de razonar donde prima el emotivismo, y el desconocimiento real de la naturaleza alegórica y popular de nuestra sociedad. La definición despotenciada de la cultura que posee nuestra hermenéutica contemporánea se basa en que han ontologizado como algo insuperable la idea de un sujeto desconectado de las estructuras, depresivo y profundamente desequilibrado, trasponiendo en la construcción de los conceptos y de las técnicas cualitativas con que se aborda la sociedad una forma de razonar que hace un excesivo énfasis en la fragmentación, en la descripción y en el testimonio subjetivista como modo de pensar la realidad.

El modo tradicional como ha sido construida  nuestra subjetividad con fuertes matices religiosos y a la vez festivos, ha sido trasladada a nuestros tiempos modernos, con el resultado que la inteligencia que la piensa esta influenciada subconscientemente por una forma de razonar que vive en valores etéreos e idealistas, que hacen del estudio humanista una cuasi crónica fenomenológica de la acción social. Es decir, el estudio de la cultura, así como la vida cotidiana en nuestras sociedades postmodernas esta separada del contacto real con las mutaciones de la sociedad objetiva y de las estructuras, produciendo una individualidad que a medida que la sociedad se descompone o se convierte en un paraje caótico de organizaciones imperantes esta dispuesta a aceptar como realidad toda la gama de simulaciones e ideologías que fabrica el sistema audiovisual para distraernos. Nuestros sentidos no sólo están negados por una realidad administrada y de poderes envolventes que aceptamos como orden social, sino que las vigilancias y los sistemas de control que nos moldean y resocializan son el pretexto perfecto para la manifestación histórica de una identidad que halla en la fiesta, y en los sentidos desequilibrados un modo de evadir su responsabilidad con un mundo que padece la carencia de referencias, y por lo tanto, el dolor remoto de no tener raíces. El arte en ese mismo sentido, y las tendencias más organizadas de los estudios culturales hallan en la inspección de la cultura un modo de expresar subjetivamente la carga de un individualismo desconectado de todo proceso real, que hace de su dolor vital el fundamento para la expresión de una catarsis irresponsable e ideológica que no incrementa a  los sentimientos, sino que los recluye en la emocionalidad y en la crisis absoluta.

El arielismo y en forma más genealógica la pluma de Arguedas intentaron conectar a esa vida sintiente que adolece de fundamentos con la edificación de un orden objetivo y soberano, expresión de un espíritu libre. El problema que acaeció fue que las condiciones objetivas para una  resignificación de la modernidad de modo auténticamente peruano y con alcance nacional hallaron su fenecimiento prematuro en la transposición política de una forma de razonar cientificista y decadente en los 70s que mató una subjetividad y un conocimiento propio y oriundo del Perú. Si bien el concepto de cultura del arielismo no abandonó nunca el pregón esteticista e idealista que ha caracterizado a nuestro pensamiento social, lo cierto es que busco compenetrarse con la indagación holística y con la búsqueda permanente de una espiritualidad nacional, que vivía esperanzada con ser incluida en la praxis política; y de ese modo impregnar a la modernidad de motivos propios y auténticos que no deshicieran el sentimiento de vivir. No sólo las lecturas posteriores nos hablan de un concepto de cultura teñido de desfiguraciones clasistas o funcionales, sino que en la cara narcisista y humanista la cultura que late está cargada de una actitud alienada y doliente, como expresión trágica de una individualidad sin base, y carcomida por la soledad y la violencia del mundo moderno. Nuestra hermenéutica no fue resignificada pensando en nuestro particular carácter nacional sino que fue implantada para testimoniar los dolores de un sujeto extraviado y exhibicionista, que aunque sufre no tiene ni la más mínima intención de reconstruir nuestro orden social, y que suele a veces hacer un uso trasgresor del poder para poder predominar.

