Resumen:
En las líneas que siguen se hace un recorrido
histórico y genealógico de la identidad peruana en relación al indigenismo. Se
presenta el supuesto de que siempre ha habido un divorcio estructural entre la
cultura y el sistema institucional que ha provocado violencia, caos y
desarraigo. Se presenta la preocupación de Arguedas acerca de la caotización de
la cultura peruana y de cómo hallarnos en una cultura de todas las sangres que
no se comprende y que no convive multiculturalmente.
Palabras claves: Indigenismo, modernización,
cultura, mestizaje, mito, oralidad, escribalidad, violencia. Dolor.
Introducción. El trauma histórico. Oralidad y
escribalidad.
En cierta medida considerable el divorcio entre la
realidad desbordada que predomina en la cultura peruana, y su siempre trunca
inscripción en las instalaciones tecnocientíficas de la vida moderna, a través
del ejercicio escribal, supone un trauma histórico de profundas consecuencias.
Sobre la base de esta dualidad atormentable se ha levantado un proyecto de dominación
escritural, que hunde sus raíces en la palabra sagrada de las tradiciones
clericales, y que desemboca en la elitización tecnocrática del conocimiento
humanístico y profesional. Este programa de aculturación despiadado ha buscado
barrer del tiempo histórico a toda la rica e insospechada heterogeneidad que
heredó la colonia con el objetivo de imponer una cultura jerárquica y claramente
conservadora que ha permitido la reproducción eterna de cuantas elites
esclarecidas y estilísticas hubieron[1].
Si bien el problema del país para estos genios de
la homogeneización residía en la desadaptación republicana que expresaban las
múltiples identidades étnico-culturales del país, lo cual los empujo por
misericordia escolástica a acriollarlos primero con la evangelización y luego
con la torpe instrucción violentista de la pedagogía oligarca, la verdad es que todos los intentos
interpretativos y educativos de introducir reflexividad eurocéntrica en el
mundo heterogéneo y regionalista del país han chocado con la matriz ritualizada
y alegórica de la cultura andina, y de sus creativas reinvenciones en medio
urbanos. No es como se dice un problema netamente biológico o genético lo que
descalifica a las culturas amerindias a adoptar con éxito patrones
racionalistas y matemáticos, fundamentales para construir abstracciones y
principios científicos acordes con las
sociedades demoliberales, sino el arraigamiento de estructuras culturales
soterradas y sincréticas lo que decide el no acondicionamiento de los registros
sacrificiales a medios hostiles que los
desfiguran y los incorporan agresivamente al caótico mundo globalizado.
Tampoco es la degeneración de la cultura amerindia[2] a lo largo del recorrido histórico de los
proyectos de biopoder, lo que dificulta
la no asimilación integral de las instituciones escribales, sino un más fino
dispositivo de desprecio cultural, introducido en la vida cotidiana y en el
sistema educativo de la variedad territorial, para cooptar los supuestos
progresos racionales y emocionales de los laboratorios de la educación
intercultural. Todo lo ajeno y hostil que se pueda asimilar en la soledad
metódica y matematizable del mandato generacional educativo es bloqueado por la
pervivencia escurridiza y desterritorializada de una gramática criolla, que
infecta la formación educativa y profesionalizada de los adiestramientos
cognoscitivos, cohibiendo de plano el desarrollo de talentos y sumergiendo en
la mediocridad ontológica todos los buenos elementos que se han expectorado de
la realización escribal por razones de discriminación racial o étnico-cultural.
Es el divorcio vertical con una gramática escribal
que impone una red de aparatos y organizaciones complejas que son veneradas y
deseadas aún cuando las trasgresiones clandestinas e informales de los registros
culturales digan todo lo contrario, lo que predomina en el escenario de las
instituciones enmohecidas y de entramados étnico-culturales distorsionados, lo
que quiere decir, que se rinde culto hipócritamente a una estructura
convencional que no llega a cuajar como cultura real, pero que es ambicionada
como ideología de poder y de arribismo social. Y esta veneración piadosa y a la
vez instrumental hacia la gramática psicológica de las culturas oficiales sólo
puede ser explicada por el canal o camino central que suponen para lograr la
tan ambicionada movilidad social, y la comunicación exitosa con los agentes
capitalistas del mundo global. La mecánica de la dominación interna reproduce
un imaginario de saberes sociales, unos hegemónicos otros residuales, que se
articulan a un crisol creativo de las culturas legítimas y de lo socialmente
aceptado, sobre lo que se levanta epidérmicamente el registro escribal que no
logra penetrar en la constitución biosocial de las identidades variadas. Como
su propósito es recubrir superficialmente el contenido cultural de las diversas
identidades, y no moldearlas desde sí mismas realmente, pues ello es rechazado
por el carácter arbitrariamente oral de la cultura peruana, lo que se observa
es un paisaje donde: (1) se aprende artesanalmente un ideario pragmático del contexto social que
facilita la recreación mestiza e híbrida de las culturas locales; y (2) no se
consigue una reeducación estratégica de los actores cotidianos quienes no son
impactados sino egocéntricamente por los contenidos esquemáticos y ahistóricos
del sistema educativo[3].
Esta violenta desconexión entre nuestra sustancial
oralidad telúrica, y un tejido escribal que sólo es un adorno defectuoso por
donde sólo segmentos ilustrados piensan y repiensan una vida que se hunde en la
completa inmanencia sensorial, es la prueba de una historia cultural donde la
separación de ambos principios de la realidad se trasluce en un proyecto de
colonización cultural que ha permitido la reproducción inmutable de los proyectos de dominación históricos de
nuestra formación social, a expensas de la realización y expresión emancipada
de nuestra rica pluralidad étnico-cultural.
Tal vez el episodio que demarca simbólicamente este
trauma ontológico hacia la escribalidad
monocultural sea el evento del encuentro entre el padre Valverde, socio de la
conquista, y el inca Atahualpa en las inmediaciones de la Cajamarca incásica. En
este evento se describe, como afirma Antonio Cornejo Polar[4], el desencuentro
traumático con la letra sagrada al entregarse un breviario religioso al inca
por parte de Valverde para que reconozca la autoridad omnipotente del Dios
occidental, quien al examinarlo con desdén y llevárselo al oído, luego lo
arroja en signo de disconformidad con el reclamo teológico y convenido del
religioso. Lo que sigue es conocido por la historia, pero la masacre que se
inició contra la comitiva incásica, se debió calculadamente ante el menosprecio
natural del libro sagrado, símbolo de la escribalidad escolástica y unilateral,
por parte del Inca que ante lo desconocido y que no comunica oralmente nada
reacciona naturalmente desde su alegórica racionalidad andina.
