Una historia con malicia
Siempre me dijeron que las achoradas eran las mejores. Que
aman con más fuerza, con todo el corazón. Y que son capaces de empuñar un arma
y defenderte de los agresores y dar la vida. Quizás no tengan decoro y
educación, podrían ser un fiasco en lugares más exclusivos, pero su alma libre
y sin aspavientos para amar es motivo suficiente para confiar en ellas. Y no
solo eso. Son más sensuales y atrevidas, más rebeldes y querendonas. Tener un
hijo con ellas es garantía de que saldrán también fuertes y con una sagaz
malicia.
Allá en Barrios Altos, el barrio de mi adolescencia cuando
se me abrió la curiosidad por las mujeres, siempre vi con cierto cariño a las
hermanas Rosa y Rocío. Eran dos blanquiñosas que vivían a cuatro casas de la
mía, con sus padres. Eran dos blanquiñosas muy hermosas en sus años mozos, el
motivo de conversación de los bravo y palomillas. El problema es tenían dos
padres muy severos y duros que no les gustaban que sus tímidas muchachas se mezclaron
con el gentío vulgaroide de los Barrios Altos. Y en algo tenían mucha razón,
pues el barrio estaba atestado de faites y malandrines que robaban y cometían
muchas faltas al pudor. En mi barrio había camaradería entre vecinos y niños,
pero a la vez era notorio el acoso de ladrones y gente de malvivir dónde
pululaba el trago y los terocales. Si padre un viejo pelón era el que más se
esmeraba en cuidarlas aterrorizarlas si se atrevían asomarse al ventanal de su
casa. Pero como la cabra tira al monte casa vez que salían ambas hermanas al
mercado, a pesar de ir chalequeadas por su mimosa madre, la mayorcita Roció, se
daba de miradas y sonrisas suaves con los chiquillos del barrio, que sin ningún
respeto le gritaban suegra a la desconcertada madre. Con el tiempo y siendo más
mujeres, Rocío se lograría juntar con unos de los más avezados del mar rojo y
con tanta solo 17 años saldría embarazada. Ahí su padre completamente fuera de su,
la saco del barrio y la llevo a vivir con sus hermanas. Nunca se supo si
perdería o criaría al niño, pero lo cierto es que todos los perdimos el rastro.
Solo se que Rosa se quedó con ambos padres, pues a pesar de
ser colorados y criollos, con algo de alcurnia, no pudieron mudarse a ningún
otro lado de Lima, pues plata es lo que no había. La madre era una ama de casa,
y el padre un contador añejo de una empresa pública recibía un modesto sueldo
del Estado. Cuando a todos nos agarró el fujishok y las calles al otro día eran
precios por las nubes y desesperación, el padre pelón llegó esa noche borracho
a su casa. Cómo todo en el barrio era chisme y todo se sabía, supimos que el
señor Juárez había pedido su empleo sin remedio. Rosa aún cursaba secundaria y
era aplicada en sus estudios y era más tímida y vergonzosa diferente a su
hermana, que ni su perfume dejó en su humilde morada. Todo cambio conforme paso
el tiempo. El padre puso un negocio de mecánica con un compadre suyo que le
había puesto el ojo a Rosita, y a cambio de la comodidad todo estaba arreglado
para cuando Rosa tuviera 18 años y pudiera irse a vivir con el compadre. Rosita
nunca supo de los planes de su padre, pero era inexorable su partida. La madre
solo acepto agachada la decisión del Señor Juárez, pues con ella sucedió lo
mismo y sus padres la olvidaron y con el tiempo murieron.
A pesar que la situación económica era crítica, y todos
teníamos que tomar leche Enci y pan duro con mantequilla, los Juárez tuvieron
un segundo aire de comodidad. La tonada, "y como lo hacen..." Se
escuchaba al hablar de ellos. Llegaron los regalos, el carro del pelón, la ropa
de marca, los arreglitos a la casa.