Nuestro supuesto giro hacia el lenguaje y hacia la vida en los discursos, no es tal. A diferencia de otras realidades donde la cultura a pesar de sus frivolidades y tendencias individualistas sigue conectada con el desarrollo de la economía y la política, en nuestros países el exagerado énfasis en el análisis coyuntural y biográfico del actor queda al servicio de un sistema de poder que requiere una idea fantasmal y emocional de la personalidad. La presumible traducción e interacción de saberes que postula la hermenéutica para hacer de la verdad y la sociedad una construcción negociada provoca una gran confusión en el reordenamiento de la realidad social, pues la rimbombante comunicación que sugiere para esquivar el conflicto y la mentira, no consiguen desactivar un espacio público y privado donde la máscara y el cinismo campean incontenibles, donde la idea de comunicación es más un postulado que una practica real. De ese modo las técnicas comprensivas que se despliegan para hallar a los interlocutores de un mundo anegado de lenguajes y discursos, se convierten en materia de entrampamientos y conversaciones interminables donde la real acción social es someter al otro, y hacer de la subjetividad una construcción traumática de poder. Nuestro mundo de la comunicación generalizada oculta los reales poderes que nos determinan, y a la vez obstruye el poder decisorio de una renovación moral y cultural que es tan necesaria en la actualidad. Los severos divorcios estructurales entre la cultura, sus singularidades y el mundo más complejo de la economía y de la técnica representan, hoy en día, el poco poder de supervivencia de una identidad común ante el determinismo de la tecnología y las fuerzas economicistas del poder global.

Hoy el acercamiento de los estudios culturales a metas de intervención social, hallan en los estudios postcoloniales y en los aportes de la interculturalidad, dos de las epistemologías más poderosas para comprometer a la cultura con el desarrollo objetivo. Por diversas razones que trato en otro ensayo, las observaciones sobre la colonialidad del saber carecen en nuestro país de un acertado conocimiento real de la cultura peruana, y por lo tanto, son lecturas más que todo proselitistas que reproducen los intereses políticos de una facción. El peso del análisis en el determinismo del poder para producir a las subjetividades oprimidas que deben rebasarlo, comete el error de hacer de la concientización o debelación de este poder simbólico un asunto de confrontación exclusiva, que desconoce que la cultura es más plástica y que en el caso del Perú nunca lo  ha necesitado para acontecer. De cierta manera la inclusión de la cultura en este nueva plataforma epistémica se revela como un proyecto particular de poder, que es expresión cínica y decadente de una forma de razonar que se viene reciclando desde los 70s y que ha muerto hace tiempo.

En cuanto a los aportes de los maestros amazónicos, y con menos rigor de los pueblos andinos, su lectura de desbordar de manera cultural la vigilancia del poder es correcta y propuesta de modo político, pero comete los errores de mover esta resistencia cultural en ámbitos aún locales, y que de cierto modo no han aterrizado las categorías de su horizonte cultural a proyectos materiales e institucionales de envergadura nacional. La victoria del fantasma selvático requiere pensarse como una resignificación de la modernidad, ahí donde la astucia de su racionalidad ya los ha erosionado. En cuanto a los Andes es menester señalar que el proyecto arguediano del mito quechua como sangre vital de una nacionalidad auténtica se ha visto desdibujado en la violencia y en el extrañamiento de la ignorancia de si mismo, y de una ciudad que habitan pero que los rehúye. En los Andes la coyuntura del conflicto es generalmente la única formula de resistencia ante el detenimiento del tiempo.

Nihilismo y pragmatismo.

Hoy asistimos a un vacío intelectual. La inmoralidad que cunde en el corazón mismo de nuestro tejido social ha alcanzado a los campos del saber, con el resultado que su denigración y corrupción preanuncia la decadencia y el empobrecimiento del análisis social. La preocupación por restaurar el orden social luego de asonadas revolucionarias y aires de anarquía – madurez intelectual declaman- ha devaluado la noble misión de pensar con certidumbre y compromiso la realidad. Lo que empezó como un sueño, hoy se troca en decadencia y en empequeñecimiento del alma. Nuestro intelectual debido a su poco reconocimiento en la sociedad ha tenido que acercarse a la política para afianzar sus ideas, o sencillamente intervenir, creando la consecuencia que las ideas se subordinan a conveniencias políticas, que no se discuten y no generan un campo del saber definido. La marcada oralidad de nuestra cultura, los bajos índices de ciudadanía y la desinformación de las personas debido al impacto de la era digital y de la cultura de masas han hecho que las ideas se muevan en un terreno donde reina el statu quo y los sectarismos de todo tipo.  No hay renovación en las ideas, y estas quedan osificadas en dogmas y consignas que favorecen ciertos intereses, y que a la vez comprometen seriamente la vitalidad del pensamiento para acercarse a la sociedad a la que desconocen olímpicamente.