Más allá de los prejuicios que se ha tejido alrededor de esta historia del
encuentro fallido entre ambos mundos culturales, no deja de ser curioso denotar
como el breviario religioso representa un signo de poder colonizador y
evangélico, sobre el cual se levantaría la empresa saqueadora y genocida de la Colonia, que nunca buscó
integrar realmente a la dignidad heterogénea, sino que le confirió un ropaje
heterónomo infrahumano, que daría vida al histórico racismo que padece nuestra
estructura social. Aún cuando la plasticidad cultural de las identidades
amerindias desarrollarían una creativa resistencia en adaptación, como diría
Glave[5], durante todo el
tiempo extractivo de excedentes de la Colonia dejando más o menos intacta las
tradiciones étnicas del mundo andino, es el proyecto evangelizador y extirpador
de idolatrías, y su matices de instrucción escolástica lo que impactaría
negativamente en el mundo andino, buscando colonizar la estructura psicológica
panteísta del indio, que ante el desprecio racial y cultural que recibió de los
evangelizadores y castas virreynales se adaptaría audazmente al calidoscopio
cultural de la colonia, a través del florecimiento productivo y comercial de
las actividades de su economía colectivista.
Es la consiguiente tributación individual, y la
presencia de una población informalizada de forasteros y economías
subterráneas, lo que iría sofisticando
la estructura de dominación virreynal, homogeneizando a la República de indios e
ingresando en el control y organización de las poblaciones trabajadoras y de sus actividades productivas a través del
surgimiento de la hacienda colonial y el sometimiento de los circuitos
regionales a la actividad minera. En la búsqueda más ostentosa de los
excedentes sociales de las economías amerindias se iría gestando más
disciplinariamente a las culturas indígenas, tratando de romper la informalidad
de sus economías, y por lo tanto, reestructurando la naturaleza social del
mundo andino. Los cambios sociales en la estructura social colonial a través de
la apropiación cultural de la legalidad colonial en la persecución de ser
admitidos y reconocidos sus linajes incásicos y regionales, su control curacal
sobre las multitudes indígenas, irían socavando las convivencias y canales de
comunicación del calidoscopio colonial, generando una resistencia sospechosa
hacia el creciente poder de administración de las capas indígenas. Es a raíz
del creciente maltrato y explotación de las economías colectivistas y de los
mercados regionales y locales, que se gestaría una mentalidad indigenista
separatista en el centro de la nobleza curacal, en vista del reforzamiento de
la esclavitud feudal y del desprecio cultural de sus tradiciones y expectativas
de movilidad social. Este descontento hacia un Virreynato controlado por una
aristocracia parasitaria y antiburguesa, que arruinaría con el proteccionismo
ortodoxo de los monopolios comerciales el despliegue interactivo de las
culturas indígenas lo que desataría el camino de las rebeliones indígenas como
una forma utópica de restaurar el control arcaico y soberano del Incanato.
Y si bien el mestizaje cultural era desgarrador
pero astutamente comunicativo entre las castas, este esquema de desconfianza
hacia las identidades amerindias luego de la derrota de Túpac Amaru II
ingresaría en las mentalidades del nacionalismo criollo, como argumenta Cecilia
Méndez[6], construyendo el
proyecto republicano en creciente exclusión y oposición hacia los rezagos
masificados y supuestamente barbáricos de las culturas amerindias. La
refeudalización de la sociedad peruana a manos de la elite criolla, con el
recrudecimiento del oscurantismo racial y cultural de la aristocracia,
infectaron hasta la actualidad instituciones claves de la modernización
criolla, como el sector de la educación pública en particular. Es imposible, lo
sostengo con todas sus letras, hacer reposar la revolución de las mentalidades
y de los conocimientos sociales que se traza como meta el sector educativo si
es que: (1) se confía en que el modelamiento
exitoso del educando consiste en barrer violentamente las tradiciones
interculturales, con el cedazo formalizado de la letra y destrezas generales,
cuando lo que se debería provocar es una síntesis creativa que potencie la
cultura real y la reforme. (2) Si es que se sigue entregando el resultado
educativo a un multivariado arsenal de tecnicismos y pedagogías sofisticadas en
forma desordenada y caótica que no toman en cuenta la historicidad emocional y
heterogénea de la cultura real del niño, que sólo recibe violencia apátrida de
la educación para ser incorporado tempranamente como individuo consumidor. Se
sugiere que la educación debería ser mas heterodoxa, lo suficientemente
programática para que no ocasione aún más la feudalización fragmentaria de
nuestra ya accidentado multiculturalismo. (3) Si es que se sigue encargando la
revolución de las mentalidades infantiles y juveniles a un ejército de
formadores y educadores que reproducen
con sus hábitos acomplejados e incapacidad cultural todos los eternos vicios
centralistas del criollismo. Una historia cultural de la instrucción que
conserva secretamente, a través del apañamiento politiquero, la naturaleza
colonial y la poca voluntad para estimular conocimientos personales, ahí donde
reina intacto el caos desmadrado de la
cultura criolla. Y (4) si es que no se entiende que el proyecto educativo es
causado por la voluntad política para reformar el sistema social con todos sus
actores e instituciones, y de este modo no se pierdan en el recuerdo las
destrezas y saberes diversos que enseña la escuela pública. Hay que acabar con
el acriollamiento del sistema educativo para lograr una sintonía perfecta entre
los saberes ritualizados e intuitivos de nuestro gran crisol cultural, que se
impregnan a lo largo de nuestra experiencia vital, y el filtro educativo que no
debe renunciar a la escribalidad sino conectándola interculturalmente con los
míticas tradiciones de la cultura popular.
Indigenismo y proyecto nacional.
La
consiguiente liquidación de las elites curacales y el concentramiento de
grandes latifundios, producto del intento republicano de liberalizar la
propiedad agraria, tuvieron el efecto desmesurado de rearcaizar la estructura
social del mundo andino. El proyecto pseudoliberal de fundar la nación sobre
bases presuntamente igualitarias y de cancelamiento de una estructura
jurídico-cultural claramente estamental y anticuada, reprodujo lo que pomposamente
quería eliminar. Es el siglo XIX en base al retroceso político de las
sociedades indígenas, al haberse descabezado a los Andes de dirigentes
indígenas, el que recoge testimonios cínicos de una esclavitud escolástica y
feudalizada que soportarían las multitudes rurales, agazapados en el
engarrotamiento psicológico y en la desmoralización histórica y civilizatoria.