Muchos dijeron que la plata era de ilegal negocio, y como todos en el barrio
tenían algo de ilegal y bocones, pronto los vecinos veíamos al señor Juárez con
una señora madura y guapa, que vivía sola a una cuadra. El romance fue funesto
y desvergonzado. A pesar que la querida no era una mala mujer, los embaucos y
promesas de divorcio la hicieron enamorarse. Cuando la señora y Rosa se
enteraron de las andanzas del aguerrido vividor, se estremecieron y pusieron a
llorar. Esa noche todo ebrio y autoritario el viejo pelón, al cerciorarse de las
molestias de su esposa, la agarro a golpes, y cuando su hija salió en defensa
de su madre, también recibió correazos y patadones. La querida al saber de lo
que sus devaneos habían causado, por voces de los vecinos decidió dejarlo, y si
era necesario quedarse solterona. El viejo insistió e insistió, y ya cansado de
jugársela con la querida regreso a su hogar, dónde la madre sacrificando su
dignidad decidió conservar la unión de la familia, no por ella, sino por Rosa.
No sé qué le sucedió al viejo cascarrabias. Por amor no
correspondido o por malos manejos financieros en su empresa, se fue demacrando
y secando poco a poco. Nadie lo vio venir. El señor Juarez macizo y saludable
moría una noche de verano del año 96. Cómo nunca su familia de abolengo, colmo
con sus autos a todo dar la calle donde vivía la familia Juárez. Los vecinos
murmuraban que por la manera de morir todo se trataba de un trabajo de
brujería. En esos años la santeras y tarotista abundaban en los callejones. La
esposa sería e inmarcesible era quizás la aurora intelectual. Nadie lo supo.
Pero en pleno velorio solo Rosita hacia rodeada por tíos y parientes lejanos
inconsolable. Los días pasaron y pronto la vida del señor Juárez fue solo un
recuerdo. Rosita ya mayor de edad salía con más aplomo a la calle, a estudiar a
la universidad, y los faites y mirones la respetan, y la miraban desde lejos.
Su madre incólume y fuerte se convirtió en la referencia afectiva de su hija y
su apoyo moral. A Rosita no se le conocía enamorado o compromiso. Hasta el
viejo al que se le había prometido su amor, desapareció y nunca más se supo de
ello.
Cuando me fijé en Rosita, fue al regreso a mi barrio. Antes
para mí un flaquito ingenuo y sin malicia, un amor imposible. Y debo
reconocerlo me gustaba más su hermana, y creo yo a ella, pero mi ceguera no concibió
nunca un plan tan avezado. Un domingo de verano, en uno de mis retornos,
forajidos a Barrios Altos rodeados por los causas de mi niñez y peloteros, la
vi cruzar la calle. Ella más mujer y refinada, no se fijó en la patota que
estába en la fachada de la casa de Cristiam,, y cuando lo hizo sus bellos
hermosos negros se detuvieron en mi persona. No me reconoció, pues era un hombrón
de 1, 74 cm, gracias a las pesas, y mi expresión inocente había cambiado por
una intención picara y segura. Yo también quedé paralizado por esos grandes
ojos negros. Ella se recompuso y escapó rauda a su casa. Los bravos de la calle
no dejaron de joderme todo el día., y entre trago y trago Cristian me insinuaba
que me podía ayudar a conocerla. Avergonzado, solo atinaba a meterle la chela
en su bocota y le debía no jodas negro. Empecé a regresar más seguido, los
sábados y domingos para jugar los animados pistazos y poder verla. Pero todo
fue infructuoso, ella no aparecía por ningún lado. Algunos dijeron que su
situación había mejorado y que tenían planes de mudarse a un mejor lugar donde
poder crecer. Yo me resigne y lo deje por la paz, y cuando la vida me arranco
del barrio y del pasado su carita de flor, de esa única flor de la que me
enamore, solo habíase convertido en una buena intención.