La urgencia en los últimos tiempos de acoplar el pensamiento a necesidades prácticas ha fragmentado las energías de la reflexión social, dejando, de este modo, visiones globales en una realidad que avanza de modo desarticulado. De cierto modo la influencia de una vida disociada y en permanente descomposición ha afectado las miradas intelectuales, y con ello ha generado que sólo de desarrollen miradas de casos y focales, que no permiten  la acumulación del saber y la formación de ideas profundas. Hoy el debate que existe no es de calidad, se privilegia el pragmatismo en la difusión de las ideas debido a que no existen medios periodísticos que difundan y promuevan las ideas, y despierten así el interés de la sociedad. El desarrollo de la política ha obstruido históricamente la acumulación del saber y del debate, empobreciendo la formación de intelectuales, ya que la conformación de los conceptos y las preferencias en el pensar son delictivamente determinadas por una esfera política que no desea críticas y que reorienta la inteligencia en favor de intereses privados. De este modo, la labor intelectual es muy egocéntrica y a la vez dogmática en su accionar, ya que los pocos círculos intelectuales que se desarrollan en el país no promueven el debate y la interdisciplinariedad, lo que hace posible el poder de los sectarismos y de las vacas sagradas se afiance, de este modo, la renovación disidente en las estructuras del pensar. Esta determinación política en las ideas hace que el profesional se aleje de todo vínculo afectivo con las comunidades y culturas diversas que examina, y por lo tanto, se permite el desarrollo de una subjetividad que piensa como una diversión y que hace que el análisis no sienta, y por lo tanto no razone con audacia y erudición la realidad nacional.

Las ideas que se promueven son locales, de alcance pequeño, dejando su tarea de defender la democracia y de crear la identidad nacional a un lado. La inconveniencia de ser desacreditado o de perder la inestable carrera de educador en las universidades, ha hecho que el intelectual desarrolle visiones conservadoras, que se ajustan a la reproducción de una esfera política que vive en la completa privatización de su ejercicio. En el Perú no hay un campo intelectual constituido con una cerrera noble y sincera, sino que éste se halla capturado por clientelas que no reciben el talento sino que se basan en el amiguismo; de este modo interrumpen la aparición de la crítica de los nuevos valores y los incorporan de modo despolitizado. El nihilismo de la sociedad que he hecho que se pierdan los valores cívicos, afecta también al campo intelectual donde el modo como se mantiene el intelectual es en base a tribus particulares que desdicen con su vida y con sus acciones inmorales en las universidades y en los centros privados la noble tarea del pensar. Se mantiene diagnosticada la sociedad hasta el hartazgo, pero existe un abismo estructural consentido por los intelectuales que no les obliga a intervenir de manera racional en la sociedad. En este sentido, las universidades no producen intelectuales sino sectas de ideas muy primitivas que no se toman el trabajo de comunicarse entre sí, no debaten y sólo producen estudios risibles, de baja calidad académica y que se mueven entre consignas políticas absurdas. La publicidad barata domina el oficio del pensar la sociedad.