Toda la flexible arquitectura de mestizajes y transculturizaciones creativas
que había permitido convenidamente la
colonia se evaporaron al ingresar la experiencia cotidiana del indígena en una
estructura de castas infravalorada y discriminatoria, que supuso un atraso
socioeconómico para los circuitos regionales, y las economías protoburguesas
que se habían expandido por los Andes. Es lógico suponer que esta
homogeneización indianista de la cultura subalterna, consiguió la supervivencia
total de las tradiciones y costumbres vernaculares de la cultura andina, en un
sincretismo telúrico y popular que reprodujo a través de décadas de olvido y marginalidad
que sufrirían extensas zonas rurales y campesinas del país
La virtual irrelevancia que sopesaba sobre las
expresiones mágico-religiosas del mítico mundo andino, por parte de los enclaves criollos, permitió
la recuperación demográfica y cultural de la vida rural, lo que facilitó el éxito rentista y agrario
de las economías de hacienda y comunidades campesinas, que recreaban sólo un
sector de subsistencia y de autoconsumo desconectado del sector agro-exportador
más dinámico de la costa. Al existir formaciones y mercados regionales
desarticulados del vibrante desarrollo industrial sólido de los centros
capitalistas avanzados, y una elite dirigente que permitía tal desintegración
territorial, económica y cultural, fue difícil para la promesa liberal
constituir un Estado republicano, todo cuanto más no existía las disposiciones
cívico-culturales, ni la estructura burocrático territorial necesarias para
imprimir tales construcciones sistémicas. Como se intentaba en teoría y de
forma idílica fundar un etéreo Estado criollo sin el resto de los estamentos
campesinos e identidades rurales, no se quiso percibir con sensatez que era
necesario construir un organismo social
geográfico y cohesionado culturalmente para lograr tal sueño de un orden
Estatal republicano. En vez de darse cuenta que su etnocentrismo de corte occidental era el eje de poder que
impedía la desactivación de todo rezago colonial de poder, se continuo
regresivamente con una arquitectura sociocultural barroca y esclerótica que
echaba la culpa del atraso y de la
anarquía política al carácter atrofiado y degenerado de las masas indígenas,
incapaces por lo tanto de abrazar los ideales ilustrados de la República.
Si vemos el dato histórico concreto, fue el
episodio pírrico de la
Confederación peruano-bolivariana la que magnificó el racismo
eurocéntrico y los profundos desencuentros culturales que subsistían en nuestra
identidad territorial; rasgos objetivos que impedían un adecuado progreso de la
idea cívica de ciudadanía debido sobre todo a que la idea separatista y
mezquina de apartar al indio se traslucía en la censura a todo proyecto real de
integración política. Al censurar el nacionalismo criollo, del que habla
Cecilia Méndez, - toda idea subalterna y democrática de país se impedía que el
confort rentista e improductivo que los negocios comerciales y economías
exportadoras de la costa fueran fastidiadas por un proyecto a largo plazo
inclusivo y realmente de corte igualitarista. Más allá de que el rediseño que
propusieron los partidarios de Santa Cruz, liberales y regiones de la sierra,
representaba la ambición de dar solidez geopolítica a viejos circuitos internos
productivos y comerciales que hubieran desencadenado una mayor integración
democrática, la verdadera razón de este abrupto aborto político era el odio
acérrimo a las cultura amerindias que
eran etiquetadas como el síntoma exclusivo del atraso social.
Este peso de la herencia colonial primero en los
conservadores escolásticos de una economía rudimentaria y proteccionista, y
luego a la evolución de una casta aristocrática con tintes liberales y de mayor
apertura al mercado internacional, sería el motivo irracional que no permitió
una mayor integración nacional. En los islotes de la modernidad económica y del
glamour criollo subsistió arraigado una idea totalitaria de purismo y de
lástima religiosa hacia los grandes océanos arcaicos de la tradición y de la
religiosidad andina, un exotismo olvidado que era ninguneado y despreciado por
las políticas de Estado hispanistas, que con el tiempo administraron en el
papel un abanico de territorios y feudos señoriales entregados al rentismo de
los hacendados y de la gramática gamonal. Se generó un sistema de dominación
económico y cultural que garantizó la reproducción de una estructura productiva
sinceramente elemental y dualista; una ética festiva y de la subsistencia que
aseguró una cultura económica de enclave y primario-exportadora que no
resultaba sino periférica y sin importancia para los centros industriales. Esta
sistemática del poder reticular se iría erosionando por la aparición de nuevos
actores y sobre todo por el accidente infausto de la guerra con Chile.
No obstante, haberse registrado una recuperación
espectacular de la economía nacional a consecuencia de la tímida complejización
burguesa de la estructura agrícola costeña y de la presencia de un rol
dirigencial más activo y estatocéntrico de la oligarquía criolla, es el golpe
estructural que supuso la contienda bélica la que iniciaría una visión más
nacional-popular de los graves dilemas del edificio social. Es la voz
altisonante y solitaria de Gonzáles Prada desde los escombros de la
desmoralizada nación la que detectó que el problema del país era la pervivencia
de una injusta estructura de poder que mantenía las energías sociales de los
auténticos peruanos en el anonimato de la exclusión y el sometimiento señorial.
Si bien su crítica era de cierta manera radical y moralista para su tiempo, es
ese protonacionalismo reflexivo de sus convicciones ideológicas la que iría
alimentando a veces con escepticismo a veces con utopía el redescubrimiento
cultural del indigenismo intelectual y político a inicios del s XX. La
aparición política de una conciencia ideológica que se preocupaba por el estado
social de las clases campesinas, atrapadas en el enmarañamiento feudal –si bien
con tintes de asistencialismo teológico[7]- propició el
surgimiento de una clase entrenada para liquidar los entramados feudales que obstaculizaban el
progreso social. A pesar que la comprensión literaria y ensayística del pensamiento mimético peruano desfiguró e
idealizó la subjetividad andina de acuerdo a utilizar este discurso para dar
validez al proyecto socialista de la
izquierda, si existió un esfuerzo por sintetizar las tradiciones
culturales de los Andes con proyectos de modernización providencialista y
populista, lo cual implicaba comprender objetivamente la racionalidad de los
espacios interculturales donde ingresó la secularidad.
