Al margen por un amigo




Hace ya más de quince años lo conocí, cuando era una guagua, un jovenzuelo muy inteligente, sensible y con muchas ganas de participar en los liderazgos de su generación. Era un mozo de unos 17 años a lo sumo, grueso, con el rostro blanco y avispado y una mirada de gavilán pollero que se come al mundo. El estudiaba geografía y lo conocí a el y una generación de pequeños intelectuales por intermedio de un amigo de mis tiempos de geografía que deseaba les metiera rollo político y los formara como una esponja filosófica. Alex era taciturno e inocente, deseaba escribir poesías y volverse un escritor. Aunque estaba en la disciplina incorrecta pronto la atmósfera rebelde de San Marcos lo inundó, y devoraba muchos libros e intentaba componer siempre unas décimas y coplas amorosas. No había protesta estudiantil a la que no fuera, y no había noche que no terminara liquidando unas chelas con los amigos de su collera universitaria. El era natural de Ferreñafe en el norte del Perú y había llegado a Lima con su familia a buscar educación y mejores oportunidades para su hermano mayor y el. No sabía si el era otro de esos jóvenes radicales que vienen aceitados desde las academias o solo era un curioso jovenzuelo comprometido con el buen común y la bohemia. Cuando lo halle en esta vida yo daba una charla al aire libre en el bosque de San Marcos y pronto con mi ideario pensante me gane su lealtad como amigo y como una suerte de discípulo. Claro esta, yo no buscaba seguidores, era solo una amistad para transmitir una pasión literaria e intelectual.


Pude advertir que ahí donde hervían sus ideas escondía una existencia frágil y tímida que no calzaba con lo que deseaba el edificar para sus sueños. Lo que hice al inmediato sentir su miedo y represión fue liberar su potencial con una conversa sobre la filosofía y la capacidad romántica del carpe diem. Mediante imágenes del cine y la cultura le enseñaba a como pensar y escrutar la realidad. Entre chelas y recitaciones pude sentir a un chiquillo que deseaba amar y romper todos los esquemas pero a la vez una pared metafísica se lo impedía. Una noche lo desahueve como se dice, y más tarde que nunca esa emancipación espiritual que le inscribí en su ser, lo termino por convertir en un don Juan empedernido. Muchas noches mientras yo me saboreaba unas chelas el venía maltrecho y sudado, confesando con una sonrisa jubilosa que había estado matando todo el día con una chiquilla. De solo escuchar sus aventuras mordía yo el filo de mi vaso y una envidia sana recorría mis pensamientos. No era para exagerarlo pero Alex con Miguel eran dos mataperros que se ganaron mi cariño y admiración por su noble corazón e intenciones con la izquierda. Aunque yo ya no era zurdo los invadía de ideas y estrategias para liberar su mente y que se pusieran a escribir.

Recuerdo las largas jornadas en el departamento de amigos y seguidores, dónde discutíamos la vigencia de Hegel o Marx o como la teoría de la escuela de Frankfurt y el posmodernismo francés marcaban el derrotero de la cultura actual.  Eran charlas dónde yo era bombardeado por un mar de preguntas e inquisiciones, y la sana como soberbia dialectica de Platón me empujaba a sostener elocubraciones exageradas o a concluir con ideas retóricas. Alex y Miguel eran muy preguntones, así como toda la muchachada que los acompañaba. Mientras digeriamos las ideas refrescabamos la garganta con roncitos y fujimoris y una sensación de beneplácito por aprender recorría los ambientes y los rincones donde charlaremos.

Pronto la amistad hacia Alex desembocó en una responsabilidad por influirlo del modo correcto. No quería que la extrañeza que recorría mi existencia lo afectará. Aunque le advertía de la precariedad existencial de todo filósofo y en general de los pensadores peruanos, estos jovenzuelos me exigían al pensar y a veces, solo a veces tenía complicarles la vida. Para nada era serio lo que me estimulaba sus escrutaciones, pero trataba en mi nobleza dar lo mejor de mis creaciones. Al ver a Alex todo un conquistador supuse que la hidalguía de su corazón y la firmeza del medio político lo irían moldeando y hacerlo un líder fuerte y decidido. Aunque no lo pude advertir detrás de esa juventud Lozana y vigorosa escondía un miedo visceral, que cuando algo lo dispara hace de cualquier filósofo una víctima de la locura y la autodestrucción. Alex no me lo había dicho pero un sentimiento de desolación e inseguridad se apoderaba de el, y un estremecimiento frio y salvaje le recorría la espalda.