El Estado en este sentido, no promueve una carrera pública del investigador, que permitiría el acercamiento de las ideas a la creación de ciencia y tecnología. Si bien esta medida alteraría las condiciones económicas en que se mueve la vida intelectual, promoviendo la meritocracia, y el aporte de estipendios a su labor de investigador, dicha medida coaccionaría la urgencia de libre pensadores en una realidad donde hace falta reencontrar las bases sentimentales a ideales de nuestra democracia y contrato social. La sola tecnificación del pensamiento forzaría la realidad a dictados particulares y a favores políticos que alejarían aún mas el oficio del pensador de razonar los fundamentos de una revolución en las ideas y en la cultura, tan necesaria para involucrar a la vida que siente con el desarrollo objetivo de la sociedad. El estado actual de los intelectuales donde su actividad neblina también la descolonización de nuestro saber, es una de las trabas estructurales que mantiene en la agonía al sistema de universidades, y que ha hecho de la conformación de las ideas un oficio atravesado por una tara ideológica que no permite la resignificación y las síntesis en el pensamiento. Es urgente un reencuentro de las ideas con el movimiento concreto de nuestra espiritualidad social, pero esto no se hace, pues tanto a derechas como izquierdas la reflexión sigue atrapada en la insistencia de repintar una y otra vez sistemas de ideas como el marxismo, y el liberalismo que hacen y han hecho mucho daño al país y a la labor del intelectual.

La crisis de valores que enfrenta el país, no es sólo un síntoma reducido de lo que sucede a nivel mundial, donde la ideología del progreso pierde terreno, y la vida huye hacia el sinsentido de la existencia. Además es la prueba saltante de que las dos ideologías más poderosas -el marxismo y el liberalismo- que han conducido la reforma de nuestra formación social se han agotado o pierden la atención de los sujetos políticos en nombre de los cuales pretenden gobernar este país. Desde sus orígenes estos horizontes políticos han ignorado duramente el movimiento real de nuestras culturas, imponiendo una modernidad en los 70s con el desarrollismo, y en los 90s con el consenso de Washington que han evaporado en la frustración y en el nihilismo actual toda esperanza de conciliación entre la cultura y la conformación de una sana economía nacional. Como dije anteriormente, nuestro mundo sin atributos, para usar una expresión de Robert Musil[16], vive aferrado a una frágil película de ideologías y de simulaciones que es el resultado de la irresponsable como errado ingreso de nuestra vida heterogénea en las coordenadas desequilibradas de la modernización que ejecutamos como niños de pecho. Todas la fórmulas que se han pensado ejecutar, y que no son muy distintas entre las fuerzas políticas de todo tipo han colisionado negativamente con una cultura a la que no se le permite reorientar la modernidad y sus poderes técnicos de construcción de la socialidad.

El cinismo que campea y una socialización que pierde vínculos perpetuos con el desarrollo de la sociedad son expresiones de una modernidad que devora los propios cimientos estructurales donde reposan ligeramente las organizaciones privadas y saqueadoras del capital internacional. El agotamiento de la modernidad, que se manifiesta en los estudios testimoniales y depresivos de las ciencias de la cultura, como en el coyunturalismo de la politología, estuvo contenido ocultamente en el proyecto de modernidad que se ejecuto en los 60s. En vez que la racionalidad lograra el compromiso de la cultura con la institucionalidad y los sistemas de gobierno que en su nombre se han erigido, la ha alejado de todo afán de construir una sociedad ordenada. El caos que experimenta la realidad, donde la vivencia roza la ilegalidad y la violencia desmesurada, donde lo irracional y el policentrismo reinan, es consecuencia de una modernización que sólo es postulada como mecanismo de sujeción porque permite la reproducción de los grupos de poder, y de todos los proyectos políticos que lo desean. Es urgente una redefinición de la modernidad, más que una sola buena reingeniería, pero sobre bases que rompan con las recetas del mundo occidental, tanto a derechas como a izquierdas.

El vacío doctrinal que se siente en nuestras letras, ante la terquedad de no adecuar el pensamiento social a las actuales directrices de la realidad, es parte de la miseria de quienes la integran. La huida hacia la literatura, al arte protestatario, o hacia un pensamiento de etiquetas, que hacen fácil el adoctrinamiento y la confrontación, vuelven casi imposibles el surgimiento de  nuevas sensibilidades que deberían repensar la sociedad y las condiciones del pensamiento mismo. Tal parece que la heteronomía de la tecnología y de las fuerzas de la economía vuelve inservibles las nuevas ideas y la sensibilidad de la cultura, ya que la sociedad se auto-reproduce  y ya nada se puede hacer en ella. La cultura se convierte en un decorado o una justificación ideológica que sirve al poder, y que se vuelve tan banal como la cultura de masas a la que crítica iracundamente. La realidad se fragmenta y con ella las curiosidades de las ideas se fracturan con ella, acomodándose un mundo donde el show y la publicidad neutralizan los poderes libertarios del pensamiento.