Otra razón imprevista del surgimiento del
indigenismo como conciencia regionalista y de movimientos campesino
posteriores, es la introyección violenta del mandato generacional educativo. Como es bien sabido
el porvenir de la sociedad peruana, su evolución económica y civilizada,
implicaban articular las fuerzas productivas andinas a los islotes de la
modernidad del centralismo aristocrático con
el propósito de no sólo usar las capacidades productivas de los espacios
rurales, sino poseer un control cada vez más soberano y burocrático de los recursos
naturales para licitarlos al extractivismo de las compañías extranjeras. Este
control administrativo que luego se le escaparía de la mano a la república
aristocrática obligó a reformar la cada vez más extensiva inmadurez
cognoscitiva del sistema de educación pública, justamente para introducir una
secularidad necesaria que legitimara el aparto de poder, y de este modo
integrar paulatinamente a crecientes zonas grises del sistema social al modelo
de desarrollo agro-exportador y minero. La expansión formal de la educación
preparó como resultado inesperado una cultura de empoderamiento de los
regionalismos y localismos, y protagonismos colectivistas que revelaron la
condición de su explotación y sometimiento étnico-cultural a medida que esta
mentalidad moderna cobraba la suficiente organicidad política para desactivar
el sistema de propiedad feudal, y reapropiarse así de los modos de producción
largamente postergados del patrón excluyente de crecimiento. A través del
mandato generacional del progreso educativo, los grupos sociales andinos abrazaron
incipientemente actitudes individuales, que irían erosionando la vida telúrica
y tradicional de las subjetividades andinas.
En este caso es preciso mencionar a la obra de José
María Arguedas. Él en su intento monumental de retratar fielmente y sin ideologismos
la realidad andina, subordinó el ejercicio de la ficción narrativa a no sólo
denunciar los sufrimientos e injusticias de la sociedad rural, sino a conservar
en un registro escritural el carácter telúrico y mitológico de la identidad
andina. Su propósito era fusionar la lógica oral y mágico-religiosa con las
modernizaciones alternativas del desarrollismo dejando intacto al sujeto andino,
como logos cotidiano de una constituida identidad nacional. Como gran parte de
su visión estaba dirigida por su propia experiencia vital de amor y solidaridad
con la patria andina, esa emoción subalterna lo llevó a no ver que el mestizaje
que él postulaba cobraba signos distintos a los que deseaba para la diversidad
andina. Esa modernidad mestiza y pluricultural que erosionaría las visiones
monoculturales de la cultura criolla, y expresara sin prejuicios y con amor
comunitario nuestra rica diversidad, no se dio como él pensaba[8]. Es ese
dramatismo panteísta por hacer hablar en sus novelas al mismo sujeto olvidado y
postergado por nuestro insospechado eurocentrismo lo que lo levo a describir
una experiencia límite y doliente en sus personajes desde “los Ríos Profundos”
hasta las novelas totales “Todas las Sangres” y el “Zorro de Arriba y el Zorro
de Abajo” ejercitando una arqueología de todos los residuos sincréticos y
miméticos que la violenta y fáustica modernización sólida iría prácticamente
desvaneciendo. Siendo, como argumenta el profesor Manuel Castillo[9], el último
pensador de un clásico ciclo de pensadores sociales, que luego el cientificismo
moderno interferiría políticamente, es lógico conjeturar que su pensamiento
reflejó el inicio de un horizonte cultural secularizado y el eclipse de toda
una estructura cultural cuya emigración hacia las ciudades y su relativa
proletarización confundiría en los laboratorios de la supervivencia cultural.
La voz en el desierto del culturalismo arguediano
era el esfuerzo biográfico de rescatar del olvido desarrollista todo un
universo mítico que sencillamente las vanguardias políticas consideraban como
rezagos de la nueva antropología racional que deberían adoptar las ciudadanías asalariadas. Al visualizar en
carne propia que todo el indigenismo
político era sólo el adorno social de un espíritu cada vez más esclavo del
desarrollismo enajenante, que todo lo que se reivindicaba ardorosamente sólo
servía de combustible de la maquinaria planificada de la sociedad masificada,
se dio perfectamente cuenta que su crítica intuitiva debía rescatar a la
experiencia andina de todo ese contrato social acriollado y mundializado que
hasta la actualidad no permite, sino ideológicamente el encuentro histórico de
nuestras múltiples identidades costeras, serranas y amazónicas. La transculturización
que su mensaje vocifero a la generaciones siguientes se torno confuso y
disonante[10]
Modernización, informalidad y cultura “chicha”.
La construcción
accidentada de una modernización industrial sin la necesaria conexión
cultural con las sabidurías productivas interculturales del país, provocó la
edificación de una economía nacional moderna, que rompió momentáneamente con el
carácter dependiente de nuestra estructura periférica. Esta base económica que
se tejió busco romper con el carácter dual y desarticulado de los enclaves
feudales y primario-exportadores de la clase dominante, y además poseer el
suficiente volumen económico para insertarse interactivamente en los mercados
internacionales. En sus orígenes los síntomas de un cambo social generalizado y
de crecientes niveles de organización política de las sociedades populares,
otorgaron la legitimidad requerida al proyecto de un Estado social, que pudiera
incorporar en la fáustica industrialización periférica a una sociedad
movilizada. El cambio estructural que se postulaba en los recetarios del
desarrollismo sólo conseguiría la sostenibilidad del programa industrial si
rompía la persistencia de una estructura productiva acoplada a un sistema
cultural intacto y heterogéneo.
En gran parte esperanzados sectores populares y ya
desarraigados de sus captores feudales aprobaron y estuvieron a la vanguardia de estos cambios, en la medida
que este funcionalismo populista: (1) otorgaba una organicidad popular directa
y participativa que vigilara y tradujera
las gestiones del poder político; (2) daba una secularidad ideológica
que homogeneizara la identidad plural sobre la base de un mestizaje
nacionalista que reconociera una creciente base proletaria; y (3) en la medida
que se constituyera un patrón de acumulación sólido que diera sostén económico
a los nuevos laboratorios culturales del individualismo y sociabilidad
urbanista.