Así muchos años pasaron y en los fines de semana en Quilca o en Barranco me los encontraba endulzados en el licor y la música de la rockola. De ser unos supuestos discípulos eran unos amigos sinceros que siempre estaban prestos a escuchar mis tarugadas y mis inseguridades con las mujeres. Aunque nunca les conté de las aventuras que tenía cuando me quedaba solo, siendo todo lo opuesto a alguien tímido, pude sentir que Alex sospechaba de mi ánimo violento y desenfrenado. Cuando la plata se terminaba los veía escaparse a las fiestas del centro o de Barranco y yo en mis senderos libertinos y solitarios me precipitaba a las discotecas del cono norte. Ahí en medio del salvaje e intramundano espectáculo de la noche podía subvertir todos mis sentidos, y era parte incisiva de un calor libidinal que culminaba en una aventura o en la recámara de una esposa infiel. Esa filosofía que me hacía inaccesible y extraño era la dinamita que explosionaba cuando el alcohol o las drogas me salvaban del miedo y de la depresión.

Cuando me halle en la selva de Pucallpa enfermo y sanando en una comunidad shipiba, recibí la llamada de auxilio de Alex. Entre confesiones y excusas me invitaba a que me lo trajera a la selva. No me decía la razón, y lo cierto es que no sospechaba nada pero volví a sentir esa inseguridad macabra en sus palabras. Conversamos un rato más y nos dejamos de ver hasta que un día de septiembre del 2014 ya más repuesto de una fuerte infección me llamo para visitarme en mi casa. Pude advertir sentimientos de contradicción en su sentir, así que lo invite a que venga a mi hogar una tarde fría de primavera. Cuando lo espere en el paradero de lejos ví que su rostro estaba demacrado y lleno de pavor. Cuando iniciamos la conversación me confesó que sufría de cáncer al riñón y que pronto lo tratarian en el hospital neoplásicas. Cuando acentuó su voz le sobrecogio un sentimiento de incomodidad y sufrimiento. De inmediato me di cuenta que estaba asustado y preso de una impotencia personal que lo sacudía. Le sugerí que caminaramos en un parque cercano y a cada paso que dábamos me confesaba la gran amistad que me profesaba y que si algo le pasará que yo escriba con todo el corazon por el, ya que no alcanzaría a cumplir sus sueños de escritor. Me negue a esas palabras que sonaban a despedida, y lo animé y arengue a qué luchará por su vida, que sea valiente. Pero era tarde, su rostro debelaba un miedo visceral, un perder la guerra antes de enfrentarla. Y más fue mi responsabilidad con el cuando me dijo que mi pensamiento lo había liberado de sus miedos de niño pero que ahora se sentía un muro en contra de su vida, que yo no era el responsable de sus desvaríos juveniles. Pronto nos quedamos en silencio, y me ví tentado a ofrecerle los servicios del curandero que yo frecuentaba, pero por no hacerlo victima de una irresponsabilidad me contuve. Luego de platicar de la existencia me dió una abrazo profundo y se subió a su microbus, para no volver a verlo. Me quedé estupefacto en la calle y aunque no era propio me sentí responsable por Alex. Ese día no pude conciliar el sueño y maldije mis extravíos por la reflexión y como está pesada carga me había arruinado la vida y mi futuro como un hombre autosuficiente.

Volví a preguntar meses después por el y su hermano me confesó que estaba recibiendo las quimioterapias pero que su cuerpo y corazón no reaccionaban. No volví a llamarlo hasta que un amigo en común me escribió que sus amigos estaban en un bar esperando lo inevitable. Yo seguía enfermo y doblegado por la depresión y así no podía luchar por nadie. Cuando supe de la muerte de Alex, me sentí impulsado a escribir y a continuar con su legado, y en un envión de fuerza y ánimo pletorico  empecé a escribir hasta botar de mi interior todo lo que me embargaba. Fue una katarsis, una limpieza espiritual, pero a la vez una búsqueda de mi mismo. Al escribir narraciones trato de sentir lo que no puedo con conceptos, lo que está más allá del tratamiento categorial del ensayo y la explicación. La partida de mi amigo fue una renovación mental, mis emociones ahora buscan brindarle un buen recuerdo y manifestarle mi afecto de camarada. Aunque muchas veces me ví en el, el era el espejo de todo lo que tenía que dejar atras. Mi amigo no fue fuerte, y yo en todo este discurrir del pensamiento solo busco gritar por las rendijas de una vida dedicada al conocimiento de la realidad social. Ahora su imagen queda en mis filones de poeta, y siempre su romance de creador se me ha quedado como herencia vital.  

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