La nada nos sumerge en la frivolidad y en el presentismo sin límites, pero tales actitudes son síntomas de una imposición ideológica más que de un destino de culminación o juicio final. La impotencia del saber hoy en día es la mascara de una agonía interminable que no permite nacer lo nuevo, y de que lo nuevo no tome el poder de la construcción de la realidad social. La perfección del poder y de sus sacerdotes a izquierda y derechas es la prueba de un gran  miedo a que acontezca un gran descontento, un renacimiento que rebase sus intereses y que nos devuelva el control sobre la dirección de la sociedad. Mientras tanto el nihilismo y la estupidez que reinan en el pensar sigan interponiéndose a las grandes tareas de las nuevas generaciones, las condiciones intelectuales del saber seguirán distraídas en banalidades y en estudios sin real importancia. Y porque no el miedo nos evitará vivir la experiencia de obtener una sociedad redimida y sin violencia Nuestra falta de valores es la agresión en contra de la misma sociedad, donde las energías de la reflexión padecen hoy en día una regresión espantosa, pero que nadie se atreve a enfrentar con honestidad y sabiduría.

Conclusiones.

1.      En la actualidad una de las formas que enmascara las deformaciones del poder se halla en la inteligencia que nos piensa. Su hiper-intelectualismo  y las clientelas a las que sirve son una prueba fidedigna de que sus postulados arrogantes son grandes globos de aire sin contenido real No sólo no conocen la realidad sino que además han aplastado la posibilidad de que nuevas fuerzas surjan. El pragmatismo de los orgullosos ejecutivos y de los sacerdotes de la rebeldía son expresión de un gran muro de ideas apócrifas e irreales que no permiten a las nuevas generaciones tomar el rumbo de su propia vida y de su derecho a pensarse con claridad.

2.      Ahí donde era necesario pensar la realidad de modo fiel y haciendo hablar a la vida se ha impuesto cada cierto tiempo conveniencias políticas y grandes intereses que han debilitado y han hecho perder la fuerza de la cultura crítica. En los 60s y 70s esta forma de pensar la realidad de modo disidente, pero con otras intenciones personales es la responsable de la decadencia de la cultura y de la miseria en la reflexión actual, pues abrieron nuestro espíritu a un gran engaño donde hoy gobiernan proyectos de poder que desfiguran y destruyen la vitalidad de nuestra vida.

3.      De cierto modo las fórmulas políticas e ideológicas que han organizado al pueblo y le han dado un liderazgo a sus demandas han obstruido de modo permanente la posibilidad de que la vida se piense a sí misma, y se autorecree. Como nunca esa posibilidad de que los frutos del espíritu se encarnaran a fines de los 60s, fueron estúpidamente coaccionadas con la modernización y el desarrollo que se aplicó. Desde entonces el pueblo desorganizado, y consumido por un asociativismo despolitizado que favorece la corrupción y el mercantilismo es la consecuencia de que la clase media jamás se arrogó el afecto de entender nuestra sociedad de modo real. La leyenda de su esfuerzo político ha devenido en la ceguera de los representados que aún piensan que la disidencia existe.

4.      Las fuerzas del arielismo y la necesidad de pensar la identidad nacional deben ser recuperadas como preocupaciones de las ciencias sociales. La razón de esta premisa es que la devaluación y el nihilismo en el que vive nuestro Estado y la sociedad en general, requieren repensar las necesidades de un nuevo contrato social. Todo aquello se mantiene en la fragmentación y la violencia es la prueba de que el espíritu de nuestros pueblos y culturas se halla destruido y descoyunturado. Ese idealismo y holismo que antaño imaginó una identidad debe volverse movimiento de renovación cultural y moral, y a su vez una energía que redefina nuestra modernización sin modernidad.

5.      El ser y el significado se separaron con violencia con la decisión de dar el salto a una modernización que  nunca fue resignificada. Los tropiezos y los errores que la ingeniería social del populismo y del ajuste estructural han encontrado para moldear  nuestra cultura reposan en que nunca se ha pensado debido al coyunturalismo, a las conveniencias y a la estupidez de nuestros gobernantes los fundamentos globales de nuestro espíritu social.