En primera instancia, la desestructuración política
de la ciudad industrial, debido a un abrupto agotamiento del patrón de
acumulación al no poder contener la internacionalización de los flujos
económicos, tuvo razones estrictamente internas: (1) la democratización
participativa que promovía el Estado desarrollista aún cuando era auspiciado
por grandes demandas y reivindicaciones multisectoriales, en el fondo no
recibió el apoyo de una cultura política anticívica y clientelar que se oponía
a todo fervor vigilante y constructivo de nueva subjetividad comunitaria. (2) La
secularización proletaria que intentó superar el Estado fragmentario de las
culturas diversas de la formación social chocó contra el desacoplamiento
cultural estimulado por el poder autoritario de una modernización
tecnocultural. Este divorcio entre el multiculturalismo ya privatizado y el
carácter desordenado de nuestra experiencia modernizadora urbana, aumentó la
experimentación de un tejido sociocultural anómico, que explotaría en un
entramado caótico de informalidades y de trasgresiones culturales por alcanzar
el tan preciado como doloroso parto de una individualidad desbocada. (3) La
agonía perentoria de la industrialización no pudo absorber la gigantesca
demanda de trabajo porque los crecientes saltos cualitativos que necesitaba la
estructura del sector público no pudieron corromper la ausencia de una
disposición cognitiva y profesional para hacer explotar transformativamente al
enclave centralista y industrializante, como dice Althaus[11], por lo que nunca se
pudo disponer de una estructura de profesionales para crear e idear innovadoras
oportunidades de desarrollo profesional
en una economía anémica y que se desmantelaría con el tiempo. Es el
desdibujamiento del modelo de acumulación como decisión política de un Estado
que se privatizaría lo que arrojaría a las masas trabajadoras al autodesarrollo
creativo, a partir de la expresión de sus sabidurías interculturales, orquestando
una formación económica en red e informatizada, crecientemente
succionada por el mercado global, que por aferrarse a las devastaciones competitivas del
capitalismo informacional tendría que sumergir
a la fuerza de trabajo en una mercantilización cultural duramente
delictiva en donde todo vale para sobrevivir.
Es la siguiente etapa de una evaporación de la
economía nacional en donde la búsqueda híbrida de la modernización egocéntrica
y culturalizada por parte de las categorías populares, que lo harían todo para
sobrevivir, lo que lanzaría los proyectos culturales al abandono
tecnoestructural en donde existiría una creciente estimulación consumista de
los protagonismos culturales acompañado de una sistemática desarticulación del
sistema educativo, que se depreciaría en las periferias debido al embate de la
cibercultura pulsional. En este contexto el indigenismo que en la etapa
anterior había cosechado una intencionalidad claramente politizada y
colectivista cobraría un rostro marcadamente individualizado y reticular, recreándose
a partir de la invención electrónica y diferenciadora una identidad tradicional
y vernacular en escenarios claramente urbanos y posmodernos. La insospechada
fugacidad de la cultura indianista, como la llamaría Favre[12], se apropiaría de una
sociedad biopolítica y descentradamente totalitaria, como un Estado de
excepción a lo Agamben[13], para esconderse
como antídoto simulado en el universo de una fragmentación y diferenciación
cultural, con lo cual se aplacaría la persecución de los sistémico. Es el
creciente escape de las tecnologías sensoriales de los sometidos de las
complejas arquitecturas de los sistemas funcionales capitalistas, tal como los
postuló Luhmann[14], lo que serviría
de premisa emocional para soportar la obsolescencia y fugacidad de la vida
social y crear en la nada una estructura disfuncional de populismos culturales
e intimidades capaces de sortear y erosionar el disciplinamiento de una técnica
empujada a ser esotérica cada vez.
Tal vez el problema de esta cultura Chicha, como la
mencionaron en los 80s, es el duro contraste que supuso la
desterritorialización caótica de la cultura andina, en la hostilidad de un
mundo urbano jerarquizado y alienado. Al recrear agresivamente sus patrones
culturales en los laboratorios de la supervivencia simbólica, fueron adoptando
sus expectativas de modernización a un mundo que los rechazaba culturalmente,
lo cual los empujó a tener que construir aisladamente de los consorcios de la
elite cultural toda una compleja red de culturas clandestinas y de
objetivaciones híbridas que les permitió vivir relativamente como identidad,
pero al precio de entregar su sensibilidad y vida liminal a accidentadas
contradicciones y estallidos de violencia. El hecho de que la vida andina se
reproduzca en contextos dramáticos y de inexpugnables tácticas de supervivencia
rinde homenaje a una capacidad de mutación insospechada que es la base de la
acumulación informal, y contradictoriamente de una experiencia individual
sumergida en el sinsentido y en la desazón cínica de la anomia y la
delincuencia mercantil
Cuanto más la cultura real es transmutada
violentamente por la despiadada economización de la existencia, tanto más la cultura chicha,
que despreció en vida Arguedas[15] y que hoy
celebran nuestros antropólogos posmodernos, es empujada a una diferenciación
asfixiante, donde el significado social se deshace en la atomización y en la
depravación festiva de lo tecnoarcaico, donde cada grupo emergente vive en la
descomunicación y en la violencia primordialista del etnocentrismo, y donde la
creatividad cultural se paga al precio de la segregación y la discriminación
étnico-cultural. En ciernes se podría tejer un esquema tentativo de la
naturaleza social de la cultura chicha,
como ethos marginal en los siguientes postulados:
- Esta cultura sería la prueba fidedigna de un programa caótico de
supervivencia que desfigura fragmentariamente el ideal de una ciudad
urbana y de su psicología interna, provocando un medio de vida en
constante degradación y disfuncionalidad sistémica. El crecimiento
desordenado de las metrópolis y las condiciones deplorables de los
suburbios y barriadas urbano-marginales, en cuanto a una organización
espacial que se despliegue en armonía con la pluralidad de las identidades
y representaciones sociales, ocasiona una sociedad en constante colapso
civilizatorio, en donde anidan el salvajismo y el estado de naturaleza
permanente, la inseguridad naturalizada en un medio que debería
prevenirla.
- En segunda instancia, esta cultura de lo “pacharaco” sería el resultado
de la carencia multifuncional de una institucionalidad referente que
expanda valores cívicos y una normatividad flexible. En vez de ello lo que
se percibe es una flagrante
multiplicación de trasgresiones y cinismos de toda calaña, en donde
la vida generacional crece naturalmente en la infamia y en la
clandestinidad psicosocial. La profundización de esta gramática de lo
inmoral, recrea una inventiva insospechada de archipiélagos del delito y
del lenguaje subversivo donde todo vale, y cada personalidad es la hechura
completa del abandono y del desarraigo masificado.