Cuando las depresiones y la dureza de la existencia se
apoderaron de mi vida, yo empecé a salir con amoríos clandestinos y fugaces, el
recuerdo del barrio había quedado atrás. No quería comprometerme con nadie,
pues primero era mi sueño de escritor, y hacerme de un amorío estable era
perder libertad, y porque no tiempo para dedicarlo al pensamiento. Cuando ya
tenía 30 años y era catedrático de la Ricardo Palma , la luz de Rosita se cruzó
de nuevo por mi vida. Resulta que Rosa Juárez era una tardía estudiante de
derecho, su segunda carrera, y era una alumna más de mis clases de realidad
nacional. ¿No la reconocí cuando me abrumó con su “hola como has estado? Soy
Rosa de los Barrios Altos" me quedé aturdido por un instante y cuando clarifiqué
mi vista pude darme cuenta que Rosita era una mujer muy hermosa y sofisticada.
Su fuerte aroma de hembra me impacto y cuando los alumnos se esparcieron por
los pasillos, me animé a invitarle un café. Resulta que Rosa ya no vivía en el
barrio, producto de la herencia de su padre, pudo montar un negocio más estable
de marketing. Ella era publicista en Tolouse Lautrec, y estaba en la Ricardo
Palma, cursando su segunda profesión. Al principio me confesó no haberme
reconocido, pues estaba subido de peso, pero aún muy joven. Y no sabía si
presentarse o dejar que yo lo hiciera. La verdad es que nunca cruzamos palabra
en la adolescencia y ahora era más raro que cómodo hacer como que fuéramos
amigos de toda la vida. Hablamos profundamente de los amigos de la niñez y
juventud, y como su madre ya mayorcita era aún su razón de ser, y como un
matrimonio muy sensible se convirtió en una pesadilla, con maltratos y
machismo. No supe cómo seguirle el ritmo, pues ahí donde ella demostraba
sinceridad y locuacidad, yo expresaba solo el interés por mi ciencia, y no
podía tratarla como a las conquistas sin propósito que inundaban mi vida.
Era tan familiar la charla, que se me pasó el break antes de
mi siguiente clase. Quedamos en pasear por la playa, y ver si esa relación
vertical profesor- alumna se volvería en una bonita amistad. Saqué los apuntes
de mi clase y cuando me animé a despedirme nuevamente de Rosa, se desvaneció
como ardiente viento de verano. Ese día, y esos días antes de volver a vernos
no era el mismo catedrático hablador y racional de toda mi profesión. Estaba
desubicado y nervioso. En cada rinconcito que miraba en el salón de clases la
hallaba con su sonrisa franca y halagueña. La volví a ver ese fin de semana de abril
y hacia aún mucho calor en Lima. Estuvimos paseando por el malecón de
Miraflores y bajamos hacia la playa. Ella erguida y delgada, Lucia un shorcito
blanco, que dejaba ver unas piernas torneadas y blancas como las de un cisne. Y
a la vez tenía una blusa transparente que dejaba apreciar unos senos bien
proporcionados. Aunque luego de una hora sentados en la playa conversando todo
y de los viajes y del amor, ya no teníamos nada que decirnos que no fuera
decisivo y apasionante, pronto ante un silencio incisivo ella abrió su boca y
me confesó, que volverme a ver era como recordar un tiempo en que tuvo mucho
miedo y vivía en violencia. Me dijo, como si no pudiera contenerlo en sus
labios, que siempre vio en eso flaquito pelotero e introvertido alguien con
pasión que algún día escaparía de ese espacio barrial lleno de mediocridad. En
los próximos años que me mudé de Barrios Altos, ella más compenetrada con los
jóvenes y vecinos de la comunidad preguntaba por mí, y les decía qué alguna vez la vida nos volvería a
encontrar. No masculle más que una enorme gratitud y pronto las palabras se
volvieron un abrazo y un mezclar el humor de nuestros cuerpos. Preferí no sacar
a relucir mis dotes de galán, pues pude sentir en su experiencia de vida una
suerte de fuerza e inteligencia muy parecida a la que me formó el alma a mí. Ella era una empresaria y una estudiante de
derecho, y demostraba modales y exquisitez, pero a la vez no había perdido ese
salero y aura a malicia que nunca volví a sentir en una mujer. Era la primera
vez que me sentía con el temor de enamorarme y quedarme atrapado para siempre
en la locura. Esa vivencia era una droga, un vicio.