6.      Tanto el liberalismo y el marxismo son formas de razonar que nunca han sido impregnadas de nuestra alicaído sentimiento nacional. La particular dificultad para hallar esta identidad en sus proyectos económicos y políticos no es similar a la que se han gestado en otras latitudes del continente. El Marx de la Europa de clases no fue sólo malinterpretado como se ´piensa, sino que  ha sido muy difícil conciliar sus recetas de politización y de revolución con una realidad sociocultural a la que nunca se quiso comprender. Lo ritual y mítico no calza con la idea de clases.

7.      Hoy vivimos un período de decisiones cruciales. La desconfianza en nuestras propias ideas y el conformismo que reina en nuestra elite nos nublan el esfuerzo de encontrarnos como nación y cultura en la inmensa globalidad. Hoy como en el período de Mariátegui y del Perú previo al gobierno militar de Velasco, es urgente decidirnos por un curso autónomo y cabal donde se esquive el destructivismo del mercado y las proezas irracionales del Keynesianismo. Es necesario un reordenamiento de nuestras instituciones y la búsqueda de nuevos fundamentos que le den espacio a las nuevas generaciones que surgen, y esto a nivel material e infraestructural. Por ello, al nivel del pensamiento es necesario hacer una síntesis acorde con la planificación y la complejización de las políticas de Estado del gobierno. Aunque la ceguera nos va seguramente desviar de esta responsabilidad, en las manifestaciones protestatarias de la calle o en el egoísmo del ciudadano de a pie, es menester recuperar la dignidad de encontrarnos por primera vez. Cultura y Estado deben hallarse de nuevo, y rescatar de los submundos de la historia una identidad de coexistencia y de incremento de nuestra vida social.

                                                                                                         

 

 

 



[1] FLORES GALINDO Alberto. La ciudad Sumergida. Aristocracia y plebe (1760-1830). Editorial Horizonte. 1991.

 

[3] WALKER Charles. La rebellion de Tupac Amaru. IEP. 2015.

[4] NEYRA Hugo. ¿Qué es nación?. Cauces Editores. 2016

 

[6] En buena parte la modernización de las ciencias de la sociedad, no sería coincidente con otras disciplinas que ya venían desarrollándose antes de la sociologización, y que tenían una inobjetable tradición. La historia, la antropología y la arqueología que ya tenían desplazamientos autónomos antes de la modernización que arranca con más fuerza en los 60-70s, pero es en esta época donde se dejan influenciar por una forma de razonar propiamente cartesiana y cientificista.

[7] Esta mesa redonda tuvo lugar en 1965 en el local del IEP (Instituto de Estudios Peruanos) y los miembros de la mesa redonda fueron José Matos Mar, Salazar Bondy, Arturo Escobar, José Miguel Oviedo, Henrie Favre, Gustavo Bresani, y Aníbal Quijano que intervino desde el público.

[8] FAVRE Henrie. El Indigenismo. FCE. 1998.

[9]  Arguedas José María. Todas las Sangres. Editorial Horizonte. 1998

[10] PORTOCARRERO Gonzalo. Los rostros criollos del mal. Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2004

[11] ARICO. Marx y América Latina. Nueva sociedad. 1983.

[12] OSORIO Jaime. Las dos caras del espejo. Triana Editores. 1995.

[13] Estos afanes reduccionistas se registran con mucha propiedad en las columnas politológicas de los principales diarios de circulación nacional, donde la coyuntura prevalece sobre el análisis de las estructuras sociales. De estos análisis esta ausente la sociedad, y  toda fundamentación cultural de la política.

[14] BAUMAN Zygmunt. Modernidad líquida. FCE. 2016.

[15] DE SOUSA SANTOS Boaventura. Conocer desde el sur. Fondo Editorial de la Facultad de Ciencias Sociales / Unidad de Post Grado. 2006.

[16] MUSIL Robert. El hombre sin atributos. Seix Barral.Barcelona. 1998.

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