- En tercera instancia, la cultura chicha sería el intento
desesperado y creativo de ser incluida la expectativa de modernización
como fenómeno propiamente estético, como el derecho a consumir
auténticamente y sin reproches sociales. En vez que cedan los estereotipos
jerárquicos de la cultura criolla lo que se ve en sustitución es la
introyección democratizadora de lo criollo como blanqueamiento artificial
de las conductas populares. El goce estético y el reconocimiento de
etiqueta serían vivenciados como formas distorsionadas –“huachafas”- y
extravagancias sufrientes, aún cuando paradójicamente el actor proteja su
autoestima en lo cosmético y se niega a dejar de lado atavíos que le duelen y lo satisfacen a la vez. Ahí
donde todo se evapora el simulacro estético oculta el gran vacío de la
esclavitud y del empobrecimiento cultural. Todo es bello porque todo es
horrible. Sólo se da la obra de arte absoluta y esnobista en el mercado
absoluto e inmoral, como sostenía Adorno[16].
- Y por último la cultura
chicha sería el producto abortado de un mestizaje “cholificador”, tal como
lo postuló el profesor Quijano[17], donde toda
ambición de democracia étnica desemboca en la pervivencia de un mundo
cultural cargado de hegemonías y sistemas de dominación biocultural
sofisticados. Tal vez el germen de una realidad con diversos espacios/tiempos yuxtapuestos y
entrelazados serían los grandes y espectaculares mestizajes culinarios y
las hibridaciones tecnomusicales, como lo es la cumbia peruana. La comida
es la pervivencia popular de un gusto doméstico y de químicas fluctuantes
donde el salvajismo de los ingredientes resiste la homogeneización
industrial de lo nutritivo. Ahí donde se ha silenciado el dolor y el desencuentro
de los saberes ha sedimentado un
gusto grotesco deliciosamente subversivo. En cuanto a la musicalidad
chicha es la desordenada fusión de ritmos sin gran educación por
parámetros exclusivistas lo que provoca el sonido no contemplativo que
sólo desata la embriaguez desesperada
y violenta. Más que un cortejo de calidad es una depreciación
objetiva de lo musical tal como lo dicta la cultura discotequera de lo
occidental, por buscar una danza rabiosa de desfogues irracionales y de
emociones en ebullición.
Residuo originario y dolor mítico.
Tal vez el desconcierto que se experimenta en
nuestro proceso civilizatorio, y que es el estímulo concreto para el despliegue
de una transculturización espectacular que atraviesa todo el territorio, sea la
imposibilidad psicohistórica de superar ontológicamente el abismo entre la
cultura y el sistema objetivo que lo hace posible. En vez que nuestras clases
dirigentes hagan esfuerzos sobrehumanos para propiciar una armonía entre el
torbellino de la modernización impuesta y la dinámica heterogénea y misteriosa
de nuestra cultura, lo que vemos es el
intento violento y autoritario de subordinar psíquicamente a las trayectorias
de la vida cotidiana a un diseño tecnoburocrático en red que los incorpora como
fuerza de trabajo empresarial, pero los excluye como identidad autónoma y
realizada. No sólo este abismo ontológico, atizado como fundamento sistémico de
nuestra sociedad, descoloca toda aspiración real de un encuentro democrático y
patriótico entre las culturas, sino que históricamente este gran abismo ha ido
acrecentándose a medida que nuestra formación ha ido siendo absorbida por la
internacionalización de los flujos económicos, ahondando la sensación de
extrañamiento en los paraísos de los exótico y digital, con un fuerte
desgobierno sobre la estructura civilizatoria que nos determina.
Acaso el dolor mítico del que habla el acápite sea
la imposibilidad real de todo actor consciente de esquivar el mecanismo
competitivo y salvaje a la vez de la instrumentalización cínica, donde uno para
existir como mundo de la vida se ve obligado a corromper el mundo social que lo
circunda, y a lo largo va viciando su propio origen, que pretende curiosamente
proteger. En la periferia del mundo administrado la relaciones de dominación y
esclavitud psicosocial empujan al actor a adherirse a este esquematismo de lo
técnico no por la expectativa publicitaria que genera en las conciencias, sino
porque estar programado para ser útil significa asegurarse un rinconcito en el
confort escaso. Siempre hay la esperanza consciente de corregir todas las
felonías que se cometen, pero a medida que uno se sumerge en la selva de los
lenguajes funcionales va perdiendo la brújula de su vida, aún cuando predomine
como actor, porque su privatización seductora lo desvincula groseramente del
control consciente de la estructura social privatizada que los desfigura. A
pesar que la dureza de la vida desordenada representa toda una escuela de
argucias, y de relacionistas cínicos y “pendejos” necesaria para preservarse de
lo desconocido, es esta insistencia en el racionalismo antinatural lo que lleva
al dolor de olvidar y silenciar el origen mimético de nuestros sueños y de
nuestros planes iniciales. Saberse levitar desde que se nace en una realidad
construida de organizaciones gigantescas y de actores cínicos, que nos
secuestra toda posibilidad de vivir realmente, es lo mismo que envenenar la
vida de generaciones que nacen y que vienen, sin hacer nada por realizarse en
la totalidad de la vida asociativa y comunitaria.