Las clases con ella y mis alumnos eran singulares. Aunque
nadie sospechaba que fuéramos amigos cercanos, pronto las intervenciones de
Rosa eran tan ocurrentes que desafiaban no solo mis saberes, sino sobre todo el
equilibrio emocional para no tener que suspirar. Cuando emergía un suspiro mío
por su grandiosa sonrisa, todos los chiquillos se carcajea ban y ataban cabos.
Cuando empezamos a quedarnos en el salón, o conversábamos en los pasillos las
miradas de la administración y los docentes se fijaron en nuestra cercanía
tanto que empezaron los rumores, y pronto un llamado de atención de la
administración me llegó de improviso. Sin embargo, Rosita convirtió esas
charlas y hallazgos en ocasiones para encontrarnos furtivamente y ya nada nos
importaba, pues esas risas y escapes de escenario se volvieron en flirteos y
seducciones maquinales. Nos hallábamos en las sombras y toda esa bruma de
pasiones, era un modo de decirnos que esto se esfumaría muy rápido. Nadie lo
quería así pero cuando dejamos que el ciclo terminara sentí que se me consumía
la vida muy rápido con ella. No estaba seguro de que esa pasión a la cual no le
habíamos puesto un nombre de noviazgo, pudiera ser una relación sana. Fuera de
los claustros nos veíamos en hoteles y parques. Cuando ya hacía frío, nos quemábamos
entre las sábanas de hoteles de barrio y pude darme cuenta que a pesar de sus
buenas maneras de señorita no dejaba de ser una vampiresa de barrio que me
llevaba al límite de mi virilidad. Era una achorada que amaba con todo el
cuerpo, y en esa astucia de amante que todo lo da, pude sentir que tenía mucha
experiencia y eso no me gustó. No sé dónde había quedado esa rosita tierna y núbil
que marco mi recuerdo de esa mujer.
Cuando ella también empezó a sentir mi indiferencia a pesar
que nunca dejo ella de ser una gran amante en la intimidad, empezamos a darle
duro al bailongo y a las fiestas en los salsódromos. Íbamos mucho al Kimbara y
a la casa de la salsa, y en todo ese ambiente de guaracheros y malaentes, ella
endulzaba la pista y éramos una pareja que dibujaba con una química casi
poética. Nos amábamos en esa oscuridad y cuando una noche de invierno unos
patanes se sobrepasaron con ella y los enfrente, su alma de guerrera, de mujer
de barrio la hizo arrebatarle el revolver al faite, y todo terminó en un balazo
al aire, que estremeció esos saturnales de la salsa y salimos corriendo riendo
los dos desorbitadamente. No sé qué sucedió, solo sé que luego de una tórrida
agonía en su alma de forajida, desperté, y había una carta en las sábanas que
me decían: "no eres tú, soy yo tiene que ser así, no debemos seguir así,
Sigue con tu vida.
Desde ese día que desperté entre sábanas blancas y no percibí
más que su perfume en todos los espacios, no debo de pensar en ella. La razón
de mis desaciertos con ella, ese miedo que esa malicia me envolviera, era el
mismo miedo que la hacía a ella a apartarse de mi vida. Los sentimientos que
nos unieron, pero de los que nunca hablamos, fueron la razón de que este amor
nunca tuviera un nombre. Solo sé que amar a una achorada es amor seguro, pero
hallar esa malicia y a la vez inteligencia es una rareza. Desde ahora solo vivo
niñas que juegan a ser mujeres.

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