Soy de la idea polémica que el trauma histórico que
funda nuestro recorrido social es el inicio de la negación sistemática de todo
lo que realmente es lo andino y lo peruano, y que este rechazo soberbio de
nuestros orígenes ha sido alentado desde todas las formaciones sociales
eurocéntricas que han gobernado de modo
inclemente, condicionando la reacción creativa a veces resentida de la vida sometida,
reproduciendo históricamente en cada etapa de la construcción de la
personalidad una miserable vida inmadura. Actualmente esta desnaturalización de
lo social que impacta mayormente en las capas migrantes se deja sentir en dos
macroprocesos ontológicos que disuelven la vida originaria o simplemente
invisibilizan para el actor popular, sobre todo si es perteneciente a los ghettos
etnoculturales subalternos:
- En primera instancia la ferocidad con que se ha introyectado el
fetichismo de la mercancía en las últimas décadas ante el desmantelamiento
objetivo de las últimas resistencias públicas de construir un Estado de
bienestar a la peruana, ha significado la total adicción de la psique
colectiva e individual al sostén monetario. Esta mercantilización de la
vida peruana ha acelerado el proceso de desestructuración de la sociedad –
lo social perece o se redefine sobre
bases utilitarias- y a la vez ha sembrado una mentalidad que es impulsada
a tener que aquilatar y poseer poder desmesurado sólo por el deseo de
lucrar y de cosificar a toda relación humana que se le abra paso. Este
enigmático poder de la fetichización mercantil es la base que ha
reforzado, no desactivado, la cultura de trasgresores que se ha extendido
a lo largo de nuestra historia desde la colonia, y el cimiento innoble
donde descansa soterradamente una vida asociativa delictiva y comunitaria,
que resiste el impacto del mundo administrado. Tal vez el proceso sea
irreversible, y sea necesario sofisticar un mercado profundizado pero
socialmente constructivo, pero en sí mismo el proceso de mercantilización
ha sintonizado con el cáncer criollo, deteriorando aún más la identidad, y
removiendo aún más los nichos originarios a donde nunca se regresa y se
niega descaradamente.
- El otro macroproceso que consolida la ya desaparición y
desterritorialización de la cultura peruana es el cambio cultural de la
cibercultura. Este evento posmetafísico que fue acicateado en sus orígenes
por la huida espontánea y subliminal de la vida, atrapada en la sociedad
clásica planificada, ha despertado en los ambientes posmodernos, producto
de la sociedad del hiperconsumo, una mentalidad social que vive en la
completa pulsión del consumo y del goce desequilibrado. Este ya reino de
los estímulos se ha intensificado exponencialmente debido al predominio de
la Internet
y de su cibercultura reticular implícita, que ha desecho en un santiamén
todas las estructuras y herencias ilustradas del sistema educativo y
profesional, sustraendo a todo agente personal del juicio racional
puritano que promovió la burguesía eurocéntrica. En las sociedades
periféricas y en específico las sociedades andinas, el impacto
arborescente ha disuelto los sedimentos sólidos de la sociedad
disciplinaria represiva, liberando a los contingentes rurales y populares
de una sociedad que los había mantenido en la discriminación total. Ahora
cada individuo elaborado, arrojado a las selvas digitales constituye sus
propias raíces desmasificando y atomizando la cultura, de donde se huye
hacia los continentes informáticos para sobre estimularse y reproducir una
vida de mendicidad virtual, donde concurre el desprecio, el dolor y la
gran irracionalidad del testimonio[18]. No obstante, ser
el centro nervioso de los flujos capitalistas, ahí todo el valor económico
es plus goce, en la definición de Zizek[19], pero a costa de
un gran sufrimiento y vacío
antropológico. Esclavos de la
Internet por poder gozar, terminamos siendo cautivos de
un mundo que niega nuestra propia realización en la gran soledad del
pronunciamiento digital. En
sociedades cargadas de etnicismos y de mestizajes incompletos la cibercultura
parece desestabilizar las jerarquías y segregaciones territoriales, pero
lo que hace es reforzar e inaugurar nuevos fundamentalismos o relaciones
de fuerza, ahí donde el glamour muere en lo grotesco y perturbado. De
tanto andar en la barbarie de los sentidos prolongados, se desemboca en el
culto absurdo, en el residuo mítico de un corazón herido de muerte.
El desconsuelo por vivir en una complejidad
organizada que niega violentamente lo que somos – una sociedad pluricultural
ancestral- revestida en estos dos macroprocesos de un cautiverio objetivo que
nos hace infelices como sociedad, ocasionando actualmente una desconexión
traumática entre geografía, economía y cultura, asimetrías que impiden una
cohesión histórica e inmanente de lo que podríamos ser:
1. Existe una escandalosa desconexión entre
potencialidades geográficas ancestrales de los andes/amazonía y los formalistas
sistemas de organización territorial y arquitectónico que ha impuesto el
eurocentrismo. En gran parte el caótico sistema urbano de consumo y el desaprovechamiento
intencional de la cultura territorial nativa de los pueblos originarios del
país fomentan estúpidamente un desarticulamiento funcional del territorio
peruano, el cual es visto como un organismo centralista y fragmentado en el
cual se permite por pura ineptitud la integración orgánica de las identidades
regionales. Esta enfermedad del organismo facilitó la colonización trasnacional
de los intereses extractivos y la pérdida de toda una rica sabiduría
territorial heredada de los pueblos originarios andinos y amazónicos.
2. Un segundo aspecto, que refuerza este
entramado descoyunturado con desencuentros y conflictos, y que se vincula con
una mala organización del territorio, es el centralismo económico y la
supervivencia persistente de la formación de enclave; ambos aspectos que
facilitan la reproducción económico-política de las clases dominantes, y su
preferencial y anacrónico patrón de acumulación. Es la informatización de la
economía y el sometimiento financiero de esta a los grupos económicos mineros y
agro-exportadores, que dirigen la inserción accidentada de la formación social
en la globalidad, la que bloquea por una
parte la evolución natural y democrática de las estructuras productiva
interculturales, y por otra parte, la que empuja a las fuerzas trabajadoras migrantes
y rurales a tener que apropiarse del lenguaje psicoempresarial de la pastoral
neoliberal y reinventar formas sugerentes de economías con poco valor agregado
que abandonan , muchas veces, la forma mercantil o la subvierten en la
clandestinidad de la explotación social.
3. Y un tercer aspecto que se ha caotizado aún
más y que ha estimulado la recreación explosiva de la identidad es el
asentamiento de la cultura peruana en medios completamente peligrosos para la
vida social. La ideas que sostiene esta tesis es que el significado huidizo a
veces inexistente de lo social ya no necesita, ni espera, una base económica
ordenada para acontecer con éxito y seguridad, sino que parte de la
cotidianidad más miserable y degradada, viviendo en el sinsentido esquizofrénico
y desrealizador pero con ánimos de reír y vivir a pesar de todo. Las culturas
populares subsisten presa de aquello que más nos desarraiga, como la cultura
andina hoy trashumante y variopinta, pero aún así se sobreponen a la adversidad
del poder, con lo cual la indignidad se mantiene secretamente fiel a su residuo
originario, aunque rutinariamente lo desconozca. El indio sigue con vida, todo
es cuestión de construir una nueva utopía transcultural que salve a la nación
de la tragedia de lo global.
Arqueología de las ciencias sociales.
En la línea
de estos comentarios se argumenta que es necesario remover los cimientos
ontológicos sobre los cuales reposa el anarquizado sistema social peruano, para
rescatar del menosprecio y del olvido metafísico a todo lo que realmente somos
como ser sensorial politeísta y orgánico. Sin embargo, tal cuestionamiento
radical ha venido siendo usurpado por una forma de razonamiento socialista, que
al haber ocupado poco a poco posiciones de poder en el seno de las organizaciones
e instituciones sociales ha terminado por capitular ante los mismos problemas
que su intencionalidad radical creyó torpemente haber denunciado con nobleza.
En primera instancia los orígenes de este protagonismo holístico-estructural no
sirvieron para romper ontológicamente con el
pensamiento criollo de las clases dominantes, sino que su celebrado
cientificismo desarrollista otorgó los discursos reformistas necesarios para
desestructurar la sociedad feudalizada, pero en sintonía con el
restablecimiento de un poder elitizado más diversificado y oculto.
Es decir, los vientos revolucionarios de un real
cambio estructural sirvieron para liberar a la mano de obra atada a las
relaciones de trabajo del antiguo régimen, y para generar la base psicológica
de una ciudadanía consumista. La lógica de un cambio real claudica ante la
intención subyacente de dar forma a una planificación industrializante, que se
rebeló, como argumentó pioneramente Pedro Morandé[20], en un sólido programa
de dominación sofisticado, incompatible con la naturaleza sacrificial de las
culturas latinoamericanas. En vez que la verdadera crítica de las relaciones de
fuerza criollas se depositara en una severa desactivación del centralismo
cultural, que refortaleció el desarrollismo, esta se confió en que la
agresividad para remover el conjunto de las estructuras sociales conseguiría
los cambios ideológicos propicios para emancipar a las culturas tradicionales
del yugo de un régimen de poder que evitaba la adecuada homogeneización
secular. El pensamiento funcionalista y estructural-marxista que abogó por tal
lectura equivocada en realidad sólo atacó una parte del problema sin éxito, ya
que deposito sus esperanzas en que el voluntarismo historicista y la jovialidad
de un diseño o recetario socialista corregirían paulatinamente los graves
problemas de adaptación psicosocial que la modernización unilateral trajo
consigo.
En lugar de corregir técnicamente la capacidad
culturalista del viejo ensayismo arielista, superándolo dialécticamente con la
discusión y comprobación de las nuevas tesis metódicas del análisis
cientificista, se prefirió interferir todo un horizonte intelectual y cultural
– representado en ese entonces por Arguedas y el indigenismo- e imponer
políticamente un saber nacionalista-metodológico como el único capaz de
sintetizar históricamente en un programa estatocéntrico la naturaleza
heterogénea-estructural de la cultura peruana. Toda la riqueza histórica,
literaria y antropológica del pensar peruano fue obligada a retroceder
políticamente por acercarse a visiones mixtificadas y pseudocientíficas sin
ningún valor objetivo, y por lo tanto aplicativo, dentro del experimento
totalitario de la modernización. El agotamiento del humanismo arielista no fue
el resultado de una superación cualitativa, obra de un conocimiento
científico-social supuestamente superior, a través de la discusión meticulosa y
la argumentación racional, sino el ardid publicitario de nuevos intereses
hegemónicos que vieron en la tradición hermenéutica arielista el escollo ideológico
para posesionarse políticamente de los espacios y recursos académicos que
sirvieron para su habitual pensamiento de consigna.
Al advertirse que la imposición del razonamiento
marxista en los claustros de la formación profesional no significó una victoria
académica, sino política, se entenderá que la irrupción ideologizada del saber
dialéctico no representó ciertamente un enriquecimiento progresista del
pensamiento intelectual, sino una regresión doctrinaria que obnubiló de
dogmatismo y de posiciones epistemológicas vacías a varias generaciones de
profesionales, incapaces de visualizar la nueva esclavitud estandarizada que se
abrió paso. El empobrecimiento sistemático del pensar peruano debido a una mala
visualización o desocultamiento del enigma nacional, ha significado: (1) el
divorcio cada vez más crítico entre el pensar social y la vida supuestamente domesticada;
(2) el subordinamiento interesado de la investigación teórico-aplicada a
conveniencias políticas; y (3) la caída exorbitante del análisis social a una
moda posmoderna, que idealmente conectó epistémicamente con la tradición
ideográfica, pero que se ha debelado como el discurso ideológico de nuevos
intereses de poder en la comunicación y en el proselitismo educativo de nuevas
sensibilidades culturales.
Para culminar, es necesaria una severa crítica
lúdica y radical a la vez de los nuevos poderes intelectuales que están
surgiendo en la estructura profesional. Esto no se logrará con sentido
diplomático y con la sutilidad barroca del hablar criollo, sino a martillazos y
con violencia creativa. Sino se rompen las corazas institucionales y
sindicalizadas de este poder mafioso lo único que se precipitará es el eclipse
inevitable de las ciencias sociales en el Perú. Sigo sosteniendo que la decadencia
cualitativa de las ciencias sociales no sólo se debe a su origen incompatible
con el horizonte sacrificial del mundo plural
andino, sino a razones estrictamente internas, como es la visión
utilitaria y proselitista que han tenido las ideas fuerza de toda la tradición,
o motivos pseudopopulares, que utilizaron el arielismo, el indigenismo, el
desarrollismo, la democracia, y hoy la hermenéutica para tentar posiciones de
poder social en la estratificación peruana.
A puertas de un evidente cambio político con el
triunfo pírrico del camarada Ollanta Humala, es necesario abandonar las
posiciones paradisíacas del Estado y demostrar la suficiente ecuanimidad y
honradez política para aceptar que la idea de ser de izquierda esta severamente
averiada en el proceso social. Sino se gestan las renovaciones ideológicas y
políticas necesarias, para revitalizar a la organicidad del saber negativo,
este terminará por reproducir la misma ideología criolla que publicitariamente
dice cuestionar. Y esta renovación no puede ser orientada ni dirigida desde las
cúspides hambrientas de poder y de un estatus que desconoce sus convicciones,
sino desde la misma intersubjetividad de las multitudes[21], lo cual implica
fusionar en un solo intento combativo la escritura de los sacerdotes con la
oralidad de los desposeídos. Como poetizara Vallejo: “Escribir en el aire”[22].
Bibliografía.